viernes, 27 de diciembre de 2019

NAVIDAD SIN SOL


It’s christmas time. Navidad de bombillas y atascos, de muecas y gritos en televisión. Navidad anglosajona de noeles, atracones y euforia por decreto, el placebo del consumismo funcionando a toda máquina con la excusa de un recién nacido que vino al mundo en la indigencia. Mientras encargamos el cordero y congelamos el marisco para los días clave, el banco de alimentos nos permite engañar a la conciencia ingresando en sus arcas unos kilos de arroz.

La felicidad de nuestras pascuas depende de atravesar estas fechas con la miopía de la saciedad en la mirada, las injusticias de nuestro entorno aplazadas gracias a un rutilante velo de espumillón. Ayuda mucho cultivar los ritos ancestrales, despilfarrar en lotería creyendo que en la quimera de un décimo premiado puede hallarse la dicha, sepultar bajo una montaña de regalos la intolerancia a la frustración de nuestros hijos, sacar al abuelo de la residencia para que al menos por una noche, no le abrase el frío de la soledad.

Colocamos con boato el nacimiento en el lugar principal de nuestras casas y repitiendo la historia que el pesebre conmemora, ignoramos al sintecho, al inmigrante, al marginado. Deberíamos escuchar villancicos en agosto por ver de mantener nuestro sentido de la solidaridad en otras épocas del año y no sería malo que los Reyes Magos nos visitaran cada fin de semana para que la bondad impostada que aprendimos desde niños, siga maquillando nuestro egoísmo en la edad adulta, el narcisismo y la limosna conviven sin complejos  para seguir alimentando la hipocresía de la sociedad.

Afortunadamente, el sistema se ocupa de alumbrar el vecindario para que la profusión de luces nos haga mirar hacia arriba y nos impida fijarnos en la corrupción que repta entre el muérdago y el acebo. Los informativos también contribuyen lo suyo al encubrimiento y las noticias sobre la llegada a las casas de un fantoche lapón dejan para después de las fiestas los escándalos cotidianos, los periodistas de tribunales han trasladado su guardia a la puerta del mercado para preguntar a las amas de casa por el precio abusivo de las compras de última hora. Cuando por fin has conseguido olvidar la última traición del gobierno a sus promesas electorales, te asalta un anuncio de unos grandes almacenes en el que se tararea una absurda cancioncilla sobre un elfo y comprendes que todo está perdido. 

A los escasos lectores que hayan llegado hasta aquí resistiendo la tentación de cambiar de pantalla para dejar atrás el enésimo artículo contra la Navidad, quiero desearles un feliz solsticio, a pesar de todo. La traslación de la tierra alrededor del sol es un motivo de celebración más a tono con los tiempos que nos ha tocado vivir. 



miércoles, 4 de diciembre de 2019

LA PROHIBICIÓN




Antes de la prohibición, Las Ventas era mi casa, su andanada, mi atalaya, el privilegiado balcón desde el que me asomaba, cada tarde, a la alegría. Solía llegar a la plaza unos veinte minutos antes de la corrida, el tiempo necesario para degustar los ambientes dispares que se encerraban en el añorado microcosmos de un coso taurino. Me gustaba entrar por la puerta del desolladero y demorarme en el patio de arrastre unos momentos, consultando la tablilla donde se exponía la relación de toros aprobados y su orden de lidia. Si el día era bueno, resultaba una delicia dejarse acariciar un instante por el sol que se filtraba por entre las hojas de los árboles, mientras contemplaba los azulejos que allí mismo recordaban la gloria de las ganaderías triunfadoras en las ferias pasadas. En ese lugar, reconvertido ahora en la terraza triste de una franquicia de hamburguesas, se hallaban las dependencias donde los destazadores harían más tarde su trabajo sobre las reses lidiadas, y por allí acostumbraban a llegar a la plaza los que eran algo en el mundillo taurino, los aficionados de postín y el último famoso televisivo que aún acudía sin complejos a las corridas, para ser visto disfrutando del espectáculo de moda.


Después de mezclarme con ellos en el patio, me gustaba cambiar la luz por la penumbra de la amplia galería principal, superar los empujones de la gente que competía por recoger el programa de mano de esa tarde y echarle un primer vistazo antes de caminar sin prisa por los bajos del tendido diez, compartiendo espacio con los abonados más pudientes. En la barra del bar del uno, justo donde hoy puede usted comprar el último terminal de telefonía móvil que haya salido al mercado, el político de turno encendía su veguero de veinte euros con la misma displicencia con la que apenas unos años después contemplaría el asesinato de la fiesta. Después era el momento de rendir pleitesía a Manolo Vázquez y a Pepe Luis, a Paco Camino y a su majestad el Viti, al paso por las paredes que guardaban su recuerdo azulejado, hoy vencido por la acción de la piqueta insensible e incapaz de respetar el pasado, siquiera como vestigio kitsch. Si había alguna exposición interesante en la Sala Bienvenida o en la Sala Antoñete, allí donde ahora dos restaurantes de comida rápida ocultan la memoria de los ídolos más queridos de la afición de Madrid, la visita era obligada no sólo por la mayor o menor calidad de las obras allí dispuestas sino por la oportunidad de sustraerse unos instantes al tumulto de los pasillos atestados y a las voces estridentes de los vendedores de almohadillas y así hallar la paz, por ejemplo, plantado frente a una fotografía en blanco y negro de Ava Gardner hermoseando la plaza desde una localidad de barrera.


De regreso al bullicio, tocaba ascender por la escalera hasta llegar a la claridad magnífica de la galería que daba acceso al tendido alto y allí era inevitable salir a contemplar desde la terraza el gentío de última hora que apretaba el paso con la inquietud en el rostro ante la perspectiva de perderse el primer toro o caminaba con parsimonia si se trataba de un abonado conocedor de los caminos hacia su lugar en el olimpo. Ya en los últimos tiempos surgían en esos miradores, chiringuitos premonitorios de la actual devastación, pero aún confiábamos en que la esencia taurómaca del templo permanecería intacta mucho tiempo. Después había que afrontar los últimos tramos que conducían hacia la grada, lugar adecuado para tomar aire un momento y descansar levemente las rodillas desgastadas por la edad. Aún no habían sido construidas las escaleras mecánicas que hoy permiten alcanzar la cima en un par de minutos, para acceder al inmenso hipermercado en que la convirtió la reforma ganadora del concurso de ideas convocado a toda prisa para acabar con nuestros sueños e impedir que un posible cambio político diera marcha atrás al latrocinio perpetrado con el emblema de la fiesta. El receso era breve, pues el influjo de la localidad reservada en el paraíso imantaba ya los pasos hacia el doble portón en cuyo dintel figuraba la leyenda ANDANADA 9ª, hasta que aquellos muros fueron derribados por exigencias de la construcción de la cubierta del moderno centro comercial que desterró del lugar la lidia de reses bravas para siempre. 



