viernes, 31 de marzo de 2017

NAZARENO DE LA CAÑA


Mi infancia son recuerdos de una túnica de paño planchada por mi madre en la mañana de Jueves Santo. Con ese gesto, daban comienzo un sinfín de preparativos marcados por el nerviosismo, demasiadas cosas por hacer y poco tiempo para tanto, levántate ya de una vez, limpia los zapatos mientras saco el dobladillo, revisa las tulipas que yo frío las torrijas, todos los años lo mismo, hay que madrugar más, la procesión de anoche que se encerró muy tarde, no hay guantes para todos, ese cinturón no es tuyo, con razón no te vale, te estás probando el de tu hermano, esas nubes no me gustan, saca los capuces que aún le tengo que dar unas puntadas a ese escudo, parece que se abre el día, échame una mano y mueve el atascaburras que hoy no comemos.


Milagrosamente todo acababa componiéndose para que poco antes de las cuatro, la familia entera se encaminara a la cita con la imagen venerada que mi abuelo había instalado en nuestro corazón desde que nos inscribiera en la hermandad de sus ancestros, y nos encargara aquellas extrañas vestimentas, el capuz de terciopelo granate que nunca nos cansábamos de acariciar, la túnica roja rematada en cola orgullosa con la que durante unos años alfombraríamos las calles de Cuenca y aún puede verse recogida en el curtido cinturón de los hermanos que no han querido sucumbir a las exigencias de la comodidad. 


Por aquel entonces, aún no éramos conscientes de que la tradición que representábamos se había iniciado cinco siglos atrás, allí donde nuestros tatarabuelos comenzaron a rendir culto a la Vera Cruz y a la Pasión y Sangre de Cristo, a la vez que consolaban y daban tierra a los condenados a muerte ajusticiados en el Campo de San Francisco. El rito que nos precede procesionaba en torno a la Ermita de San Roque, donde el resto del año se custodiaban las cuatro imágenes primitivas perdidas en el tiempo, el mítico Jesús Nazareno con la Cruz a cuestas que presidía el Cabildo de la Vera Cruz, el paso inaugural de todas las Oraciones en el Huerto que después han sido, la primera Soledad nacida bajo el nombre de Nuestra Señora de la Misericordia, y un Ecce-Homo con las manos atadas, entre las cuales se erguía la caña que desde entonces ha guiado la devoción de cientos de nazarenos tras su mágico y único fulgor.


La llegada de la madurez que da el paso de los años no ha logrado que todos los Jueves Santos, cuando el nazareno enfila Calderón de la Barca camino de San Antón al corazón le falte poco para salirse del pecho y así sería de no mediar a la llegada el abrazo cálido con los viejos amigos y el resolí de Antonio que reconforta tanto como su sonrisa acogedora. La mancha carmesí que se arracima frente al parque de la Trinidad compartiendo sueños, se destaca como una primavera florecida antes de tiempo en las ilusiones de los hermanos que contienen como pueden su impaciencia por divisar la querida silueta del Padre enmarcada en la puerta del templo. 


Sale el paso y el nazareno se oculta en la intimidad de las filas. El ánimo se serena cuando llega la penumbra bajo el capuz, y Cuenca ofrece su empedrado calvario para que lo camine el sentimiento, la emoción que todavía permanece en ese recodo de la senda que tantas veces acogió tu huella en la ciudad de la infancia. El estremecimiento del alma al doblarse el paso para recordar a ese hermano que se fue sin despedirse traslada la mente al itinerario original tan añorado, cuando aún no se nos había hurtado la maravilla del sol filtrándose por las enredaderas de Alfonso VIII, mientras el quejido del miserere sobrecogía la tarde. 


Los banceros van meciendo nuestra alegría y uno quisiera estar siempre a su lado, vigilar eternamente su marcha acompañando su esfuerzo, sentir el ritmo de las horquillas tan cercano como si mi espalda maltrecha hubiera podido alguna vez merecer la dicha del hombro herido bajo el banzo. No habiendo podido ser bancero, al fin me correspondió ser Hermano Mayor y el orgullo de portar el cetro representando a la Hermandad mientras mis hijos me escoltaban en las filas está conmigo todavía.


Y es que por seguirte en el calvario mi corazón te acompaña la tarde de Jueves Santo, y aunque no siempre pueda desempolvar la tulipa para alumbrar tu llegada, sigo tus pasos desde que Mangana da las cuatro y media, y sé de ti cuando tu airosa figura aparece tras la esquina, cuando el vuelo de tu clámide se adivina allá a lo lejos, cuando al caer la tarde en la calle del Peso, mientras la llama poco a poco va inundando tu rostro, te contemplo frente a frente y he de bajar la mirada. Luego te espero en la curva y después aguardo en la plaza a que un rumor de bambúes se haga presente bajo los arcos y el compás de la gloria que allí se recrea, inaugure la noche enamorando multitudes. 


