sábado, 5 de diciembre de 2015

FELIZ NAVIDAD



         Las vísperas de la Navidad siempre han estado unidas en mi mente a sensaciones placenteras, aquéllas que me llevan a los días azules de una infancia feliz nimbada por sabores dulces y tonadas cálidas. La vida era todavía entonces una luminosa travesía donde en diciembre hacía frío, y las vacaciones escolares se iniciaban con la promesa de fecundas jornadas a la intemperie de la ciudad levítica en las que uno se abrigaba con la camaradería de los amigos y la certidumbre de la vuelta a casa en plenitud, a la alegría de sentir el calor del hogar vibrando en las mejillas y confortando el corazón.

         Luego el tiempo pasa, nos vamos volviendo viejos y uno se da cuenta de que la vida es como el café, huele mejor que sabe, siempre es más rico el deseo que la realidad, la víspera que la fiesta. Este año, ni eso. Nuestro astuto presidente ha tenido a bien irrumpir en los preparativos del jolgorio a fecha fija, convocando unas elecciones generales navideñas, sin duda para que no vaya mucha gente a votar, enfrascado como estará el personal en sus compras y desplazamientos, que dicen los analistas políticos que a mayor abstención, triunfo seguro de la derecha, debe ser que los de izquierdas estarán más preocupados con la cosa del vuelve a casa vuelve por Navidad.

         Don Mariano ha decidido cargarse la suave cuesta abajo que va desde el puente de la Constitución hasta el día de Nochebuena para boicotear la relajación habitual que se suele adueñar del ambiente laboral del país por estas fechas, y amenizará las dos semanas que restan para la gran cita con la tabarra de los cánticos electoralistas fabricados para no cumplirse, mientras el resplandor de las sonrisas dictadas por los asesores de imagen sustituirá este año con éxito a la costosa iluminación navideña.

         Los acostumbrados deseos de ventura propios de la celebración dejarán paso a las consignas de los charlatanes, y los maratones solidarios de la televisión serán sustituidos por debates huecos en los que varios tertulianos venidos a más blasonarán de su producto sin más ciencia que la del argumentario solamente aprendido para pasar el examen.

     Por más que hagan el ganso con tan poca gracia en los programas de entretenimiento y nos aseguren que ahora sí son partidarios de la regeneración, a los líderes instalados en la cuadriga demoscópica se les siguen notando las mentiras aunque las disfracen de nuevas promesas y las proclamen bailando, tocando la guitarra o jugando al futbolín. Tienen convertido el escenario en un triste garito en donde despliegan sin pudor su prepotencia y no se plantean pactar con nadie porque todos van a ser los más votados, los que ya gobernaron porque piensan que su corrupción quedará tan impune a nuestros ojos como ante los tribunales que controlan, los que aspiran a gobernar porque creen que no percibimos su ansia de poder, cegados como estamos por su telegenia. Y es que huelen tan bien, hablan tan rápido, lucen tan guapos (¡incluso Mariano parece otro!) que su ignorancia apenas sale a relucir cuando por algún resquicio de la fachada se cuela su presentida indigencia intelectual, y uno cita a filósofos que no ha leído, el otro elogia leyes del oponente creyendo que son propias y el de más allá se pierde cuando un periodista se sale del guión y le pregunta por una cuestión que no venía en el temario de las oposiciones.

         Inevitablemente toca votar en blanco o coger la papeleta de uno de esos partidos testimoniales de trayectoria honesta y trabajo callado que no quisieron o no supieron subirse al carro de los partidos emergentes que ahora les tratan como apestados porque llevan la frente marcada por el sino del perdedor. O eso o esconderse el día veinte en casa rumiando la resaca de la cena de empresa de la noche anterior y esperar al final del día para asistir de nuevo a los discursos enfervorizados en los que nuestros amados líderes anunciarán al mundo que todos ellos han ganado, al tiempo que los demás vamos perdiendo poco a poco nuestra libertad.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

ONCE DE NOVIEMBRE

Mi hijo Andrés llegó a la vida exactamente a las 8:35 del día 11 de noviembre de 2001, en un escueto paritorio de la Clínica Nuestra Señora del Rosario, un modernizado hospital que se encuentra en la calle Príncipe de Vergara, en el corazón del Barrio de Salamanca de un Madrid que a esa hora brillaba especialmente luminoso como sólo sabe hacerlo esta ciudad en los soleados domingos del otoño.

El ritual del alumbramiento había comenzado cinco horas antes, cuando mi mujer pronunció las palabras mágicas cuyo sonido no tenía que llegar hasta dos semanas más tarde, pero que presentíamos y casi deseábamos oír cuanto antes. Tengo contracciones, - me dijo -, al tiempo que yo sentía contraerse mi ánimo con el mismo ritmo que el útero de mi esposa. No es que uno sea de natural cobarde. Lo que me acobardaba era un lumbago terrible que me tenía postrado desde el jueves anterior, cuando decidí acudir a las clases de preparación al parto como un marido políticamente correcto que comparte con su mujer todos los avatares de su embarazo, concretamente unos ejercicios estúpidos que allí llamaban “pujos“, cuya repentización innecesaria – “el marido debe colocarse a la espalda de su mujer y cuando yo lo diga, que la ayude a incorporarse, sujetándola mientras ella mantiene la respiración”-, provocó que mi espalda hiciera crack y que el magnífico puente de la Almudena que esperaba al día siguiente, transcurriera con mi quebrantada anatomía guardando reposo absoluto porque el mínimo movimiento provocaba aullidos en mi cerebro, no en mis cuerdas vocales, que yo soy muy sufrido. Lo curioso fue que luego en el paritorio, nadie requirió mi ayuda para repetir el numerito que originó mi postración, ya que mi santa esposa dio a luz con una destreza sorprendente, como si lo hubiera estado haciendo toda la vida.

Las mujeres poseen un don que les otorga una serenidad especial cuando se presenta el momento de la verdad. La mía, antes de anunciarme la buena nueva, y a pesar de haber sangrado, señal inequívoca de urgente peregrinación al hospital, se entretuvo en limpiar y ordenar la casa, obedeciendo al resorte mental sólo presente en el gineceo que impide a una mujer abandonar su hogar por unos días sin dejarlo en perfecto estado de revista para disfrute de los fantasmas que suelen poblar las casas abandonadas por sus inquilinos habituales. Así es que tras vestirnos dificultosamente porque una barriga de nueve meses y una espalda maltrecha nos situaban en la condición de inválidos, agarramos a duras penas la “maleta del hospital” que esperaba ya dispuesta con previsora antelación, y nos lanzamos al hielo de la madrugada. Me introduje en el coche con calzador y mi primer triunfo de la noche fue que mi anatomía me iba respondiendo para conducir con una mínima solvencia. Mi mente, sin embargo, debía haber encallado en un lumbago más profundo que el de las vértebras, y no se le ocurrió nada mejor que llegar al hospital por la calle Juan Bravo, habitualmente congestionada a esas horas por las dobles filas de los bares de copas. Afortunadamente, el atasco se disipó sin necesidad de pegarme con ningún borracho, y una luna en menguante saludó nuestra entrada por la zona de urgencias de la maternidad, en donde ya nos esperaba una experta y cálida matrona que exploró a mi mujer confirmando que la frecuencia de las contracciones y la dilatación del cuello del útero era la adecuada para justificar nuestro ingreso.

La habitación 224 de la Clínica del Rosario nos acogió con la frialdad habitual de las estancias de hospital, cegando con su iluminación plana nuestra necesidad de calor. Al poco tiempo, mi mujer estaba tendida en la cama con el brazo taladrado por el goteo y el vientre convenientemente monitorizado, y en este estado, aún tenía valor para ordenarme que intentara recomponer mis vértebras sobre la dura horizontalidad del sofá de al lado. Como el reposo era imposible porque cada diez minutos entraba una enfermera mirando agriamente hacia el sofá, decidí levantarme y mandar al carajo la precaución justo cuando reapareció la matrona diciendo que iba a romper la bolsa para que todo el proceso se acelerara. Yo pensé que era una decisión estupenda hasta que la vi maniobrar en los bajos de mi mujer con algo parecido a una aguja de hacer punto que inmediatamente me representé horadando brutalmente el cerebro de mi hijo. Por fortuna la matrona sabía lo que se hacía y tras la riada lógica que sobrevino a la operación, llegó lo peor para mi santa esposa pues la cabeza del niño pedía paso con urgencia y los dolores ya se iban pareciendo a la condena con que el supremo hacedor castigó al género femenino por obra y gracia de nuestra primera madre. Sin embargo, como las maldiciones bíblicas ya no son lo que eran, entre la matrona y mi mujer se cruzó una mirada de complicidad en la que yo leí la palabra salvadora: epidural. Así que nos bajamos todos al quirófano.