Antes del cambio legislativo que provocó el desafuero, el cénit del día llegaba en el momento exacto en el que se atravesaba la bocana de aquel gallinero excelso y uno se dejaba cegar un instante por la inmensidad del escenario, contemplando el panorama espléndido de la conjunción entre la arena rutilante, el público miniado sobre la piedra y el cielo por horizonte. El último trayecto consistía en caminar los metros restantes procurando no tropezar con las espaldas de los habitantes de la delantera, saludar cortésmente a las caras conocidas que salían al paso y encaramarse por fin a la localidad nº 9 de la primera fila, tratando de encajar de la mejor manera la propia anatomía con las piernas del espectador de atrás, en armónico y acostumbrado puzle si era el abonado de siempre o en incómoda pugna si tocaba soportar a un visitante ocasional poco avezado. Desde aquel trono en peligro, a despecho del frío de la primavera temprana o de los rigores de la canícula estival, el verdadero aficionado encontraba la felicidad sólo con paladear la ilusión encerrada en cada paseíllo, abandonado al bienestar de comprobar que allí abajo todo estaba en orden, que su mundo seguía intacto entre los últimos retoques de los areneros, el tiempo detenido mientras esperaba a que los alguacilillos completaran su habitual ceremonia, y el presidente sacara el pañuelo blanco para dar comienzo al espectáculo. Nada era capaz de igualar aquel deleite aunque después la corrida se deslizara por el territorio de lo anodino. Si además alguna tarde insospechada, un hombre citaba a un toro bravo en la distancia, con naturalidad y en el sitio, y aparecía el milagro del toreo, la conmoción era inigualable.



De todo aquel esplendor, sólo queda la fachada. La monumentalidad neomudéjar que hace más de un siglo ideara Gallito para que accedieran al rito las clases más humildes, el mágico entorno que permitía al campo invadir la ciudad por unas horas, el coliseo único donde la vida y la muerte se citaban con la belleza y la armonía, sirve ahora exclusivamente al capital. Antes de la prohibición, Las Ventas era mi casa, su andanada, mi atalaya, el privilegiado balcón desde el que me asomaba, cada tarde, a la alegría.





viernes, 8 de noviembre de 2019

VOTAR EN BLANCO


Octubre de 1982. Un quinceañero de provincias recién afincado en Madrid se lanza a las calles para vivir sin intermediarios el último día de la campaña de las elecciones generales de ese año. De haber podido votar, hubiera elegido al PSOE, que tiene previsto celebrar a partir de las seis de la tarde, un mitin-fiesta en la explanada situada frente a la facultad de Biología de la Complutense, con Serrat y Miguel Ríos amenizando la espera al medio millón de personas que se congrega para escuchar a Felipe, su melodía hipnótica a punto de convertirse en el himno de casi el cincuenta por ciento de aquel electorado. Por entonces, antes de que el referéndum de la OTAN ponga el primer acorde disonante de una larga sucesión de promesas defraudadas, la cantinela suena entonada todavía, pero esa tarde, quizá intimidado por el desafío de atravesar la gran ciudad desde el barrio que es su nuevo entorno desde hace sólo quince días, el joven desiste de alcanzar la ciudad universitaria a pesar de los cantos de sirena de sus artistas preferidos y su audacia sólo le alcanza para moverse por los alrededores del barrio de Salamanca, donde tres fuerzas políticas destinadas a ser minoritarias celebran sus actos de final de campaña.    

La afición taurina del muchacho le lleva en primer lugar a la plaza de las Ventas en donde el Partido Comunista de España ha convocado a las siete de la tarde, otro mitin-fiesta cuya intervención principal correrá a cargo de Santiago Carrillo. Por los pasillos del templo taurómaco que hoy sus herederos pretenden clausurar, reverberan las voces de los entusiastas que gritan “aquí se ve la fuerza del PCE”, y el ritmo frenético de esa consigna que no refrendarán las urnas, le lleva en volandas hacia el ruedo abarrotado en el que la voz dulce y profunda de Mercedes Sosa intenta ser un bálsamo de consuelo por anticipado de la debacle electoral que se avecina. La intervención del viejo líder comunista se retrasa respecto a las previsiones y el joven, ansioso de no perderse otros escenarios, no lo llegará a escuchar en la que será la última ocasión de contemplar a Carrillo en tales lides, antes de que el destinatario de su primer voto en elecciones generales lo expulse del partido.  

Una vez fuera del coso, el chico camina calle Alcalá arriba y al llegar a la Plaza de Manuel Becerra, advierte bullicio en la puerta del cine Universal, donde Unión de Centro Democrático reúne a unos fieles que ante los catastróficos vaticinios de las encuestas gritan con un fervor encomiable “ni Fraga, ni Felipe, UCD repite”. El abarrotado local sólo le permite intuir en el estrado la esfinge de Calvo Sotelo, que intenta vender su labor de presidente en funciones negando el ruido de sables que todavía resuena en la democracia incipiente. Aún queda por intervenir Landelino Lavilla, pero el carisma del presidente del Congreso que protagonizará una caída en votos y escaños no igualada todavía, no logra retener al muchacho, su intención puesta en ganar un asiento en otro cine cercano, el Salamanca, donde Adolfo Suárez le hace la competencia a sus antiguos compañeros de partido. Acortando por Hermosilla, llega a Conde de Peñalver y delante de la pantalla en la que al día siguiente se seguirá proyectando “La colmena”, consigue atisbar a Suárez desde el gallinero, y escuchar sus palabras apresuradas de excusa por la brevedad de su discurso ya que debe salir inmediatamente para Ávila, en donde tendrá que hacer frente a las cartas que se están repartiendo en su provincia de origen, propagando el bulo según el cual ha decidido retirarse de la pelea electoral con el fin de no perjudicar aún más el voto de centro. Las emociones de la tarde acaban con las fuerzas y el espíritu aventurero del muchacho que abandona su idea inicial de rematar la noche en la Plaza Mayor, donde el periódico cuenta que Alianza Popular va a celebrar también un mitin-fiesta en el que intervendrá el candidato Manuel Fraga precedido de varias actuaciones entre las que destacan las de Jaime Morey y Mari Carmen y sus muñecos, precedidos por el bizarro casticismo de una rondalla de la tuna.

