jueves, 15 de marzo de 2018

BRUNNEN



Brunnen es la historia de un fracaso. El relato de una ambición frustrada por la eterna lucha entre la realidad y el deseo. Brunnen significa pozo en sueco y un pozo de la finca de Antonio Ordóñez es el improbable catafalco donde fueron a parar las cenizas de Orson Welles. Hasta allí peregrina un grupo de cineastas fascinados por la idea de descifrar en Ronda el misterio de Xanadu, pero ni en aquel lugar que hizo escuela en el toreo, ni en el chalet de Aravaca que albergó por unos años la pasión por España del bueno de Orson, hallaron la bola de cristal que en vez de una casita entre la nieve quizá pudo contener un día, una taberna en Triana.



Brunnen habla del perfeccionismo del genio incomprendido, de la dificultad para conciliar las necesidades del talento con las exigencias de la industria del cine. Si a los veinticinco años has hecho de tu opera prima una obra maestra y esa será la última vez que lograrás la absoluta libertad creativa, la nostalgia por recuperar ese momento único te acompañará el resto de tu vida, preñando de insatisfacción cada uno de los proyectos que tu mente diseñe. Nos cuenta Jess Franco que Welles abominaba de maravillas como “Sed de mal”, porque le negaron el derecho al último montaje. Sabemos de la grandeza de “El cuarto mandamiento”, a pesar de los cuarenta minutos que los carniceros de la RKO enviaron al limbo a espaldas de su creador. Lo que hubiera sido de esas películas terminadas tal y como las concibió Orson Welles se esconde entre las sombras de los viejos estudios de Hollywood, que aquel niño prodigio quiso hallar veinte años después  de la mano de Falstaff entre los muros de Calatañazor.

Brunnen es además un documental sobre la obsesión taurófila de Welles que analizaba la fiesta como una tragedia en tres actos, tan indefendible como irresistible. Sorprende la capacidad del cineasta para anticipar debates de absoluta actualidad, cuando en su famosa entrevista con Michael Parkinson, realizada en 1974, se muestra alejado de la mítica fiesta que conoció durante sus largas temporadas en España. En ella reniega del toreo cuando se convierte en un asunto folclórico, en una industria decadente al servicio de un fin falso, y rememora los años en los que la tauromaquia era todavía un encuentro ritual casi místico entre un hombre valiente y un toro bravo capaz de generar grandes enseñanzas para la vida. Tal vez en las andanzas de sus amigos los toreros, el genio incomprendido veía reflejado el ancestral combate contra el rebaño que Don Quijote Welles siguió librando hasta el final.



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