Las siete de la mañana llegaron con mi anatomía hecha un cuatro en una inhóspita sala de espera. Lo siguiente fue el numerito de la vestimenta que permitía mi entrada al paritorio: una bata absurda que apenas cubría mi contorno y unos patucos para los zapatos que me costó una enormidad calzarme. Yo esperaba también el gorro y la mascarilla pero afortunadamente las medidas de seguridad estaban algo relajadas, hasta el punto de que mi ingreso en el quirófano coincidió con el de una mosca cojonera que había sobrevivido hasta noviembre para poner en peligro la asepsia deseable en estos trances y que se empeñaba en posarse en el monitor que controlaba los latidos del nasciturus, con una asiduidad desquiciante.

A mi mujer debía haberle hecho ya efecto la anestesia porque encontró ánimo para bromear sobre mi aspecto y preocuparse por mi estado físico que en la tensión del momento había dejado de importarme. El problema era la mosca que revoloteaba incansable entre contracción y contracción sin que el personal médico pareciera darle importancia, hasta que les hice notar su presencia. El ayudante del ginecólogo, un tipo de dos por dos con voz ininteligible por cavernosa, no dio especial importancia al asunto, cogió un periódico, el ABC, y me cedió a mí otro, La Razón, y con estas dos poderosas armas del periodismo conservador nos dispusimos a perseguir al insecto por el paritorio, mientras una enfermera se presentó con un mortífero insecticida muy dispuesta a contaminar el primer ambiente que se iba a encontrar mi hijo instantes después. Al fin, la mosca se posó en un lugar accesible antes de que mi primera idea de arrearle a la enfermera con el periódico se materializara, y le pegué con toda la fuerza que la razón conlleva. Sospecho que finalmente se me escapó pero lo cierto es que la mosca no volvió a aparecer, no así los dolores para mi mujer que requirió la presencia del anestesista. Otro lingotazo de epidural solucionó el sufrimiento y ya sólo se trataba de empujar adecuadamente, acción que mi esposa bordó a la perfección porque con un par de abdominales el niño se hizo visible, la matrona me preguntó si quería atisbar su pelo y la primera imagen de mi hijo fue una espesura negra entre paréntesis que esperaba en la antesala de la vida independiente.

Ya eran casi las ocho de la mañana cuando apareció el ginecólogo, bien maqueado y recién duchadito, para afrontar el momento decisivo al que todos los demás llegamos hechos unos zorros, con el cansancio de la madrugada en las espaldas y la tensión de las horas previas marcando nuestras caras. Llegó, examinó el panorama vaginal, dijo que aquello era cuestión de pocos minutos, encaramó las piernas de mi amada en el potro de tortura y la animó a seguir empujando, lo estás haciendo muy bien, muy bien, muy bien, vamos, vamos, así, hazte caca, hazte caca, y yo pensaba para mis adentros, como se cague ahora el ambiente se va a hacer insoportable, y mi hijo va a nacer hecho una mierda, sin reparar en que al principio de la noche mi esposa había sido convenientemente “enemada”, por lo que lo de hacer caca era sólo una poética metáfora del doctor.

Andaba yo metido en estos pensamientos mientras reconfortaba a mi mujer en la cabecera de la camilla cuando el ayudante del médico me preguntó si podía soportar asistir en primera línea de batalla a la carnicería que se avecinaba. Lo miré de soslayo, puse cara de tipo duro y dejé a mi mujer sola ante el peligro, pues en ese momento el enfermero descargó su voluminosa anatomía sobre su vientre claro y profundo, que diría el poeta. El cuerpo me pedía repeler la agresión pero el resultado hubiera sido similar al que sufren los inconscientes que osan enfrentarse a Bud Spencer en sus películas, así que opté por la prudencia y me situé a las espaldas del ginecólogo para presenciar como éste, ante el creciente empuje del pequeño, iba metiendo los dedos en las paredes de la vagina para que fuera cediendo, aunque lo peor no era la evidencia de haber perdido hacía tiempo la exclusiva en la manipulación genital de mi mujer, sino que además ese médico criminal había cogido unas tijeras con las que se disponía a destrozar el habitáculo que tantas alegrías me había proporcionado en el pasado reciente.

El corte fue rápido y limpio y al instante surgió de entre aquellas fauces desgarradas el rostro congestionado de mi hijo. Sus facciones hinchadas y amoratadas como las de un boxeador noqueado - vaya, ha salido a la familia materna, pensé – daban una idea del duro combate que supone venir a este mundo en el que luego sigues recibiendo tortas a cada paso que das. Pero la pelea no había acabado ahí. Me di cuenta cuando noté cierta crispación en el médico y el resto de la anatomía de mi hijo no aparecía por lugar alguno ya que el cordón umbilical se había entretenido a última hora en serpentear por su cuello. Mientras el ginecólogo manejaba con afortunada destreza aquella dificultad, desenredando la madeja que durante casi nueve meses había sido el conducto que mantenía incólume una vida en ciernes, mi esperanza pendía ahora de ese hilo que amenazaba con asfixiar tantas ilusiones generadas en torno a este momento. Tres vueltas, tres, de cordón que no estaban muy apretadas según me comentó luego el médico, tres siglos que me pareció el tiempo que tardó en deshacerse aquel lío, tres aleluyas que salieron de mi alma cuando por fin el niño comenzó a respirar sobre el pecho de su madre.

Inmediatamente comenzaron las rutinas habituales en estos casos. El personal se llevó al niño a una sala contigua desde donde nos llegó el primer sonido de su voz en forma de llanto desconsolado que se prolongaría durante quince o veinte minutos, hasta que nuevamente el pequeño encontró el abrigo del olor materno. Entretanto, y tras las primeras noticias de la pediatra que nos tranquilizó sobre la salud de nuestro hijo, tenían lugar en el paritorio las labores de limpieza y costura que tampoco me quise perder, ya que uno no es asqueroso y está acostumbrado a comer todo tipo de vísceras sanguinolentas bastante parecidas a la voluminosa placenta que mi mujer expulsaba al tiempo que su vientre fecundo se desinflaba poco a poco como por encanto. El cosido fue laborioso y mientras el médico ponderaba el comportamiento de mi santa esposa durante el parto, alabando su flexibilidad y el buen estado de forma que había demostrado, un servidor, llevado por la euforia del momento, bromeaba asegurando que todo había sido tan fácil que íbamos a tener cuatro más. El ginecólogo se sonrió ante mi baladronada y como el llanto de mi hijo no cesaba, pasé el resto del tiempo en un continuo ir y venir entre la sala de neonatología y el paritorio, y así, mientras el marido vigilaba las últimas puntadas del médico, el padre controlaba que los berridos del niño no se debían a alguna perrería de las enfermeras que manipulaban a mi hijo con soltura no exenta de afecto. Cuando el personal desapareció, me quedé a solas con Andrés, que reposaba al amor de una lámpara cuya luz rojiza intentaba reproducir el calor del seno materno inútilmente, porque mi hijo seguía quejándose de haber sido expulsado a este mundo hostil sin su consentimiento. En ese momento de soledad padre-hijo, he de reconocer que se me humedecieron los ojos al verlo sano. El niño tenía de todo, orejas, ojos, un ombligo negruzco prensado por una pinza verde y unos atributos masculinos bien puestos que ya conocía por las ecografías, y el primer mensaje telepático que lancé a su intelecto incipiente fue que me sentía orgulloso de él y que estaba seguro de que iba a superar en todo a su padre, cosa que, por otro lado, no es empresa demasiado complicada.

Eran las nueve y media de la mañana del día once de noviembre de dos mil uno (11-11-01, cifras mágicas que demuestran que mi hijo va a ser el número uno, ¿o escogerá el cero en su expediente académico?), y la familia Rodríguez Zaragoza caminaba agotada y exultante por los pasillos del hospital con destino a la felicidad, contemplando el cielo limpio, vestido para la ocasión de azul purísima y oro rutilante por el sol de la mañana que nunca hasta entonces nos había parecido tan hermoso. Un padre exhausto flotaba al lado de la camilla sobre la que sonreía una madre que ya sólo tenía miradas para un niño precioso, al fin tranquilo, dormido en un regazo de amor y de futuro. 


