miércoles, 11 de junio de 2014

LOS MERCADERES DEL TEMPLO

EL TEMPLO PROFANADO

         Definitivamente, la plaza de toros de Madrid ha devenido en patético centro comercial en el que el toro y el toreo son sólo la excusa del tinglado. Antes de que la techen y cierren el círculo de oprobio al que la conducen, la están llenando de bares y tiendas de souvenirs y en el paroxismo del negocio, han montado un chiringuito en el diez, que nos expulsa de la plaza cada tarde entre olores a fritanga y el chunda chunda del desaliento.

         Tal es la degeneración de la fiesta y la decadencia del rito, que la gente viene a los toros como el que va a la verbena a echar la tarde y a falta de verdadera emoción procedente del ruedo, se refugia en el espectáculo colorista de los tendidos, cambiando la pasión por el mero entretenimiento sin pretensiones. Sin alimento posible para el espíritu que surja de la lidia, el público se conforma con la merienda pueblerina del entreacto y no se va contento a su casa si no remata la bacanal con la guinda de unas orejitas de regalo que permitan después relatar un triunfo imaginario a los amigos.

         Los que creíamos que este panorama deprimente se iba a quebrar en esta última semana con la llegada del toro, íbamos dados. De lunes a jueves, cuatro ganaderías de prestigio, cuatro encastes diferentes, desmintieron la ilusión de que la alternativa se encontraba más allá del paraíso juampedrero. Fiasco de Cuadri, Adolfos domecquizados, Alcurrucenes infumables y en su línea los del Puerto de San Lorenzo, toros criados para el último tercio, cuya manejabilidad venía pidiendo toreros y solamente halló adocenamiento y formas huecas.

         Los tiempos están cambiando y el público prefiere entronizar ídolos vacíos para darse el gusto de montar un circo camino de la puerta grande en el que complacerse zarandeando como a un pelele al dios que ha creado hace diez minutos para su efímero divertimento. Es lo que ocurrió con el fenómeno Luque, del que nadie recuerda gran cosa días después de su advenimiento, salvo que sorteó dos toros del Puerto para soñar el toreo y les administró una sucesión de mantazos a prudencial distancia, desplegando el velamen de sus trastos desde la ventaja innecesaria, dada la boyantía de su lote. Resulta descorazonador ver el templo convertido en talanquera que vibra con el adefesio de las luquesinas y se enardece ante el trallazo forzado e insustancial.

         También vibró lo suyo la gente con Perera, triunfador máximo de la Feria, cinco orejas en el esportón y pocos pases para el recuerdo en su segunda faena de dos orejas del serial, esta vez frente a un Adolfo que cambió la fiereza por eso que los taurinos llaman calidad. Pronto veremos cómo las figuras se anuncian con este hierro si les sigue permitiendo vender como gesta el paripé de todas las tardes. Parece que ha nacido el pererismo, una decantación más digerible del julianismo, entre cuyos postulados tampoco se haya el de cargar la suerte ni el de meterse en el terreno del toro, restando con ello verdad a faenas que sin embargo calan en el público por su irreprochable temple y la evidente ligazón. Esa tarde, la gente aclamó a Perera e ignoró a Urdiales que sólo recogió tibias palmas para su clasicismo de torero serio, sobrio, castellano. El de Arnedo esculpió naturales de cartel de toros, pero de uno en uno, sin ligar. Le faltó la inteligencia de Perera para dar ese pasito más que permite conectar con las masas y pareció no querer traspasar la peligrosa línea que separa la corrección del compromiso.

         Todo lo contrario que José Carlos Venegas la tarde de los Cuadri, un extraterrestre en las Ventas, uno que se queda en el sitio y no aprieta a correr tras cada pase, y además con un toro, el geniudo sexto, desastrosamente picado por Rosales, que le sirvió a su matador un vendaval de violentas embestidas que Venegas, ayuno de la técnica necesaria para vaciarlas con profundidad, no supo domeñar hasta que fue aparatosamente cogido. Después se levantó el diestro jienense algo conmocionado, volvió a la cara del toro y de nuevo sorteó como pudo los viajes del Cuadri sin rectificar terrenos, con la exigua muletilla en la izquierda ofrecida al viento de la tarde, intentando dar esos cuatro o cinco muletazos limpios que no llegaron y que le hubieran proporcionado un triunfo épico. Momentos únicos en los que saltamos de nuestros asientos imaginando este mundo extraño puesto del revés por un torerillo sin contratos, que tiene la osadía de proponer ante el toro poderoso el planteamiento del que los instalados huyen ante el medio toro de cada tarde.