Mientras el Padre encuentra un trono hasta en la humilde borriqueta, y los hermanos se entregan a la comunión del refrigerio, la fraternidad se ensancha y recupera fuerzas para encarar la cuesta abajo de la despedida última. Cuando el Cristillo al fin reanuda el paso, la campana de los reos traslada su temblor al plenilunio, anunciando la madrugada. La turba acecha en los callejones y la sordina de algún ronco tambor irrumpe a destiempo anticipando el clamor del Jesús de la mañana. Todavía entre las sombras de la anochecida, Jesús orando en el huerto se estremece en esa danza que los olivos absortos entre tinieblas ensayan y un poco más tarde, amarrado a la condena que precede a la esperanza, Jesús ofrece al sayón la promesa de su espalda.


Volviendo al inicio se acerca el final. El Júcar refleja púrpura, las ramas parecen lanzas, la hoz entera cobija a Jesús, el de la caña. Cuánto amor en esa herida, cuánta dicha demorada, cuántas noches de vigilia van sosteniendo su marcha. Cristo cae y en su deriva, nuestra derrota se ensancha por ese puente de luto que Jesús camina en andas. El silencio se oye apenas en las horquillas calladas. Una madre bajo un palio de soledad y alborada, va despidiendo a su hijo que tras la esquina se apaga. Por seguirte en el calvario que paso a paso te amarga, la tarde de Jueves Santo mi corazón te acompaña.


jueves, 16 de marzo de 2017

LA REMONTADA

Después de que el Barça terminara la remontada, el presidente Puigdemont se apuntó al carro del triunfo y comentó que tal y como había demostrado el equipo jugando al fútbol, nada era imposible para el pueblo de Cataluña. Cuando el “molt honorable” divisó a Sergi Roberto camino del gol de su vida en realidad se estaba contemplando a sí mismo portando la estelada tras la declaración de independencia, esta vez con el beneplácito de Europa entera, rendida al fin ante una gesta sin precedentes.


Los símiles futbolísticos son muy agradecidos y sirven para todo. Desde el centralismo opresor, por ejemplo, el penalti que abrió la puerta al milagro se comparó con el victimismo nacionalista, eternamente programado para obtener ventaja del fingimiento, como si Luis Suárez fuera en realidad un hijo no reconocido de Jordi Pujol. El movimiento independentista, por el contrario, contemplaba al sexteto arbitral y se imaginaba al Tribunal Constitucional suspendiendo una tras otra las iniciativas imposibles del “Parlament”, si bien la metáfora se esfumó pronto, cuando Aytekin se inventó una nueva modalidad de pena máxima consistente en sancionar como falta una cabriola de Neymar sobre el cogote del contrario.


En la proeza también colaboró lo suyo la pasividad del entrenador del PSG al que se le puso cara de presidente del gobierno haciendo la estatua frente a los goles del proceso soberanista. Es pura casualidad que los apellidos de ambos próceres terminen en “y”, como también lo es que Rajoy y Puigdemont tengan idéntico aprecio por la separación de poderes y este último, una vez derrotada la Francia de Montesquieu por el equipo de sus amores, fantaseara con la posibilidad de que la futura desconexión con el Estado sea juzgada por un tribunal integrado por Ovrebo, Busacca y Stark.

En la enésima noche histórica del Barça más grande de todos los tiempos, todavía quiero creer que los culés sensatos que conozco, cuando recuperaron la calma tras vocear el sexto gol hasta la afonía, reconocieron para sí un cierto rubor por la manera en que fue construida la hazaña, del mismo modo que los responsables políticos del “procés” no seguirán mintiéndose sobre la legalidad de su proyecto cuando se queden en soledad con sus conciencias. El fútbol del engaño y la comedia, el otro fútbol que continuamente venden los tertulianos de moral distraída, es mala escuela cuando se tiene tan reciente una gloria legítima. Es como si pones unas urnas de mentira y presentas el acto como un ejercicio de democracia cuando sabes que al hacerlo, has quebrantado las reglas del juego que tú mismo te diste.

La semana futbolístico-judicial no hizo más que confirmar la españolidad de Cataluña, cuyos gobernantes le habían vendido al pueblo un hecho diferencial con vistas a un oasis que en realidad estaba seco. El espejismo de un ecosistema exento de las habituales corrupciones mesetarias terminó de difuminarse cuando Millet se travistió de Bárcenas e interpretó su aria en el Palau de Justicia frustrando para siempre la reaparición de Mas como insufrible “prima donna”. Por la noche, Mas ... cherano, otro jefecito, no tuvo más remedio que saltarse la “omertá” y reconocer la evidencia de su penalti sobre Di María, desmintiendo así la tesis del capo Piqué, para quien los privilegios arbitrales siempre visten de blanco y los fichajes millonarios sólo son inmorales cuando los financia la caverna madridista.