   

jueves, 8 de octubre de 2015

LA VUELTA AL COLEGIO

          En un mundo obsesionado con domesticar a la gente con la felicidad ficticia de lo material, la tauromaquia sigue ofreciendo valores intangibles como la gallardía, la generosidad, el coraje, el afán de superación de las dificultades y la naturalidad en la convivencia con la muerte que deberían convertirla en materia de inclusión obligatoria en los planes de estudio de nuestros escolares. En cambio, el pensamiento Disney que domina nuestro tiempo pretende aplicar categorías humanas al trato con los animales para así hacer pasar por inmorales, comportamientos que en realidad son ejemplares, verdaderos espejos en los que mirarse cuando toca lidiar con la vida y sus heridas.


         Frente a la tabarra animalista que ha dominado la feroz canícula de este año, resultaba imprescindible que la Feria de Otoño madrileña se convirtiera en esa referencia virtuosa que nos permitiera enfrentar el acoso antitaurino con argumentos sólidos con que desmontar las acostumbradas mentiras del enemigo sobre el sufrimiento de los toros en el ruedo y la condición homicida de sus matadores. En cambio, la empresa que regenta nuestra plaza, en connivencia con la nueva gerencia de asuntos taurinos de la Comunidad de Madrid sigue perdiendo el tiempo elaborando estúpidos decálogos sobre la vestimenta del chulo de toriles, el desnivel del ruedo o el tamaño de las orejas que se cortan, en vez de ocuparse por respetar al aficionado y traer a Madrid ganaderías acreditadas que cumplan con los mínimos de trapío y casta que exige la defensa de este vilipendiado espectáculo en la primera plaza del mundo. Por el contrario, sólo en la última tarde del ciclo, Adolfo Martín trajo a las Ventas animales a tono con la categoría de la plaza. Hasta entonces, la sufrida afición tuvo que tragarse la ración acostumbrada de novillos descastados, el último plazo de la iguala inevitable que se abona todos los años a la familia Fraile y la previsible cuota de Juanpedros al borde de la domesticación.


         La Feria se abría con el aperitivo de la novillada de El Torreón, en la que Filiberto, Alejandro Marcos y Joaquín Galdós dejaron la impresión de ser novilleros adocenados antes de tiempo, pues desplegaron en el ruedo las formas desagradables del toreo moderno, el de la suerte descargada, el pase hacia afuera y la rectificación de terrenos, senda por la que sus mentores les enseñan a caminar sin más horizonte posible que el despeñadero de la vulgaridad.


         Al día siguiente, el plato fuerte de la feria se había planteado acartelando mano a mano a Diego Urdiales y Alberto López Simón. El primero ha sido convertido este año por la crítica oficial en el guardián de las esencias del toreo clásico merced a la gran faena que realizó a un toro de Adolfo Martín en la Feria de Otoño del año pasado, y sin perder cartel, ha echado el año comportándose como el que siempre ha sido, un diestro honrado que luce más ante el toro encastado que ante el medio toro objeto de deseo de los instalados. Con los del Puerto de San Lorenzo sólo pudo brillar apenas en un par de verónicas, y anduvo incómodo toda la tarde sin hallar templanza posible a las desabridas oleadas de sus oponentes. El segundo venía en su condición de torero revelación de la temporada, dos puertas grandes en Madrid por primavera y un verano cogiendo sustituciones de feria en feria, acumulando cornadas y reapariciones con hambre de triunfo y las carnes abiertas. La tarde del dos de octubre en las Ventas fue el resumen perfecto de su trayectoria reciente, una primera faena sin mayor argumento que la quietud ante un toro que viene y va sin ir dominado, la cogida que llega en la ligazón de un pase de pecho sin enmendarse y el pundonor para permanecer en el ruedo y matar al toro sobreponiéndose a la cojera que le acompaña camino de la enfermería con la oreja caliente dentro del chaleco que un presidente sin criterio concede al público sensible. Con la puerta grande entreabierta y el torero en la enfermería, se corre el turno y Urdiales mata los dos toros restantes de su lote para permitir que López Simón se recupere y comparezca de nuevo en la plaza, atravesando el ruedo con un aparatoso vendaje en el muslo y caminando muy lento con la barbilla en el pecho, un recorrido místico que sin duda hubiera sido menos sobrecogedor de transcurrir entre barreras, como siempre se hizo. El quinto toro sale abanto y su maltrecho lidiador apenas puede abrirse de capote ante el enemigo que huye. El muleteo transcurre vulgar entre la expectación de la masa entregada al estoicismo del torero mermado que finalmente consigue sujetar al toro en una serie de ceñidos redondos en los que las muñecas mandan por primera vez en la tarde. El resto es un pase aquí y otro allá y la persecución del toro por el diestro inteligente que aprovecha las querencias sobreponiéndose a la cojera, y una eficaz estocada recibiendo que cumple su cometido con rapidez. El delirio se desata, el presidente acata y el torero de Barajas abre nuevamente la puerta grande sin haber dado un natural en toda la tarde.




         Uno pensaba que López Simón iba a comparecer al día siguiente a pesar de la cornada para tratar de igualar la gesta de César Rincón que en el año 91 abrió la puerta grande cuatro tardes seguidas a lo largo de una misma temporada con el único aval de su muleta planchada y sin trampa. Hizo bien el de Barajas quedándose en la cama y su sustitución la cogió al vuelo Gonzalo Caballero para tomar la alternativa frente a dos Vellosinos que no eran precisamente de oro, un lote descastado ante los que el lucimiento era una quimera sólo al alcance de los monarcas que en el toreo han sido. Estuvo digno y valiente, mejor con el malo y sin ideas frente al menos malo. Le acompañaban en esa empresa imposible, Uceda Leal y Eugenio de Mora, dos toreros de clase que lejana ya la época en la que estuvieron en la antesala de la gloria sin llegar a pisarla del todo, siguen intentando coger ese tren a despecho de los años y el cansancio de la afición. Uceda echó la tarde de manera discreta, al abrigo de su extraodinaria espada y Eugenio presentó al respetable su depurado oficio una vez más, rememoró sus ilusiones juveniles iniciando de rodillas la faena al último de su lote y puesto en pie, pudo incluso relajarse con gusto en algún pase aislado cuando el toro se lo tragaba a favor de querencia. Es posible que sea el único integrante del escalafón taurino que sigue cargando la suerte como es debido en esta neotauromaquia de la pérdida de pasos y la pierna retrasada.


         Y por fin llegó Adolfo y se corrieron en Madrid toros de verdad, daba gusto verlos tan bien presentados haciendo honor al tipo de su encaste, alegres de salida, rematando con brío en los burladeros, paseando su fiereza por la plaza, pendientes de todo lo que se movía. Ahora el aficionado ya no estaba de charleta con el compañero de localidad, guardaba las pipas para luego y se le atragantaba el cubata con cada embestida. La suerte de varas ya no era el trámite de las otras tardes, la brega en banderillas cobraba sentido, las telas debían de ser movidas por los matadores con intención y solvencia técnica si no querían verse derrotados por semejante vendaval de casta. Así le pasó a Robleño que sigue sin desplegar en Madrid los recursos lidiadores que se le observan en otras plazas, aunque hay que decir que pechó con el peor lote, uno muy peligroso y otro que se apagó pronto. Rafaelillo en cambio, estuvo bien en el que abrió plaza, otro imponente Aviador de la reata que tantos triunfos ha dado a esta ganadería, ante el que había que estar muy firme pues se acordaba enseguida de lo que se dejaba detrás y era necesario llevarlo muy toreado, cosa que consiguió el murciano en algún que otro natural que nos supo a gloria. No dejó tan buen sabor de boca con el cuarto al que no sacó todo el partido que tenía un pitón izquierdo propicio para volver a intentar abordar el sueño que frustró la espada en la miurada de San Isidro. 





        La terna la cerraba Paco Ureña que nos hizo concebir esperanzas de recuperación al recibir a su primer toro con vibrantes capotazos de mucho aguante al hilo de las tablas. Luego le aplicó a una embestida antigua el toreo moderno y el toro se lo echó a los lomos como no podía ser de otra manera. La historia se repitió con el toro que cerraba la feria y tras la inevitable cogida, Ureña volvió a la cara del Adolfo maltrecho, desmadejado, y contra todo pronóstico le enjaretó una serie de naturales limpios como el aire otoñal de la tarde y después otra serie más de frente a pies juntos muy bien rematados detrás de la cadera. Se quiso adornar con un cambio de mano que salió regular y aún desgranó otro manojo de naturales muy sinceros y de fuerte impacto estético, pero todo quedó sin premio pues a la hora de matar se quedaba en la cara del toro en cada intento e incluso acabó atravesando el estoque que quedó enhebrado en los bajos de mala manera.



