jueves, 14 de julio de 2016

LA MUERTE DE UN TORERO

        Muere un torero en la plaza. La conmoción se extiende por el mundo taurino y la incredulidad se hace presente en un ámbito desacostumbrado a la tragedia. La docilidad creciente del toro actual, los avances médicos de nuestros días y el planteamiento ventajista del toreo moderno aplazan cada tarde la cita cotidiana con la muerte, convierten el emocionante combate atávico entre el hombre y el toro en un espectáculo festivo e incruento, pero la muerte acaba llegando. Aparece la muerte para reconciliar al animal con su naturaleza y al espectador con su condición de testigo privilegiado de un rito único. La muerte viene para poner a cada cual en su sitio, al indeseable en su cloaca y al héroe en su pedestal.

         La muerte nos convoca para reivindicar una vez más la grandeza de la lidia de reses bravas. La estulticia del tiempo por el que nos toca transitar produce exabruptos tan deleznables como ignaros, pero no es el insulto el que nos daña sino esa lluvia fina que va calando mientras agachamos la cabeza ante el hostigamiento continuo del animalismo mendaz y sensiblero. Frente a la injuria, la ley o el desprecio. Frente a la entronización de principios espurios, es preciso fortalecer nuestra liturgia, y defender sin descanso los valores que encarna, la gallardía, el coraje, la entrega sin trampa, el afán de superación, ideales marcados a fuego en esos ídolos raros que siguen consagrando su destino al dominio del arte de poner en juego la propia existencia creando belleza.


         En una época en la que ha devenido anacrónico lo que siempre fue natural, proteger la integridad y la pujanza del toro es el mejor ataque contra los que confunden los términos y nos tildan de bárbaros. Resulta urgente no claudicar y salvaguardar la pureza del rito retornando al equilibrio de la lucha entre un animal encastado que puede matar y un hombre que se impone a la fiera embestida exponiendo su vida en el empeño. La senda contraria conduce a transformar la tauromaquia en una danza banal y prescindible, un juego absurdo en el que jamás volvería a tener sentido la muerte de un torero.