Treinta y siete años después, el entusiasmo ha cedido. El joven ya no existe, el cincuentón permanece recordando aquellos tiempos que no eran mejores pero sí más puros, los grupos políticos que hicieron la transición todavía nimbados por un halo de virginidad que la corrupción se encargaría de desmentir en cuanto tocaron poder. Entonces no había debates inútiles para monologar sobre consignas, ni redes sociales que manipularan la opinión, el sentido común aún no perecía a diario por incomparecencia de la verdad. Entonces se votaba convencido de que las ideas servían para cambiar el mundo, estrenábamos la ingenua sensación de influir con el sufragio en el futuro. Hoy se asiste a la campaña permanente con un hastío irrefrenable, la prepotencia gubernamental instalada en la mentira, la oposición cambiando sus principios al dictado del viento electoral, los populismos varios cabalgando la impostura, los nacionalismos felones aprovechándose de tanta vacuidad. Me gustas cuando votas porque estás como ausente, decía un poema satírico parafraseando el verso de Neruda. La antigua emoción de construir la democracia yace tristemente reducida a votar sin esperanza, con la fe puesta en que el resultado de las urnas no amenace demasiado el porvenir.




jueves, 24 de octubre de 2019

CUENCA SE MUERE




Cuenca se muere. La ciudad que Eugenio D’Ors describiera como la bella durmiente del bosque sigue sin despertar. Como advertía González Ruano hace casi sesenta años, “no deja de ser paradójico el amor que las gentes de Cuenca tienen por lo conquense y la indiferencia que muestran ante los continuos atentados que la ciudad sufre”. El mítico articulista acababa de descubrir a la capital del “ea”, la que subsiste ensimismada discutiendo sobre si entarima su arteria principal o recupera el asfalto, la que después de luchar bravamente por el AVE se resigna a que se ubique la estación fuera de la ciudad dotándola de un servicio de autobuses sin coordinación alguna con la salida o llegada de los trenes, la que tiene financiada la construcción del acceso mecánico al casco antiguo desde hace tiempo y no exige su ejecución inmediata a las autoridades de distinto signo político que vienen demorándola por discrepancias sobre quién se pone primero en la foto de la inauguración.


Pasan los años y las sucesivas promesas de regeneración para esta tierra yacen colgadas del abismo que embellece nuestro entorno, maravilla para el alma y condena para el futuro de los hijos de este lugar abocado a convertirse en decorado vacío para disfrute de turistas. La heroica ciudad que a lo largo de su historia ha sido apellidada como muy noble, muy leal y fidelísima por sus innumerables servicios al Reino, también exhibe con orgullo el título de impertérrita, no en vano lleva aguantando décadas de ostracismo votando a una u otra mayoría que después de proclamar la enésima promesa, invariablemente la dejan en la estacada del olvido. Cómo será la cosa que ni siquiera la conjunción planetaria que ha permitido contar recientemente con un ministro de fomento diputado por Cuenca y con el actual titular de la cartera cuyas raíces también se hallan en nuestra tierra, ha servido para que la vía del tren convencional deje de herir a la ciudad partida o para que las autovías necesarias para terminar de vertebrar nuestra provincia abandonen su condición de proyectos sin mañana.

A pesar de que en las postrimerías del siglo XII, Alfonso VIII la dotara con fuero propio para favorecer la repoblación de las tierras recién conquistadas, nuestra ciudad no ha tenido la habilidad de convertir aquel privilegio histórico en fuente del Derecho y excusa retroactiva para exigir ahora las medidas económicas que pudieran sacarla de la España vacía, bajo amenaza de tirar por la calle de en medio y erigirse en protagonista de un cantonalismo improbable, con barricadas en Carretería y saqueos en Carrefour, una pancarta en el balcón del Ayuntamiento donde rezara “Toledo nos roba” y comunicados de la Balompédica solidarizándose con nuestro derecho a decidir. Un poco más de ardor en la protesta y nuestro lema “Cuenca es única” hubiera pasado de frase decorativa para las pegatinas de los coches a pilar sagrado de nuestro hecho diferencial.


Tenemos larga experiencia en contemplar en nuestro entorno la huella de la incuria habitando el día a día. Sucede con las infraestructuras que darán de comer a nuestros hijos y también con las obras de arte que alimentan nuestro espíritu. La catedral de Cuenca, el emblema magnífico de la ciudad levítica a la que subimos a menudo para sumergirnos en la historia degustando el horizonte, corre peligro. La joya gótica más antigua de España sigue amenazada por la humedad y el mal de la piedra, los casetones del arco de Jamete esperando más de un siglo a ser recolocados tras el hundimiento de la torre del Giraldo, la fachada inconclusa de Lampérez como símbolo eterno de nuestro sino de pereza y abandono. Cabe la sombra de la gran señora de esa plaza cuyos rincones recorremos una vez al año hurtando el cuerpo a una vaca para celebrar el pasado, seguiremos olvidando que también depende de nosotros atajar esta decadencia con la que convivimos resignados, de fiesta en fiesta, de bar en bar.

Al cabo, es una suerte que nuestro natural pacífico no tenga que verse sometido al ajetreo de la protesta, no sería bueno convocar manifestaciones que acaso nos obligaran a sacrificar una jornada en el monte buscando hongos. Los astros vuelven a alinearse a favor de Cuenca pues representantes del mismo partido velan por nuestros intereses en el gobierno central, en el autonómico y en el municipal. Feliz campaña.



lunes, 7 de octubre de 2019

FERIA DE OTOÑO II: ELOGIO DE LA ANDANADA

EL CID EN HOMBROS

Decíamos ayer, quien dice ayer dice la semana pasada, que la Feria de Otoño que acaba de terminar parecía haber sido concebida para enfrentar dos conceptos del toreo. El toreo clásico, erigido a partir del canon de la suerte cargada y el dominio del hombre sobre un animal fiero, y el toreo moderno, sustentado sobre la pérdida de la posición y el acompañamiento de las embestidas de un toro dócil, que sale ya dominado del toril. La cuestión de la colocación del torero y los terrenos que pisa para torear es esencial a la hora de dilucidar si a la estética particular de cada diestro le acompaña un principio ético, consistente en no engañar al público con técnicas espurias que hagan de la ventaja el fundamento de este rito. Todas estas disquisiciones se aprecian mejor desde la andanada, balcón privilegiado para graduarse en los postulados de la tauromaquia que nos sigue llevando a la plaza y aunque haya aficionados capaces de descubrir la impostura desde cualquier otero, la atalaya a la que subimos cada tarde permite hilar más fino sobre la geometría taurina que legitima el triunfo y no se percibe del mismo modo desde el tendido y mucho menos desde la televisión, donde todos los gatos son pardos y las faenas grandiosas, mientras haya un toro dócil que siga dando vueltas y un comentarista tramposo engañando al personal.


