jueves, 21 de septiembre de 2017

CATALUNYA ÉS MEVA


No es esto, no es esto. El quejido orteguiano aturde el cerebro mientras asistimos a la asonada parlamentaria. La chapuza perpetrada por las fuerzas independentistas parece diseñada por servicios de inteligencia enemigos empeñados en hacer fracasar el procés, despeñándolo por el precipicio de la ilegalidad. La estrategia nacionalista por fin se concreta en el rostro fanatizado de Forcadell. La Presidenta del Parlament sublevado se sacude la bota del Estado oprimiendo a las minorías. El asalto a la ley es tan burdo que hasta Coscubiela parece Cicerón clamando contra la tiranía. Iceta, Albiol y Arrimadas, ese trío imposible de próceres, delegan en portavoces de medio pelo la refriega reglamentaria y posponen su catilinaria inútil para cuando ya no hace falta. Las sonrisas de Puigdemont y Anna Gabriel anticipan una nueva versión de totalitarismo practicada sin dejar por un momento de pronunciar la palabra democracia.

Pero votar en contra de la ley no es democracia y aprobar la sinrazón por mayoría no convierte el exabrupto en razonable. Hasta un estudiante de primero de derecho sabe cuál es el procedimiento para cambiar las normas pero los rebeldes siempre prefirieron un choque de trenes en el que el humo de la locomotora fuera tapando el hedor de su propia corrupción política y moral. No era tan difícil esperar en la estación a que la podredumbre del gobierno central se manifestara definitivamente y un nuevo escenario político les permitiera atisbar su quimera, pues hace tiempo que la izquierda parlamentaria dejó de considerar incompatible con su historia y su ideario amparar pretensiones nacionalistas, defender propuestas insolidarias, abolir la igualdad de todos los españoles en el territorio nacional.

Resulta increíble contemplar cómo ha podido llegar hasta aquí un argumentario sostenido por un cuento inventado sobre la Guerra de Sucesión y el manido recurso a las bajas pasiones del Espanya ens roba. La tergiversación de la historia apenas da para jugar a la revolución contra otro Felipe y clamar en el Camp Nou en el minuto 17:14 del partido frente a un imaginario ejército borbónico al que el General Messi esta vez sí derrotará, antes de emigrar para no tener que jugarse la liga contra el Hospitalet. La falacia independentista no se sostiene de puro zafia por más que la vistan con románticos ropajes de desobediencia civil contra instituciones carcomidas por la incuria de un sistema perfectible. 

La falta de calidad democrática de las estructuras del Estado no justifica su rompimiento, sobre todo si hasta hace cuatro días, los mismos que ahora se disfrazan de adalides de las libertades del pueblo, medraban para apoyar al gobierno de turno y conseguir su cuota en las instancias judiciales de las que ahora reniegan. El Estado de Derecho es un refugio agrietado que puede seguir cobijándonos frente a la ignominia de quienes pretenden reducirlo a escombros. En el entretanto, haría bien la vicepresidenta en abstenerse de citar espuriamente a Montesquieu para defenderse de la imagen de Rufián blandiendo impresoras, la enjundia del debate parlamentario definitivamente rebajada al nivel de una sucesión de tuits sin ingenio. Se avecinan espectáculos lamentables como el de los alcaldes sediciosos haciendo pública ostentación de su voluntad de violar la Constitución que prometieron cumplir, degradando el lema del No tinc por a la categoría de eslogan publicitario que lo mismo sirve para el roto de un atentado terrible que para el descosido que pretenden en nuestra sufrida piel de toro.

La osadía jurídica de los diseñadores de la farsa les lleva incluso a sostener en público que el Derecho Internacional es la legislación vigente en Cataluña. La comedia se completa con el fingimiento de un atropello del que pretenden defenderse acogiéndose al derecho de autodeterminación que Naciones Unidas diseñó para el amparo de territorios ocupados con violencia. El hecho diferencial que siempre se utilizó para sacar tajada de gobiernos débiles, en realidad consistía en sucesivos ataques de victimismo frente a un neocolonialismo inexistente, al tiempo que se protesta contra un estado de excepción imaginario desde una manifestación libre que nadie reprime.  

Cuando hace siete años se prohibió la tauromaquia en Cataluña, no fueron muchos los que se sintieron concernidos por semejante desafuero y tuvo que pasar más de un lustro para que el Tribunal Constitucional anulara aquella ley que invadía competencias del Estado. Casi un año después, nadie se ha atrevido a organizar allí un espectáculo taurino y las plazas de toros se utilizan ahora para montar aquelarres independentistas. La presencia de Otegi en la diada era el inicio de la batasunización del ambiente, monstruo bifronte cuya cara amable nos muestra a los radicales de la CUP escrachando con flores a la Guardia Civil, mientras su reverso siniestro se encarga de señalar a los servidores de la ley para que permanezcan en el redil de la mayoría silenciosa, so pena de portar para siempre el estigma del botifler

Como escibe Serrat en una de sus canciones seria fantastic que arribés el dia del sentit comú, que Pedro Sánchez no siguiera de perfil en este asunto, que Rivera olvidara los gestos para la galería, que Pablo Iglesias no considerara presos políticos a los que cometen malversación de fondos y Rajoy mantuviera su compromiso con la ley más allá de estos días convulsos y respondiera de una vez por la corrupción de su partido. Hasta que llegue ese futuro improbable, el principio de legalidad debe impedir que al pueblo español se le despoje de su condición de sujeto de soberanía sobre una parte de su territorio. Nadie nos puede privar de la fortuna de seguir sintiendo a Cataluña como propia. Catalunya és meva, també.





