jueves, 27 de octubre de 2016

LA CIUDAD DE LOS PRODIGIOS

   
 
    Cada vez que he recorrido la Gran Vía barcelonesa durante los años de la prohibición contemplando el cadáver de la Monumental expuesto a los vientos de la intolerancia, me preguntaba impotente cómo era posible que el templo de los azulejos añiles hubiera sido derrotado por los pretextos nacionalistas cuando ni siquiera había sucumbido en su día bajo los bombardeos de la aviación fascista italiana. Tras el saludo al coso clausurado, la sensación de tristeza me acompañaba invariablemente calle de la Marina arriba y al llegar a la Sagrada Familia, aprovechaba para preguntar al espíritu de Gaudí por la desnortada deriva de una ciudad mítica a la que sus regidores habían declarado antitaurina años atrás, empeñados como estaban en proyectar la pugna independentista contra los despojos de una fiesta tan catalana como española, maltratando así la historia de la ciudad que antaño fue la que más corridas daba en España, con tres plazas en plena actividad al mismo tiempo.


          De todo aquello, ya no queda nada. Pasear hoy por la Barceloneta es enfrentarse a una fronda de esteladas en los balcones sin que nadie recuerde el fervor antiguo de los vecinos acudiendo en masa al viejo Torín. En la Plaza de España, la fachada de Las Arenas es lo único que resiste como triste vestigio decorativo tras ser entregada al furor de los mercaderes que profanaron el templo convirtiéndolo en frívolo centro comercial. Aquellos mismos mercaderes que malbarataron la categoría de la Monumental degradando el espectáculo hasta convertirlo en exótico pasatiempo para turistas, se quejaban luego del hostigamiento del enemigo, enarbolando falsas protestas contra la agresión cuando ya era tarde para defender el negocio, cuando el rito ya había sido despojado de las señas de identidad que lo hicieron grande y atractivo para los barceloneses. La clase política nacionalista encontró entonces en la tauromaquia el objetivo perfecto para vestir su huida hacia la independencia con los falsos ropajes del buenismo animalista y se lanzó hacia una víctima en harapos con la determinación que produce enfrentarse a una victoria segura.


          Después todo fueron fuegos de artificio, corridas extraordinarias pródigas en gestos para la galería y multitudes foráneas clamando libertad. Cuando sin embargo llegó la prohibición, casi nadie echó de menos en la ciudad de los prodigios el exiguo bullicio de los domingos de temporada en torno a la Monumental, nadie salió a la calle para exigir a los responsables del atropello un poco de coherencia con el respeto observado hacia los correbous, una tradición protegida porque sin duda el toro embolado no sufre mientras el fuego acaricia su anatomía durante el encierro. 

       Seis años han tenido que pasar desde entonces para que el Tribunal Constitucional adornara con argumentos jurídicos la obviedad del desafuero competencial que cometió el Parlamento Catalán cuando votó a favor de la prohibición. Media docena de temporadas en las que el erial en que entre unos y otros habían convertido a la fiesta en Cataluña se ha ido pudriendo lentamente hasta devenir en terreno yermo para la reconquista,  un territorio propicio para que políticos lamentables ensayen la futura pugna con el Estado, voceando bravatas de desobediencia a sabiendas de que nadie se erigirá en defensor de la causa taurina para hacer cumplir la ley.


         Siempre que me encuentro en Barcelona, termino peregrinando a Montjuich para empaparme de la nostalgia olímpica, intentando encontrar entre las piedras del estadio algún rescoldo de aquel admirable esfuerzo nacional que logró confluir en la organización de los mejores juegos de la historia. Las instalaciones permanecen pero aquel entendimiento se halla en ruinas de la misma manera que la libertad se desvanece tras los embates políticos y la verdad es una entelequia que se resquebraja igual que los frescos del valle de Bohí, conservados en el museo que habita el hermoso palacio de la montaña mágica. Desde su ábside recreado, la imagen del Pantocrátor de Tahull parece reclamarnos un poco de sentido común a pesar de su hieratismo románico y su serenidad aún nos acompaña para mitigar el desencanto que nos invade de nuevo cuando volvemos a encontrarnos con el esqueleto neomudéjar de una plaza de toros, de regreso a la ciudad magnífica.

jueves, 6 de octubre de 2016

FIN DE CICLO

      La Feria de Otoño es la penúltima cita del aficionado venteño con el toro de Madrid, antes de abandonarse al letargo invernal en donde el tauroherido sobrelleva penosamente la abstinencia de su pasión, y por ello siempre ha sido un ciclo especialmente querido para el abonado. La corriente de afecto que surge del reencuentro con los viejos amigos de la andanada hace el resto, y ese aire familiar presente en una plaza sin apreturas, sin las urgencias y el ajetreo de la isidrada, nos instala en esa impagable sensación que el otoño temprano concede, la que nos permite pasar la tarde al abrigo de los atardeceres mágicos de las Ventas, al amor del tibio fulgor que surge del ruedo.

         El maltrato al que ha venido sometiendo la empresa a esta feria era una más de las razones por las que los aficionados esperábamos que el concurso sobre la administración de la plaza se resolviera a favor de cualquier otro que no fuera el responsable de la nefasta gestión que hemos venido soportando durante los últimos años. Ese otro resultó ser finalmente Simón Casas y si su histrionismo le deja llevar a cabo las buenas ideas con las que siempre ha adornado sus proyectos y se olvida de criminalizar a los aficionados que defienden en la primera plaza del mundo la pureza de este rito, inevitablemente saldremos ganando. En realidad, lo haremos con tal de que al menos limpie la plaza y le dé esa mano de pintura que necesita desde hace tiempo.

         Para lo que nos queda en el convento …, debieron pensar los choperitas porque de lo contrario, no se explica la falta de atractivo de su última feria, fabricada con tanta desidia como falta de imaginación, a partir de la habitual combinación de vacadas que ya habían fracasado en su comparecencia precedente. Ni siquiera lograron que alguna de las figuras viniera a dar la cara en una feria que siempre ha sido aprovechada por los toreros como magno colofón a una gran temporada o como plataforma de lanzamiento para la siguiente y prueba de ello fue ese mano a mano contra natura que nadie pedía, diseñado sin más finalidad que la búsqueda del máximo beneficio empresarial a base de ahorrarse los honorarios de un tercer espada. 

         Así las cosas, la cuota novilleril de la feria se estrelló contra el descastamiento progresivo que acusa la ganadería de José Miguel Arroyo y a falta de argumentos en la tarde, el público se entretuvo en dilucidar qué novillos eran más flojos, si los del Tajo o los de la Reina. No mejoraron mucho ese comportamiento los toros de Fuente Ymbro, si bien los que entraron en el lote de Román sacaron las complicaciones que aparecen cuando su matador está ayuno de técnica y presenta la muleta por aquí y por allá, olvidándose de las más elementales normas que aconsejan dominar la embestida para que el toro no te lleve por delante. Si a un animal de incierto viaje se le administra una faena a base de trapazos y telonazos sin propósito alguno, lo más probable es que el matador vaya de cogida en cogida hasta la derrota final, y eso es lo sucedió en los dos trasteos de Román, tan animosos como desnortados, mas con la suerte de cara que le ayudó a no ser herido en cada revolcón y a salir, en cambio, triunfador, sin más mérito que el de no mirarse tras las sucesivas palizas y el de sonreír a las masas sensibles al sufrimiento del torero, cuyo “pretium doloris” indemnizaron con una de esas orejas de saldo cuya concesión sigue desmintiendo tarde a tarde lo difícil que es tocar pelo en Madrid.         