En la tarde del cuatro de octubre del año trece, el Cid dictó su última gran lección en las Ventas con Verbenero, un toro castaño bociblanco de Victoriano del Río, en el día en el que el toreo al natural conoció su expresión más pura en lo que va de siglo taurino en Madrid. Seis años después, en la tarde del cuatro de octubre del año diecinueve, el Cid se despidió de su plaza, Manuel Jesús siempre fue torero de Madrid aunque naciera en Salteras, provincia de Sevilla. La tarde tuvo como único argumento el de la emoción, desde la ovación de bienvenida que el torero tuvo que saludar por partida doble, hasta la salida a hombros final por la puerta de cuadrillas, que incluso esa puerta privilegiada que Madrid ha solido abrir a sus toreros en las grandes despedidas sin necesidad de que cortaran orejas, le negó el sistema a quien siempre mantuvo la independencia en su trayectoria contra el viento de las empresas y la marea de los críticos del pesebre. El que nunca huyó de la plaza de más compromiso, el que nunca puso reparos a torear con cualquier compañero, el que siempre se anunció frente a los toros de respeto que ponen en fuga a las figuras, se fue como los grandes, recorriendo a pie el anillo en una vuelta al ruedo lentísima y final que vale por todos los triunfos que le arrebató la espada, que al Cid sin tizona nunca le hizo falta hundir el acero hasta los gavilanes para entrar en el corazón de la afición de Madrid.

LA TRINCHERILLA
El homenaje de la empresa a tanta entrega consistió en poner al torero en una corrida desesperantemente descastada que permitió al ganadero de Fuente Ymbro completar la limpieza de corrales necesaria por estas fechas, en agradecimiento a un estajanovismo preocupante que ya anuncia cuatro corridas y cuatro novilladas para la próxima temporada venteña. Emilio de Justo aportó al acontecimiento su habitual profesionalidad y Ginés Marín su acostumbrada superficialidad y el Cid, en un curioso guiño del destino, pasaportó a su lote con dos estocadas. 

Desde el altozano que nos alberga, las corridas acontecimiento se divisan con mesura. El populismo fácil que a menudo electriza los tendidos nos llega con el filtro de la distancia y sin embargo, el toreo ejecutado con verdad  alcanza instantáneamente las alturas. La tarde en que Antonio Ferrera lidió seis toros de distintas ganaderías hubo muchos pases pero ninguna faena completa, innumerables lances con el capote, galleos inverosímiles, quites imposibles de descifrar sin tener a mano el volumen de las suertes del toreo de José Luis Ramón, y ni una sola estocada digna de tal nombre. Lo bueno de ir a ver a Ferrera es que pasan muchas cosas y no se le puede negar un encomiable afán de romper con lo anodino. Lo malo es que muchas de esas cosas parecen sin sentido, improvisadas a golpes de inspiración, ajenas a un proyecto coherente que tenga en cuenta las condiciones del toro. 

GALLEO
Es un hecho que al extremeño no le pesó la tarde. Recibió a la mayoría de los toros sin intermediarios, resolviendo con solvencia su condición abanta aunque entre tanta borrachera de capote como hubo en la corrida, no fue capaz de dibujar una sola verónica con dominio y sabor. El abreplaza de Alcurrucén fue el único capítulo sin historia de la encerrona, en consonancia con la mansedumbre y la fealdad del pupilo de los Lozano, que Dios le conserve el olfato al veedor que lo seleccionó para la ocasión.

El segundo de Parladé fue otro toro de media casta que Ferrera empezó a lucir en un vistoso quite construido con largas afaroladas encadenadas a la misma verita del caballo. La faena empezó con buen tono por ayudados muy reunidos para despeñarse después con menos ajuste y cobrar vuelo de nuevo en un imaginativo final de muletazos sin ayuda, naturales con la derecha muy descolgado y templando al ralentí. Dos pinchazos en su sitio y una contraria impidieron mayor recompensa.

NATURAL
El primer plato fuerte de la tarde lo sirvió Adolfo Martín con Sevillano, un encastado cárdeno que humillaba una barbaridad y que lidia en exclusiva el matador aunque no siempre a favor del toro, bien picado por Antonio Prieto. Después se equivoca al introducir la suerte de la garrocha que Raúl Ramírez interpreta sin excesivo lucimiento ante un toro que no se arranca de lejos en el segundo tercio. Esa condición incierta provoca uno de los grandes momentos de la tarde, un enorme par de banderillas a cargo de Fernando Sánchez, que se asoma al balcón a despecho del cabezazo que le tiene reservado el toro que espera entre las rayas. La faena es extrañísima. El toro empieza colándose, luego se traga tres naturales cuando Ferrera lo lleva muy obligado pero al relajarse y olvidar el mando, el toro se vuelve a enterar de lo que hay tras el engaño y lo busca. Ahí claudica el torero y lo aliña sin darse coba en busca de la segunda parte de la corrida, donde le esperan embestidas más convencionales.

FERNANDO SÁNCHEZ
El primer Victoriano de la tarde es un caballo de 600 kilos que derriba con estrépito a la acorazada de picar. Nueve subalternos y dos sobresalientes no bastan para sacar al toro encelado en los entresijos inferiores del peto y tiene que ser el omnipresente director de lidia quien se emplee a fondo mientras un mono colea innecesariamente al morlaco. Como si quisiera aligerar el trance vivido, Ferrera se luce por aladas caleserinas antes de que el toro ponga en apuros en banderillas al mismísimo Ángel Otero, que está lejos de su mejor momento. Su matador lo pasa de muleta sin probaturas en los medios citando al toro en la distancia, dominando el escenario, pero la faena transcurre sin relevancia hasta que vuelve la abolición de la muleta montada. Es tirar el estoque de ayuda y Ferrera se transfigura en un torero más puro, mejor colocado, menos retorcido, más natural. Así surgen buenos pases, muy erguido y en el sitio. A la hora de matar recupera el cite desde la distancia y cobra una estocada corta recibiendo a un toro que viene al paso, ocurrencia que ya le dio buenos réditos en San Isidro pero que esta tarde no es suficiente para alcanzar la oreja porque cinco descabellos lo frustran todo.