martes, 5 de septiembre de 2017

LA CONJURA DE LOS BOLARDOS

De todas las manifestaciones de la mezquindad del alma humana, la más inexplicable es la ingratitud. Tratar de comprender el mecanismo mental que lleva a un joven musulmán nacido en Cataluña, a practicar la yihad contra su tierra de adopción es una tarea que conduce al absurdo. Se cría en un entorno amable en el que las manifestaciones hostiles contra su raza son anecdóticas, crece en un ambiente en el que los poderes públicos promueven su integración con todo tipo de medidas de asistencia social, disfruta de oportunidades sanitarias y educacionales inalcanzables en su país de origen y un buen día, es captado por un psicópata disfrazado de líder religioso que le adoctrina en el victimismo y en el arte de la guerra santa contra sus vecinos de escalera. La estupefacción que produce contemplar las secuencias de las horas posteriores al atentado de las ramblas en las que tres de los adolescentes miembros de la célula terrorista compran entre risas la tortilla de patata que será su última cena y luego se procuran hachas y cuchillos con los que después pretenden rebanar el cuello de los viandantes que les salgan al paso, no es superior a la que sentimos cuando nos damos cuenta de que se lanzarán contra ellos porque los consideran cruzados infieles usurpadores de Al-Ándalus.

El origen de esta clase de perversión mental no hay que buscarlo en profundos aparatos ideológicos, sino en técnicas más cercanas al nihilismo sectario que a una sincera fe espiritual. Es cierto que contra esta vuelta de tuerca que activa los cerebros de estos chicos para que conviertan en realidad lo que la mayoría de nuestros hijos se conforma con ensayar de manera virtual en la quimera de un videojuego, es difícil defenderse. Pero la radicalización de estos jóvenes corre pareja con una escasa capacidad logística y operativa que hubiera podido ser prevenida si nuestras medidas de seguridad hubieran sido dispuestas con la profesionalidad y prontitud que demandaba el protagonismo de Barcelona en las soflamas de los fanáticos. Lo prueba el hecho de que la masacre proyectada en Cambrils fue abortada en parte porque los mossos ya se hallaban en alerta. Después hemos sabido que las investigaciones sobre la explosión de la vivienda que alojaba a los asesinos no fueron un ejemplo de lucidez cuando no se ataron cabos tras encontrar en el mismo escenario okupado un número anormal de bombonas de gas, un libro con consignas yihadistas y acetona suficiente para que la madre de satán destruyera los emblemas de la ciudad de los prodigios. Ni siquiera era necesario que servicios de inteligencia foráneos alertaran a los cuerpos de seguridad de una amenaza terrorista sobre las ramblas que ya era de puro sentido común. La endémica descoordinación de nuestras múltiples policías hizo el resto para que se añadiera otro capítulo al libro que se comenzó a escribir a propósito del 11-M.

En todo este tiempo de calma aparente, no parece que hayamos aprendido mucho, y el espectáculo que ya se dio entonces en la explicación de la tragedia se ha vuelto a repetir ahora para bochorno de nuestra credibilidad internacional. El caínismo de nuestro carácter aparece cuando menos hace falta ya sea para buscar culpables en el adversario político o para sacar pecho de nación autosuficiente cuyos líderes no sienten pudor alguno al prodigar baladronadas independentistas en la gestión del atentado. Esos polvos conducen inevitablemente al lodo en el que se convierten las manifestaciones posteriores, manipuladas por actores partidistas más preocupados de mostrar en primer plano su bandera que por honrar la memoria de las víctimas. La espontaneidad de las flores de homenaje y las velas de recuerdo se olvida pronto para dejar paso a la estrategia de las pancartas contra occidente y las esteladas con crespón, de luto por nuestra convivencia.

Si todavía hubiera una brizna de dignidad en aquéllos que para nuestra desgracia lideran las instituciones, suspenderían de inmediato las hostilidades, aplazarían procesos y evitarían desconexiones en un momento como éste en el que nos va la vida en la unidad. La banalidad del mal que se advierte en estos terroristas de última generación corre pareja con las miserias nacionalistas concentradas en hacer creer a la población que la ruptura con España será la panacea contra futuros atentados del mismo modo que antes se identificó a la república catalana independiente con un paraíso improbable exento de corrupción. Ni la certidumbre de la muerte en primer plano es capaz de añadir cordura a un escenario desde el que se siguen realizando grandilocuentes protestas de democracia basadas en el incumplimiento del marco legal que todos nos hemos dado.


Aunque el nacionalismo se cure viajando, los inquilinos de la plaza de San Jaume no necesitan traspasar su deseada frontera para remediar el mal que les aqueja. Les bastaría con atravesar el barrio gótico, alcanzar las ramblas y entregarse al cosmopolitismo que allí se respira, defender la maravilla de ese kilómetro mágico con una trinchera que impida que haya que refugiarse de nuevo en la Boquería, salvo para admirar su belleza. Es más fácil despojarse de la ambición y de las mentiras transitando la alegría que comienza en Canaletas y se asoma al mar en Colón. La conjura de los bolardos se hace más necesaria contra la traición insolidaria que frente a la barbarie indescifrable. Blindar la ley no nos quita libertad si ello nos hace salir indemnes de la violencia y de la demagogia y nos permite seguir disfrutando de la dicha de caminar la rambla despacio y sin medida, sin que dentro de poco tengamos que hacerlo como extranjeros, sin albergar duda alguna de que el bullicio tras la espalda no es más que el murmullo feliz de una tarde de verano.