viernes, 21 de agosto de 2020

TARDE DE TOROS

DISTANCIA SOCIAL


Sábado, quince de agosto de dos mil veinte, Las Majadas, Cuenca. El primer festejo de mi temporada es una becerrada con erales de Carlos Núñez y Pedro Miota para Mario Arruza y Alejandro Peñaranda, jóvenes promesas de la novillería conquense. La ansiedad de piedra y arena pesa en el ánimo ayuno de la emoción única que ofreció siempre la vieja liturgia de correr toros en territorio acotado para la belleza. Negociando las primeras curvas de la serranía, la mente se escapa al ambiente de este día en tiempos que creíamos eternos, cuando a pesar de la decadencia inexorable, España entera hervía en docenas de acontecimientos taurinos que llenaban de contenido la fiesta mayor de cada lugar, convirtiendo esta jornada en el día más taurino del año, la corrida de la Virgen de la Paloma en Las Ventas y la de la Virgen de los Reyes en la Maestranza, la Malagueta, Illumbe y el Bibio en plena actividad, “quien no se viste de luces el quince de agosto, ni es torero ni es ná”.

 

Hoy todos esos lugares míticos están cerrados a cal y canto esperando el golpe final que los derribe entre la desidia del taurinismo, la pasividad de las autoridades y la hostilidad del enemigo. Los devotos de la tauromaquia no tenemos más remedio que desafiar al miedo en una tarde apacible de verano para volver a los orígenes y honrar el rito atávico en una plaza de pueblo. Los culpables del milagro han recomendado acudir al coso con tiempo suficiente para que las medidas de seguridad puedan cumplirse y el público obedece, la alegría embozada tras la mascarilla y el espíritu festivo en recesión tras la toma de temperatura y el enjuague de manos con el líquido viscoso de la prudencia. El aforo del coso serrano ha sido reducido al medio centenar de espectadores a través de un sistema de puntos diseminados por los tendidos marcando la distancia social aconsejable y el alcalde en persona recorre la grada exigiendo mayor separación a los distraídos para evitar que la criminalización de la fiesta se agudice aún más. El evento cuenta con un maestro de ceremonias que actualiza las recomendaciones sanitarias a los que van llegando y con una charanga de Navalcarnero que exorciza la madrileñofobia, amenizando con su entrañable petardeo los ánimos expectantes del personal, que todavía parece no creerse estar dentro de un acontecimiento taurino. Tras el paseíllo, el silencio del homenaje a las víctimas de la pandemia es tan escrupuloso que parecen oírse a lo lejos los ecos de la fauna encerrada en el Hosquillo. El himno nacional mantiene la dignidad a pesar de la tosquedad en su interpretación, la Guardia Civil se cuadra como si estuviera sonando una orquesta sinfónica y el pueblo vitorea con fervor el viva a España que culmina la ceremonia. Suena a destiempo un viva el Rey respondido por menos de la mitad de los asistentes, aunque la encuesta no es científica.



Mario Arruza, de Mota del Cuervo, recibe a su primero de rodillas y en la larga cambiada se adivina toda la frustración que para la progresión de un torero en ciernes debe haber supuesto el parón obligado por el virus. Su bisoñez técnica frente al peor lote la suple con actitud de novillero antiguo que responde a los revolcones volviendo a la cara del toro sin mirarse. Alejandro Peñaranda, de Iniesta, guarda el secreto del temple en sus muñecas y compone la figura con la estética del toreo caro. Atento a la lidia toda la tarde, se acopla con facilidad a las embestidas de sus oponentes y encuentra toro en todos los terrenos, los conocedores dicen que va para figura quizá porque ya se empiezan a atisbar en sus maneras alguno de los vicios que prodigan los instalados en este oficio.


 

El festejo transcurre sin estridencias, el público pide las orejas con amabilidad y sin entusiasmo, el presidente concede por su cuenta el honor de la vuelta al ruedo a un castañito de nota de la vacada del organizador, la única controversia surge cuando un espectador enciende un pitillo y su conducta es afeada por una señora a cinco metros. La nueva legalidad se impone antes de entrar en vigor, con el aval silencioso de un agente de la guardia civil que alertado por el alboroto asoma su figura por la tronera del vomitorio. 