El quinto es Garbancero de Domingo Hernández, un Garcigrande justo de trapío que se tapa por la cara. Mientras el toro recibe el primer puyazo, Ferrera se echa el capote a la espalda y de esta guisa pretende sacarlo del caballo y al fin lo consigue mariposeando con garbo e improvisando el quite de oro, en una estampa antigua y deliciosa que nos retrotrae a las filmaciones de los años veinte cuando el quite se hacía sin solución de continuidad con la primera vara, y el remate del último lance dejaba al toro perfectamente colocado para la segunda. José Chacón se luce con los palos y vuelve a demostrar su conocimiento resolviendo un barullo en la lidia, llevándose raudo al toro a una mano hacia el burladero de la segunda suerte. La faena comienza sin plan y el torero no se centra en las cercanías de los pitones, ahora obliga al toro, ahora se relaja, luego se amontona hasta que descubre por fin que el animal pide la media distancia y es ahí donde surgen varias series ligadas que le conducen a la primera oreja de la tarde tras una estocada defectuosa pero de buena ejecución.

MEDIA
El bombón de la tarde también llevaba la marca de Victoriano del Río y se  reservaba para el postre, ahí sí que acertaron los que dispusieron el orden de lidia. Ferrera se va a recibirlo en la puerta de chiqueros y a la larga de rodillas le suceden fantasías varias de ayer y hoy entre las que destaca una larga adornada con arabescos capoteros previos al embroque, en la que el Pana se hace presente en la plaza que nunca pisó. De nuevo quita al toro del piquero por chicuelinas arrebatadas y media de torerísima hondura para ponerlo de nuevo en suerte. Se le pide banderillear pero por no desairar a la cuadrilla ya dispuesta para el trance, deja que Montoliú pase un quinario y Sánchez se luzca de nuevo y después solicita al presidente una última entrada en la que quiebra al toro por los adentros pero el castaño no acaba de comprar el cambio y Ferrera aguanta con gran exposición clavando en la cara la bandera extremeña en todo lo alto, la plaza entera boca abajo contemplando el paroxismo final de recortes a cuerpo limpio de un torero que parece en estado de gracia. La faena empieza de rodillas ligando derechazos, pero donde encuentra el clamor definitivo es de pie, en dos series con la diestra templadísimas y una al natural relajadísimo, muy reunido, muy de verdad. Faena corta porque el toro se raja que remata de estocada honda  y dos descabellos. El animal ha terminado sus días en la misma puerta de chiqueros y como los mulilleros no pueden alargar está vez el trámite, el palco concede la oreja cuando el tiro de Caronte ha iniciado ya el camino hacia la morgue del despiece y una vez entregado al héroe el salvoconducto para la puerta grande, el ruedo se llena de un gentío mayoritariamente joven que acompaña a la salida en hombros más multitudinaria que un servidor recuerda. Espléndida imagen final de una tarde en la que hubo de todo como en botica, en la que se destaca la evidente capacidad física y técnica de Antonio Ferrera para lidiar seis toros en Madrid, pese a lo cual, una vez apagados los gritos de la multitud, sobrevuela la plaza una sensación de falta de unidad y toreo de enjundia que hubiera podido elevar la función por encima del indudable entretenimiento.

Al día siguiente del frenesí, la calma. Adolfo Martín también quiso hacer su particular contribución al desastre ganadero de la feria, enviando una corrida desigual de presentación, tres cuatreños más manejables y tres cinqueños pasados, casi seis años a las espaldas y en las ideas que sin duda pesaron en su comportamiento incierto y descastado.

Curro Díaz lidió el toro más aprovechable de la tarde, Bonito de nombre y de hechuras, su encastada boyantía por el pitón izquierdo requería un torero dispuesto a subordinar la estética al compromiso, pero Curro parecía querer marcharse del envite en cada serie, desconfiado y muy movido de pies, a pesar de la plástica evidente que surgía en cada pase y del eco que encontraban en la afición los naturales de su inconfundible sello.

CURRO DÍAZ
López Chaves venía preparado para la pelea y se encontró con un Adolfo nobilísimo, terciado y muy blandito, al que sostuvo a base de aplicarle un temple exquisito desde la colocación exacta. Apuntamos en su haber el detalle en extinción de coger el estaquillador de la muleta por el mismísimo centro, y en su debe, un manejo del acero impropio de torero tan poderoso. El quinto no quería salir del chiquero y se emplazó en la bocana pidiendo un torero con redaños para provocarle el interés por el mundo exterior y allí tuvo que acudir el matador para aguantar con firmeza el arreón inicial y salirse después hacia los medios con un capoteo defensivo que no contribuyó demasiado a enseñarle a embestir. Después todo se vino a menos y el toro llegó al último tercio con una sosería extraña a su encaste.

Manuel Escribano reaparecía en las Ventas después de la grave cornada que cobró de un toro de Adolfo en San Isidro. El público reconoció el gesto obligándole a saludar y el de Gerena puso en marcha el guión que invariablemente trae preparado a la plaza, le toque lidiar a la tonta del bote o a un peligroso barrabás. Recibir al toro a porta gayola es un trance efectista que pierde su sentido cuando se reitera en exceso y Escribano se va hacia la puerta de chiqueros en todos sus turnos sin excepción como si hubiera hecho una promesa. La gente se sobresaltó con el atragantón que se llevó cuando el toro se le paró en el primer intento de larga cambiada pero acabó contemplando la última excursión al territorio de Florito con absoluta indiferencia. En su empeño por sumar puntos como si la lidia fuera la liga de fútbol, Escribano se obstina en banderillear a todos los toros, costumbre que debería replantearse después del mitin que dio con el tercero, que cortaba el viaje una barbaridad. Cómo sería la cosa que tras poner a duras penas tres palos en tres entradas intentó pedir el cambio de tercio pero el presidente no tragó y le obligó a cumplir el reglamento. Para completar la partitura prevista, Escribano pasó de muleta de igual manera al malo que al menos malo, en sendas faenas sin ángel, ayunas de mando y personalidad. Qué lejos queda la frescura de aquel torero a quien pusieron en circulación las dos orejas que cortó en Sevilla a un Miura en la corrida destinada inicialmente para el Juli, a quien recordamos que ya va siendo hora de repetir el gesto o le retiraremos el altar que tenemos para él dispuesto en la andanada.