  

         De nuevo se cerraba otra feria con un torero paseando el anillo anegado en lágrimas. Como el toro me crezco ante el castigo, cantaba Miguel Hernández y recitaba Ureña en cada pase, después de cada revolcón. Contra todos los negros presagios que anuncian la decadencia de este espectáculo, de nuevo la esperanza de una tarde en la que hemos podido asistir a esta lección magistral de vida que la fiesta ofrece no tan a menudo como nos gustaría y que nuestros hijos se pierden anestesiados por la pantalla de un ordenador. La tauromaquia nos permite seguir asistiendo en pleno siglo XXI a esa maravillosa y anacrónica metáfora que en veinte minutos mágicos condensa la lucha cotidiana por la existencia, ese complicado y hermoso viaje, azaroso y cruel, como la pelea del hombre con el toro.   

viernes, 19 de junio de 2015

FIN DE FIESTA

        Durante la Feria de San Isidro, la plaza de toros de las Ventas es mi casa, su andanada, mi atalaya, el privilegiado balcón desde el que me asomo, cada tarde, a la alegría. Un mes de toros en el que la vida se organiza en torno a la cita con el festejo diario, las obligaciones cotidianas son menos penosas si se tiene el pensamiento puesto en que a las siete de la tarde te espera un insólito refugio en las alturas desde el que se contempla el toreo, la extraña metáfora que nos permite todavía asistir a las glorias y a las miserias de la existencia expuestas en el enfrentamiento entre el hombre y un animal salvaje.

         Hace ya bastante tiempo que quedó institucionalizado el ardid del empresario de concentrar en la última semana de feria todas aquellas ganaderías del gusto de la afición más exigente para despedir el ciclo con el buen sabor de boca de las embestidas encastadas que sin embargo, descomponen a las primeras figuras del escalafón. La táctica es clara. Se acartela a los toreros menos placeados frente a los toros más difíciles y al tiempo que se consigue el objetivo de mantener el prestigio torista de la plaza de Madrid maquillando un tanto la gran cantidad de ganaderías bobas soportadas antes de la traca final, la crítica cautiva aprovecha el fracaso artístico de estas tardes para darle más palos que a una estera al toro que no conviene al sistema, al toro que no deja estar a gusto y no permite expresarse y disfrutar, el que molesta a los instalados porque no da vueltas como un perrete siguiendo un señuelo que no es necesario manejar acreditando poder y hondura. Ese toro ha venido esta última semana a Madrid y ha puesto casi siempre seriedad en el ruedo, ha obligado al espectador a estar pendiente de lo que allí sucedía, transportando a la plaza a un ambiente de incertidumbre distinto del relajo pipero de todos los días, exigiendo a los de luces firmeza de planta y un corazón valiente para enfrentarse a las divisas de las que suelen huir las figuras como lo hacen los políticos de sus promesas electorales.

         Pero como el sistema quiere para la fiesta del siglo XXI un espectáculo postmoderno sin sobresaltos, donde la emoción quede reducida al cosquilleo estético del baile de salón con un animal domesticado como pretexto, conviene criticar mucho el planteamiento de estas tardes, describirlas como necesario estrambote para calmar las exigencias de los aficionados ultras y decir que la verdadera bravura no se mide en la antigualla del peto sino que depende de la duración del toro en la muleta, ante la cual el candidato a premio debe aguantar no menos de setenta viajes colocando bien la cara sin un aspaviento de informalidad. No comprenden, o quizá sí, que están destruyendo un rito que siempre se basó en lo contrario, en la fiereza del toro, en su integridad como bestia impredecible y en la entereza de un hombre distinto que en busca de la gloria pone en juego su vida. En cambio, el sistema busca el otro toro, el animalito criado para ser dócil y salir amaestrado del chiquero, elemento imprescindible para subvertir la esencia de una fiesta cuya fuerza se sustenta en la presencia de la muerte siquiera como hipotético telón de fondo del juego taurómaco. Los nuevos mercaderes del templo necesitan aplazar esa idea terrible que amenaza con arruinar su ideal de festejo anodino compatible con un tendido a poder ser cubierto, entregado al consumo de merchandising y bebidas espirituosas, en un escenario que cada vez se parece más a un centro comercial en el que los avatares de la lidia no estorben demasiado el ordenado desarrollo del negocio.  
   
         Contra todo eso, la semana final nos regaló suficientes momentos épicos como para posponer un tanto el apocalipsis. Si bien es cierto que ninguna de las ganaderías anunciadas presentó un encierro en el son de sus mejores tiempos en esta plaza, anotamos la recuperación de Partido de Resina que parece haber abandonado la endeblez de sus últimas corridas añadiendo mayores argumentos al habitual reclamo de guapeza que ofrece el anuncio en los carteles de la mítica estirpe de Pablo Romero. Encierros muy venidos a menos fueron los de Cuadri y Adolfo Martín, que sin embargo imponían una tremenda seriedad en el ruedo, cada uno en su tipo tan distinto, como también lo hizo la corrida de Baltasar Ibán, garantía de casta inagotable contra la que no valían las soluciones de toreo moderno aplicadas por la terna nuestra de cada día. Bastante tenían con anunciarse con el toro de respeto del que abominan los poderosos, y una vez allí los gladiadores de tantas tardes esgrimieron redaños frente a las embestidas inciertas, especialmente un resucitado Luis Miguel Encabo, que se jugó el tipo de verdad ante un peligrosísimo Cuadri al que ya le había plantado cara en las verónicas de recibo ganando terreno en cada lance para construir luego una faena donde era imposible quedarse en el sitio sin resultar atropellado. También se hizo el ánimo Castaño en su última tarde, en la que planteó un trasteo muy sólido a su segundo Miura justo cuando todo estaba a la contra tras la fea cornada del toro a un Marco Galán que sigue imponiendo su magisterio con el percal de brega y sufre más de la cuenta en banderillas. Discreto y cumplidor anduvo Robleño, al que se le vio más cómodo en la distancia corta del Cuadri parado que en la moneda al aire de la distancia larga que pedían los ibanes.

         Y Rafaelillo. El bravo torero murciano desmintió la pregonada imposibilidad de sacarle partido al encaste de Zahariche. Su primer Miura se había despeñado por el camino de la invalidez absoluta y sólo le quedaba una oportunidad en Madrid que comenzó a aprovechar con una emocionante larga cambiada en el tercio y después con una enfibrada faena de menos a más en la que siempre fue hacia adelante buscando al Miura en su terreno, toro incierto que se entregaba cuando la muleta dominaba por abajo y buscaba al torero cuando se le vaciaba por arriba. Trasteo a toma y daca, de mucho aguante y taleguilla rota, con momentos de toreo caro, sobre todo en un cambio de mano excelso y en naturales aislados de desmayo inverosímil, en los que Rafaelillo se acordaba del novillero de calidad que fue. El triunfo grande se adivinaba por la respuesta del público, tan radicalmente distinta de la que había precedido a las numerosas orejas de saldo concedidas este año, pero con el fallo a espadas llegó la frustración y la vuelta al ruedo de un torerazo en llanto sin consuelo posible.



         Qué distinta de la miurada fue la corrida de la Beneficencia, la que antaño brillaba más que el sol. Como nos maliciábamos, la segunda entrega de victorianos en la feria no sacó las mismas complicaciones de la primera y uno no acierta a explicarse cómo, con el interés dizque tienen las figuras por terminar de consagrarse en Madrid, el ganadero las engaña de esta manera enviando los toros con menos posibilidades de triunfo. Pese a todo, alguno sí salió bastante a modo para el propósito pretendido por Julián y Miguel Ángel, pero oye, ni por ésas, fue tal el panorama de vulgaridad que propusieron los poderosos que apenas levantaron unas tibias palmas del festivo y predispuesto público de esa tarde.       

