viernes, 27 de noviembre de 2020

YO VI JUGAR A MARADONA


Yo vi jugar a Maradona, una noche gélida de febrero del ochenta y cuatro. Me refiero a verlo sobre el pasto, a unos pocos metros de distancia, en aquella grada para menores del fondo norte del Bernabéu, desde la que podías sentir el resuello de los jugadores cuando se dejaban caer por el córner más cercano pero sólo eras consciente de lo que había ocurrido en la portería contraria cuando llegabas a casa y repasabas el resumen del partido en televisión. Así sucedió con el gol que decidió aquel clásico, que entonces se llamaba derbi, del que sólo me enteré por el estallido del público y por las declaraciones de Menotti en la rueda de prensa en la que afirmó que habían sido mejores y que sólo habían perdido por el culo de Santillana. En realidad, el mejor cabeceador de la historia del fútbol perforó la portería de Urruti de rebote afortunado y con el muslo, en aquella liga que se había iniciado con el tobillo del Pelusa masacrado por la entrada alevosa de Goico y que acabó ganando por segunda vez el Athletic de Clemente, empatado con el Madrid de Di Stéfano por donde ya asomaba la quinta del Buitre y con un solo punto de ventaja sobre el fantástico Barça de Schuster y Maradona.

Que el Barcelona no ganara aquel partido ni aquella liga se explica por la tradición culé de no haber sabido aprovechar hasta la explosión de Messi, la estancia en sus filas de los mejores jugadores del mundo, y que Maradona no triunfara en España y lo hiciera en Nápoles, habla de su condición de dios pagano destinado a derramar su magia entre los humildes. Porque hacer campeón al club de San Paolo entonces, es como si este año ganara la liga el Getafe en el caso de que pudiera fichar a Leo en el mercado de invierno y triunfar en la copa del mundo del ochenta y seis, en aquella selección de Bilardo, escoltado por Valdano y Burruchaga como compañeros más brillantes, sólo está al alcance de los elegidos para convertirse en el mesías de la felicidad de todo un pueblo.

Aquel mundial lo jugó Diego en estado de gracia, allí se ganó los honores de presidente que le acompañaron en la capilla ardiente de la casa rosada, allí se inventó aquel gol con la mano contra Inglaterra que vengaba sin violencia la humillación de la derrota en las Malvinas, hoy toda aquella épica la hubiera fulminado el VAR. Allí entró definitivamente en el territorio del mito, en el momento en el que se quebraron las entrañas del estadio Azteca para acompañar la cabalgada que culminó en ese gol de chupón de patio de colegio, imposible de mejorar, por más que los epígonos del astro hayan intentado en vano imitar su fulgor.



Hay quien no comprende esa devoción, ese tratamiento de santo laico que un futbolista ha recibido antes y después de su muerte. Más allá de la poesía que habitaba en su manera de patear la pelota, el diez era la alegría de los desheredados, de los que sólo contaban con sus gambetas para alimentar la esperanza, pero también del resto de afortunados que revisitando sus jugadas nos conectamos a la infancia, al paraíso perdido de la plenitud que sentíamos disputando un partido con los amigos hasta la extenuación en una cancha de barrio, cuando los postes de la portería eran dos piedras y soñábamos con ser nuestros ídolos hasta que se marchaba el dueño del balón.

Por más que sus pasos en la vida fuera del rectángulo verde desmintieran constantemente su reinado en el olimpo en el que Di Stéfano, Pelé y Cruyff ya oficiaban de profetas de la verdad revelada, en el imaginario colectivo nadie le bajó del trono. La verdad del fútbol, el asunto más importante entre las cosas menos importantes, el inexplicable sortilegio de este juego extraño capaz de convertir una tarde gris en una noche radiante si gana tu equipo, cuando parece que el mundo se ordena y la vida coincide por fin con uno mismo.

Hace tiempo que Maradona dejó de colgar vaselinas de una nube y las escuadras han vuelto a criar telarañas desde que el Diego ya no les saca brillo en cada libre directo. Y sin embargo, su imagen regateando los hachazos criminales de defensas sin clemencia para marcarle goles a la historia permanecía intacta en el cerebro de todos los que han llorado su partida como si se hubiera retirado ayer. La explicación reside en el arte indescifrable de su zurda, a cuya perfección nadie se ha acercado aunque se hayan superado sus números en este fútbol actual que dormita atenazado por el culto al físico y al tacticismo de manual. El destino quiso que asistiéramos a su penúltimo vuelo en la Sevilla que acostumbrada a venerar a Curro con sólo verle hacer el paseíllo en la Maestranza, quedó rendida al astro en declive que ese año apenas pudo maravillar a la afición ensayando malabarismos en la banda con una pelotita de papel albal.   