EL ALTAR


lunes, 30 de septiembre de 2019

FERIA DE OTOÑO I: LA APOTEOSIS DEL FEÍSMO

Paco Ureña

El primer fin de semana de la Feria de Otoño del 19 giraba en torno al plato fuerte del desafío entre dos de los triunfadores de la isidrada anterior, como si la mente diabólica del gatopardo de Nimes se hubiera propuesto enfrentar mano a mano impostura con pureza y modernidad con clasicismo, para que así quedara patente en una misma tarde, sobre la arena de las ventas, la diferencia entre la mentira y la verdad. La propuesta fue respondida con un lleno en la última jornada del veranillo de San Miguel pero el dilema sobre quién había llevado a la gente a la plaza se resolvió pronto cuando al romperse el paseíllo, la afición conspicua sacó a saludar a Paco Ureña en recuerdo de la eclosión de su toreo en la penúltima tarde de San Isidro y sin embargo protestó a Perera cuando el lorquino le obligó a compartir la ovación por aquella puerta grande tan cuestionada en el día del patrón, por la que se llegó a pedir la dimisión del presidente Gonzalo de Villa, que aún sigue en el palco.

El vídeo de la tarde debería ser de proyección obligatoria en las escuelas taurinas para explicar a las figuras en ciernes la diferencia existente entre torear y destorear. Torear es lo que hizo Ureña con el primero de su lote, un Cuvillo bautizado Ricardito, número 200, un cinqueño de marzo del catorce que ya fue sobrero en la tarde de su triunfo grande y que desde entonces si las fichas de ambas corridas no mienten, ha perdido nada menos que 26 kilazos sin necesidad de pasar por Naturhouse. Ureña construye una faena que comienza a cimentarse con los materiales habituales del estatuario ensimismado, el trincherazo hondo, el ayudado de seda y el de pecho triunfal, un preludio maravilloso que logra el efecto de que dejemos de cuestionar al toro y nos abandonemos a la gloria del toreo, como siempre ha pasado. Cuando Paco levanta las paredes del toreo fundamental, el toro se derrumba y el torero tiene que apuntalar la obra empleando el material del temple, a media altura pero siempre en el sitio, encajado y natural. El poso de la gran temporada que lleva a las espaldas le ha llevado a asentarse como torero, a pensar más en la cara del toro, a medir las faenas, a no atropellar la razón. Se suceden los pases cada vez con más ajuste, con más empaque, con más verdad y en un cambio de mano interminable, llega el clamor en el que se instalará la plaza hasta la estocada final, la pureza en la ejecución de la suerte va acompañada de la colocación un punto contraria. Oreja de ley.

Oreja de ley

Antes de la lección de Ureña, Perera explica lo suyo a las buenas gentes pero aunque el primero de Juan Pedro se mueve con nobleza, el diestro no logra poner en marcha el mecanismo de las ovaciones con su propuesta trapacera y despegada. Después con el tercero de Victoriano del Río, tampoco funciona la cosa a pesar de que pareciera que las formas de Ureña han obrado el milagro de conducir a Perera por el camino del gusto y la reunión, sobre todo en las verónicas de recibo que interpreta genuflexo y en un galleo torerísimo por chicuelinas de mano muy baja, pero el toro no colabora en el asunto de la movilidad en el último tercio, elemento imprescindible para encender la mecha de los fuegos de artificio del toreo moderno. Con todo, debemos agradecer a Perera que haya sumado a su extraordinaria cuadrilla de esta tarde, la sabiduría lidiadora de José Chacón, por si la tersura del capote de Curro Javier y la brillantez con los palos de Ambel y Arruga, no resultaran argumentos suficientes para engalanar la tarde.

Ureña no dice gran cosa con el jabonero cuarto de Juan Pedro y la corrida se desliza por la cuesta abajo de la mediocridad cuando sale el quinto de Núnez del Cuvillo, ganadería seleccionada para la docilidad en la muleta, de nuevo muy blandito y justo de presencia, muy protestado en los primeros tercios. Perera apuesta por el toro y lo cita de largo en los medios, y allí acude el Cuvillito alegre, dejando atrás las claudicaciones precedentes, encontrando en la muleta que se mueve allí a lo lejos un señuelo que no le obliga nunca, que jamás lo quebranta, al que el animalejo persigue incansable una y otra vez, sin preguntarse por el hombre que hay detrás del engaño, aquél que fue capaz de aguantarle el paso en Madrid a la apoteosis tomasista de 2008, con otra propuesta de mayor compromiso que le hizo adquirir el prestigio y cobrar lo suyo en cornadas. A partir de ahí nació otro torero que aprendió a basar su poderío en conducir el viaje previsible sin estrecharse nunca en el embroque, en mecanizar tarde tras tarde la técnica innegable de saber hurtar el cuerpo a la embestida con el birlibirloque del pico y la pierna retrasada y para qué volver al terreno donde los toros cogen si el público sigue aplaudiendo la función, incluso en este Madrid que brama con Perera después de haberse entregado a Ureña, debe ser que cuando hay hambre la mortadela sabe igual que el buen jamón. Un pinchazo sin soltar y un metisaca en los bajos desbaratan el triunfalismo que ya tenía preparada una nueva puerta grande para culminar el despropósito.

Perera en la distancia

En el fin de fiesta, restaba por salir el último de Victoriano del Río, que el presidente trató también de aguantar por ver si se obraba de nuevo el milagro del tullido. Un batacazo del toro tras el segundo par de banderillas desengañó al usía y un brevísimo pañuelo verde dio paso a un sobrero de José Vázquez, el de los toros indultados en las plazas de Maximino Pérez, en sus predios de Illescas y Cuenca. Pero si naciste para martillo, del cielo te caen los clavos. Si Ureña creía que iba a acabar la tarde sin sobresaltos no tuvo más remedio que volver a la dureza de antaño y soportar parones y tarascadas de un pregonao que al sentir la disposición del torero, tuvo que claudicar, podido en las tablas donde el triunfador incontestable de la temporada, acabó con sus días de estocada desprendida en la suerte de recibir.     

Para la segunda tarde, el extraño cartel que compuso la empresa sólo tenía sentido si lo que se intentaba era contraponer la plasticidad con el feísmo, la naturalidad con el tremendismo, las finas maneras de Juan Ortega contra las toscas trazas de Juan Leal, con Daniel Luque de testigo absurdo de un duelo imposible. Al final, la enésima moruchada del Puerto de San Lorenzo, atenuó las diferencias entre uno y otro, y ambos comulgaron con parecida escasez de oficio y el mismo empeño en matar a la última.

