viernes, 24 de noviembre de 2017

CHIQUITO EL GRANDE


La primera vez que vi a Chiquito de la Calzada moviéndose física y moralmente por la pantalla del televisor, estallé en una carcajada que dejó estupefactos a los que compartían conmigo aquella noche veraniega y que asistían al espectáculo más serios que una petaca de corcho. Lo cierto es que revisando ahora las intervenciones televisivas que se han repuesto con motivo de su muerte, se puede observar a gente que permanece impasible, mientras otros espectadores se descoyuntan a cada paso o balbuceo del genial cómico de “Málaga la bella”. Y es que desentrañar los motivos que a cada cual le mueven a la risa es más complicado que hacer una “guarrerida” española si ligas menos que la gata del Vaticano.

El sentido del humor es tan personal e inexplicable como descifrar a qué se refería Chiquito con aquello de “No te digo trigo por no llamarte Rodrigo”, frase mítica que provocaba el mismo efecto de perplejidad en los cejas altas de la intelectualidad y en los que en lugar del graduado escolar sólo tenían una etiqueta de anís del mono. La cosa no era el qué sino el “cómor”, la gracia no estaba en el final del chiste viejo que todos conocíamos, sino en el modo de contarlo, en el ingenio inesperado de un señor mayor que se movía más que los precios cuando alargaba la historia contorsionándose en un bailecillo mezcla de arte marcial y patadita flamenca, al tiempo que se arrancaba por bulerías o canturreaba “siete caballos vienen de Bonzanza”.

Chiquito era la genialidad del hombre sencillo. En sus historias se advertía la bonhomía de la comicidad que no hace enemigos, incapaz de suscitar agravios en estos tiempos de corrección política en los que si es otro el que se mete con la “meretérica” le podía caer una multa que no se la iba a quitar ni “Perry Manson”. Su figura despertaba la empatía que se siente hacia el que había nacido después de los dolores, y tras partirse la cara en el “tablao” de la vida, por fin tocaba la gloria que el azar le tenía reservada a la edad de la jubilación. Cuando Chiquito decía que estaba la cosa muy mala, uno podía imaginárselo de verdad friendo los huevos con saliva en sus épocas de fatiga y madrugada, en donde era tanta la sed que se veían las ranas con cantimplora.   

Chiquito es un grande que ha quedado porque contaba con la originalidad del creador con sello propio, su particular idioma a medio camino entre el andaluz de la calle y el inglés “inventao” le sitúa a la altura de hitos del humor hispano del absurdo como las llamadas telefónicas de Gila o el vaso de agua de Tip y Coll. El que perdura en el habla lo hace para siempre, el “cuidadín” y el “te das cuen” llevan más tiempo entre nosotros que la puerta, y a nadie se le ha ocurrido protestar cuando le llaman “fistro vaginal”, si el que lo hace se echa la mano a las lumbares y se aleja diciendo “no puedo, no puedo”. 

No se muere la gente que te ha hecho reír tanto. La alegría de su recuerdo se instala hasta en el duodeno del cuerpo humano y te abriga en los momentos más insospechados, cuando las embestidas del destino te dejan sin más armas a las que recurrir que el sentido del humor, esa sabiduría. Chiquito ya era inmortal aunque no pudiera recuperarse de la última “caidita de Roma”. Una mala tarde la tiene cualquiera.


viernes, 10 de noviembre de 2017

LA INDEPENDENCIA EN UN TUIT


El ser humano siempre ha sido capaz de inventar prodigios para mejorar su arduo devenir sobre la tierra y a continuación se las ha ingeniado para encontrar su lado oscuro y empañar lo conseguido. Internet es uno de esos descubrimientos magníficos que lo mismo puede servir para ensanchar el conocimiento que para fabricar ignorantes formados en la “wikipedia”. Lo estamos viendo estos días convulsos en donde la crisis catalana va camino de convertirse en una pelea de “memes”, y una imagen sacada de contexto mueve más voluntades que cien discursos de Borrell.

Los politólogos de esta época que elaboran teorías en las tertulias tienen las horas contadas. Mientras las grandes corporaciones de internet se frotan las manos y hacen caja, un ejército de guionistas a sueldo de los partidos trabaja en la sombra ideando sin cesar juegos de palabras para su trasiego por las redes sociales, montajes ingeniosos con que animar los grupos de “whatsapp”, falsificaciones de la realidad que cuando son desmentidas ya han dejado un rastro indeleble de impostura en las mentes más manipulables. Después ya se encargan los políticos de guardia de repetir incesantemente la mentira hasta llegar a eso que los cursis llaman la “posverdad”, que viene a ser como declarar una república virtual en base a una ley suspendida y seguir un mandato popular cocinado en urnas de todo a cien.

Nuestro nuevo gran hermano es Twitter, ese “Boe” con fotos en el que las noticias entran en vigor en función de los “likes” que obtengan. El postureo en la red consiste en que la realidad no te estropee una frase con gancho, las conferencias con enjundia han pasado a mejor vida salvo que puedan comprimirse en píldoras de 144 caracteres, el triunfo de una idea no depende de su brillo sino de que logre convertirse en viral. Tan ensimismado está el personal con el tráfago de mensajes, que las decisiones políticas se adoptan en función de la tendencia que se abra paso en la mañana digital en que un iluminado acaba desistiendo de convocar elecciones legales, para seguir instalado en el confortable victimismo habitual. El estrambote último de la huida del “héroe” a Bruselas demuestra que se puede ser irresponsable en cuatro idiomas y que ante la improvisación que rezuma la puesta en escena de la república nonata, es previsible que se termine declarando la independencia en un tuit.                     


Por debajo de lo que sucede en las autopistas informáticas, la historia real de los acontecimientos parece construirse sobre una urdimbre de intereses creados, en donde se diseñan estrategias de secesión que no pueden sostenerse sino con altas dosis de fingimiento. El numerito de la votación final con himno incorporado era el clímax natural de una opereta que fuera del teatro no dio ni para arriar la bandera opresora, aunque para entonces ya era inevitable la intervención de la autonomía que Rajoy activó con desgana, tras un largo idilio epistolar con Puigdemont que el subconsciente de Soraya glosó sin ruborizarse apenas: “nadie ha tenido tan fácil evitar que se aplique la Constitución”. Al espectador atónito que seguía la jornada frente al televisor se le atragantó la comida contemplando las ovaciones y sonrisas que prodigaban los actores del esperpento en sus respectivas sesiones parlamentarias, como si no se dieran cuenta de que estaban convirtiendo a nuestra democracia en un triste decorado en el que los unos simulaban la victoria y los otros se conformaban con el empate.


La Justicia ha venido a restañar las heridas con que las ansias de control político van asfixiando al sistema. Una magistrada, un juez, y por fin la ley, como bálsamo ante tanto artificio, un solo hombre al que el Estado de Derecho, esta vez sí, le concede la independencia suficiente para que lo concrete todo en un auto, las declaraciones simbólicas y las malversaciones reales, los sueños imposibles y las traiciones a la causa, la sensatez en fuga y la cárcel de verdad. Las proclamas fanáticas ceden cuando se convierten en declaraciones judiciales, los imputados apagan el móvil y dejan trabajar a los abogados y al pueblo no le queda otro remedio que pagar la factura y acudir a votar.