         Semiescondida en la barahúnda de la feria, nos cayó encima la Beneficencia, la corrida que en otros tiempos brillaba más que el sol, la que acartelaba a los triunfadores del ciclo ante toros de respeto, la más importante del orbe taurino. Ahora la han convertido en un festejo más, manipulado por las figuras y sus veedores, tan sólo realzado este año por la presencia del Rey Juan Carlos a pocas jornadas de su abdicación. En esa clave hay que interpretar la vergonzosa oreja concedida a El Juli en su primer toro tras petición minoritaria, un regalito del presidente para vestir la tarde de triunfalismo, quizá por agradar así al monarca sedente en el palco vecino, y que provocó la más fuerte división de opiniones que se ha escuchado en la plaza en los últimos años. El toro fue impresentable y el toreo aplicado demasiado vulgar excepto en un quite a la verónica muy sentido y en una serie de naturales en la que Julián hizo un esfuerzo por adaptarse a lo que parte del público le pedía y se retorció algo menos de lo habitual. La regeneración duró poco pues el de Velilla echó pronto de menos las formas que ha patentado y siguió dictando sus lecciones mentirosas para el necesario adoctrinamiento de los acólitos que le siguen y pueblan el escalafón. Con todo, a pesar de que tenía una fácil puerta grande a su alcance, desaprovechó al cuarto ante el que no acertó a dar un solo pase bueno suficiente para justificar un nuevo regalo.

         Y frente al capo, Fandiño, que venía a esta corrida para vengar el veto al que le sometió el mandón la temporada pasada, dispuesto a discutirle al poderoso el cetro. Yo creo que al final se conformó con puntuar, como diría más tarde empleando esa terminología deportiva absurda. El punto obtenido fue una oreja arrancada en el último tramo de una faena iniciada por el camino del toreo moderno que cambió cuando un aficionado le afeó esta circunstancia y el de Orduña recompuso la figura, citó con rectitud y rescató dos serie de naturales toreando para adentro. Una gran estocada haciendo muy bien la suerte justificó el premio, con Talavante asistiendo a la pugna desde la barrera de su indolencia.

         Tan sólo un año después del gran espectáculo que brindó a la afición la cuadrilla de Castaño, asistimos con agrado a la reposición de la película aun que esta vez la copia no brilló con tanta fuerza, excepto en los capotazos infinitos de Marco Galán y el garbo incomparable de Fernando Sánchez. Aunque luego su matador rematara el trabajo de su equipo con dos trasteos fríos y superficiales, hay que agradecerle una vez más la generosidad con que cede a su cuadrilla el protagonismo, detalles que justifican por sí solos el precio de la entrada.

EL TEMPLO RECOBRADO

         Cuando todo parecía perdido, llegó Victorino para salvar el honor del toro bravo con una corrida dura, seria, enteriza, de las que acaparan la atención desde que el animal aparece en el ruedo hasta que se marcha camino del desolladero. Una de esas corridas que meten miedo al aficionado y sustentan de vez en cuando toda la pasión encerrada en este mundo, la emoción que proporciona tener la dicha de poder asistir todavía en el siglo XXI a un rito en el que se pone en juego la vida a través del trance supremo que supone burlar a la muerte creando belleza. Esa pasión antigua que se nos hurta cada tarde en el afán suicida de dulcificar la pelea entre el hombre y la bestia volvió con los astados de la A coronada, los de la boca cerrada, la mirada torva y la embestida fiera, frente a la cual no se atisba en el actual plantel de toreros héroe alguno capaz de salir triunfador y subirse al carro de la gloria. Toros que no permiten un descuido ni en el momento postrero de la puntilla, a los que sólo fue capaz de lidiar correctamente un peón, Rafael González, de la cuadrilla de Aguilar, que dio un curso de cómo capotear a un toro encastado con exactitud y sabiduría. Ferrera no pudo con la corrida aunque debe apreciársele el gesto de matar en la feria Adolfos y Victorinos. A partir de ahí vendió su mercancía como buenamente pudo, tapando sus carencias con esa lidia nerviosa que si bien aporta diligencia en su transcurso, se pierde luego en un exceso de aspavientos de cara a la galería. Frenético en la suerte de banderillas, parece haber adoptado la técnica del julipié en el embroque, pues sólo se vuelca en el morrillo cuando el balcón de los pitones hace tiempo que ha pasado. Tuvo un primer toro que mereció más firmeza de pies e intentó colar su movido trasteo al quinto como una lidia a la antigua sobre las piernas que no hizo sino empeorar la difícil condición del toro, sin conseguir con ello encubrir sus enormes ganas de tirar por la calle de en medio. Uceda Leal se dejó marchar el Victorino más manejable haciendo como el que hace pero sin hacer nada y nunca cruzó la línea que hubiera permitido el dominio de la embestida de su oponente aunque sigue demostrando que conserva una técnica irreprochable al marcar los tiempos de la suerte suprema. Alberto Aguilar sorteó el toro de la corrida, Vengativo, un excelentemente bien presentado cárdeno de 526 kilos, con el que sostuvo una pelea desigual que se resolvió a favor del toro, y aunque por momentos intentó quedarse en el sitio que lleva a la gloria o a la enfermería, pronto empezó a correr como último refugio para salir indemne de la tormenta de casta que se le venía encima.

