jueves, 28 de mayo de 2020

CRÓNICAS DEL CORONAVIRUS. IX. LA NUEVA LEGALIDAD.


El 28 de mayo de 1993, una semana antes de las elecciones generales de aquel año, el corazón de Julio Anguita se quebró en la búsqueda de un ideal que parecía posible en sus palabras y en los oídos de quienes le escuchábamos distinguiendo ya entonces entre las falacias habituales de la política al uso y el aroma inconfundible de la verdad. Entre la pelea de ambiciones que libraban Aznar y González, emergía la voz osada de un maestro de Córdoba por cuyas lecciones desde el atril de turno era motejado por el establishment socialista de iluminado y traidor, etiquetas que pretendían desprestigiar su pretensión insólita de exigir que un posible pacto de la izquierda se asentara sobre la base de los principios en lugar de atender a la eterna codicia por ocupar parcelas de poder. Anguita solía reprender a su auditorio exhortándolo a abandonar el infantilismo y a tomar por fin las riendas de su propio destino. Huía de la fotos con los simpatizantes y del abrazo mitinero, conminando al oyente a constituirse en ciudadano pleno, sujeto de derechos y deberes, verdadero responsable del futuro de sus hijos más allá de cada elección.

Veintisiete mayos han pasado desde entonces hasta que el corazón de Anguita optó por no seguir latiendo en este tiempo oscuro en el que su legado de honestidad intelectual no lo asume nadie. Sus herederos naturales en este gobierno blasonan de representar la esperanza eterna de que al compás de sus medidas por fin se abre paso en España la justicia social, pero la renta básica sólo es un parche si hace tiempo que aquella quimera se escapó por el sumidero del fraude y la incoherencia, del sectarismo y la arbitrariedad.  

En tiempos de tribulación, conviene no hacer mudanza, sobre todo si están en juego las cosas de comer. Bajo el paraguas de la emergencia sanitaria no pueden socavarse los cimientos legislativos que dan seguridad jurídica al sistema y orientan el comportamiento de los actores sociales en unas circunstancias en las que es más importante mantener una estructura productiva precaria que abocarla a la extinción. Lo ocurrido con el pacto sobre la reforma laboral no es más que la revisitación de la fábula del escorpión y la rana actualizada a las postrimerías de este momento de excepción en el que las intrigas florecen protagonizadas por el alacrán Sánchez, incapaz de renunciar a su naturaleza de engañar a todos todo el tiempo, incluido su lugarteniente Iglesias como batracio propiciatorio que croa el “pacta sunt servanda” mientras se hunde en la ciénaga de Bildu. Si no fuera tan dramático para nuestra suerte futura, resultaría cómico contemplar el sainete del vicepresidente reclamando el respeto a la palabra dada frente a quien se olvidó de sus proclamas electorales para pactar con él. 

Hagamos por una vez caso al gobierno y dejemos para más adelante el juicio sobre su negligencia inicial para prevenir la catástrofe. Al fin y al cabo, casi todos fuimos “sologripistas” y podemos aceptar el “nadieloviovenir” como animal de compañía. Lo que no se nos puede pedir es que aguantemos mansamente las exigencias del confinamiento contemplando la gestión errática de quien pretende prolongar el estado de alarma por encima del marco constitucional, utilizando un instrumento previsto para limitar parcialmente nuestros derechos como pretexto para gobernar por decreto y cancelar las libertades por orden ministerial. La pulsión autoritaria del gobierno requiere prolongar la excepcionalidad aunque para ello sea necesario mercadear los apoyos sin importar la gravedad de la situación ni la trascendencia del momento, creando un intolerable escenario de opacidad en el que la asimetría territorial de los cambios de fase hace crecer la sospecha sobre la existencia de motivaciones políticas en la concesión de los sucesivos salvoconductos hacia la normalidad.

Por el camino de los mensajes que inocula el sistema, el ciudadano responsable que buscaba Anguita ha devenido en epidemiólogo de guardia que pontifica desde su garita sobre fases y medidas, experto de tertulia pronosticador de rebrotes apocalípticos que iban a asolar los hospitales tras la vuelta al trabajo de los sectores no esenciales después de Semana Santa, tras la salida insensata de los niños, de los paseantes caóticos, de los deportistas sin freno. Suele tratarse de personas acomodadas en el estado de alarma permanente, agorafóbicos a tiempo parcial adaptados a la nueva legalidad de un mundo distópico de teletrabajo y compras virtuales, hipócritas de salón que denostaron la ley mordaza y ahora jalean el millón de multas de dudosa legalidad impuestas a su amparo. El sistema cultiva el miedo de la población para crear súbditos incapaces de percibir que la democracia real se construye ejerciendo nuestros derechos cada día, más allá de la urna en la que introdujimos una lista cerrada que hoy nos deja inermes frente a la adversidad.           