         Juan del Álamo y Morenito de Aranda pasaron como una sombra por la feria, una sombra maltrecha el primero por la cogida que recibió en una voltereta innecesaria, una sombra movida el segundo, incómodo toda la tarde ante un mal lote. En cambio Rafaelillo acaparó los mejores viajes de la corrida de Adolfo pero no acabó de creérselo debido a ese eterno síndrome de los toreros acostumbrados a matar ganaderías duras, incapaces sin embargo de cambiar su mentalidad guerrillera cuando encuentran embestidas bonancibles en lugar de las tarascadas habituales. Al menos dejó en el hoyo de las agujas de su segundo Adolfo una estocada irreprochable cobrada al segundo intento. El Cid compareció en su plaza con el aval de haber indultado varios toros del encaste Albaserrada este verano y se le vio dispuesto y eficaz en la lidia, ante un lote que se movió mejor en la distancia larga que en las cercanías buscadas por el de Salteras para encontrarse más cómodo técnicamente.




         José Garrido obtuvo un puesto de privilegio en el abono, nadie sabe a estas alturas por qué, pero su peso en los despachos fue notablemente superior a su puesta en escena, casi siempre fuera de sitio, vulgarísimo con las telas, sin resolver técnicamente las dificultades planteadas por sus toros. No dijo nada ante la boyantía del último de su lote, aunque en ese momento de la tarde, quizá se hallaba mermado por la fuerte paliza recibida de un manso del Puerto de San Lorenzo, que le persiguió a favor de querencia sin que un solo capote bien colocado evitara la cogida. Y es que la actuación general de las cuadrillas en la feria ha sido lamentable. Tan sólo José Ney manejó con sentido su cabalgadura y apenas Antonio Chacón se lució en las banderillas. Al menos, el hijo de Montoliú hizo honor a su estirpe bregando con eficacia y valor sin cuento a un manso reservón emplazado en los medios.

         En ausencia de grandes acontecimientos, la feria quedó sujeta por dos pilares, uno de forja toledana y otro de fábrica linarense, dos toreros del gusto de la afición de Madrid. Ambos tomaron la alternativa hace casi veinte años, en 1997, con quince días de diferencia y ya han triunfado en esta plaza en otras ocasiones. Saben lo que es salir a la explanada de las Ventas tras pasar bajo su puerta grande y lo que es comerse el orgullo viendo cómo otros toreros disfrutan de temporadas fecundas en festejos sin haberlo hecho nunca. Ambos cimientan su tauromaquia en los cánones de la tauromaquia de siempre, el de Toledo profesa el clasicismo castellano de la sobriedad, el de Linares practica el clasicismo florido del sur y vinieron a Madrid para impartir dos lecciones de toreo sin necesidad de cortar oreja alguna.

         Eugenio de Mora es sin duda el torero más puro del escalafón actual. Inicia cada serie con tal pulcritud en los cites, la muleta planchada y sin artificio presentada desde la colocación exacta del cuerpo entre los pitones, que el viaje posterior del toro necesariamente transcurre ceñido y emocionante, sometido al poder del temple y rematado como se debe, hacia adentro y detrás de la cadera. Ese planteamiento trae Eugenio a Madrid todas las tardes últimamente y sólo es cuestión de tiempo que el público lo refrende con el gran triunfo mediático que se merece, aunque para los avisados del acontecimiento, el triunfo comparece cada tarde en la que el de Mora ofrece al toro su muleta. En la corrida de Fuente Ymbro, sus dos toros fueron los más parados así que ambas faenas fueron de más a menos y acabaron malbaratadas por un deficiente uso de la espada.




         Curro Díaz ha venido engolosinando a la cátedra casi todas las tardes desde que su figura pinturera desplegaba la muleta en el tercio y se entretenía en engalanar la corrida con ayudados excelsos y trincherazos de orfebre. Después, lo normal era que el toro se acostara un poco por aquí, o se colara un poco por allá, y a la menor complicación, el torero se afligiera sin redondear la obra que tan elevados principios había tenido. Pero de un tiempo a esta parte, algo ha cambiado. Curro ha echado una buena temporada acaparando sustituciones ante ganaderías nada cómodas y ese oficio que da el torear más que otros años o la madurez que proporciona haber llegado a la edad en que no debe dejarse escapar el último tren de la gloria, sin duda le han conferido un fondo de valor que le permitió componer macizas faenas a los de su lote, y sobreponerse a dos cogidas espeluznantes cuando Curro se abandonó al esteticismo de su sello sin tener en cuenta la encastada mansedumbre del tercero. Para el recuerdo dejó una serie de naturales a pies juntos que meció con la parsimonia de los elegidos, un cambio de mano profundísimo en el que por fin aunó estética y poder y ese empaque inolvidable con el que esperaba impávido al toro entre muletazo y muletazo, en el sitio de torear.  



  
         Coincidiendo con la feria, mi hijo de quince años ha empezado a estudiar filosofía en su último curso de secundaria. El primer debate propuesto por la profesora para practicar la mayéutica socrática no ha podido ser otro que la tauromaquia. De los quince alumnos que conforman la clase, sólo uno se manifiesta seguidor de las corridas de toros, a otros cuatro no les gustan pero las toleran, los demás son partidarios de su prohibición y al menos la mitad de ellos practica un animalismo beligerante. Me temo que a la profesora, ante semejante alumnado, le costará bastante extraer la verdad y a nosotros, defender nuestra pasión cuando estas nuevas generaciones dominen el mundo. Me conformo con que mi hijo, que hace tiempo dejó de interesarse por la obsesión de su padre, no se pase al otro bando.

viernes, 2 de septiembre de 2016

INVESTIDURA

Son las cuatro y media de la tarde de mi penúltimo día de vacaciones y Rajoy apenas ha comenzado su discurso de palabras huecas con el que pretende convencernos de las bondades del lampedusiano pacto firmado con Ciudadanos, más de cien reformas diseñadas por sesudos equipos de tecnócratas para maquillar el disimulado propósito de que todo siga igual.

Don Mariano sigue arrastrando la ese por el estrado con una convicción encomiable, la misma que le hace permanecer todavía en política a pesar de la miríada de escándalos de corrupción que ha consentido y amparado. Érase un hombre a un desliz pegado, aquél que le hizo acudir al parlamento otro mes de agosto de hace tres años, para mentir sobre la financiación de su partido con la impunidad que ofrece tener asegurado el control de los tribunales que pudieran juzgar su actuación.

Rajoy intenta convencer a su auditorio de la necesidad de que haya gobierno con toda la incoherencia de que es capaz alguien que se negó a facilitar hace seis meses otra propuesta basada en medidas programáticas similares a las que ahora ofrece y que no apoyó fundamentalmente porque no era él quien estaba al frente del cotarro. Ni siquiera ha estructurado su discurso para pedir más adhesiones a su proyecto porque éste es el primer acto de campaña de las terceras elecciones en las que los gurús que le asesoran le han prometido una mayor cuota de poder con la que le obsequiarán los reyes magos de la desidia, la mentira y la ley d’Hondt.

Si Pedro Sánchez tomara prestada la inteligencia política que no posee, y se olvidara por un momento de los cuchillos que vuelan en su partido y del afán de venganza personal que le tienen paralizado, le cambiaría el paso de la estrategia a su contrario, se abstendría tapándose la nariz para que de una vez hubiera gobierno y al día siguiente lideraría la oposición exigiendo sin descanso las reformas reales que el sistema necesita para regenerarse, relegando a un rol secundario el papel de los arribistas que no llegaron a consumar el sorpasso. El sufrido espectador de la farsa se vería así agradablemente sorprendido por ese repentino abandono de la estrategia electoral que supondría cercar al partido en el gobierno para que el consenso sobre el sistema educativo, la justicia fiscal que nunca llega, la reforma del sistema electoral, la separación de los poderes del Estado y la igualdad de los españoles en todos los lugares del territorio nacional fueran por fin una realidad y no una eterna quimera.

