martes, 20 de noviembre de 2018

EL FRANQUISMO EN LAS VENAS


España es un país recorrido por la mala leche. Un cainismo eterno oscurece nuestro lugar en el mundo, una necesidad atávica de expresar el guerracivilismo que anima nuestros genes desde hace siglos, lastrando con un rastro de acíbar el bienestar que vamos conquistando a pesar de todo. España es ese territorio en el que el gesto de su mejor deportista bajando del olimpo para remangase y ayudar a los vecinos de su pueblo anegado por las inundaciones, es saludado por los odiadores profesionales señalando como impostor al ídolo entre el barro. Detrás de cada triunfo surge la mueca agria del disconforme, al lado de tu felicidad camina la envidia del desdichado contra la cual no cabe otra defensa que seguir el ejemplo de Miguel Mihura y fingir una cojera después de cada éxito teatral.

El español siempre ha sido capaz de lo mejor y de lo peor. Disfruta del segundo menor índice de criminalidad en el mundo pero se abisma a menudo en el precipicio del enfrentamiento sin sentido. En el país que lidera la donación y el trasplante de órganos, el duelo a garrotazos de Goya sigue crispando nuestra piel, a poco que cuatro oportunistas sitúen en el centro del debate público al dictador al que ni ellos ni los que avivan ese fuego de artificio, sufrieron realmente. El franquismo merece quedar enterrado en el anonimato pero es más difícil dar tierra a las actitudes que cuarenta años de democracia no han logrado aniquilar.

De nada nos sirven los augurios que nos pronostican la esperanza de vida más alta del planeta si aún no se ha producido la revolución pendiente que haga deseable esa longevidad, si siguen hostigando a la justicia los que pretenden manejarla a su antojo, si quienes defienden una idea de España la construyen sobre el odio al inmigrante, si tenemos que convivir con las voces que le gritan a Ortega Lara, vuelve al zulo. Es franquista desear la muerte a un torero herido, es franquista abanderar el boicot a un cómico torpe, franquista es acosar a una persona en las mismas puertas de su intimidad. Y es franquista exigir al gobierno que atropelle la ley y excarcele a políticos presos, franquista es orientar el consumo por motivos ideológicos, es franquista inaugurar el pantano de la arbitrariedad.

Llevamos el franquismo en las venas y la querencia por el partido único en la mente. Tal vez en ello esté el origen de la permanencia en el poder autonómico de opciones que llevan siendo votadas desde hace cuarenta años a despecho de la corrupción que nutre sus maquinarias y de la incuria a la que someten a sus administrados. Quizá sea preciso que pase otro medio siglo hasta que adquiramos la madurez democrática necesaria para que el apoyo a unas siglas no esté tan determinado por los sentimientos como por el sentido común de la alternancia sin estridencias.

Mientras tanto, la sociedad conformista que aún es incapaz de castigar plenamente los desmanes del bipartidismo, asiste al desembarco de nuevos líderes que se pasean por las instituciones vestidos con el traje nuevo del emperador. Su carencia de ideología les permite proclamar ayer que jamás pactarían con los que socavan la Constitución y hacerlo hoy sin respeto a la palabra dada, partirse la cara dialécticamente cada semana en el Parlamento y arreglar bajo cuerda el control de la justicia, graduar la moderación o abrazar la radicalidad en base a lo que digan las encuestas, predicar el ensañamiento fiscal con la clase media y hacer del chiringuito financiero la norma en la organización de su patrimonio personal.

El pueblo debe ser el niño del cuento que advierte que el rey está desnudo.