     




  

viernes, 15 de mayo de 2020

CRÓNICAS DEL CORONAVIRUS: VIII. FASE CERO.


¡Madrid, Madrid; qué bien tu nombre suena,
rompeolas de todas las Españas!
La tierra se desgarra, el cielo truena,
tú sonríes con plomo en las entrañas.

A este Madrid machadiano desgarrado por un virus, con el plomo del enfrentamiento en su entraña atribulada, ha llegado el San Isidro de la fase cero, sin toros en las Ventas ni bullicio en las Vistillas, desierta la pradera y sin sol para alumbrar este periodo de oscuridad en el que el panorama político presenta tintes de opereta. “Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”, le decía Don Sebastián al boticario Don Hilarión en La verbena de la Paloma, la célebre zarzuela de Bretón, estrenada en 1894. En el ambiente madrileño finisecular, el diálogo castizo entre los amigos discurre sobre la confrontación entre las medicinas oficiales y los remedios caseros y concluye a propósito del calor que asfixia a la ciudad metida en la canícula de la época: “el que suda con frecuencia vence toda enfermedad”. 

Abocados a la llegada definitiva del calorcito benefactor que aplazará nuestros males hasta el próximo invierno, la crisis del coronavirus ha proporcionado una formidable cura de humildad a los que auguraban la eclosión definitiva del progreso científico que nos iba a llevar poco menos que a la inmortalidad en un horizonte de veinticinco años. El amparo de la ciencia es tan exiguo que se está demostrando incapaz de ofrecer certezas sobre el periodo de incubación del virus, sobre su origen, sobre los tratamientos más efectivos, sobre el plazo para conseguir una vacuna, sobre si la curación produce inmunidad. En triste paralelismo sobre el abandono a nuestra suerte que el Estado nos procura, el tratamiento médico disponible se basa en mantener vivo el organismo mientras el sistema inmunitario vulnerado inicialmente se recupera por sí mismo.

El anacronismo es lamentable pero la recomendación de las autoridades sanitarias actuales no difiere demasiado de la que se estableció para la gripe de 1918. Cien años de progreso científico y el antídoto sigue siendo lavarse las manos y quedarse en casa. Y eso venimos haciendo, sobreviviendo a lomos de la decreciente moral del ciudadano atónito que tiene que soportar a una administración errática al frente de un estado de servicios que ha estado cuarenta años discutiendo sobre su identidad, mientras desmantelaba su industria y se encadenaba al turismo como principal fuente de ingresos. Recién cumplidos los dos meses de confinamiento, convivimos con la imprudencia de unos gobernantes que actúan con la técnica del globo sonda en cada declaración, los sucesivos portavoces de la ignorancia perdidos en la improvisación constante de medidas destinadas a engolosinar al respetable, defraudar a los sectores afectados y enfrentar el despropósito con la rectificación parcial del engendro a escasas horas de su entrada en vigor.

Sin vacuna que nos inmunice contra la hipocresía, la maquinaria mediática del poder agita las redes sociales magnificando las transgresiones anecdóticas del camino pautado hacia la normalidad, con el fin de criminalizar al pueblo y justificar las sucesivas prórrogas del estado de alarma. Después de autorizar la salida de los niños un soleado domingo de primavera, tal vez se pretendía que se les paseara con correa para evitar la estampida y los deportistas que llevaban mes y medio quemando bicicleta estática en sus casas, debían haber esperado en la rampa su turno de esparcimiento como en una ordenada contrarreloj. El objetivo es vender la imagen de cuatro terrazas atestadas como si el común de la gente anduviera de botellón, y si además se trata del barrio de Salamanca, el espectáculo de doscientos cafres voceando delante de un escaparate de lujo, sirve en demagógica bandeja la excusa perfecta para obviar el comportamiento ejemplar del resto de sus ciento cincuenta mil vecinos que permanecen obedientes esperando la llegada de la libertad.