Claro está que eso es lo que haría Pedro Sánchez si tuviera la inteligencia política que no posee y la voluntad reformista que no tiene.     

domingo, 21 de agosto de 2016

LO IMPORTANTE ES PARTICIPAR

    Los juegos olímpicos aparecen cada cuatrienio como una bendición que permite a los aficionados al deporte practicado desde el sofá, huir de la enojosa pugna futbolera que ya da la tabarra el resto del año. Incluso durante la tregua olímpica, los cantos de sirena futbolísticos pretenden sin fortuna restar protagonismo a los juegos, distrayendo al personal con su menudeo de fichajes multimillonarios y títulos intrascendentes de pretemporada, cuando a uno lo que de verdad le apetece es disfrutar sin complejos con un vibrante combate de judo en el que no entiende nada de lo que pasa en el tatami.

         El encanto de los juegos permite al menos en estas dos semanas igualar el triunfo del tenista más laureado con el de un anónimo piragüista cuya trayectoria sólo es conocida por su familia durante el resto de su vida deportiva. Hay una magia hipnótica en el pitido que suena cuando la proa de una embarcación española alcanza la línea de meta, casi comparable a la del ruido sordo del balón rozando la red de la canasta en los triples imposibles que lanzan nuestros héroes desde más allá de la leyenda.

         Las olimpiadas nos reconcilian con los deportes básicos que todos hemos practicado por obligación en el colegio y que siempre estábamos deseando orillar para seguir dándole patadas al balón en el patio. Las odiosas jornadas luchando con el plinto en el gimnasio o las interminables carreras por el inevitable parque vecino permanecen en la memoria para valorar como se debe a los superhombres que cada vez saltan más alto, corren más rápido, lanzan más lejos, a los gimnastas y nadadores que pasan cuatro años entrenando diez horas diarias por esa gloria única de sentir un metal brillando en el pecho. Lo mismo que nuestras estrellas futbolísticas que se ejercitan dos horitas sobre el césped y piden aumento de sueldo al final de cada temporada.

Por otro lado, el seguimiento intenso de los juegos mejora el entendimiento y cultiva el intelecto, nos obliga a indagar sobre disciplinas que requieren de conocimientos especializados a los que jamás podríamos acceder de otra manera, a entender de tiro sin haber hecho la mili, a disfrutar de la vela sin haber pasado de manejar un patín de playa. El variado muestrario de deportes olímpicos que el parroquiano del bar puede degustar desde la barra le permite ir más allá de la prosaica conversación de cada lunes sobre si la zambullida en el área del astro futbolero era o no penalti, para elevar un tanto el tono comentando ante sus amigos cuánto ha perfeccionado Mireia la técnica de giro de mariposa o lo acertado del talonamiento de Ruth cuando inicia su vuelo sobre el listón.

Y qué decir de la elevación de la moral patria que nuestros héroes olímpicos proporcionan a este atribulado país sin gobierno que gracias a sus gestas puede olvidar por un momento el bochorno cotidiano de sus líderes políticos. El sentido común que exhibe la mayoría de nuestros deportistas de élite, humildes en la victoria y ejemplares en la derrota, conformaría un buen programa de gobierno para un quimérico pacto Gasol-Nadal que con Carolina Marín de vicepresidenta, obtendría mayoría absoluta sin necesidad alguna de campaña electoral.   

         Es una pena que las medallas se acaben en el bronce y el cuarto puesto dure en la memoria lo mismo que las centésimas que lo separaron de la eternidad del metal. También nuestra existencia está llena de diplomas de consolación que guardamos en un cajón desvencijado sólo por el hecho de que en nuestro partido la pluma de bádminton cayó de nuestro lado. A pesar de las excepciones que a veces vician el espíritu olímpico de estos días, resulta una delicia abandonarse a la máxima del barón de Coubertin y mentirse un poco pensando, como en la vida, que lo importante no es el éxito sino luchar bravamente por la victoria, aunque las fuerzas y el talento solo nos lleguen para ir sobreviviendo en el magma gris de la mediocridad.

jueves, 14 de julio de 2016

LA MUERTE DE UN TORERO

        Muere un torero en la plaza. La conmoción se extiende por el mundo taurino y la incredulidad se hace presente en un ámbito desacostumbrado a la tragedia. La docilidad creciente del toro actual, los avances médicos de nuestros días y el planteamiento ventajista del toreo moderno aplazan cada tarde la cita cotidiana con la muerte, convierten el emocionante combate atávico entre el hombre y el toro en un espectáculo festivo e incruento, pero la muerte acaba llegando. Aparece la muerte para reconciliar al animal con su naturaleza y al espectador con su condición de testigo privilegiado de un rito único. La muerte viene para poner a cada cual en su sitio, al indeseable en su cloaca y al héroe en su pedestal.

         La muerte nos convoca para reivindicar una vez más la grandeza de la lidia de reses bravas. La estulticia del tiempo por el que nos toca transitar produce exabruptos tan deleznables como ignaros, pero no es el insulto el que nos daña sino esa lluvia fina que va calando mientras agachamos la cabeza ante el hostigamiento continuo del animalismo mendaz y sensiblero. Frente a la injuria, la ley o el desprecio. Frente a la entronización de principios espurios, es preciso fortalecer nuestra liturgia, y defender sin descanso los valores que encarna, la gallardía, el coraje, la entrega sin trampa, el afán de superación, ideales marcados a fuego en esos ídolos raros que siguen consagrando su destino al dominio del arte de poner en juego la propia existencia creando belleza.


         En una época en la que ha devenido anacrónico lo que siempre fue natural, proteger la integridad y la pujanza del toro es el mejor ataque contra los que confunden los términos y nos tildan de bárbaros. Resulta urgente no claudicar y salvaguardar la pureza del rito retornando al equilibrio de la lucha entre un animal encastado que puede matar y un hombre que se impone a la fiera embestida exponiendo su vida en el empeño. La senda contraria conduce a transformar la tauromaquia en una danza banal y prescindible, un juego absurdo en el que jamás volvería a tener sentido la muerte de un torero.    

viernes, 10 de junio de 2016

EL ESPLENDOR DE LA CASTA

   Se acabó lo que se daba. Terminó la feria que nos ha tenido en danza un mes seguido, la excusa anual para aplazar lo inaplazable, el acontecimiento cotidiano que hace más transitable la intrincada jornada laboral. Treinta tardes, ahí es nada, me pregunto si alguien soportaría ir durante treinta días a la misma hora, a un mismo cine para contemplar la misma película, al mismo restaurante en el que le sirvieran el mismo filete, al mismo mitin de una eterna campaña electoral. Y es que a pesar de los esfuerzos que hacen los gerifaltes taurinos por convertir el rito en una misa repetida a base de organizar la habitual salmodia del toro tonto, la esencia de esta fiesta subversiva e impredecible reaparece al menos en algún insospechado momento de cada tarde, consiguiendo que algunos irreductibles aficionados sigamos acudiendo a la plaza al reclamo de este espectáculo anacrónico y feraz. La extraña paradoja es que todo lo que a nosotros nos sigue convocando a la andanada parece molestar a la crítica oficial, empeñada en perseguir, de la mano de las empresas, no el fortalecimiento del tinglado que les da de comer, sino el pan para hoy y hambre para mañana de los paños calientes a las ganaderías cómodas solicitadas por las figuras y el palo incansable contra todo lo que salga por chiqueros y no embista por el camino trillado de la formalidad. En cambio, ni un pero para José Antonio Morante, el artista que rehusó venir a las Ventas porque el ruedo tiene pendiente, y se creyó tan poderoso como para exigir a la Comunidad la eliminación de la mítica cuestecita hacia los medios que incluso un Antoñete sexagenario aprovechaba a su favor. La famosa panza del ruedo venteño resulta un tourmalet tan insalvable para el de la Puebla que a Madrid viene pidiendo retroexcavadoras, tal y como hubiera dicho “el Caña” para saludar el despropósito del desnortado faraón de estos tiempos absurdos.