         Y para postre la Miurada, corrida de no hay billetes para presenciar el retorno de la legendaria ganadería, ausente de las Ventas desde 2005. Don Eduardo mandó a Madrid un encierro de lujo, con tres toros de nota, completísimos en todos los tercios, que regalaron embestidas para que alguno de los tres valientes que aceptaron el reto se consagraran, si bien el único que lo hizo fue Marco Galán, el mejor peor de brega que soñar pudo un matador de corridas duras. El toro más importante de la tarde fue el segundo, Zahonero, un cárdeno bragao de 611 kilos que no le pesaron en el galope alegre que prodigó durante toda su pelea, desde el saludo capotero hasta la faena de muleta que le enjaretó Javier Castaño, una vez más por debajo de las expectativas creadas por la lidia de su cuadrilla en la que David Adalid es cada vez más vistoso y menos puro y Fernando Sánchez se supera poco a poco en cada par.

         Mientras Rafaelillo no tuvo opciones frente a un lote que desarrolló sentido demasiado pronto, el toro más bonancible lo sorteó Serafín Marín, tan lejos ya de aquellos tiempos en los que su hecho diferencial le permitía ser acogido en Madrid como a una especie protegida en peligro de extinción. El toro le permitió relajarse con gusto al natural en lo que fueron los mejores muletazos de la tarde, pero no consiguió salir del pozo en que se encuentra, pues, administrados de uno en uno, rehuyó quedarse en el sitio impidiendo la ligazón que da paso a que el público pueda entrar en la faena. Hubo también falta de fuerza en algún toro, circunstancia que aprovechó el presidente de turno para blasonar de haber devuelto un Miura a los corrales, cuando tarde tras tarde hemos visto cómo se aguantaba en el ruedo a toros que no merecían ese respeto.


         Y así terminó la feria, con el ánimo en alza tras asistir a este díptico torista final, en el que dos vacadas legendarias han redimido en cierto modo a la feria de toda la ignominia anterior. Sus espléndidas láminas nos han acompañado en la mente en el camino de vuelta a casa, que hemos recorrido como año tras año, demorándonos en el recuerdo de los momentos vividos en el templo finalmente recobrado y preguntándonos a cada paso, a pesar de todo, y ahora, ¿qué haremos por las tardes?   

lunes, 2 de junio de 2014

REZA PARA QUE NO TE SALGA NUNCA UN TORO BRAVO

        Resulta incomprensible y lamentable que en las condiciones de docilidad y falta de fiereza en las que sale el toro en este época, los toreros del momento desarrollen formas tan ventajistas, tan alejadas de los cánones clásicos. La peste juliana del cite al hilo del pitón, con la pierna de salida retrasada y vaciando la embestida en paralelo o directamente hacia las afueras, podría tener justificación si de los chiqueros saliera por norma un toro bronco, ante el cual quedarse en el sitio sin rectificar y cargar la suerte fuera una empresa imposible, un seguro camino hacia el hule irremediable.

         Sin embargo, en las actuales circunstancias en las que, tarde tras tarde, el toro llega a la muleta ya vencido y sin pujanza contra la que defenderse, no pasarse a ese fiel colaborador al menos veinte veces por la barriga constituye un delito de lesa torería.