Que la tierra te sea leve, antes de regresar al planeta del que viniste, pibe de oro, barrilete cósmico, genio, genio, genio.




lunes, 2 de noviembre de 2020

DÍA DE DIFUNTOS


Una de las interpretaciones que tratan de dar respuesta a la especial virulencia que la pandemia está teniendo en nuestro territorio se refiere a la España vacía y a las consecuencias fatales que la concentración de la mayoría de la población en los núcleos urbanos está teniendo sobre la multiplicación de los contagios en los barrios más populosos de las ciudades, en los cuales muchos de sus habitantes que dependen de trabajos precarios surgidos al abrigo de la economía sumergida, se ven obligados a elegir entre la salud, el civismo y la subsistencia. Casi ocho meses después del inicio del cataclismo sobre la vida de más de cincuenta mil de los nuestros, un nuevo confinamiento ha impedido a aquéllos que emigraron de su lugar natal para buscarse la vida lejos de su origen, volver a cruzar el puente de todos los santos para honrar la muerte de los suyos en el cementerio al que regresaban una vez al año en una liturgia que, en cierto modo, les reconciliaba con su entorno natural.

 

También esa costumbre ha sido aniquilada por un virus que nadie vio venir, no era más que una gripe un poco más contagiosa, un cuento chino traducido al italiano allá por el mes de febrero de este año bisiesto, aciago y funesto, un contratiempo para las ambiciones políticas siempre necesitadas de portavoces que salgan a la palestra a decir que en España no habría más allá de uno o dos casos diagnosticados, con el fin de que la maquinaria de intereses siguiera funcionando. Y entonces llegó el colapso, la gestión errática del desconcierto y la incuria, el desastre económico más profundo de occidente y el confinamiento más extremo para rebajar la acostumbrada prepotencia del hombre que se olvidó de la muerte porque no entraba en sus planes aplazar las citas que la vida nos ofrece.

 

No se podía saber pero ha sucedido dos veces. Salimos más fuertes pero de nuevo somos líderes mundiales en contagios, la ineptitud de un estado inoperante multiplicada por diecisiete maneras distintas de llegar al estado de alarma. Las apelaciones a la responsabilidad personal apenas son el único recurso al que acogerse cuando todas las administraciones de este atribulado reino se muestran incapaces de configurar un sistema eficaz de diagnóstico, rastreo y confinamiento individual que en otros países permite negociar las curvas del camino reduciendo la velocidad de tránsito pero sin mandar el vehículo al garaje, como paso previo al previsible desguace.

 

Habíamos vencido al virus pero nos fuimos de vacaciones sin preparar la nueva batalla, es lo que tiene construir la propaganda a base de metáforas bélicas que bajo su música engañosa, esconden la más dañina incompetencia, sobre la inepcia, la desidia de no legislar, como se había prometido, un aparato normativo para dotar de seguridad jurídica a la limitación de nuestros derechos. Siempre es más descansado adoptar por decreto medidas de excepción que prolongadas sin control parlamentario fuerzan gravemente las costuras constitucionales. Cuarenta años de democracia no han conseguido erradicar el franquismo sociológico que habita en las iniciativas del poder y subsiste en la reacción del súbdito, más preocupado por señalar las transgresiones del vecino que por exigir responsabilidad a sus gestores.   

 

Como en todas las situaciones de la vida, el españolito se posiciona ante los acontecimientos según le va en la feria del modelo productivo. El que depende del presupuesto desearía el cierre de todas las persianas hasta que la vacuna nos inmunice para siempre, el que malvive de un jornal privado contempla el panorama agarrado a la quimera de no ingresar en el paro definitivamente y debido al abandono que les procura la administración, los autónomos se ven abocados a tener que olvidarse de la salud para sobrevivir al invierno, en el que un nuevo confinamiento debería incluir como excusa para salir a tomar el aire, la de poder acudir a las colas del banco de alimentos más cercano, de diez a doce y de seis en seis.


Ante la segunda ola que nos anega, el gobierno de los palos de ciego ya tiene su estado de alarma prorrogado por seis meses para seguir poniéndole puertas al campo mediante ese nuevo hallazgo terminológico que los expertos del eufemismo han dado en llamar confinamiento perimetral. Es la segunda medida de calado tras convertirnos a todos en sombras cenicientas apretando el paso por las calles vacías para llegar a casa antes de las doce. En este día de difuntos templado y triste, noviembre se viste de abril para que presintamos la vuelta al desasosiego de la pasada primavera, la época en que aún creíamos que todo el sufrimiento que entonces atravesamos nos serviría de aprendizaje para no reincidir.