         La de Adolfo tampoco fue para tirar cohetes. Hasta que salió el sexto, los toros habían sacado la casta justita para que Castella se justificara y pudiera blasonar el resto del año de haber sido el triunfador de la feria sin rehuir al menos una cita de más compromiso que el que está acostumbrado a transitar, y para que Urdiales se despidiera de Madrid con el cartel intacto, pues si apenas dijo nada con las ganaderías comerciales, volvió a estar bien dando la cara con el toro de respeto al que le enjaretó alguno de los muletazos más caros del ciclo de este año. En cambio, Manuel Escribano quizá no pueda terminar nunca de depurar su estilo hasta alcanzar la compostura del diestro riojano, lo cual no importa nada si antes de retirarse firma cuatro o cinco faenas como la que le hizo a Baratero, el sexto toro de la corrida de Adolfo Martín, que salvó el honor de la divisa por su casta indómita y por haber encontrado enfrente a un torero cabal que le arrancó una oreja al final de una lucha a sangre y fuego. El de Gerena fue capaz de dominarlo ya desde el tercio de banderillas, cuando se sobrepuso a un atragantón enorme en el último envite, en el que el toro le esperó en el tercio y le tiró un gañafón terrible que no encontró carne por el puro milagro obrado por la medallita que sí partió con la guadaña de su pitón derecho. Escribano volvió a coger los palos sin rehuir la pelea y en los mismos terrenos le dijo al toro aquí estoy yo colocando esta vez sí el par más emocionante de la feria. La faena se desarrolló en el mismo tono de incertidumbre por la condición del toro y por el valor sin cuento del torero, perfecto siempre de colocación, demostrando a quien lo quisiera entender cómo es posible sobreponerse al peligro evidente pisando el terreno del toro, invadiendo esa frontera sin perder pasos como hacen los que quieren evitar el riesgo a toda costa. Desde ese sitio privilegiado, surgieron naturales trazados a ley, muy templados y ceñidos, unos ligados y otros de uno en uno, a pies juntos, muy hermosos, rematados donde se debe. La suerte de matar sólo tuvo el borrón de la pérdida de la muleta que como metáfora de la entrega de Escribano, quedó prendida entre los pitones hasta que dobló el animal.  



         El sitio de los toreros. El sitio del triunfo. Un sitio al que no se acercó el Cid en ningún momento de la tarde del cinco de junio, fecha emblemática en la que fue recibido por Madrid como sólo Madrid sabe agasajar a sus toreros predilectos. Se sentía el afecto en la ovación de gala que ya sólo se repetiría una vez más en la tarde para un puyazo en la yema de Tito Sandoval. Y es que Manuel anduvo como una sombra por la plaza, intentando sobreponerse a una victorinada dura, tres y tres, la primera parte más toreable y la segunda muy cuesta arriba para un hombre derrotado casi desde el principio, cuando intentó ponerse donde se ponía antes y comprobó cómo las carnes huían del compromiso, incapaz ese cuerpo de aguantar como antaño la embestida en la larga distancia, desasistido de las cuadrillas mediocres que contrató para una corrida de tanta exigencia, desolado el tendido contemplando el triste espectáculo de la huida y la decadencia. La memoria se nos iba hacia esa tarde del otoño de dos mil trece en la que el torero de Salteras dictó su última lección magistral en Madrid, o hacia el mes de agosto de 2007, cuando el Cid salió en triunfo por la puerta grande de Bilbao en otra tarde a solas con los Victorinos, tan lejos de ésta en el planteamiento y en la sensación de impotencia que ofrecía ahora el torero vencido. 



        Cuando abandonábamos la plaza demorándonos por la querida andanada que nos ha dado cobijo durante este último mes de fríos y calores, de tedio y emociones, nos preguntábamos si a Manuel Jesús todavía le quedarán arrestos para reivindicar su apodo en ocasión más propicia, al menos en una tarde más de gloria que él nos debe y la plaza a él, y con estas cavilaciones íbamos sobrellevando el ambiente de derrota que todavía nos acompañaba mientras subíamos por la calle de Alcalá, y nos despedíamos de la rutina isidril, camino de la incertidumbre del estío.

lunes, 1 de junio de 2015

PLAZA DE TALANQUERAS

Desde el año pasado, la empresa de las Ventas, con la connivencia de la Comunidad de Madrid que le arrienda el coso y que blasonando de ser defensora de la tauromaquia contribuye así a su hundimiento progresivo, introdujo un sistema de abono en el que pueden desecharse unos cuantos festejos de los anunciados en el serial, vendiendo el invento como novedad benéfica para el bolsillo del aficionado. Si además se configura una cartelería sin gran atractivo en la que abundan las tardes carentes de contenido, el sufrido abonado acaba huyendo de la quema en bastantes más ocasiones de las que desearía, mientras los tendidos se llenan de un público cada vez menos preocupado por el prestigio de la plaza, gentes a las que solamente importa convertir su regalo en una tarde de triunfo. La estrategia viene siendo claramente despersonalizar la plaza más importante del mundo en beneficio del negocio de unos pocos, convertirla en una talanquera triunfalista en la que se cortan orejas casi todas las tardes tras faenas que hace tiempo no serían recompensadas ni con unas tibias palmas a la voluntad.

         De ese tipo fueron las dos que cortó López Simón a la corrida de Las Ramblas, para abrir por segunda vez consecutiva la puerta de Madrid. Ya tiene recorrida la mitad de la gesta que dejó Rincón para la historia en el 91, y todo ello sin haber dejado un solo pasaje para el recuerdo. Tan solo la voluntad y el amor propio para sobreponerse a las cogidas no pueden bastar si todo ese bagaje se presenta envuelto en las formas vacías del destoreo y la vulgaridad. Sus compañeros de terna esa tarde, David Galván y Víctor Barrio, siguieron ese mismo camino pero sin tocar pelo y en absoluto justificaron su inclusión en los carteles de San Isidro.


          Una historia parecida se vivió en la última novillada de la feria en la que debido a las cogidas de sus compañeros, Francisco José Espada tuvo que matar los seis novillos de la corrida. Solventó la papeleta con gran disposición de ánimo mas sin grandes argumentos artísticos, instalado toda la tarde en los cánones del toreo moderno. Al fin y al cabo, la culpa no es del chaval sino de aquéllos que ya en las escuelas taurinas tergiversan los principios clásicos que hicieron de la tauromaquia un arte con un sentido, el de dominar a un animal bravo creando belleza. Afortunadamente, el presidente de turno tuvo la cordura de no conceder el salvoconducto para la puerta grande que fue pedido por algunos tras un bajonazo para rebajar aún más la categoría de la plaza.

    La corrida del Puerto de San Lorenzo volvió a presentar toda su decadencia en San Isidro y pese a ello, los toros llegaban a la muleta regalando embestidas aprovechables para un torero que tuviera la ambición que Miguel Abellán y Antonio Ferrera ya no tienen. Abellán sigue insistiendo con esta vacada a la que no fue capaz de cortar una sola oreja en su encerrona de Otoño. Recompensado tras aquella gesta con tres tardes en San Isidro, su paso por la feria mantiene intacto su cartel entre los espectadores que vinieron a comprobar en la plaza si su apostura era la misma que cuando le veían bailar en el prime time televisivo. Ferrera, por su parte, también bailó lo suyo delante de sus toros y ni siquiera ha destacado como antaño por su pericia lidiadora. Puede haberse anotado el récord de haber colocado doce pares de banderillas sin cuadrar en la cara ni una sola vez. Daniel Luque sorteó esa tarde un sobrero de Pereda ante el que demostró toda la incapacidad que atesora. El destino le dio una segunda oportunidad con otro sobrero de Parladé en su segunda tarde, toro bravo y repetidor que sólo encontró en la muleta de Luque una sucesión de vulgares banderazos sin poder alguno para domeñar sus encastadas embestidas sobre la arena venteña en cada una de las cuales iba pidiendo a gritos un torero. No había estado mucho mejor Luque en su primer Juan Pedro al que cortó una oreja en la cual el prestigio de la plaza se despeñó un escalón más al ser pedida y concedida tras una estocada que hizo guardia. La faena tuvo como principales virtudes una tremenda voltereta del matador en los estatuarios iniciales y ese adefesio que él mismo ha patentado llamado luquesinas y que llevaron al paroxismo a la plaza. Como estará la cosa que, sabedor de que la oreja iba a ser pedida y concedida de igual manera, ni siquiera el peonaje se preocupó de sacar rápidamente el estoque como suele hacerse normalmente para ocultar el desaguisado.   