    
  
   La vida real sigue extramuros de las Ventas y en ella se suceden otros acontecimientos sin duda importantes, aunque el tauroherido que uno alberga los contempla como un sonámbulo perdido en la nebulosa de la feria. A su alrededor siguen cayendo los corruptos pero él sólo piensa en la corrida de Jandilla que el Juli había escogido para su última tarde en Madrid y en el baile de corrales que desembocó en su sustitución por los adefesios de el Vellosino; el equipo de sus amores gana otra copa de Europa pero él vibra más con las embestidas de Camarín al día siguiente, el toro de Baltasar Ibán ninguneado en los premios oficiales de la feria; incluso asiste al último concierto de Paul MacCartney en el Calderón y mientras tararea Let it be se pregunta si la corrida de Cuadri que se perdió por ir a ver a Macca recuperó por fin su antiguo esplendor.


       Ese esplendor volvió a la plaza, de alguna manera, en la última semana de la feria. El esplendor de la historia con la Miurada, el esplendor de la casta de los Ibanes, el esplendor de lo indómito con la corrida de Moreno Silva, tan denostada como necesaria, imprescindible elemento agitador entre tantas tardes plúmbeas construidas alrededor del toro dócil. Como era de esperar, las voces consentidoras del negocio sin sobresaltos, se alzaron en seguida contra los Saltillos intoreables pidiendo poco menos que la extinción de semejante mansada más propia de talanquera que de coso tan importante. Se les tachaba de toros decimonónicos a contraestilo de la tauromaquia moderna, sin reparar en que lo único que pedían esos toros eran los lidiadores eficaces que ya no existen, capaces de parar el animal y sujetarlo, doblarse con él por bajo y matarlo de una estocada arriba si puede ser. Y a otra cosa. A por el siguiente sin aspavientos, si sale abanto se le tapa la salida para picarlo como suele hacerse indebidamente todas las tardes con el que se deja pegar, si suena la flauta y algún piquero se equivoca y consigue ahormarlo, se aprovechan las diez o doce embestidas que ofrezca el manso y a matar. Que puede hacerse está probado. César del Puerto se lo demostró a su matador Alberto Aguilar con la eficacísima brega con que domeñó las agrestes acometidas del quinto de la tarde. David Adalid elevó su intervención a la categoría de obra magna en el segundo par de banderillas que puso al tercero, el toro que luego se le iría vivo a su matador con dos estocadas hasta los gavilanes y todavía entero. Fue el par de la feria y de muchas ferias, por la pujanza y la incertidumbre que transmitía el toro en su embestida y por la forma de afrontarla el torero de poder a poder, parando el tiempo al cuadrar el par entre los pitones, dejando en el aire un aroma de perfección que todavía dura.




        Hace no tanto se llegó a decir que la ganadería de Miura había que enviarla al matadero porque criaba toros de otra época y sin embargo uno de ellos le ofreció a Rafaelillo un pitón izquierdo que llevaba un cortijo escondido en el sitio que había que pisar para firmar la escritura. Por allí anduvo el murciano esforzando la figura por las afueras y sólo al final, se encajó más con el toro cuando rehuyó la ligazón y le enjaretó un par de buenas series de naturales. Lo pasó de faena y como la espada terminó de emborronar el negocio, la finca mutó en pisito.  Algunos que ya tienen fincas se anunciaron en la semana torista pero no fue con vacadas antediluvianas sino con los albaserradas del siglo XXI. Los Adolfos y Victorinos de nuestros días permiten a las figuras componer el gesto de anunciarse con ellos, y tundir sus cada vez menos encastadas acometidas con interminables faenas sin exponer un alamar. Así pasó con Castella y Abellán que acapararon los lotes más bonancibles de sus corridas sin que nadie ya se acuerde de sus trasteos apenas una semana después de su gesta. También fue un esfuerzo para el Cid anunciarse con los cárdenos de la A coronada tras la debacle del año pasado, y aunque él tiene la moneda y puede cambiarla en cualquier momento, las carnes no le acompañaban en el empeño y huían del compromiso que supone quedarse quieto ante la leyenda de Victorino.


         Entre los toros asalvajados y los toros domesticados, el triunfo de la casta que habita la ganadería de Baltasar Ibán puso las cosas en su sitio y la oreja de saldo cortada por Alberto Aguilar a Camarín, el toro más bravo de la feria, no hizo sino empequeñecer un poco más la categoría de la plaza si el presidente de turno sigue avalando peticiones minoritarias y no sabe resistirse al griterío amplificado por la demora cómplice del puntillero y el paso lento de los mulilleros. En realidad, Aguilar bastante hizo con quedarse por allí ante el vendaval de casta que se le venía encima, pero en lugar de resolver la incesante codicia del toro en muletazos mandones instrumentados en el sitio, le aplicó una sucesión infumable de trapazos y las inapropiadas soluciones del toreo moderno, así que se fue sin torear. La estocada entera saliendo trompicado creó una ficción de riesgo que no era tal y la eficacia de los carontes de turno hicieron el resto para la consecución de la orejilla.




         Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro. Cervantes puso esta frase en boca de Don Quijote porque en su tiempo no existía aún la corrida de la Beneficencia. En esta época, la corrida más importante del año se diseña antes de la feria, y se incrusta en ella, para aprovechar el tirón del abono en la taquilla. Cuando un servidor empezó a ver toros en Madrid, principios de los ochenta del siglo pasado, el festejo era un premio para los triunfadores del ciclo isidril, aceptado por el torero como un honor a destacar en lugar principal de su currículum. Esa tradición quedó hace tiempo arrasada por los intereses empresariales que nunca descansan y no están dispuestos a afrontar el riesgo de una tarde fuera de abono con Mora y Ureña en el cartel, un suponer, toreros menos glamurosos que José María Manzanares, que con esta deferencia de la empresa obtiene un puesto de privilegio en Madrid que no se ha ganado y pasa el trago de la feria de la manera más cómoda. Es lástima que el bueno de Jose Mari, dotado con unas condiciones excepcionales para mandar en esto, tenga tan escasa ambición y se conforme con cubrir el expediente de una raquítica comparecencia. Su labor con el segundo presagiaba una tarde de servicios mínimos, pues al primer respingo del toro le siguió una faena sin apostar, con la falta de compromiso a la que nos tiene habituados. Para su fortuna, de quinto salió Dalia, el que pone los nombres en la ganadería de Victoriano del Río es un cachondo que el día del bautizo canturreaba una copla de la Piquer. El Rey emérito en el palco se regocijó con el homenaje a su antepasada y Manzanares comprobó en los elegantes lances de recibo cómo el toro salía ya dominado del chiquero. Después se acordó de su padre en un quite por chicuelinas de manos bajas y aún seguía por allí su fantasma cuando inició la faena con dos trincheras inmensas de muñecas rotas. Sin embargo, no se dio cuenta de la gloria que había en el pitón izquierdo del toro hasta que bordó un pase de pecho interminable tras amontonarse un tanto con la mano derecha. Cuando por fin tomó la izquierda, surgieron los momentos más estéticos de la feria, en tres series de naturales templadísimos, erguida la figura con el empaque de la casa, el ceñimiento justo que demandaba la franca embestida y la colocación precisa para no hacer de la ligazón una mentira. Un cambio de mano en las postrimerías aceleró los corazones y los preparó para la estocada final, cobrada a toro arrancado con la seguridad de que no se le iba a escapar el triunfo grande en la faena de su vida. El público llegó incluso a pedir el rabo cuando el presidente Julio Martínez hizo otra de las suyas y sacó los dos pañuelos blancos a la vez. La petición fue un espejismo que incluso hubiera sido justificable por la concesión anterior de dos orejas a la faena menor de López Simón al tercero de la tarde, una labor vulgar por debajo de la pastueña condición del toro que sólo tomó vuelo en la consideración de la gente cuando el torero salió revolcado al entrar a matar.



