martes, 8 de julio de 2014

UN POQUITO DE FÚTBOL

     Como en el verso de Vallejo, la Selección española de fútbol podría haber compuesto un poema previo a su participación en el Mundial que comenzara diciendo: Me moriré en Brasil, con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo. Y es que contemplando el diluvio que le cayó a la selección el día de Chile, se podía ya adivinar el discurso airado de los caínes de turno empeñados en lapidar a nuestros héroes futbolísticos con las mismas piedras con que erigieron sus efímeras estatuas, cuatro años atrás.

         Todo el mundo ya sabía que este año España ni siquiera pasaría la primera fase, que Casillas fallaría en cinco de los siete goles que encajó, que Costa no se entendería con sus nuevos compañeros de equipo, que Ramos cambiaría su prestigio de mejorcentraldelmundo por el de espectador impotente de la estela inalcanzable de Robben, que Busquets robaría menos balones que cuando jugaba en 2ª B, que Alonso fallaría más pases que Illarramendi en los partidos clave, que Xavi, en fin, habiendo sido el jugador más determinante de la historia del fútbol español, contemplara impotente el desastre sin armas para remediarlo.

         Y pese a todo, un pase maravilloso de Iniesta que Silva quiso convertir en filigrana a punto estuvo de cambiar la historia de este mundial que los profetas eternos ya habían escrito en términos sombríos. Con Diego López, Carvajal, Gabi, Isco, Herrera, Callejón y Llorente en la alineación sustituyendo a nuestras glorias agotadas, el destino seguro hubiera sido caer en semifinales como mínimo, es lo que tiene ganar durante seis años seguidos, que la prepotencia engorda al tiempo que triunfa la ignorancia.

         Conviene recordar que el éxito en este extraño deporte que genera inversiones millonarias, construido por interminables sesiones de preparación física y táctica y aderezado por los más variopintos comentarios periodísticos, depende finalmente del caprichoso matiz de que la pelotita entre en la portería o se pierda fuera de los palos tras rozar con la bota de un portero con estrella en la final de un mundial.

         En el maravilloso mundo del fútbol, ese reducto impagable en el que la infancia de aquéllos que lo transitan se prolonga hasta la senectud, de manera que hasta los más sensatos próceres se disfrazan de hinchas al comentar las jugadas de su equipo, es preciso defenderse siempre de la caprichosa alternancia entre el fracaso y el éxito, esos dos impostores que se juegan a los dados el destino de una temporada en el mágico instante en que un hombre vestido de blanco se eleva para conectar un imponente cabezazo en el minuto 93 del partido más importante del año. Sin ir más lejos, el Fútbol Club Barcelona, columna vertebral inspiradora de los éxitos de la selección de estos años, va camino de defenestrar a media plantilla porque en la final de copa fue atropellado por una locomotora galesa antes de que su estrella brasileña lanzara un balón al poste. Por eso y porque en el último partido de liga un árbitro honrado anuló un gol que otros trencillas más impresionables habrían concedido sin dudarlo y que hubiera valido el campeonato, o no, quién sabe, porque las huestes de Simeone jugaron los partidos claves del final de temporada con una determinación capaz de superar todas las dificultades. Todas excepto la de jugar la prórroga de una final de Champions con la certeza de estar revisitando la suerte fatal de sus mayores, todos ellos despojados de una copa que ya estaban levantando mentalmente cuando en la última jugada del partido un balón esquivo les birló la gloria.


         Dejemos que el tiempo pase y se asiente la memoria. Dentro de veinte años, los integrantes de esta generación de futbolistas que se marchó de este mundial con la cabeza baja, serán considerados como los mitos que en realidad fueron. Cuando Don Vicente Del Bosque, grande de España sin necesidad de títulos, contemple desde el retiro su época de entrenador, todas estas miserias no serán más que una anécdota en el vasto legado del genio de Old Trafford, aquél que hizo del sentido común la más complicada de las tácticas.