Sin distinción de credos políticos o niveles administrativos, nuestros mandatarios parecen menos preocupados en tomar las decisiones adecuadas que en manipular a la opinión pública. De la mano del belicismo con el que arropan sus discursos, la propaganda es el arma más eficaz para encubrir su incompetencia. Tras demonizar la crítica y anular la transparencia, presumen de datos ficticios y gestión eficaz, mientras se lanzan a la cara los muertos de las residencias. Como cantara Miguel Hernández, Madrid duerme al borde del hoyo y la espada, sus moradores portarán mucho tiempo el estigma del apestado sobre la santa paciencia de aguantar que la alternativa al futuro sin horizontes planeado por el gobierno, sea la imagen de una presidenta de tebeo posando para la televisión.

Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza.

Madrileñito que vienes al mundo, te guarde Dios, uno de los dos gobiernos ha de helarte el corazón.


jueves, 7 de mayo de 2020

CRÓNICAS DEL CORONAVIRUS: VII. TARDE DE PASEO.


Sábado de cacerolas, domingo de placebo. El presidente nos cuenta una historia, repleta de ruido y furia, que no significa nada. Mañanita de niebla, tarde de paseo. Se permitirá el deporte individual y una horita de esparcimiento familiar para que salgamos a estirar las piernas después de siete semanas de confinamiento. Más tarde los expertos convertirán el anuncio en un galimatías por fases, para que el hartazgo del ciudadano se disipe con el entretenimiento indudable que supone escoger la franja horaria en la que el poder ha tenido a bien parcelar la libertad. De esta manera, incluso es posible olvidar que la manumisión definitiva no llegará hasta el verano, al contrario de lo que ocurre en otras latitudes al este y al oeste, en donde la nueva normalidad es ahora mismo. 

Abocados al horizonte de pobreza que se nos viene encima, salgamos a pasear que es gratis. La fecha prevista para la estampida es el dos de mayo, la rebelión de las masas se cura haciendo “running”. Los alrededores de la plaza de toros de las Ventas presentan el ambiente de un día de corrida, pero en el ruedo no hay bureles reviviendo el rito atávico y las banderas de la puerta grande descansan a media asta, en señal de duelo por los miles de muertos y por la vieja y perdida felicidad. La vuelta al anillo se hace esta tarde en patinete y hay cretinos con raqueta que convierten las paredes del templo en un frontón.

Al día siguiente, el cretino soy yo mismo en pantalón corto abriéndome paso entre las multitudes, caminando “Rajoy style” pero dentro de la legalidad. El ridículo que comporta comparecer de esta guisa por los recorridos habituales de mi barrio se disfraza con la máscara que oculta la identidad. A los tímidos no nos resultará difícil vivir eternamente embozados. La acera que inauguro parece el corredor de la muerte y el eslalon con los cuerpos que me salen al encuentro me recuerda que el distanciamiento social que requiere la pandemia es como afrontar el abismo con una vara de medir. Cuando salto a la calzada desierta de vehículos casi me atropella un ciclista que surge de la nada circulando en dirección prohibida. Si no me mata el virus, lo hará un émulo de Induráin repentizando la desescalada sobre mi espalda.

Los que mandan han dispuesto que los alérgicos de mediana edad sólo podamos salir de paseo en las horas en que la polinización se manifiesta en todo su esplendor. “Piove, porco governo”. Sin guantes con que enfrentar la vida, no puedo aliviar la irritación de mis ojos porque no recuerdo si adopté la medida de seguridad de pulsar el botón del ascensor con el nudillo. Los jóvenes sin miedo se arraciman en las esquinas, y se hacen los encontradizos ensayando la rebeldía de la quedada casual, un ojo en el móvil otro en la ronda policial que se adivina en lontananza. Acostumbrado a que me dirijan la vida, el “spotify” me selecciona una de Sabina, pero si me dan las diez y las once, las doce y la una y las dos y las tres, no podré ni protestar cuando me esposen los municipales. 

A la hora de la cena, las calles se vacían y el dulce tintineo que viene de las cocinas se mezcla con el ruido de la ciudad, al tiempo que un suave olor a sopa y a fritanga se va imponiendo sobre mi débil voluntad de atleta. La cadera dolorida y la rodilla claudicante hacen el resto y me mandan de nuevo para casa. Desando los caminos lentamente hasta volver a adoptar mi acostumbrada condición de isla. Las once.