miércoles, 27 de diciembre de 2017

AMARGA NAVIDAD


En la mítica patria de la infancia perfecta, la Navidad era la alegría de la vacación colmada de acontecimientos, una cabalgata de emociones que comenzaba con la carta que aquel niño enviaba todos los años a un destino que partía del cofre misterioso que un Rey Gaspar de cartón piedra ofrecía a nuestra inocencia, camino de San Esteban. La Nochebuena todavía no se había convertido en una cita indigesta con el exceso y la hipocresía, y aún quedaban guiños suficientes al pretexto religioso de la fiesta para abrigar un tanto el alma, mientras el cuerpo se reconfortaba con la liturgia de la gamba y el mantecado.

En la mágica época de los días azules, la Navidad se inauguraba con la dulce cantinela de los números de la lotería, que nunca eran los que un niño en pijama vigilaba desde primera hora de la mañana en el salón de la casa, procurando que no se le escapara ni una sola pedrea. De la pureza de entonces poco queda hoy en los cientos de euros que dilapidamos por compromiso social, por no quedarnos con cara de tonto si le toca al compañero de trabajo, por la estúpida superstición que se activa en la mente cuando aparece una cifra resultona brillando tras la barra del chiringuito, desde que el gran recaudador tuvo la feliz idea de exacerbar la codicia del españolito adelantando la venta de décimos al verano.

Las fecundas jornadas de la Navidad gozosa transcurrían con ligereza persiguiendo el aguinaldo al que a duras penas se accedía destrozando villancicos ante la puerta del vecino atónito. La actuación solía terminar con más polvorones que duros en el bolsillo, pero el cénit del disfrute llegaba con las escaramuzas por el barrio del día de los inocentes, festival de bombas fétidas en los ascensores y tinta de pega en la camisa del amigo embromado. Casi siempre nevaba, y era entonces cuando se desataban las hostilidades con el bando enemigo en las barricadas del parque, y si esquivabas el descalabro de la piedra oculta en la bola asesina, regresabas a casa con la fortuna de la plenitud en el rostro helado y la dicha en el corazón caliente.


Hoy la batalla es de otro tipo y consiste en atravesar estas fechas sin que la felicidad obligatoria te agreda demasiado, y el infantilismo circundante no te lleve a emular más allá de lo inevitable, el despilfarro sin causa y el exhibicionismo general. La Navidad debiera ser para los niños y sólo para ellos. Los adultos nos agarramos a su calor como a una tabla de salvación que nos ofrece una tregua ficticia contra los naufragios cotidianos, pero el invierno seguirá cuando se apaguen las luces. Sería conveniente no desmontar el árbol por lo menos hasta agosto, para intentar que la solidaridad prodigada a tiempo parcial tenga contrato indefinido y el espíritu que anestesia la crueldad en estas fiestas tan entrañables no se esfume cuando desaparezca el espumillón de los escaparates. Tras los fastos interminables del solsticio, acecha la cuesta de enero.


martes, 12 de diciembre de 2017

VIVIR SIN MIEDO


Nos quieren domesticados. El poder, esa superestructura carente de ideología que subyace bajo el gobierno de turno, necesita súbditos acobardados para imponer sus dictados sin contestación posible. A esa tarea se aplican sin descanso los que mueven los hilos en la sombra con una técnica basada en la inoculación continua en el cerebro del individuo del miedo a la catástrofe, para conseguir sin duda la falta de respuesta ciudadana a los desmanes perpetuos de los que manejan el cotarro.

La estrategia del amedrentamiento de la población comienza con la salmodia del telediario, donde la información política hace tiempo que fue desplazada a un segundo plano en beneficio del suceso nuestro de cada día, del temporal en invierno y de la ola de calor en verano. Mientras el espectador contempla desde su butaca al reportero enviado de corresponsal a la ventisca, se tienta la ropa, se alegra de su suerte y entona el virgencita, virgencita, que me quede como estoy. Las noticias de todas las cadenas se contraprograman unas a otras en la lucha por la sacrosanta audiencia, y así han devenido en verdaderas crónicas del apocalipsis al servicio del poder, satisfecho con esta otra clase de censura subliminal que acerca los informativos de esta época al parte que mi abuelo nos mandaba poner a las tres de la tarde.   

Aún se recuerda el temblor de aquel efecto 2000 que iba a colapsar el mundo entero, a paralizar las centrales eléctricas y a bloquear las entidades bancarias, un nuevo milenarismo que no se confirmó cuando el primero de enero encendimos nuestros ordenadores temiendo que aquel artefacto se volviera loco y explotara. Un año después, España entera dejó de comer chuletón porque cundió el pánico con el mal de las vacas locas, la enfermedad de nombre impronunciable que a punto estuvo de hundir el sector cárnico y finalmente sólo causó cinco muertes en España, menos que la gripe estacional ocasiona en un solo día, esa entrañable compañera que te procura la delicia de estar levemente enfermo y desconectar de las ocupaciones laborales durante siete días con tratamiento y una semana sin él. Pues también a esa gripe amable la quisieron convertir en una amenaza feroz que a través de sus variedades aviaria o porcina, iba a aniquilar a millones de seres humanos, provocó enormes campañas de vacunación y finalmente no causó mayor destrozo que el de su prima hermana común, pero sí importantes beneficios para la industria farmacéutica.

En la época más democrática de la historia, los poderes fácticos se afanan en acotar nuestro camino, llevándonos de la mano para que no se nos ocurra pensar demasiado por nosotros mismos. Nos imponen las condiciones bancarias, nos colocan un impuesto a cada paso, la publicidad toma nota de nuestros deseos mientras navegamos por internet y todos llevamos en el bolsillo dispositivos electrónicos de localización permanente. Ahora los ayuntamientos ensayan técnicas de amaestramiento de la población que guían la voluntad del rebaño en las calles peatonales y únicamente nos falta que nos graben la matrícula en la frente para que si hacemos algo que moleste al Gran Hermano, salte el radar.    

Hay que desterrar los temores para alcanzar la libertad plena, el don más preciado que dieron al hombre los cielos. Por la libertad, amigo Sancho, se puede y debe aventurar la vida. El fin del mundo llegará cuando menos te lo esperes, y más vale abandonarse al desenlace que transitar por el planeta eternamente alarmados como si viviéramos dentro del programa de Íker Jiménez. Se avecinan terribles tormentas solares que al menos podremos disfrutar desde la playa y cuando suba la marea, esperaremos el tsunami construyendo un dique de arena a golpe de cubo y pala. Vivir sin miedo sólo podrá matarnos, eso es todo.