Lo mejor de Leal es su fondo de valor estoico que acredita en los quites que prodiga y en el impávido comienzo de la faena de muleta al segundo de la tarde, a base de pases de rodillas cambiados por la espalda. Es lástima que al ponerse en pie, su concepto técnico le impida buscar la colocación que admitiría su arrojo y persiga con tanto ahínco la despedida del toro hacia la periferia. En el quinto desperdicia lamentablemente el esfuerzo con que su hermano Marc intenta ahorrar lances en la lidia, para conseguir que el boyancón del Puerto brindara algunas embestidas bonancibles para provecho de la empresa familiar.  Como en la parábola del hijo pródigo, el hermano de oro se gasta la herencia despilfarrando el trabajo del hermano de plata que ya en el segundo se había jugado el pellejo dándole todas las ventajas al toro en un postrer par de banderillas que iba a ser enorme pero concluyó en cogida por fortuna sin consecuencias. Tanta fraternal entrega  para que al final Juanito practicara el toreo al revés, el mismo planteamiento ventajista en la distancia y en las cercanías acabó por aburrir al toro, cansado de aguantar mantazos.

Juan Ortega

Juan Ortega es de aquellos toreros que como ocurría con los curristas, necesitan partidarios que se conformen con verlos hacer el paseíllo, esa forma de venir vestido, esas maneras de andar por la plaza que le separan de aquellos otros que salen de la cara del toro como lo haría el lateral derecho del Atlético de Madrid. Porque después, apenas la compostura. El tercero recibe mil capotazos en la lidia que descomponen su fondo de mansedumbre hasta que acaba aculado en tablas en el tercio de banderillas, situación que resuelve Antonio Chacón con un grandioso par al sesgo. En la muleta sólo apuntes de Ortega insinuando pases que nunca encuentran remate y continuidad. El curso que da Chacón en la lidia del sexto le enseña a su matador que el toreo es posible pero Ortega vuelve a defraudar, medroso en exceso, absolutamente desbordado por un toro que dista mucho de ser un barrabás.

Y Luque. Nadie entiende el ambiente que Luque tiene en Madrid, pero lo tiene. La de veces que hemos venido a verlo en esta plaza y no recordamos alguna tarde en la que nos convenciera, ni siquiera aquélla de hace un lustro en la que abrió la puerta grande también con los del Puerto y de la que no recordamos nada. Seguramente tampoco lo hacen los que le cantan las verónicas lánguidas que acompañan las embestidas mortecinas de su lote, acaso reconociendo la incuestionable hazaña técnica que debe ser manejar el percal sin acabar tropezando con ese pedazo de toldo que gasta por capote, del que saldrían tres de Curro tirando por lo bajo. A pesar de todo, y de que sus dos toros son de diferente procedencia, la que dista del puerto a su ventana, ambos se comportan de manera idéntica al hacerse presentes en el ruedo, barbeando siempre las tablas en busca de la comodidad de la dehesa. Ambos tienen asimismo veinte pases antes de su previsible huida, que digo yo que si ese es el destino seguro que aguarda al trasteo según el vaticinio de los que llevamos contemplando la misma jugada durante décadas en la piedra, resulta inexplicable que los profesionales se empeñen en tirar líneas de manera anodina por las afueras para no atacar a un toro que se va a acabar rajando igual. ¿No sería más aconsejable ponerse en el sitio, meterse en el terreno del toro, ceñir la embestida y vaciarla detrás de la cadera, aunque el toro en lugar de aguantar treinta viajes sólo admitiera diez? ¿Lo sabría hacer Luque? Dicen que en Francia lo hace, pero llegar a las Ventas y apuntarse al carro del ventajismo es todo uno. En fin. 

La feria se abrió con una interesante novillada de Fuente Ymbro que seleccionó un toro nobilisimo en la muleta para poner a funcionar a Tomás Rufo, el triunfador de los festejos nocturnos del verano, que con su primero había dejado la puerta grande entreabierta cortando una orejita fácil por una labor aseada y sin sustancia que solo se elevó en los ayudados por bajo finales. Pero en quinto lugar salió Hechizo, un torito burraco de 534 kg, muy bien banderilleado por Sergio Blasco y Fernando Sánchez que llega al último tercio comiéndose la muleta que le ofrece sin probaturas Rufo en el tercio, en la serie más reunida de su trasteo. Después no hay tanto ajuste en el cuerpo de la faena que tiene momentos brillantes aislados como un cambio de mano monumental flexionando la pierna contraria y otras concesiones más baratas al toreo moderno. La bisoñez del novillero emerge en el amontonamiento lógico de quién sólo lleva apenas una docena de festejos con picadores y al que sin embargo se le apunta el gusto de concluir las faenas a la manera clásica sin recurrir a la peste de las bernardas de moda. Suma otra oreja que permitirá de muevo a un novillero salir a hombros de las Ventas, cuatro años después de que lo hiciera Roca Rey, tal es el erial en que está convertido desde entonces, el escalafón del relevo. También actuaron el Rafi y Fernando Plaza y ambos se fueron de vacío aunque el segundo destaca por su valor estoico en un quite de frente por detrás de pasmosa quietud y en la faena al último de la tarde, un toro complicado ante el que se le apunta el mérito de aguantar entre los pitones mientras escucha como van descorriendo el cerrojo de la puerta grande por la que ha de salir su compañero.

Tomás Rufo



jueves, 5 de septiembre de 2019

BUSCANDO A CHUPAGRIFOS


Cuenca no existe. La ciudad que me vio nacer se desvanece poco a poco, desaparece de la mirada para quedar confinada en el solar del recuerdo. Las paredes del Sanatorio de San Julián que alumbraron a mi generación, su estructura deshabitada expuesta a la intemperie desde hacía diecisiete años, están a punto de dejar de ser el esqueleto donde comparecían los fantasmas del pasado para que se erija un geriátrico en su lugar, triste metáfora del destino de una ciudad moribunda.



El viejo sanatorio formaba una extraña trilogía de la incuria con otros dos lugares asimismo abandonados durante una década por la dejadez de las administraciones. El edificio de la Normal en cuyas aulas recibíamos clase los alumnos de la Aneja, se esfumó hace tiempo víctima de la piqueta. En el espacio mítico donde soñábamos el futuro, se construirá un hotel. El Instituto Alfonso VIII que albergó nuestros primeros pasos de bachilleres, todavía yace clausurado por la demora de las obras de un aparcamiento recientemente terminado. Si la patria del hombre es la infancia, alguien anda por ahí empeñado en derribar sus muros, si un tiempo fuertes, hoy desmoronados. En el recorrido por los escenarios de la niñez, ya no hay tráfico en el circuito del Vivero, los billares del Sastre son un espectro atrapado tras un muro de ladrillo y ni siquiera subsiste el Choco para que podamos comentar la jugada, acodados en su barra de metal. Si aún estuviera abierto el Kiosko del niño para endulzar la herida y el chocolate del Colón todavía pudiera calentar el paladar, aquéllos que regresamos de vez en cuando del exilio para abrigarnos con el amparo de la senda conocida, no andaríamos por ahí desnortados, buscando a Chupagrifos.



