miércoles, 7 de marzo de 2018

INTOLERANCIA



Cuando Woody Allen proclamó que el cerebro era su segundo órgano favorito, seguramente no imaginaba la tormenta mediática que al final de su vida le iba a convertir en un apestado social. Eran tiempos en los que el genio de Manhattan aún podía decir que la última vez que había estado dentro de una mujer era cuando visitó la estatua de la libertad sin que los “torquemadas” habituales le acusaran sin pruebas de ser un depravado sin escrúpulos.

En la época dizque más democrática de la historia, donde todo el mundo tiene acceso inmediato a la información a golpe de clic, y un altavoz en las redes sociales para expresar su vacío, la hipocresía que nos circunda es tal que la libertad se desvanece aniquilada por la dictadura de lo políticamente correcto, convertida en el supremo tribunal capaz de condenar a la muerte pública a una persona manipulando tres o cuatro lugares comunes que la masa acepta como si fueran dogmas de fe. Un poco por pereza intelectual y otro poco por temor a separarse de eso que los cursis llaman “mainstream”, casi nadie osa cuestionar el dictamen de este nuevo comité de  biempensantes, que te organizan una caza de brujas en menos que se corrompe un concejal, cocinando en su infecta marmita un brebaje a base de medias verdades, viejas insidias y apelaciones al sentimentalismo infantiloide, malbaratando una causa noble al servicio de una moral bastarda que lo mismo que impedirá a Woody dirigir otra película, hoy hubiera enviado al ostracismo a Einstein por maltratador y a Machado por menorero.

Da lo mismo que las acusaciones contra Allen no resistieran el filtro judicial. En nuestra era, es el tribunal de la opinión pública el que se encarga de establecer las condenas y ni siquiera es preciso acudir a juicio, cuando una sucesión de testimonios es capaz de enterrar en vida a una persona sin que pueda apenas defenderse. Quizá parezca evidente la culpabilidad de Kevin Spacey como despreciable abusador de menores pero no es Ridley Scott el que debe ajusticiarlo al modo estalinista, borrando su participación en la última película, sino un jurado que analice los pormenores de su comportamiento y la credibilidad de los denunciantes. Ya puestos, y dado que tampoco tendrán la oportunidad de hablar en su propio favor, eliminemos a Picasso de los museos o a Neruda de las bibliotecas, “time’s up”, se acabó el tiempo en que admirar la obra a pesar del autor era posible. El maniqueísmo es el nuevo dios de una cultura en la que no existen los matices y que permite a la alcaldesa de Madrid, al amparo de un fin justo, declarar que la violencia está incardinada en el ADN de la masculinidad, sin que el edificio de la Justicia del que ayer fue magistrada, se resienta lo más mínimo.

El maravilloso cuento de hadas de Guillermo del Toro al que Hollywood ha otorgado su máximo reconocimiento este año tiene suerte de que al director mexicano no le hayan encontrado algún asunto inconveniente de su pasado capaz de mutar en despreciable la historia de amor de la película. La poesía puede convertirse en pesadilla a poco que se muevan los hilos de la sospecha y la maledicencia de una sociedad que necesita de estos trucos para mantener tranquila su atribulada conciencia. Los dispensadores de ética oficial trabajan sin descanso otorgando certificados de buenismo a los demás, mientras se ocupan de mantener sus sepulcros blanqueados. Nadie se atreve a tirar la primera piedra, pero cuando llueven las consignas y el lacito cuelga de la pechera, la lapidación del elegido no tiene marcha atrás.

Este año se cumplirán cuarenta del óscar a la mejor película concedido a “Annie Hall”. Woody Allen también fue premiado como director y guionista pero no recogió ninguna de las estatuillas pues prefirió tocar el clarinete en su club, como cada lunes. Tal vez estaba anticipando la respuesta a la intolerancia que hoy le acosa, a la irracionalidad del comportamiento humano que ya describía en la última secuencia de aquella cinta en la que Alvy Singer nos cuenta el viejo chiste del tipo que va al psiquiatra y le dice: “doctor, mi hermano está loco, cree que es una gallina”. Y el doctor responde: “¿pero por qué no lo interna en un manicomio?”, y el tipo le contesta: “lo haría, pero necesito los huevos”. Pues eso.



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