jueves, 8 de octubre de 2015

LA VUELTA AL COLEGIO

          En un mundo obsesionado con domesticar a la gente con la felicidad ficticia de lo material, la tauromaquia sigue ofreciendo valores intangibles como la gallardía, la generosidad, el coraje, el afán de superación de las dificultades y la naturalidad en la convivencia con la muerte que deberían convertirla en materia de inclusión obligatoria en los planes de estudio de nuestros escolares. En cambio, el pensamiento Disney que domina nuestro tiempo pretende aplicar categorías humanas al trato con los animales para así hacer pasar por inmorales, comportamientos que en realidad son ejemplares, verdaderos espejos en los que mirarse cuando toca lidiar con la vida y sus heridas.


         Frente a la tabarra animalista que ha dominado la feroz canícula de este año, resultaba imprescindible que la Feria de Otoño madrileña se convirtiera en esa referencia virtuosa que nos permitiera enfrentar el acoso antitaurino con argumentos sólidos con que desmontar las acostumbradas mentiras del enemigo sobre el sufrimiento de los toros en el ruedo y la condición homicida de sus matadores. En cambio, la empresa que regenta nuestra plaza, en connivencia con la nueva gerencia de asuntos taurinos de la Comunidad de Madrid sigue perdiendo el tiempo elaborando estúpidos decálogos sobre la vestimenta del chulo de toriles, el desnivel del ruedo o el tamaño de las orejas que se cortan, en vez de ocuparse por respetar al aficionado y traer a Madrid ganaderías acreditadas que cumplan con los mínimos de trapío y casta que exige la defensa de este vilipendiado espectáculo en la primera plaza del mundo. Por el contrario, sólo en la última tarde del ciclo, Adolfo Martín trajo a las Ventas animales a tono con la categoría de la plaza. Hasta entonces, la sufrida afición tuvo que tragarse la ración acostumbrada de novillos descastados, el último plazo de la iguala inevitable que se abona todos los años a la familia Fraile y la previsible cuota de Juanpedros al borde de la domesticación.


         La Feria se abría con el aperitivo de la novillada de El Torreón, en la que Filiberto, Alejandro Marcos y Joaquín Galdós dejaron la impresión de ser novilleros adocenados antes de tiempo, pues desplegaron en el ruedo las formas desagradables del toreo moderno, el de la suerte descargada, el pase hacia afuera y la rectificación de terrenos, senda por la que sus mentores les enseñan a caminar sin más horizonte posible que el despeñadero de la vulgaridad.


         Al día siguiente, el plato fuerte de la feria se había planteado acartelando mano a mano a Diego Urdiales y Alberto López Simón. El primero ha sido convertido este año por la crítica oficial en el guardián de las esencias del toreo clásico merced a la gran faena que realizó a un toro de Adolfo Martín en la Feria de Otoño del año pasado, y sin perder cartel, ha echado el año comportándose como el que siempre ha sido, un diestro honrado que luce más ante el toro encastado que ante el medio toro objeto de deseo de los instalados. Con los del Puerto de San Lorenzo sólo pudo brillar apenas en un par de verónicas, y anduvo incómodo toda la tarde sin hallar templanza posible a las desabridas oleadas de sus oponentes. El segundo venía en su condición de torero revelación de la temporada, dos puertas grandes en Madrid por primavera y un verano cogiendo sustituciones de feria en feria, acumulando cornadas y reapariciones con hambre de triunfo y las carnes abiertas. La tarde del dos de octubre en las Ventas fue el resumen perfecto de su trayectoria reciente, una primera faena sin mayor argumento que la quietud ante un toro que viene y va sin ir dominado, la cogida que llega en la ligazón de un pase de pecho sin enmendarse y el pundonor para permanecer en el ruedo y matar al toro sobreponiéndose a la cojera que le acompaña camino de la enfermería con la oreja caliente dentro del chaleco que un presidente sin criterio concede al público sensible. Con la puerta grande entreabierta y el torero en la enfermería, se corre el turno y Urdiales mata los dos toros restantes de su lote para permitir que López Simón se recupere y comparezca de nuevo en la plaza, atravesando el ruedo con un aparatoso vendaje en el muslo y caminando muy lento con la barbilla en el pecho, un recorrido místico que sin duda hubiera sido menos sobrecogedor de transcurrir entre barreras, como siempre se hizo. El quinto toro sale abanto y su maltrecho lidiador apenas puede abrirse de capote ante el enemigo que huye. El muleteo transcurre vulgar entre la expectación de la masa entregada al estoicismo del torero mermado que finalmente consigue sujetar al toro en una serie de ceñidos redondos en los que las muñecas mandan por primera vez en la tarde. El resto es un pase aquí y otro allá y la persecución del toro por el diestro inteligente que aprovecha las querencias sobreponiéndose a la cojera, y una eficaz estocada recibiendo que cumple su cometido con rapidez. El delirio se desata, el presidente acata y el torero de Barajas abre nuevamente la puerta grande sin haber dado un natural en toda la tarde.