       La corrida de Juan Pedro Domecq fue tan buena para el torero que los animalitos parecían decir camino del desolladero aquello de "Dios qué buen vasallo si hubiese buen señor". Relatado ya lo de Luque, Finito de Córdoba pasó por la corrida tirando líneas al hilo del pitón sin allegar a sus faenas los arrestos que tuvo para encararse con el público disidente de sus maneras. En cambio, Alejandro Talavante sigue avanzando pasos en su condición de torero consentido de la afición de Madrid. Pudo haber conseguido el triunfo grande si hubiera manejado bien la espada y aunque no redondeó ninguna de sus dos faenas, tuvo en ambas momentos de toreo muy caro, sobre todo en algunos naturales aislados de mano baja rematados detrás de la cadera y sin rectificar terreno, pero prefirió abonarse al efectismo del toreo accesorio mas de gran exposición, sobre todo en una escalofriante arrucina de rodillas y en un pase cambiado por la espalda que levantaron clamores.


     La semana estaba montada en torno a la madre de todos los carteles. Alcurrucenes de lujo para Morante, el Juli y Castella. Los alcurrucenes de serie B ya habían sido despachados la semana anterior con más pena que gloria por otros diestros con menos fuerza en los despachos y el resultado de la tercera tarde de los toros de los hermanos Lozano en la isidrada era previsible. Animales justitos de trapío y de casta con la única excepción de Jabatillo, número 145, un colorado que todavía debe estar embistiendo en la muleta sabia de Sebastián Castella que firmó su faena más importante en Madrid para abrir por cuarta vez la puerta grande de las Ventas. Su trasteo no siguió las normas que estableció Cecil B. de Mille para la película perfecta según las cuales la historia debía comenzar con un terremoto y a partir de ahí, seguir in crescendo. El terremoto se dio cuando el francés comenzó desde los medios con su conocido arranque por pedresinas aunque lo que verdaderamente conmocionó a los tendidos fue una inspiradísima sucesión de remates por bajo con la naturalidad de la improvisación. El runrún de los grandes acontecimientos se instaló entre el público en una primera serie de naturales de mucha clase, interpretados en el sitio exacto para no convertir la ligazón en una mentira, nivel que Castella ya no volvería a alcanzar salvo en algún momento aislado propiciado por la boyantía del toro, cuya profundidad sin límite hubiera merecido otro final distinto al toreo de saldo por circulares y doblones con que le Coq obsequió a la concurrencia antes de culminar la obra con un bajonazo perdiendo la muleta. A partir de ahí, los despropósitos se instalaron en el palco donde el presidente Javier Cano atendió la petición mayoritaria de la primera oreja y cuando parecía que iba a reafirmar la categoría de la plaza negando la segunda, sacó el pañuelo azul sin que nadie lo solicitara e inmediatamente el pañuelo blanco de la segunda oreja, con lo que erraba por partida doble legitimando a la vez la enésima puerta grande concedida tras un bajonazo y la vuelta al ruedo para un toro que salió suelto del caballo en sus dos encuentros con el picador. Lamentable.


      Más allá de este momento álgido, la tarde no dio para apenas nada más. El Juli pasó como una sombra por la plaza, incapaz de sobreponerse a la conmoción causada por el francés y Morante de la Puebla sólo se lució en un brindis al Rey padre hecho como Dios manda, esto es, dándole la espalda a la hora de lanzar la montera hacia la meseta de toriles, lugar en el que el monarca emérito parece haber comprado un abono para esta feria. 

     Victoriano del Río comparece este año en el ciclo por partida doble, y el aficionado anda con la mosca detrás de la oreja sobre el hecho de si los toros reservados para la corrida de la Beneficencia, mano a mano para el Juli y Perera, serán tan dóciles como estos dos poderosísimos matadores desean o sacarán el puntito de genio que descompuso a la terna de la primera tarde de Don Victoriano en Madrid. Diego Urdiales agotó su segundo cartucho en la feria fracasando sin paliativos frente a un lote con dificultades que no supo descifrar. Parece como si el riojano hubiera abandonado la mentalidad que le hacía salir airoso con las ganaderías más duras, en estas tardes en las que viene anunciado de manera más cómoda, y sus carnes huyeran de comprometerse cuando inesperadamente el toro que se preveía noble le desborda una vez tras otra.

     En cambio, al Fandi le correspondió el toro más noble del encierro y lo pasó de muleta con su acostumbrada tosquedad, aunque quien da lo que tiene no está obligado a más. Como obtuvo la indiferencia del público ante lo que seguramente consideraría en su interior como el toreo mejor que cabía en sus capacidades, cuando el quinto sacó problemas tiró por la calle de en medio sin ningún pudor, levantando las iras del mismo público que antes le había ovacionado en banderillas sin ninguna justificación.

    Por su parte, Iván Fandiño también parece haber tocado techo tras el fracaso del Domingo de Ramos y, sin embargo, siguen flotando en el ambiente de la plaza los restos de la ilusión que animó aquella tarde, un no sé qué de respeto hacia aquella apuesta permanece en las actuaciones del matador vasco, por encima de sus limitaciones. En su última actuación en San Isidro no le salió casi nada de lo que intentó, pese a lo cual, se le sigue esperando.

   Entre los toreros de plata destacó la cuadrilla de Luque, tanto Antonio Chacón como el Algabeño, así como la de Fandiño, en la que Pedro Lara le sigue disputando a Marcos Galán el título de mejor lidiador del escalafón y Miguel Martín y Jesús Arruga continúan siendo una garantía de suficiencia y arte con los palos. 


domingo, 24 de mayo de 2015

JORNADA DE REFLEXIÓN

    Entre los mensajes de todo tipo que se amontonaban en la Puerta del Sol el quince de mayo de dos mil once, me sorprendió uno que permanece en mi memoria todavía: “Me gustas cuando votas porque estás como ausente”. Cuatro años después, el panorama político ha cambiado un tanto quién sabe si para que todo siga igual, de la misma manera que en esta segunda semana de feria, los signos de regeneración se han difuminado y el estado de cosas taurino ha vuelto por donde solía, al difícil calvario que el aficionado transita cada tarde, cuando ni los toros ni los toreros ofrecen mayor atractivo que los rostros que estos días nos sonríen desde los carteles electorales.

        En las Ventas, como en las urnas, siguen existiendo listas cerradas y bloqueadas de ganaderías que el empresario contrata año tras año con independencia de sus méritos en el ruedo. Jandilla, el Montecillo y Núñez del Cuvillo, vacadas con la casta en diminutivo, nos endosaron animales que, como los del Pilar suelen reunir las tres virtudes de la teología del toro moderno, feos, flojos y descastados. Para completar el desastre ganadero del que sólo se salvó Alcurrucén, el hierro de Parladé honró la tradición de fracasar en el día en que se descubrió en el patio del desolladero el azulejo que conmemora la injusticia que llevarán para siempre en su conciencia los ilustres críticos que tuvieron a bien concederle el premio a la ganadería más brava del año pasado.

         De las orejas que se han cortado esta semana en Madrid, nadie recuerda apenas nada, como tampoco quedará gran cosa de las promesas electorales que ahora nos circundan. Los vientos de cambio que se avecinan trajeron tempestades en el ruedo que la mayoría de los toreros sortearon acogiéndose al populismo de los terrenos del cinco donde sus desastradas formas encontraban mejor acomodo. Abellán desgranó en ese lugar algunos naturales encajados, para regresar más tarde al toreo insustancial que suele prodigar. Adame suplió con efectismo sus carencias y cumplió con ese exabrupto de la neoterminología taurina según el cual el mexicano volvió a puntuar en Madrid, donde seguirá jugando su liga particular de empate en empate hasta la derrota final. Castella sorteó el toro más dócil de la feria, un sobrero de el Torero, máquina de embestir sin malicia alguna al que se le simuló la suerte de varas, motivo más que suficiente para convertirse en firme candidato a premio. El francés le aplicó un sinfín de mantazos en línea para que el toro no se quebrantara y pudiera durar los ochenta viajes que el animalito se pegó por la periferia de le Coq, siempre más cómodo con el estajanovismo de la ventaja que con el riesgo de exprimir al toro en veinte pases con la enjundia de la verdad. La suma de despropósitos culminó en un bajonazo infame, ovación cerrada al toro y petición unánime. En cambio, la oreja de Manzanares se otorgó entre una fortísima división de opiniones. El niño de luto nos hizo el favor de dejarse caer por Madrid en su única actuación en el ciclo. Tuvo un lote para soñar el toreo pero se conformó con tirar líneas con su habitual empaque de escaso ajuste, como uno de esos políticos de los nuevos partidos que han hecho de la telegenia su principal virtud y no se atreven a cruzar la frontera del compromiso para no perder el poder que ya se avecina.