  

         Al fin dos matadores volvían a salir por la puerta grande como veinticinco años atrás hicieran Ortega Cano y César Rincón, aquellos toreros que se ganaron la gloria del recuerdo a sangre y fuego, enfrentándose al toro de respeto. Volver a la senda del toro íntegro y encastado es la clave de la supervivencia de la fiesta. El camino contrario conduce a debilitar este bendito espectáculo y dejarlo a merced de la última ventolera electoralista que perpetre el gobernante de turno. Dios nos coja confesados.               

miércoles, 25 de mayo de 2016

LA DEMOLICIÓN DEL RITO

        La septuagésima edición de la feria de San Isidro comenzó sin estridencias, casi de incógnito, con la sordina forzada a la que se somete el extraño que no quiere molestar demasiado por si le echan a patadas de la fiesta. El ninguneo de la tauromaquia en los medios de comunicación masivos va haciendo su efecto y la propaganda animalista se va asentando en la mente del españolito medio que contempla al aficionado a los toros como si fuera un chalado venido de otra época. Dejamos atrás un invierno duro, fecundo en afrentas contra el rito milenario que en estos tiempos estúpidos tiene que soportar cómo en un programa televisivo se tacha de asesinos en serie a sus oficiantes más mediáticos sin que a éstos se les mueva un músculo de la cara. En este momento crucial en el que los cánticos electorales anuncian escenarios de prohibición, es preciso fortalecer la fiesta, afianzar el rito, apostar por el toro íntegro y encastado, hacer del toreo fundamental practicado según los cánones clásicos, un imperativo moral. Todo lo contrario es lo que ha sucedido en la primera mitad de esta feria que la empresa anunció como la más importante de los últimos años y que, sin embargo, ha construido con la endeblez ya conocida del toro bobo y sin pujanza y de la figura acomodada, ayuna de ambición.


         Soplan vientos hostiles contra esta pasión que nos convoca a la plaza cada tarde y lo han hecho también en sentido literal en este año 16 en el que a mayo le ha dado por marcear a base de bien, circunstancia que han vuelto a aprovechar los mercaderes de guardia para seguir reclamando la cubrición del templo con el fin de seguir explotándolo en sus múltiples proyectos extrataurinos y así convertir la lidia de toros bravos en un pretexto cada vez más debilitado y fácil de avasallar. En tanto llega ese día, el sufrido abonado va desertando del tendido en mayor medida cada año y el público de la primera plaza del mundo se va despersonalizando poco a poco, convertido en masa de aluvión de corte triunfalista, ávido consumidor de viandas varias y bebidas espirituosas con las que entretener mejor las numerosas tardes vacías de contenido en el ruedo. Al menos desde la andanada, nos queda el consuelo de disfrutar de los magníficos atardeceres que estos días se han convocado por encima de los tejadillos del coso, en donde a causa de los avatares meteorológicos el ocaso de cada tarde viene teñido este año con tintes apocalípticos, a tono con el ambiente general.





         Para contribuir a defender mejor nuestro tinglado, fracasaron casi todas las ganaderías que habían dejado entrever esperanzas de regeneración del encaste Domecq en la isidrada anterior, desde Juan Pedro hasta Pedraza, y sólo Montealto, el Torero y Flor de Jara se movieron en el son de interés mínimo exigible a un toro de lidia en una plaza de primera. De Cuvillos y Fuente Ymbros apenas esperamos ya nada, como tampoco de la inevitable cuota de ejemplares de la familia Fraile. La ganadería agraciada este año con el premio de comparecer en la feria por partida doble ha sido la de Alcurrucén y entre los aficionados nos preguntábamos cuál de las corridas anunciadas sería la buena teniendo en cuenta que en la primera se anunciaba el Juli, apoderado por la Casa Lozano. Pues salió mala. Una mansada infumable despachada con prisas por Julián, incómodo como siempre que viene a Madrid, sin la excusa esta vez de la hostilidad del público, que soportó con tibieza sus poderosas maneras de toreo por las afueras y esa forma tan elegante de llegar y salir de la cara del toro, tal si fuera un defensa lateral derecho que se dispone a sacar un corner. En cambio a Castella se le contestó bastante su toreo lineal y aburrido, y el gallo francés se encaró con los discrepantes disgustado por lo que debió considerar una falta de respeto a su condición de triunfador del año pasado. Aun nos quedan dos tardes de Castella en Madrid y la afición que le sacó a hombros hace no tanto, espera su regreso con un entusiasmo perfectamente descriptible. Y es que la gloria en Las Ventas es efímera y los pases cambiados que antes se le ponderaban al francés apenas reciben ahora tibias palmas de la sombra siempre satisfecha, enamorada de repente del nuevo diestro de moda, un veinteañero lampiño que ha llegado de Lima para quedarse.


         Se llama Andrés Roca Rey y del mismo modo que se dijo que Manolo Vázquez vino a la fiesta para poner el toreo de frente, el peruano parece empeñado en ponerlo de espaldas, tal es su gusto por los trasteos efectistas más preocupados por impactar a las impresionables gentes con trucos de prestidigitador que por desplegar el toreo fundamental. Resulta innegable que Roca Rey tiene un valor extraordinario y una cabeza privilegiada. Es lástima que dilapide esas cualidades prodigando suertes tan vistosas como insustanciales y que en solamente un año haya olvidado el sitio que pisaba de novillero, para deslizarse sutilmente hacia ese lado que sus mentores le habrán vendido como escenario seguro para sumar muchas tardes alternando con las figuras. En su primera comparecencia abrió la puerta de Madrid y uno apenas recuerda una serie de naturales decentes entre la profusión de pases cambiados por la espalda, arrucinas y pedresinas varias que encandilaron al personal.




         Su trayectoria hace fácil predecir que mandará en el toreo de los próximos años y es tal su influencia que el escalafón entero se ha lanzado a un frenesí de gaoneras, saltilleras y caleserinas practicadas sin la misma fortuna que el peruano, fuegos de artificio capotero que han desterrado de la plaza el toreo clásico a la verónica. Sólo Ponce dejó en su única comparecencia un manojo decente en que reunió varios ejemplares del lance que inventó Costillares, con su acostumbrada elegancia, y luego se entretuvo en componer una faena tan bella como superficial, saludada por la prensa como acontecimiento planetario.