A quienes se vanaglorian de estas proezas, ya sean aquéllos que claman independencia en el minuto 17:42, o los que reivindican en el minuto 7 el espíritu de Juanito, habría que recordarles que toda remontada parte de un gran fracaso previo, que los héroes de hoy fueron peleles en París y hasta el bueno de Juan Gómez se había tenido que tragar cinco goles en Alemania antes de apelar a la épica. El trabajo bien hecho partido a partido pierde atractivo ante estas hombradas de cartón piedra que tan bien cuadran al carácter español, siempre tan subyugado por la furia de un día que luego nunca logra perseverar hasta la final. Si la “diada” conmemora una derrota, yo prefiero recordar la victoria de la selección en el mundial, aquel triunfo del juego bonito y limpio, del esfuerzo colectivo que diseñó un sabio de Hortaleza, lideraron unos “nois catalans”, remató un guaje asturiano y culminó un genio manchego mientras un chaval de Móstoles guardaba la puerta, y un señor de Salamanca aportaba el sentido común del que siete años después, apenas queda nada.


jueves, 2 de marzo de 2017

LA CIUDAD DE LAS ESTRELLAS



Las seis de la mañana es una hora tan intempestiva para mis costumbres que sólo me pilla despierto cuando se trata de recibir el año nuevo, o si me empeño en herir la madrugada conquense con un clarín destemplado, o en caso de que el sofá frente a la tele se transforme en butaca de patio para descubrir entre sueños cuál ha sido la película ganadora de los Oscars. La pelea de este año se disputaba entre La la land y Moonlight, dos obras estimables pero menores, películas elevadas a la categoría de obras maestras por obra de la mercadotecnia y la escasa memoria cinéfila de estos tiempos que hace pasar por joyas a lo que destaca un poco de la mediocridad general.          

         Debo decir que muchos días después de ver La la land, todavía me sigue acompañando el tarareo incesante de la contagiosa melodía del número de apertura aunque el deslumbramiento que prometía es algo menor del esperado, lo cual suele ocurrir debido a ese exceso de información previa con el que nuestra cinefilia nos impide acudir al cine con la necesaria virginidad. Y es que tras el excitante inicio, la cinta se remansa en una historia convencional de amor entre una camarera aspirante a actriz y un músico con ínfulas de genio que viven sus vidas en Los Ángeles esperando que alguien descubra en ellos su condición de estrella. Aunque todo ello fluye con buena escritura fílmica de la mano del encanto que transmiten las convincentes interpretaciones de Ryan Gosling y Enma Stone, el guión discurre en una suave cuesta abajo que quebranta aquella máxima de Cecil B. de Mille según la cual las películas debían empezar con un terremoto y a partir de ahí, seguir "in crescendo".

        
Moonlight es también una película correcta venida a más por obra y gracia de la mala conciencia de la academia americana acerca del tratamiento de la negritud en el reparto de los premios. Cualquier capítulo de The wire tiene más complejidad estética y moral que esta historia sencilla que al menos no es maniquea ni pretende manipularnos desde sentimentalismos baratos. Sin embargo, a la cinta le falta el aliento poético que demanda una historia que no merecía ser tratada con tanta frialdad.

La ciudad de las estrellas pretende ser un homenaje al cine musical de siempre realizado en tono menor. Los amantes del musical clásico hubiésemos deseado que el plano secuencia del enamoramiento de los amantes, con esa farola estratégicamente situada en medio de la noche estrellada, se hubiera resuelto en el abrazo de Gosling a su resplandor proclamando exultante su amor con o sin paraguas, pero el director apuesta por sujetar a sus actores dentro de apenas unos tímidos pasos de claqué y comedidas melodías de Hollywood susurradas a media voz.

Pese a todo, en medio de la nostalgia inevitablemente tocada por la manida melancolía que produce asistir una vez más al eterno sacrificio del éxito personal en la búsqueda del triunfo profesional, la película se eleva en el tramo final en donde, ahora sí el director saca oro puro de una cámara que danza sin palabras en torno a la historia de lo que pudo haber sido y no fue y por fin convierte el dulce encantamiento que acompaña al espectador durante todo el metraje en la emoción verdadera que provoca saber expresar la tristeza del desamor tan sólo filmando dos miradas.

El estrambótico final de la ceremonia de los Oscars con Bonnie Dunaway y Clyde Beatty robando un poco de gloria a las dos películas del año fue un coherente colofón para sus propuestas argumentales. Los autores de La la land triunfaron en la noche pero no consiguieron besar a la chica. Los creadores de Moonlight, a imagen y semejanza de su protagonista que encerrado en su mundo acaba sobreponiéndose a la vida y sus espinas, vivieron su éxito casi de incógnito, cuando las luces ya se estaban apagando y las celebridades presentes reservaban sus muecas para la próxima película.