         Del mismo modo que en nuestra castigada piel de toro el crecimiento de la desigualdad es un hecho al que los gobernantes actuales se aplican con verdadero empeño, en los despachos de los que administran el negociado taurino se sigue favoreciendo a algunos toreros cuyo mayor poder no reside en su muleta sino en sus mentores. Resulta sangrante que el Capea siga viniendo a mostrar su incapacidad en Madrid o que Juan Bautista ocupe dos puestos y pase la tarde sin exponer un alamar, habiéndose quedado fuera de la feria matadores como Curro Díaz, Sergio Aguilar, Venegas o Teruel, de acreditada trayectoria en este ruedo y con personalidad suficiente como para redimir al ciclo de su penosa vulgaridad.

         A falta de la cita con la Beneficencia, Miguel Ángel Perera ya ha toreado dos tardes en Madrid sin más eco que el que levantan las palmas de cortesía de los espectadores más pudientes. A estas horas, nadie acierta a entender qué ha sido del pererismo triunfante del año pasado cuando surgían clamores donde ahora sólo hay silencio e indiferencia para idénticos argumentos. Su cara de estupefacción era la misma que la de los que por ahora atesoran el poder político cuando se preguntan por qué han perdido el favor de la gente a pesar de haber sido tan eficientes en la gestión de su propio negocio.

         A falta de que Fandiño y Escribano den su verdadera medida con otro tipo de toro, la alternativa al adocenamiento de los poderosos parece ser Diego Urdiales, al que antes de haber triunfado plenamente en Madrid han acartelado en tres tardes de lujo con el aval de aquellas dos gloriosas series de naturales de otoño, que aún brillan con fuerza en el erial que es la fiesta de este momento. Su toreo es distinto, por sobrio, puro y natural, pero en su primer discurso se debatió entre esas formas que enamoran y el sitio menos comprometido que conduce a ser consentido por el sistema.




         Si la regeneración tiene que llegar de la mano de los novilleros que han actuado hasta ahora, no vendrá por el camino del amaneramiento que trae Posada de Maravillas, cuya afectación le emparenta con la cursilería hueca de otro mesías que también lleva coleta, ni tampoco por la senda del tremendismo al que se abandonó Gonzalo Caballero cuando mató sin muleta para cambiar el revolcón por una oreja populista. En la lejanía se adivina un torero que viene del Perú con la hierba en la boca, un valor inmenso y el pulso con los engaños de los elegidos. Se llama Andrés Roca Rey, todavía es novillero y por lo visto en la Feria de la Comunidad en la que salió por la puerta grande y en esta Feria de San Isidro, está pidiendo toro en cada una de sus actuaciones. Quizá como el verso de Neruda, la regeneración venga de allende los mares tal y como sucedió hace casi 25 años cuando un torerillo de Bogotá puso las cosas en su sitio. Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos y mi voz no te toca … 



jueves, 14 de mayo de 2015

OCHO DE MAYO

OCHO DE MAYO

         En el 120 aniversario del nacimiento del rey de los toreros, daba comienzo la Feria de San Isidro del año 15 con la presencia de Felipe VI en una barrera del 10, por vez primera desde su coronación. Sin duda un gesto de apoyo a una fiesta que necesita algo más que visitas ilustres para no desangrarse definitivamente al tiempo que este país desnortado y a la deriva. Pese a todo, la primera semana de feria ha llegado a nuestras descansadas retinas con la ilusión renovada que han traído algunos toreros que se resisten a dejarse llevar por la fácil corriente de la falta de compromiso y el paso atrás. Ya dijo Ortega que el estado de la Fiesta suele ser un trasunto de la sociedad de cada momento y tal parece que en el planeta de los toros han aparecido signos de regeneracionismo que uno espera sean más prometedores que los cantos de sirena preelectorales que nos acompañan cada tarde, camino de la plaza.

         Incluso el toro que ha salido hasta el momento está bastante alejado de ese animal que los taurinos de guardia describen en sus crónicas como el ideal de la bravura, ese pastueño ejemplar que no repone, que no molesta, que deja estar a gusto, que coloca la cara ante las telas sin un aspaviento de informalidad, como dicen ellos. Dejando al margen el enésimo fiasco de el Ventorrillo, por descastado, las ganaderías que hasta ahora han desfilado por el coso venteño han traído el aire fresco que te hace estar pendiente del ruedo porque nada de lo que sucede en él es previsible, como no lo fueron la encastada mansedumbre de la vacada de los hermanos Lozano, el serio y bravo corridón de toros de Pedraza de Yeltes, o los brotes verdes de recuperación que se advirtieron en Fuente Ymbro. La de Salvador Domecq sacó un peligro desconocido en su estirpe y lo de Valdefresno ya fue la historia de siempre repetida año tras año por los hermanos Fraile en entregas sucesivas de descastamiento bueyuno que solamente la sabiduría de Eugenio de Mora llevó esa primera tarde a buen puerto.

         Y es que Eugenio de Mora, es, sin duda, el torero del momento. Aquel muchacho de buenas maneras un tanto superficiales que destacó en sus inicios allá por el cambio de milenio y llegó a ser consentido en las ferias, ha devenido en torero cuajado y cabal, superviviente de una larga travesía por el exilio interior de la Mancha televisiva, en el que ha ido depurando su oficio en los festejos organizados no se sabe bien si para matar o para acompañar el tedio de los sufridos televidentes de las tardes de los domingos. El caso es que el toledano hizo el toreo el primer domingo de feria, muy asentado de planta, abandonado al natural en su primer Valdefresno, ejecutando los pases siempre en el sitio y sin las ventajas que no hay por qué desplegar cuando el toro comparece sin dificultades que domeñar ante la muleta, y muy técnico en el segundo al que cortó la oreja, pendiente de administrar los toques necesarios para que el animal no siguiera su natural tendencia a huir, siempre templado y cargando la suerte. A este toro, además, le había recibido con el mejor toreo de capote visto hasta ahora en la feria, cuatro verónicas y media muy ceñidas y con el percal muy recogido que impactaron en la plaza por el fulgor clamoroso que rezuma el toreo de verdad.





         Esa tarde también tocó pelo Morenito de Aranda, dejando intacto el cartel que traía a la plaza tras su reciente salida a hombros en la corrida goyesca del dos de mayo. Aunque al torero castellano le sigue acompañando un aire de diestro pinturero más preocupado por lo accesorio que por lo fundamental, comparece este año más asentado y no desagrada su toreo vistoso y estético, unas formas que todavía no se deslizan por el camino de la mentira.

         Otro torero para anotar en la lista de los recuperables es Juan del Álamo. La buena impresión que dejó en la corrida de apertura se mitigó un tanto en su segunda tarde, pero el de Ciudad Rodrigo cortó una merecida oreja a un toro de Lozano hermanos al que sujetó en la muleta con formas más ajustadas que en corridas anteriores. Quién sabe si la tierra de nadie en la que se desenvuelve su carrera tras tocar pelo en cada una de sus últimas comparecencias en Las Ventas, le ha hecho meditar que dando el paso adelante del compromiso ante el toro puede llegar más alto que en el camino del seguidismo de la doctrina juliana.

         La misma tarde Pepe Moral no acabó de confiarse ante un lote que le ofreció un manojo de vibrantes embestidas para salir definitivamente del ostracismo en el que se hallaba varado después de su prometedora carrera novilleril, y siendo cierto que dejó naturales de nota, sólo se atrevió a quedarse en el sitio adecuado para ligarlos en una serie, pero el eco en los tendidos no se repitió cuando después se conformó con la senda menos comprometida del unipase. Una pena.