              

La muerte sigue latiendo sobre el futuro de nuestra piel de toro mientras en un pueblo de la serranía de Cuenca, un manojo de aficionados acudimos al reclamo de la ceremonia que nació precisamente para conjurar a la parca, y quién sabe por cuanto tiempo, hoy se ha convertido en la medida exacta de nuestra libertad.



jueves, 6 de agosto de 2020

LA JUVENTUD ES CULPABLE

Más difícil que introducir un camello por el ojo de una aguja, más difícil que encontrar esa aguja en un pajar, más difícil que descubrir la paja en el ojo ajeno, más difícil que caminar por el ojo de un huracán, más difícil que todas esas cosas imposibles es ser adolescente en el siglo XXI.

 

Esos locos bajitos se nos han hecho grandes y abocados a un futuro peor que el presente de sus padres, mastican su frustración entre las cuatro paredes de su mundo doméstico, mientras los artífices de esa burbuja de sobreprotección que hemos creado para que la vida les afecte lo menos posible los criminalizamos ahora por salir a respirar sin mascarilla después de más de tres meses de confinamiento. En este año en el que el centenario de la muerte de Galdós se está conmemorando casi de incógnito, conviene recordar que en las postrimerías del siglo XIX, Don Benito ya nos contaba en “Fortunata y Jacinta” que una de las preocupaciones más españolas ha sido siempre que los padres trabajen para que los hijos descansen y gocen, sin pasar por el sufrimiento que la vida comporta.

 

A las pantallas que nos rodean llegan efectistas recopilaciones de fotos de nuestra época juvenil que nos hacen vanagloriarnos de una infancia difícil en la que éramos felices con apenas un tirachinas para jugar y unas cuantas onzas de chocolate harinoso para merendar y aun así, atravesábamos sin traumas aquel escenario dramático gracias a los guantazos con que los profesores nos inculcaban los valores eternos y a la terapia de zapatilla y cinturón que después nos aplicaban nuestros padres por si aún quedaba alguna rebeldía que sujetar. Sin duda este cuento de Dickens es mentira y la españita de entonces quizá no ponía a nuestra disposición la cantidad de bienestar de la que ahora disfrutan los cachorros de la clase media, pero en cambio la universidad todavía tenía esa calidad de ascensor social que hoy ha perdido y el nivel de los salarios aún permitía a una pareja de futuros contribuyentes diseñar con ilusión el horizonte de su proyecto vital.

 

La capacidad del sistema para generar chivos expiatorios es prodigiosa y en este momento el comportamiento de la juventud es señalado como una de las causas de nuestros males. Se trata sin duda de diluir las responsabilidades de una gestión que sigue estando entre las peores de nuestro entorno, como nos recuerdan los estudios internacionales sobre la materia y el tratamiento de apestados que nos dispensan los gobiernos de nuestro club europeo. El mismo engranaje encargado de maquillar la tragedia vivida mediante técnicas de propaganda que anestesian el enfrentamiento con la realidad, les pide a nuestros jóvenes que transiten por el verano como ciudadanos adultos y se olviden de la pulsión de libertad que vibra en su piel, aplacen la alegría de encontrarse con sus amigos bajo la noche estrellada y sigan las consignas de unas autoridades que se han ido de vacaciones sin diseñar su retorno seguro a las aulas.


Cada informativo se abre con la imagen de una reunión masiva de nuestros hijos celebrando la noticia de estar vivos, mientras una voz acusadora convierte algunas conductas aisladas en carnaza propicia para la indignación de la opinión pública. En cambio, nadie recuerda la actitud ejemplar de esos jóvenes que han soportado sin demasiados aspavientos la abolición de la primavera, encerrados en sus leoneras mientras contemplaban el desconcierto de sus mayores dando palos de ciego a un virus sobre el cual les aseguraron que no causaría más estragos que los de una gripe común. Después les contaron que la mascarilla no era eficaz antes de obligarles a ponérsela, luego les confundieron con teorías contrapuestas sobre inmunidades y formas de contagio y más tarde les encadenaron a sus ordenadores en el trimestre decisivo de su curso, por el que navegaron como pudieron entre el desasosiego y la incertidumbre.  


Y por fin llega el verano con su arsenal de promesas por cumplir y los chicos no pueden darse una tregua antes de zambullirse tal vez en un nuevo confinamiento que marcará sus currículos para siempre, mientras las administraciones varias reinciden en el caos de la gestión, en un desbarajuste de fantasmagóricos expertos y rastreadores insuficientes del que sólo nos salva la mayor benignidad estacional de un virus que nadie acaba de entender. Por encima del botellón que nos salva de la revolución, se divisa el horizonte de mileurismo y paro juvenil que les espera. Nuestra única respuesta es seguir llenando de comodidades su habitación.