         Eso fue más o menos lo que ocurrió en la corrida de Fuente Ymbro, que lidiaron tres toreros apreciados por la afición venteña, que incluso en sus comienzos los llegó a sacar a hombros por la puerta grande, y que desde entonces han apuntado sin disparar, convirtiéndose poco a poco en proyectos frustrados de renovación del escalafón que no molestan en los carteles pero tampoco dicen gran cosa. Curro Díaz tuvo la excusa de un mal lote y apenas dejó los sabrosos trincherazos de rigor. En cambio, Uceda y Tejela sortearon un toro cada uno que si no llevaban un cortijo en cada pitón, al menos portaban las llaves de un chalet adosado, cuyo salón hubieran podido decorar con sus cabezas desorejadas de haber conseguido sus matadores compactar algo digno de llamarse faena. En su lugar, prodigaron la habitual sucesión de pases mediocres al uso moderno que perpetraron siguiendo los cánones del postespartaquismo de acompañamiento, vacío y postural. Tras una buena estocada, al de Usera le dieron la oreja más barata de las que ha cortado en Madrid y al de Alcalá, tal como estaba la tarde, le hubieran dado otra si no llega a fallar a espadas. Lo mejor de Tejela es su cuadrilla y habrá que ir a verle sólo por contemplar el buen aire con el percal que retiene aquel novillero ilusionante que fue Jesús Romero y la majeza de Ángel Otero al salir de la cara del toro sexto al que adornó con los dos mejores pares de la feria.

         Con la corrida de El Pilar llegó el escándalo, porque las figuras tuvieron la desvergüenza de comparecer de nuevo en Madrid con una escalera de toros sin trapío, unos por chicos y otros por regordíos, una auténtica parada de bueyes por su comportamiento descastado. Frente a ellos, el toreo desrazado de le Coq y le Dolz, encimista y aburrido el del francés, más ampuloso el del fino torero alicantino, que, como su padre en los tiempos de Joaquín Vidal, acaparó todo el malestar de la corrida, la última de su feria. Manzanares echó la tarde tirando líneas por las afueras, que es lo que sucede cuando se tiene la temporada hecha antes de Madrid y se gasta una ambición chiquitita. Por el contrario, Talavante sigue residiendo en el corazoncito del público, pues siendo cómplice del desaguisado, recibió siempre el aliento de la gente y todo cuanto intentó con mayor o menor éxito fue ovacionado, ya fuera un quite por "quieroynopuedosercurrovázquinas" o un remate efectista que no consigue su misión de dejar al toro colocado para la suerte de varas. Como el sexto embestía con algo más de empeño que sus hermanos, Talavante le enjaretó sin orden ni concierto unas cuantas series nada más que compuestitas entre los aplausos del orejero gentío que finalmente vio frustradas sus expectativas cuando al maestro se le encogió el brazo a la hora de matar.      

         Entre ambas juampedradas salió el toro de la feria, un Ibán encastadísimo que atendía por Tomillero, de cinco años y medio y 507 kilos en la tablilla, homenaje a Bastonito veinte años después, de irreprochable trapío y emocionante comportamiento, lidiado asimismo por un colombiano, aquél que hace tiempo quiso tomar el testigo de Rincón y fracasó en su quimérico empeño. También naufragó esta tarde, como quizá lo hubiera hecho el escalafón en pleno ante tal vendaval de casta. No era fácil aguantar en el sitio la bravura desatada que Bolívar sólo acertó a remansar en su muleta en algún que otro pase mandón en el que el toro respondió obediente hasta el final. Los cronistas oficiales dirían luego que el toro soltaba mucho la cara o que reponía una barbaridad con el fin de seguir ensalzando al otro toro sin casta que es la base de su negocio. La verdad fue que Bolívar no se atrevió a tirar la moneda por si salía cruz, no quiso traspasar la línea que sí cruzó su compatriota hace veinte años, y eso que aquel inolvidable maestro ya estaba rico para entonces y llevaba ya cuatro puertas grandes a sus espaldas.

         El encierro de Baltasar Ibán trajo a Madrid otros dos toros estimables, sobre todo el primero, con el que Robleño no terminó de acoplarse. Rubén Pinar volvió a plantear su enésima propuesta de emulación juliana, tanto en la figura forzada como en el manejo de los trastos. Tan sólo le falta aprender mejor la técnica del julipié para alcanzar la categoría de clon perfecto del catedrático de Velilla, y estar preparado para hacerle alguna suplencia en la universidad.

         La semana se había iniciado con la última de las novilladas programadas por la empresa que acertó acartelando a los novilleros punteros del momento sin que se hayan apreciado en ellos grandes esperanzas de regeneración del estado de cosas propuesto por sus mayores. Garrido, Diéguez, Posada y Lama parecen ser más de lo mismo y sólo Gonzalo Caballero aparentó ser un chaval con un concepto cuya evolución apetece seguir. Tocaron pelo Román, por un toreo poco más que bullicioso  y Francisco Espada, algo más estilista con un novillo de dulce embestida que hubiera merecido formas más comprometidas.