         La peor parte de la fortuna se la han llevado hasta la fecha Paco Ureña y Jiménez Fortes. El primero sorteó el toro de la feria, Agitador, que hizo vigente la máxima belmontina que advertía del gran desafío que supone que por chiqueros salga un toro bravo. Agitador fue el garbanzo blanco de la corrida de Fuente Ymbro, daba gusto contemplar su ensabanada capa moviéndose alegre por el ruedo pidiendo telas inspiradas para contribuir a una gran obra, empresa que parecía posible tras un tercio de varas sencillamente perfecto, administrado con sabiduría por Pedro Iturralde. En cambio, el toro encontró soluciones modernas a sus encastados viajes y salvo en el emocionante inicio de la faena en los medios en el que el animal se arrancó de largo, la reunión y el acoplamiento se fueron diluyendo entre una sensación de fracaso que pesó tanto en el lorquino que parecía acompañarle todavía en su segunda tarde en la que se estrelló contra los enterizos toros de Pedraza, ante los que completó su feria con el cuerpo y el ánimo hecho unos zorros, continuamente revolcado y a merced de su sino. Jiménez Fortes volvía a Madrid por única vez en el ciclo bajo el signo del 20 de mayo pasado en el recuerdo, la fecha de la corrida inconclusa que marca por ahora el destino de David Mora, impidiéndole reaparecer. A él le dedicó el malagueño los saludos a porta gayola con que recibió a los de su lote y más tarde puso un valor temerario allí donde las dificultades de los toros se imponían a sus carencias técnicas. Se salvó de milagro en el tercero en una faena muy comprometida en la que consiguió la oreja tras el colofón de unas escalofriantes bernadinas en las que el viento le descubría y le dejaba como única defensa la soledad del estaquillador, pero el sexto le cogió de lleno al citarlo con la mano izquierda sin rectificar terrenos y una vez en el suelo le metió el pitón en el cuello dejando en la plaza una sensación de tragedia que afortunadamente no se confirmó después.





         Castaño y el Cid pasaron por la plaza como una sombra de lo que un día fueron. Al primero, al menos le salva la cuadrilla y la garantía que supone que Adalid haya sido sustituido por Ángel Otero, quizá el peón más poderoso del momento. Si además tenemos la suerte de que a Tito Sandoval le corresponda parar a un toro bravo con la vara, inevitablemente surge el espectáculo al que asistimos en el primer puyazo que le propinó al cuarto de Pedraza, emocionantísimo encuentro en el que al final se impuso la pujanza de un animal de 639 kilos que acabó por derribar al picador, en una estampa para el recuerdo por la enorme pureza con que éste defendió su cabalgadura.





         La tarde en la que el Cid llenó de negros presagios su futura encerrona con los Victorinos, compareció también Talavante, provocando el primer lleno de la feria. Tuvo la suerte de recibir al torete más potable y chico del festejo, al que pasó de muleta con suficiencia y naturalidad, a veces más ceñido y otras menos, en una faena correcta pero sin enjundia que cimentó sobre la mano izquierda antes de cobrar una buena estocada. Para que luego digan que es difícil cortar una oreja en Madrid.

         La inevitable cuota mexicana de cada año ha desfilado por las Ventas con más pena que gloria. Adame, al que proclaman como el número uno del escalafón azteca, no hizo valer tal condición en una tarde anodina. El Payo volvía a Las Ventas con mucho más oficio que el de aquel novillero deslumbrante que nos enamoró hace tiempo aunque por el camino se ha dejado la pureza que sólo asomó de nuevo en una bellísima media verónica. Silvetti y Saldívar pecharon con lotes poco propicios a los que el primero contrapuso su habitual tosquedad y el segundo un apreciable empeño en hacer las cosas bien a la espera de sortear alguna vez un toro con posibilidades.


         Peor fue soportar la cuota integrada por aquellos jóvenes veteranos que se acogen a la feria a la espera de que suene la flauta y pase por su lado el último tren que les ofrece la empresa para un quimérico triunfo que año tras año, nunca llega. En ese grupo tocó aguantar a un abúlico César Jiménez y a un desafortunado Uceda Leal al que el viento y su propia decadencia sólo dejaron brillar con la espada y en un solo toro. Por el contrario, Padilla sí ha sabido subirse a ese barco pirata que le alejó de la guerra con el toro agreste, si bien su corte torero y sus méritos en esta plaza no justifican su acartelamiento lujoso en la feria por partida doble. En su primera cita, nada de lo que hizo tuvo interés dejando a la afición engolosinada con la perspectiva de verle de nuevo en la semana entrante.

lunes, 30 de marzo de 2015

LA GESTA DE LA ILUSIÓN

         

        El gesto de Fandiño fue la gesta de la ilusión. La ilusión de la esperanza puesta en una tarde de llenazo fuera de abono, algo que no se veía en Las Ventas desde aquellas citas con la magia de Curro o con el vértigo del José Tomás verdadero. La ilusión de veinticuatro mil almas llegadas desde los cuatro puntos cardinales del mundo taurino al reclamo del toro de respeto del que huyen habitualmente los que mandan en las cartelerías adocenadas del monopolio. Pero también la ilusión que se da de bruces con la realidad que nos devuelve a la evidencia de que no hay en este momento en el escalafón entero, torero alguno que pueda acometer con solvencia empresa tan complicada como la que planteó el de Orduña.


         Pese a todo, la corrida fue interesante, como siempre que en el ruedo aparece un animal íntegro y de comportamiento impredecible y cambiante, nada que ver con el espectáculo uniformemente anodino que se nos presenta la mayoría de las tardes y en el que vale cualquier tipo de lidia e incluso la ausencia de ésta. Y es que tanto el bellísimo pero flojo Pablo Romero, el encastado Adolfo que hizo segundo, el decepcionante Cebada, el bravo Escolar, el vareado y difícil sobrero de Adolfo que sustituyó al prometedor quinto de Victorino e incluso el descomunal y rajado sexto de Palha, tenían su lidia, cada uno con sus matices ante los que aplicar la variada gama de recursos técnicos con que cuenta la inteligencia del hombre para imponerse a la embestida irracional de la bestia.


         Pero no pudo ser. Fandiño es un torero honesto con un gran fondo de valor, con no pocos defectos y también numerosas virtudes que no comparecieron cuando más las necesitaba en la apuesta más fuerte de su carrera. Quizá fue la tensión del compromiso, la falta de rodaje o el cambio de hora, vaya usted a saber, pero Iván atravesó la tarde con el gris de su vestido nublándole la mente, torpón con el capote excepto en un par de manojos de verónicas de recibo, correcto en el tercio de varas en donde puso de largo a los toros que se lo pedían, parco en quites, sólo unas aseadas navarras al primero y las  inevitables pero emocionantes chicuelinas en una de las cuales el de Escolar también le tropezó el percal; ofuscado con la muleta, sin allegar a sus faenas el pulso necesario para templar las embestidas, para correr la mano hasta el final en las boyantes y domeñar con firmeza las complicadas, amontonado con las distancias que no supo encontrar en toda la tarde, terminó cada uno de los actos del desafío fallando con la espada, sin corazón suficiente para volcarse de verdad en el morrillo de sus oponentes, sin duda el desánimo que se apoderaba del diestro después de los sucesivos trasteos hacía difícil olvidarse de tanta seriedad como lucían por delante.


         Si intentamos deducir el planteamiento de la corrida por el orden de lidia de los astados, vemos que Fandiño sitúa en estratégicos segundo y quinto lugar a los toros en los que tal vez más confiaba, los lidia con su cuadrilla habitual e intuyo que pensaba que ésos serían los puntos álgidos de la tarde. Ahí puede tener una explicación el decepcionante final del festejo, con un torero desnortado y desfondado, agotado sin explosión en triunfo el cartucho del Adolfo titular, con el que no le funcionó la cabeza pues inexplicablemente le ahogó la embestida tras un buen inicio en la distancia correcta, y malogrado por lesión el bravo Victorino. Tampoco anduvo lúcido ante el gran toro de Escolar, bien picado por Israel de Pedro e irreprochablemente lidiado por la cuadrilla en la que destacó la forma de andar con el capote de Javier Ambel. Sin embargo, la faena épica que exigía el toro no llegó y sí, en cambio, un mar de dudas con la muleta, desarmes, trompicones y la sensación de un torero vencido. Cuando Iván vio desfilar camino de chiqueros al quinto, no buscó más argumentos para levantar la tarde, no halló por ningún lado la fuerza y el dominio que exigía el sobrero de Adolfo, y se derrumbó definitivamente ante el postre portugués.


         Viéndole cruzar la plaza entre la división de opiniones y los almohadillazos de los que venían a ver un triunfo y no entendían quién se lo había hurtado, era sencillo imaginar la sonrisa de complacencia que se estaría dibujando en los beneficiarios del actual estado de cosas, en los taurinos que en ese momento acariciaban en sus prósperas guaridas el gato de ese espectáculo falso que nos quieren seguir colando tarde tras tarde, hasta que a nadie le queden ganas de encerrarse de nuevo con seis toros de los de verdad.