         Uno pensaba que López Simón iba a comparecer al día siguiente a pesar de la cornada para tratar de igualar la gesta de César Rincón que en el año 91 abrió la puerta grande cuatro tardes seguidas a lo largo de una misma temporada con el único aval de su muleta planchada y sin trampa. Hizo bien el de Barajas quedándose en la cama y su sustitución la cogió al vuelo Gonzalo Caballero para tomar la alternativa frente a dos Vellosinos que no eran precisamente de oro, un lote descastado ante los que el lucimiento era una quimera sólo al alcance de los monarcas que en el toreo han sido. Estuvo digno y valiente, mejor con el malo y sin ideas frente al menos malo. Le acompañaban en esa empresa imposible, Uceda Leal y Eugenio de Mora, dos toreros de clase que lejana ya la época en la que estuvieron en la antesala de la gloria sin llegar a pisarla del todo, siguen intentando coger ese tren a despecho de los años y el cansancio de la afición. Uceda echó la tarde de manera discreta, al abrigo de su extraodinaria espada y Eugenio presentó al respetable su depurado oficio una vez más, rememoró sus ilusiones juveniles iniciando de rodillas la faena al último de su lote y puesto en pie, pudo incluso relajarse con gusto en algún pase aislado cuando el toro se lo tragaba a favor de querencia. Es posible que sea el único integrante del escalafón taurino que sigue cargando la suerte como es debido en esta neotauromaquia de la pérdida de pasos y la pierna retrasada.


         Y por fin llegó Adolfo y se corrieron en Madrid toros de verdad, daba gusto verlos tan bien presentados haciendo honor al tipo de su encaste, alegres de salida, rematando con brío en los burladeros, paseando su fiereza por la plaza, pendientes de todo lo que se movía. Ahora el aficionado ya no estaba de charleta con el compañero de localidad, guardaba las pipas para luego y se le atragantaba el cubata con cada embestida. La suerte de varas ya no era el trámite de las otras tardes, la brega en banderillas cobraba sentido, las telas debían de ser movidas por los matadores con intención y solvencia técnica si no querían verse derrotados por semejante vendaval de casta. Así le pasó a Robleño que sigue sin desplegar en Madrid los recursos lidiadores que se le observan en otras plazas, aunque hay que decir que pechó con el peor lote, uno muy peligroso y otro que se apagó pronto. Rafaelillo en cambio, estuvo bien en el que abrió plaza, otro imponente Aviador de la reata que tantos triunfos ha dado a esta ganadería, ante el que había que estar muy firme pues se acordaba enseguida de lo que se dejaba detrás y era necesario llevarlo muy toreado, cosa que consiguió el murciano en algún que otro natural que nos supo a gloria. No dejó tan buen sabor de boca con el cuarto al que no sacó todo el partido que tenía un pitón izquierdo propicio para volver a intentar abordar el sueño que frustró la espada en la miurada de San Isidro. 





        La terna la cerraba Paco Ureña que nos hizo concebir esperanzas de recuperación al recibir a su primer toro con vibrantes capotazos de mucho aguante al hilo de las tablas. Luego le aplicó a una embestida antigua el toreo moderno y el toro se lo echó a los lomos como no podía ser de otra manera. La historia se repitió con el toro que cerraba la feria y tras la inevitable cogida, Ureña volvió a la cara del Adolfo maltrecho, desmadejado, y contra todo pronóstico le enjaretó una serie de naturales limpios como el aire otoñal de la tarde y después otra serie más de frente a pies juntos muy bien rematados detrás de la cadera. Se quiso adornar con un cambio de mano que salió regular y aún desgranó otro manojo de naturales muy sinceros y de fuerte impacto estético, pero todo quedó sin premio pues a la hora de matar se quedaba en la cara del toro en cada intento e incluso acabó atravesando el estoque que quedó enhebrado en los bajos de mala manera.



  

         De nuevo se cerraba otra feria con un torero paseando el anillo anegado en lágrimas. Como el toro me crezco ante el castigo, cantaba Miguel Hernández y recitaba Ureña en cada pase, después de cada revolcón. Contra todos los negros presagios que anuncian la decadencia de este espectáculo, de nuevo la esperanza de una tarde en la que hemos podido asistir a esta lección magistral de vida que la fiesta ofrece no tan a menudo como nos gustaría y que nuestros hijos se pierden anestesiados por la pantalla de un ordenador. La tauromaquia nos permite seguir asistiendo en pleno siglo XXI a esa maravillosa y anacrónica metáfora que en veinte minutos mágicos condensa la lucha cotidiana por la existencia, ese complicado y hermoso viaje, azaroso y cruel, como la pelea del hombre con el toro.