         Roca era el rey de la feria y su desnudez no quedó definitivamente en evidencia hasta la tarde en que a David Mora le tocó en suerte el toro Malagueño, de la ganadería de Alcurrucén, al que desorejó en la media hora más emotiva que se ha vivido últimamente en Madrid. El toro era un tacazo con la embestida más extraordinaria que soñar pudo un hombre para dejar atrás un calvario de dos años de recuperación tras su terrible cogida de 2014 en esta misma plaza. Una embestida ahormada primero por dos puyazos arriba de Israel de Pedro en los que el toro cantó su bravura y luego depurada con delicadeza de orfebre por Ángel Otero, más que peón de confianza, ángel de la guarda de Mora en la tarea de restañar a favor del toro las heridas causadas por los mantazos que sufrió en el turno de quites de Roca Rey por saltilleras y en la respuesta corajuda de Mora por gaoneras ceñidísimas ejecutadas sin mover un alamar. Tras el obligado brindis a Padrós, el médico que le rescató de las puertas del averno, Mora parecía empeñado en seguir replicando al ídolo Roca con el consabido pase cambiado por la espalda y por momentos dudaba entre ese efectismo y el inicio clásico con la muleta por delante más acorde con la distancia que mediaba con el toro y los terrenos del uno en los que se encontraba, pero eligió la opción primera, no le dio tiempo a vaciar el viaje del toro y fue atropellado en espeluznante voltereta de la que se levantó conmocionado y con negros presagios de dificultad motora en las piernas. Afortunadamente se recuperó y volvió al tercio para dejar en nuestros paladares el más bello inicio de faena al que hemos asistido desde hace mucho tiempo, por estatuarios sin truco, ayudados, trincherillas y pases de la firma, todo ello muy mecido, muy sentido, la plaza boca abajo y nuestros corazones en pie. El prólogo prometía cante grande pero cuando David empezó a torear en redondo se sucedieron las series sin la excelsitud que la boyantía del toro demandaba, toreo en paralelo sin acabar de dar el paso adelante, de innegable plasticidad pero de hondura menor. Sólo al final de la faena, cuando se acordó de que un triunfo grande en Madrid precisa de torear con la izquierda para serlo, surgieron naturales de verdadero encaje, sobre todo en una serie bellísima, la verticalidad de la figura y la profundidad del remate hacia adentro finalmente aunadas y el clamor surgido de la emotividad de la tarde acompañando por igual lo bueno y lo menos bueno. El madrileño se fue detrás de la espada con rectitud y el toro salió prácticamente rodado tras el último vuelo de la muleta perdida en el embroque.





         Pero el que mejor ha toreado en la feria se llama Paco y se apellida Ureña. Las dos tardes de su isidrada han estado marcadas por el mismo planteamiento, el de la naturalidad y la disposición sin trampa. Ha sorteado toros buenos, menos buenos e imposibles y a todos les ha pisado el mismo sitio, aquél en el que todos embisten. Si luego su viaje se encuentra con una muleta que los lleva templados detrás de la cadera y un hombre encajado aguanta la posición sin perder terreno para ligar ese pase con otro a continuación, es cuando aparece el milagro del toreo. Ese milagro lo trajo Ureña a Madrid para desmentir a los portavoces de lo de todos los días, a los que pretenden colar como excelencia la vulgaridad impostada ante un animal indecoroso, por su trapío o por su casta, a los que proclaman que torear así es imposible. Llegó Ureña y en todos sus trasteos se puso a torear sin probaturas, pronto y en la mano, como decía Chenel, con la profundidad que surge de cargar la suerte torendo hacia adentro, a despecho del viento, la lluvia y la embestida humillada o violenta del que le tocara en suerte. La segunda tarde además, con el mérito añadido de dar la cara en Las Ventas con una cornada envainada en el muslo que había sufrido días antes y que no se quiso operar hasta comparecer en Madrid. No salió en hombros por culpa de una espada que maneja con más corazón que buena técnica pero la afición tomó nota de su apuesta sincera y saludó las formas de Ureña con los olés roncos de las grandes ocasiones.




          Alejandro Talavante ha pasado por la feria dando la cara con dignidad. La última evolución de su toreo parece en realidad una involución positiva a los tiempos en que tanto gustó de novillero, si bien no sabemos si este nuevo afán de pureza es fruto de una voluntad decidida o un camino que se ha visto obligado a tomar en vista de que Roca Rey le ha arrebatado el discurso de la improvisación y el pase de birlibirloque. Alternaron juntos dos tardes, y al extremeño se le vio cariacontecido porque la vorágine del éxito del peruano opacó su interesante faena a un Cuvillo revirado, con el que aguantó a pie firme varias series de emocionantes naturales en el sitio de la verdad. En su última tarde arrancó otra oreja de menos peso por una faena de insistencia a un Fuente Ymbro rajado, y al hilo de las tablas volvió a las andadas del toreo efectista.                 

         Se han cortado bastantes orejas en lo que llevamos de feria y la diferente calidad de las faenas premiadas habla a las claras de la cambiante condición del público de Madrid. La dureza de otros tiempos ha quedado definitivamente diluida y se siguen regalando orejas en las tardes plúmbeas en que aparece un toro que medio se mueve y trasteos sin verdadera enjundia como los de Juan del Álamo o Morenito de Aranda, se ven agraciados por el tendido dadivoso al que le importa una higa la categoría de la plaza si con el obsequio las buenas gentes se van a sus casas con el buen sabor de boca de haber asistido a un triunfo, aunque éste sea de cartón piedra. En cambio, sí se premió con justicia el toreo bien compuesto y relajado de Juan Bautista al primero de su única tarde en la feria, oreja que en seguida devolvió el francés al no querer comprometerse con el segundo de su lote, de condición no tan pastueña.



         La primera plaza del mundo aparece más desnortada que nunca en una cuesta abajo cuyo último peldaño aún no se adivina. Se siguen aplaudiendo desarmes, bajonazos perdiendo la muleta y pares de banderillas a toro pasado. El día de San Isidro, en medio del desastre general de invalidez y toros devueltos, la gente amenizaba los trabajos de Florito dando palmas y coreando las piezas que la banda atacaba de entre lo más castizo de su repertorio. A la salida, un niño ensayaba con su muletita pases cambiados por la espalda. No sé dónde vamos a llegar.

viernes, 8 de abril de 2016

LA CAMISETA DE AMANCIO

Mi primer recuerdo futbolístico va ligado a una camiseta de Amancio con la que mi padre me sorprendió después de uno de sus viajes a Madrid cuando yo debía de tener cuatro o cinco años. Me la puse pocas veces en mi afán de preservar su blancura resplandeciente de los primeros días, el rutilante número siete azul de la espalda, su mítico escudo dorado sobre el pecho. Mi padre acompañó el regalo con una historia que incluía un encuentro casual con el mítico extremo en el Bernabeu, en donde el propio Amancio le había dado la camiseta exclusivamente para mí y no tuvo que emplearse mucho en aderezar el cuento para hacer de aquel niño, un devoto madridista para siempre. Desde entonces, cada cita con el Madrid era un acontecimiento al que asistía desde el reclinatorio, cautivado por la dignidad de aquellos héroes sin estridencias, fascinado por el esplendor blanco que llegaba desde el televisor, por el fulgor de aquellas camisetas no mancilladas por marca alguna. Los jugadores que las vestían aún no estaban más pendientes de su imagen que del honor del escudo y consagraban cada partido a correr más que el contrario, a poner sus cinco sentidos al servicio de su calidad innegable, a defender a toda costa la máxima no escrita de dejar todo en el campo hasta el último aliento del encuentro. Así era como Pirri imponía su ley en cada esquina del terreno, a Camacho no le hacían dos veces el mismo regate y Santillana se elevaba sobre las defensas desde su físico mediocre, convirtiendo aquel vuelo inolvidable en el milagro de cada tarde.




