martes, 5 de enero de 2016

YA VIENEN LOS REYES

YA VIENEN LOS REYES

Por el cinco de enero,
cada enero ponía
mi calzado cabrero
a la ventana fría.
Y encontraba los días,
que derriban las puertas,
mis abarcas vacías,
mis abarcas desiertas.

        
         Por el cinco de enero, yo solía asistir cada año a la extraña ceremonia en la que mi padre se pintaba la cara de negro para convertirse en el Rey Baltasar de los alumnos del colegio que dirigía. Al día siguiente, la Caja de Ahorros que contribuía a la financiación de aquel centro organizaba para los hijos de sus empleados su particular día de reyes en el salón de actos de la entidad, y allí acudíamos todos para recibir de sus majestades en persona un regalito adicional a los que ya habíamos encontrado nada más levantarnos en la intimidad de nuestras casas. Aún recuerdo el nerviosismo que me paralizaba cuando por los altavoces el presentador del acto pronunciaba mi nombre y me apremiaba a subir al estrado porque el rey Gaspar esperaba con el juguete que yo mismo había elegido en la lista que mi padre, con la escasa habilidad que siempre ha tenido para preparar sorpresas, me había mostrado días antes. Lo cierto es que mientras mi rey predilecto me entregaba el paquete y yo posaba sonriente para la foto, mi mente empezaba a atar cabos antes de lo debido, pues aquel Gaspar hablaba con acento manchego y se le notaba mucho la barba de pega, era bastante más gordo que el de la cabalgata del día anterior y el Baltasar que me despedía con su sonrisa de carmín barato cuando mi momento de gloria había terminado, había sido sustituido por un impostor que ya no era mi padre.


Por el cinco de enero,
para el seis, yo quería
que fuera el mundo entero
una juguetería.

Y al andar la alborada
removiendo las huertas,
mis abarcas sin nada,
mis abarcas desiertas.


          Miguel Hernández fue el primer poeta que leí en mi vida. En la antología que cayó en mis manos entonces, no aparecía este poema tremendo sobre su infancia de penas y cabras que no redimió ningún mago de oriente, pero en aquellos tiempos en que yo empezaba a descubrir el secreto, ya podía presentir que la injusticia de la existencia también alcanza a la distribución de presentes en la noche mágica y que ningún juego de manos consigue que los hijos de familias pobres eviten la desolación de contemplar por la mañana cómo sus vecinos pudientes han sido más beneficiados en el reparto. Para rematar la falta de pedagogía con que las bienintencionadas mentes de los progenitores de todos los tiempos adornan el cuento, se sigue repitiendo sin rubor la cantinela del buen comportamiento como garantía segura de encontrar lo que uno anhela brillando entre zapatos. Lo sorprendente es que el cerebro infantil pueda recuperarse de la decepción de comprobar cómo el compañero rico y cabroncete que te ha estado masacrando todo el año se pasea con la bicicleta que el monarca despistado se olvidó de llevar ante tu puerta.


Por el cinco de enero
de la majada mía
mi calzado cabrero
a la escarcha salía.

Y hacia el seis, mis miradas
hallaban en sus puertas
mis abarcas heladas,
mis abarcas desiertas.

      

         El pobre Miguel Hernández no recibía nada la mañana del seis de enero, por más que insistiera en sus lamentos. Hoy como entonces serán muchos los niños que encontrarán sus zapatos helados de pobreza en la humilde ventana, sin que ningún rey coronado acuda para mitigar la desnudez terrible del alma que habita la intemperie de los más desfavorecidos, mientras el mundo sigue girando al son de la desigualdad. Feliz noche.