jueves, 20 de septiembre de 2018

LA HOGUERA DE LAS VANIDADES



En el carnaval de 1497, Fray Jerónimo Savonarola celebró su particular día de las hogueras, formando en la Piazza della Signoria de Florencia una pira monumental a donde fueron a parar como símbolos del pecado, multitud de obras de arte, artículos de lujo, ropas indecentes y demás signos de vanidad de la época. Más de quinientos años después, en el fuego de artificio que es la política actual arden sin cesar los diplomas enmarcados de los másteres sin mérito, y las tesis “cum laude ad maiorem wikipedei gloriam”.

La “titulitis” siempre ha sido un vicio del españolito ávido de reconocimiento que deseaba rematar su salida del analfabetismo atávico con la imponente orla colocada en el lugar principal de la casa. Desde el curso de corte y confección de CCC hasta el doctorado en diplomacia económica del presidente, hay un sinfín de posibilidades para no quedarse solamente con la etiqueta de anís del mono, que diría el gran Chiquito.

De ese afán de titulación no podían escapar los políticos profesionales, siempre dispuestos al aprovechamiento de su posición de privilegio. No conformes con disfrutar de un escaño al que accedieron medrando en la pelea por ir bien colocados en la lista, siguen utilizando a sus padrinos en el partido para embellecer un currículum que perciben demasiado escuálido para justificar su ascenso. La ministra Montón, por ejemplo, estudia medicina pero nunca llega a ejercer porque deja colgada la carrera a los 23 años por un puesto de concejal en el Ayuntamiento de Burjassot, de donde sale cinco años después para ser diputada nacional por Valencia. Las exigencias del trabajo parlamentario deben ser menores que las responsabilidades locales porque es en 2010 cuando por fin tiene tiempo de licenciarse en medicina, con treinta y cuatro años. El misterio continúa cuando la prometedora diputada decide realizar un máster de estudios interdisciplinares de género en donde no se sabe qué es peor, si el trato de favor recibido pese a ostentar la condición de portavoz de igualdad del PSOE, el plagio de copia y pega que finalmente le cuesta la carrera o el programa de materias incluidas en semejante bodrio académico que sólo puede justificarse por la voracidad recaudadora de la Universidad Rey Juan Carlos.

El mismo esquema de comportamiento se observa también en el caso de Cristina Cifuentes, otra política profesional cuya vida laboral apenas tiene recorrido fuera del amparo del partido. Licenciada en Derecho y funcionaria del cuerpo de gestión de la Universidad Complutense desde 1990, al año siguiente ya es diputada autonómica con 26 primaveras y su carrera culmina con la presidencia de la Comunidad de Madrid, previo paso por la Delegación de Gobierno en 2012, el curso fatídico en donde aceptó el regalo de un Máster en Derecho Autonómico en el mismo Instituto de Derecho Público que, al parecer, no tenía miramientos ideológicos a la hora de amparar las aspiraciones curriculares de los cachorros del bipartidismo.

De los polvos de la reforma educativa de Bolonia y la reducción de contenidos de las carreras, vienen los lodos de la proliferación de másteres en los que se empeñan las familias de nuestros jóvenes en busca de la formación que luego apenas da para cobrar mil euros en el ingrato mercado laboral. La tradicional función de ascensor social que siempre tuvo la universidad se va difuminando entre la incuria a la que es sometida por los sucesivos gobiernos y el desprestigio que se filtra por las rendijas del chiringuito en que la tienen convertida los traficantes de títulos y los tribunales de amiguetes al servicio del poder.

Las promesas de regeneración que hicieron los adalides de la nueva política parecen tener escaso recorrido si quienes lideran la cosa pública son el licenciado Casado y el doctor Sánchez, de quien se cuenta que una vez le compuso a su novia un poema que empezaba “Yo también puedo escribir los versos más tristes esta noche”. El aparente enfrentamiento de estos dos representantes de la generación más preparada de la historia nos distrae del verdadero espíritu que anima su común intención de disfrazar su impostura con cursos fantasma y tesis vacías. El pueblo está acostumbrado a entronizar la mediocridad elección tras elección, la clase dirigente no es sino el espejo de nuestra propia naturaleza, pero quizá un día no consienta que se sigan haciendo trampas para que la nada quede instalada en lo más alto.