En el Madrid de los setenta ganar la liga era una costumbre heredada a partir de la llegada de Di Stefano veinte años atrás, una obligación que se celebraba desde el comedimiento de la satisfacción con el deber cumplido. Era la justa recompensa para el trabajo diario, el salvoconducto necesario para perseguir el sacrosanto grial blanco, la Copa de Europa, a la que se optaba en cada ocasión con humildad y orgullo, con once jabatos de la fábrica y alguna incrustación foránea que a menudo alcanzaban la proeza de plantarse en semifinales, llegando incluso a rozar la gloria en el inicio de la siguiente década en la final perdida de París, en donde la realidad de los García se estrelló contra la solidez inglesa de los diablos rojos.




De aquel espíritu, hoy no queda apenas nada. La leyenda de Don Santiago arengando a sus hombres tras la derrota y apagando la luz de la última estancia del vestuario ha sido sustituida por la tragedia de un presidente que ficha los jugadores por estrategia comercial al margen de un proyecto deportivo coherente. La imagen del canterano corriendo la banda con el brazo en cabestrillo ha dado paso a la foto de la estrella mercenaria que desconoce la historia y se borra del campo al primer contratiempo. Aquellos hombres ponían el compromiso profesional por encima de sus intereses personales y no pedían aumento de sueldo tras haber marcado un gol histórico porque consideraban que pertenecer al Real Madrid era un privilegio sólo al alcance de los elegidos. Una liga ganada en las últimas siete temporadas es el vergonzoso botín de esta plantilla actual de niñatos consentidos que acostumbran a sestear la mayor parte del año con la esperanza de hallar de vez en cuando un triunfo deslumbrante con el que seguir engrasando la maquinaria de un star system bochornoso que les consiente desempeñar la décima parte del esfuerzo que les sería exigible de acuerdo a sus ingresos multimillonarios.


Mientras el personal siga aplaudiendo sus goleadas intrascendentes y se conforme con hacerse una foto junto al ídolo vacío, el espectáculo puede continuar. La cuenta de resultados lucirá espléndida al tiempo que crece el consumo de pipas en el estadio, pero el prestigio madridista se irá situando poco a poco al nivel de aquella camiseta de Amancio que algún tiempo después de haber perdido de vista descubrí convertida en trapos con los que mi madre se entretenía en limpiar los cristales de mi desolación. 



sábado, 5 de marzo de 2016

LA BARBA Y LA COLETA

LA BARBA Y LA COLETA

         Cuando los socialistas llegaron al poder en los años ochenta del siglo pasado, la derecha sociológica se apresuró a proclamar que aquellos muertos de hambre de la chaqueta de pana no tardarían en malversar los caudales públicos en beneficio propio como no podía ser de otra manera debido a su origen humilde. En cambio, ese peligro no existía con los instalados de siempre, los ricos de toda la vida, cuyos grandes patrimonios eran la vacuna necesaria para prevenir las tentaciones de latrocinio consustanciales a la condición humana.  
        
         El paso del tiempo ha venido a quitar la razón a este argumento confirmando que la codicia de la clase política de cualquier signo no conoce límites. Ni siquiera haber colmado las ambiciones de mando durante una larga temporada satisface el hambre del poderoso que inevitablemente necesita un estímulo económico añadido al estipendio oficial para no tener la sensación de estar perdiendo el tiempo mientras proclama su abnegación a la causa pública. La enorme estructura del Estado ha sido la cobertura perfecta para que todos los niveles de la administración hayan venido dando cobijo desde siempre a un organigrama perverso en el que las empresas engrasaban la maquinaria de los partidos para obtener su parte en el negocio a cambio de mordidas y gabelas varias con las que llenar las exigencias económicas del sistema y de sus peones. Llegados a este punto de notoriedad en la existencia de estas prácticas, resulta lamentable asistir a las protestas de desconocimiento que prodigan los jefes del cotarro, empeñados en seguir cabalgando su indignidad a lomos de leyes electorales injustas y aforamientos redentores, atrincherados como están en el burladero de la impunidad y el privilegio.

         Frente a todo ello, se alza en estos días la necesidad de un tiempo nuevo, un futuro en el que la sociedad tenga mecanismos de defensa reales contra la corrupción y en donde la representación del pueblo se establezca adecuadamente en unas instituciones organizadas de acuerdo con la transparencia absoluta y la separación de poderes. Sin embargo, esta exigencia se ve amenazada desde el inicio por actores mediocres que tienen el panorama bloqueado entre el tacticismo y la triquiñuela, y no conciben otra forma de hacer política que la de sobreactuar para obtener el favor de su parroquia en una comedia lamentable titulada para nuestra desgracia, el ansia de poder.

         Vivimos atrapados entre la barba y la coleta. La vieja y la nueva política son en realidad la misma y se retroalimentan la una a la otra de manera evidente para ir ensayando un frentismo que les proporcione cuanto antes provechosos réditos electorales. Ambas se mueven con más soltura en el diseño de la estrategia política que en la defensa de los intereses públicos y parecen más interesados en prodigar gestos para la galería que en trabajar duro y gestionar con diligencia. Así vamos asistiendo con impotencia a inocuos escenarios de estupidez en los que unos son contestados con impostada grandilocuencia por los otros, mientras ambos persiguen el objetivo de encubrir su indigencia intelectual y su inmensa miseria moral. No otra cosa es traicionar los ideales que llenaron nuestras plazas no hace tanto con continuos ejercicios de trilerismo político consistentes por ejemplo en hacer de la justicia impositiva un tótem programático y amparar a las primeras de cambio que uno de tus ideólogos utilice artificios fiscales para declarar fondos de dudosa procedencia. La guinda viene después cuando el partido que demoniza este escándalo lleva financiándose ilegalmente casi desde su fundación y ha hecho del dinero negro la moneda común de su gestión económica. El entretenimiento de estas escaramuzas es innegable y sirve para ir distrayendo al personal con rifirrafes cosméticos por el nombrecito de una calle al tiempo que en las administraciones que controlan sigue la fiesta al compás del nepotismo y de la cantinela del qué hay de lo mío.  

         La barba y la coleta. La casta y la careta, bailan con sincronía cómplice su danza de conveniencia hasta las nuevas elecciones, escenifican un paso a dos que aquí monta un escrache para justificar una mordaza y allí ocupa una capilla para que las dos Españas vuelvan a recordarse su cita terrible del treinta y seis. Ante el riesgo de que unos asalten los cielos, los otros levantan el vuelo apelando al voto del miedo, el que impide que otra España se abra paso y se libere de una vez del maldito guerracivilismo y de la corrupción. Esa otra España se desangra necesitada de líderes valientes que aparquen la prepotencia del truco y el gesto y dejen de balbucear sus tímidos propósitos de regeneración para comprometerse en una verdadera refundación democrática que no quede una vez más aplazada bajo el ruido de fondo de su propia lucha de ambiciones. Una España, en fin, que tenga la oportunidad de escapar del fatal vaticinio de aquel verso terrible del poeta Gil de Biedma:

De todas las historias de la Historia
sin duda la más triste es la de España,
porque termina mal. 