Al menos podemos seguir echando un trago en las fuentes del Parque de San Julián, pero el agua ya no sale tan fresca como entonces, cuando teníamos que encaramarnos a su pedestal y abrazarnos al querube para engañar a la sed. Hoy nos persigue otra sed, la que el agua no sacia, la que agudiza la ausencia y convierte a Carretería en un paseo inhóspito a pesar de su bullicio, esa sed a la que nunca dará satisfacción la inútil peatonalización de la nada. Sólo unos pocos nos entenderán cuando les digamos que nunca fuimos tan felices como cuando devorábamos un paquete de patatas de la Clementina ensimismados por el fulgor de la fuente de colores. Menos aún recordarán la magia que serpenteaba temblando en blanco y negro, vainilla y chocolate magníficos, por encima del humilde cucurucho del helado de máquina de Ruiz. Los que imaginábamos el Corte Inglés en Galerías Cuenca, continuamos echando de menos que alguien nos regale un globito cada vez que compramos un par de zapatos. Será difícil explicar a las nuevas generaciones que jugar en las máquinas del Picadilly no era incompatible con echar una carrera de chapas en el Carrero y que crecimos sin traumas a pesar de que el As de Bastos era nuestro Leroy Merlin.



Quizá todo deba ser así o quizá no. El cambio del entorno que nutría nuestra nostalgia es tan natural como el paso del tiempo y tal vez los árboles que daban sombra a nuestro llanto iniciático deban ser derribados como pronto sucederá con la marquesina del sanatorio. De todos modos, sería conveniente pedir a los enterradores del pasado más celeridad en la ejecución de las paletadas, porque nuestro espíritu sensible no puede seguir caminando eternamente entre ruinas.




jueves, 25 de julio de 2019

SESIÓN DE IMPOSTURA




Decía Miguel Gila que en su época, las relaciones entre padres e hijos eran más sencillas porque entonces, el comprensivo progenitor le solía decir a su vástago más rebelde, si vuelves a casa después de las diez, te meto una patada en la cabeza que te la reviento. Y el chaval lo entendía, había diálogo, sentenciaba el gran cómico. En nuestros días, los interlocutores políticos que dijeron haber entendido el mensaje diverso de las urnas y apelaban al diálogo como única manera de gobernar las instituciones, hoy se aferran como lobos a su parcelita de poder y erigen en torno a ella una muralla de prejuicios que ahora está de moda llamar cordón sanitario. Ya lo vimos cuando los diputados independentistas propusieron el método Gila para resolver el conflicto catalán lo cual consistía en decirle al gobierno, si no liberas a los presos y me concedes el derecho de autodeterminación, le pego una patada a los presupuestos y reviento la legislatura.

Lo hemos visto de nuevo en la negociación de las investiduras pendientes, nuestro contemporáneo patio de Monipodio en donde toda mediocridad y prepotencia tienen su asiento, conformando una mezcla explosiva que amenaza con perpetuar un bucle ilimitado de reuniones ficticias y nuevas citas electorales. Mientras Rincón y Cortado esperan sentados la vuelta del bipartidismo, los nuevos aspirantes a la poltrona juegan al trile por las esquinas y ensayan posturas en las ruedas de prensa exigiendo un carguito, una prebenda, un gesto, una foto, lo que sea, para poder colmar su vanidad.

Y es que Pablito quiere ser vice, 
pero Pedrito le contradice, 
las elecciones convocaré.
Tengo a Tezanos metiendo miedo, 
si abro las urnas ganar yo puedo, 
la investidura es un paripé. 
El presidente pide abstenciones, 
el que a Mariano dijo que nones 
quiere a Rivera de seguidor, 
y ahora el mesías da un paso al lado, 
si no me quieres coge a Casado, 
que ése se abstiene tras el calor. 
Sánchez propone tres ministerios 
y a la consorte tras el puerperio, 
le guarda un puesto de relumbrón, 
pero Echenique ya tiene silla, 
las que le ofrecen son calderilla, 
nos retiramos al casoplón.     

Tampoco es que todo este teatro sea irreversible. Contrariamente a los llamamientos a la estabilidad de los poderes fácticos, la economía sigue creciendo y la prima de riesgo está bajo mínimos, lo cual garantiza buena financiación para seguir pagando la fiesta de momento. Hasta que el avispero catalán explote en otoño y sea necesario un gobierno fuerte en apoyo de las instituciones, nos hemos distraído lo nuestro escuchando la monserga vacía del estadista Sánchez, el sagastacanovismo manido del prócer Casado, el matonismo de patio del bello Rivera, la dialéctica tuitera del elevado Rufián, el prietas las filas del marginado Abascal y el qué hay de lo mío del altruista Aitor, mientras el hijo de Suárez y Pisarello contemplaban la jornada expuestos en el frontispicio del hemiciclo, éste es el nivel.

Frente a tan reiterada estulticia, Iglesias sintetizó en diez minutos lo que realmente importaba al narciso de la Moncloa: ser presidente a toda costa, para lo cual al tiempo que le hacía ojitos al macho alfa de la izquierda, solicitaba la abstención de las derechas como el mendigo que te aborda con su es penoso pedir, pero más triste es robar. El vicepresidente nonato intentó con brillantez explicar el enredo con un tono profesoral que se resquebrajó al final cuando advirtió a Sánchez de que sin su apoyo jamás sería presidente, tal y como hacen las vendedoras de romero cuando te lanzan la maldición al rehusar la ramita. Una vez más, le traicionó la soberbia y no vio la jugada. El doctor plagiario nunca quiso al latifundista de Galapagar en su gobierno, ni tampoco una cuota podemita que multiplicara por tres la posibilidad de que le recordaran en cada consejo de ministros que en España hay presos políticos. A la vuelta del verano, se abrigará con ropajes patrióticos para justificar la nueva convocatoria de elecciones y ganará quien sea más creíble en el relato de esta semana de burla y postureo, en el encubrimiento de la impostura más bochornosa de la historia del parlamentarismo español.