sábado, 6 de febrero de 2016

LA MAGIA DE CÁDIZ



Amanecimos en Cádiz un día gris del mes de febrero de 1992 después de una noche para dos en coche cama. La promesa del tren nocturno anunciaba romance y aventuras pero el traqueteo continuo del vagón del amor sólo trajo el pudor de mi novia y los cuerpos quebrantados. La pensión que permitía nuestro escaso presupuesto era un triste establecimiento de la calle Ancha donde por fortuna el matrimonio que la regentaba se encargaría de brindarnos el calor de hogar ausente de unas paredes con demasiados desconchones. Se imponía lanzarse a la calle para sacudirse el desencanto y de inmediato, la luz mortecina de la habitación dejó paso al deslumbramiento de la Plaza de San Antonio, al imponente espectáculo de la claridad de sus fachadas inundando los ojos a pesar de las nubes, maravilloso velamen multicolor de un barco que en cubierta montaba cada noche un insólito escenario de ingenio y poesía. Pronto descubriríamos ese espectáculo en el tablao levantado en un extremo de la plaza, pero antes, ya por la tarde, callejeando en búsqueda de la alegría, nos topamos con una algarabía musical que llegaba desde un patio abierto a espaldas de la Plaza Mina, allí donde se erigía el drago milenario que llegó a dar sombra a los padres de la Constitución del 12 y ahora cobijaba la magia encarnada en una docena de chirigoteros que elevaban en cada nota la gracia a la categoría de arte a ritmo de tres por cuatro. ¡Y todo ello se desplegaba ante nuestras miradas absortas, apenas a dos metros de distancia! Se trataba de la chirigota del Noly, tercer premio ese año en el concurso del templo de los ladrillitos coloraos, la final del teatro Falla que desde entonces he seguido desde la distancia con la nostalgia inevitable de no poder acudir cada año a la ciudad en la que espera la dicha a la vuelta de cada esquina.

Y es que Cádiz es un laberinto que se recorre extasiado por la certeza de que perderse es encontrar la belleza si se te aparece el milagro del carnaval en un tablao cualquiera de una mínima placita repleta de coplas, o incluso a pie de calle donde las decenas de agrupaciones “ilegales” que no concursan en el Falla pueden convertir un paseo sin pretensiones en una auténtica fiesta. El carnaval se hace presente en la ciudad entera y tan pronto se agiganta con la grandilocuencia de los carruseles de coros desafiando la angostura de las calles en la Viña, como te seduce en la mínima expresión de un solo hombre recitando en un callejón su romancero a los cuatro vientos que desde hace tres mil años barren las tristezas en este bendito lugar.

En aquel año de elefantiásicos acontecimientos a mayor gloria del presupuesto nacional, tuve la suerte de que el destino me llevara a Cádiz, donde la mejor exposición se disfruta contemplando los atardeceres de la Caleta y uno no cambiaría el más exclusivo de los banquetes por la delicia de zamparse un papelillo de chicharrones mientras se toma un moscatelito acodado en la barra del Manteca. En la ciudad de los prodigios se puede asistir a un fastuoso musical escuchando el popurrí de una comparsa, sin mayor acompañamiento que el punteao de una falseta, un bombo y una caja, y las orquestas sinfónicas van montadas en carrozas desde donde su majestad el tango hipnotiza a la concurrencia con la maravilla del tirititrán.

El microcosmos gaditano se alimenta a sí mismo con un star system integrado por genios que dejan de ser ídolos cuando cruzan las puertas de tierra y se convierten en mortales excepto para los que extramuros de la ciudad, conocen el secreto. Yo también salí de allí enamorado de esa extraña locura que conecta las mentes de los que escuchan un tango no a Gardel sino al tío de la tiza, aquéllos que viven todo el tiempo en clave carnavalera porque cuando les hablan de pasodoble no piensan en “España cañí” sino en el arte de Paco Alba, los enajenados que mueren con un cuplesito bien marcado y aderezado con el ingenio del Yuyu o el Selu, chirigoteros cum laude por la gracia del dios Momo.

Allí los niños no cantan los éxitos de moda sino las cuartetas de Martínez Ares, el genio que elevó el pasodoble a la categoría de milagro y que este año vuelve a las tablas tras trece años de ausencia y orfandad para su legión de fanáticos. Su regreso ha sido un acontecimiento más importante que la llegada a la alcaldía del Kichi, otro comparsista, y es que en este glorioso rincón hasta el himno del Cádiz se entona con aire chirigotero, y con las coplas que van lanzando los cantaores, se hacen las gaditanas tirabuzones.

A los extraños que de vez en cuando nos adentramos por unos días en el hechizo de la tacita escondiendo nuestra poca gracia detrás de un antifaz y un pito de caña, las coplas nos consuelan y nos abrigan un tanto el corazón para el resto del año, una vez expulsados del paraíso.  





martes, 5 de enero de 2016

YA VIENEN LOS REYES

YA VIENEN LOS REYES

Por el cinco de enero,
cada enero ponía
mi calzado cabrero
a la ventana fría.
Y encontraba los días,
que derriban las puertas,
mis abarcas vacías,
mis abarcas desiertas.

        
         Por el cinco de enero, yo solía asistir cada año a la extraña ceremonia en la que mi padre se pintaba la cara de negro para convertirse en el Rey Baltasar de los alumnos del colegio que dirigía. Al día siguiente, la Caja de Ahorros que contribuía a la financiación de aquel centro organizaba para los hijos de sus empleados su particular día de reyes en el salón de actos de la entidad, y allí acudíamos todos para recibir de sus majestades en persona un regalito adicional a los que ya habíamos encontrado nada más levantarnos en la intimidad de nuestras casas. Aún recuerdo el nerviosismo que me paralizaba cuando por los altavoces el presentador del acto pronunciaba mi nombre y me apremiaba a subir al estrado porque el rey Gaspar esperaba con el juguete que yo mismo había elegido en la lista que mi padre, con la escasa habilidad que siempre ha tenido para preparar sorpresas, me había mostrado días antes. Lo cierto es que mientras mi rey predilecto me entregaba el paquete y yo posaba sonriente para la foto, mi mente empezaba a atar cabos antes de lo debido, pues aquel Gaspar hablaba con acento manchego y se le notaba mucho la barba de pega, era bastante más gordo que el de la cabalgata del día anterior y el Baltasar que me despedía con su sonrisa de carmín barato cuando mi momento de gloria había terminado, había sido sustituido por un impostor que ya no era mi padre.


Por el cinco de enero,
para el seis, yo quería
que fuera el mundo entero
una juguetería.

Y al andar la alborada
removiendo las huertas,
mis abarcas sin nada,
mis abarcas desiertas.


          Miguel Hernández fue el primer poeta que leí en mi vida. En la antología que cayó en mis manos entonces, no aparecía este poema tremendo sobre su infancia de penas y cabras que no redimió ningún mago de oriente, pero en aquellos tiempos en que yo empezaba a descubrir el secreto, ya podía presentir que la injusticia de la existencia también alcanza a la distribución de presentes en la noche mágica y que ningún juego de manos consigue que los hijos de familias pobres eviten la desolación de contemplar por la mañana cómo sus vecinos pudientes han sido más beneficiados en el reparto. Para rematar la falta de pedagogía con que las bienintencionadas mentes de los progenitores de todos los tiempos adornan el cuento, se sigue repitiendo sin rubor la cantinela del buen comportamiento como garantía segura de encontrar lo que uno anhela brillando entre zapatos. Lo sorprendente es que el cerebro infantil pueda recuperarse de la decepción de comprobar cómo el compañero rico y cabroncete que te ha estado masacrando todo el año se pasea con la bicicleta que el monarca despistado se olvidó de llevar ante tu puerta.


Por el cinco de enero
de la majada mía
mi calzado cabrero
a la escarcha salía.

Y hacia el seis, mis miradas
hallaban en sus puertas
mis abarcas heladas,
mis abarcas desiertas.

      

         El pobre Miguel Hernández no recibía nada la mañana del seis de enero, por más que insistiera en sus lamentos. Hoy como entonces serán muchos los niños que encontrarán sus zapatos helados de pobreza en la humilde ventana, sin que ningún rey coronado acuda para mitigar la desnudez terrible del alma que habita la intemperie de los más desfavorecidos, mientras el mundo sigue girando al son de la desigualdad. Feliz noche.