martes, 27 de marzo de 2018

DOMINGO DE RAMOS



La afición a los toros es ese sentimiento extraño, difícil de explicar a los profanos, que te lleva a la plaza un domingo cualquiera cuando todo a tu alrededor te aconseja quedarte en casa dormitando al calor del arrullo televisivo. Si además estás convaleciente de un leve contratiempo quirúrgico, la idea de afrontar la dura piedra de la andanada mientras no pasa nada en el ruedo, se hace más cuesta arriba que escuchar durante cinco minutos las razones de un independentista catalán. Pero resulta que es Domingo de Ramos, fecha señera en la que se abre la temporada venteña y por eso te lanzas a la aventura sólo diez días después de tu cita con el bisturí, y aunque vives a un paso de la plaza, el trayecto hasta la taquilla es más largo e intrincado que el que eligió Puigdemont para alcanzar Waterloo desde Helsinki. El ligero mareo que te acompaña cuando cambias el pasillo de casa por la inhóspita acera te va diciendo que quizá sobreestimaste tus fuerzas cuando el bullicio habitual de los alrededores se te hace insoportable y notas como horada tu cabeza el tintineo de los hielos de los gin-tonics. 

Al alcanzar por fin la cola de la taquilla a la que te ves abocado porque no retiraste en su día tu entrada de abono, su longitud te hace constatar que demasiadas personas pensaron lo mismo que tú y esperaron hasta el último momento para acudir al reclamo de los toros de Don Victorino Martín Andrés, cuya efigie se destaca a lo lejos en el enlutado cartel en donde rezan tantos nombres de leyenda: Belador, Baratero, Jaquetón ... Por tu experiencia en estos trances, calculas en una hora la espera hasta obtener el salvoconducto para entrar en el templo, tiempo más que suficiente para serenar el ánimo sobresaltado por la expedición y para rememorar lo poco que te importaba en los ochenta echar la mañana en la calle de la Victoria para conseguir una entrada cuando tu vesícula funcionaba a la perfección.


Antes de tener entre tus manos el billete, ya habías descontado perderte el primer capítulo de la tarde y asistir a la decadencia del Cid desde las pantallas interiores de la plaza, pero a pesar de que ya son y diez y sabes de sobra que el toro irrumpe en el ruedo entre siete y ocho minutos después de la hora en punto, aún corres a duras penas hasta la puerta más cercana y te precipitas al ascensor con la esperanza de que la complicidad con el portero que durante tanto tiempo ha saludado tu aparición en la andanada, te permita traspasar el portón mientras contemplas de reojo en la tele que el Cid ya está cogiendo los trastos para iniciar la faena de muleta. Los años de abonado dan su fruto para que aún puedas asomarte a la tronera del vomitorio y atisbar la invalidez del primer Victorino que se lleva una estocada en su sitio de las que Manuel Jesús sólo reserva para los toros sin posibilidad de lucimiento.

Cuando por fin accedes a la localidad, el reencuentro con los amigos a los que no has visto durante la invernada te reconforta logrando que olvides un tanto que el segundo de la tarde también flojea y que Pepe Moral aún lo hace más, aunque en seguida vuelves a la realidad por obra y gracia de un horrible metisaca que se te clava en el costado aún más que las grapas que todavía te hieren en homenaje a la lanzada aquélla que por estas fechas recibió Jesucristo nuestro Señor.

El tercero es un dije que si no fuera cárdeno, se diría criado entre las huestes de Victoriano antes que en las Tiesas de Victorino, por la dulzura de una embestida que el Cid le enseña a su matador en un quite de orfebre al delantal. Fortes no termina de acoplarse hasta que se echa la mano a la izquierda y le sopla tres naturales, tres, donde emerge un torero distinto que ofrece un oasis de gusto y compostura en la tarde. La docilidad del toro hubiera permitido llevárselo a casa y seguir toreando en el salón, pero el malagueño sabe por el eco de la faena que ya tiene cortada la oreja y se conforma con eso.


El Cid no se aprieta con el cuarto después de que tengamos que asistir al bochorno de que un animal marcado con la A coronada se desplome en terrenos del cinco y tenga que ser izado por un subalterno por el ignominioso método del prendimiento de rabo, a tono con las fechas. Para entonces el frío atenaza nuestra capacidad de protesta y Manuel congela definitivamente la esperanza en su resurgimiento, cuando contemplamos las triquiñuelas del toreo moderno en quien tanta verdad desplegó ante esta ganadería.

El quinto es una raspa fea pero de interesante comportamiento por tener eso que los cronistas oficiales del momento llaman informalidad ante las telas. La empresa del triunfo requiere un torero con redaños para plantarle cara en los medios, a despecho del viento y de la incertidumbre de su embestida, pero Moral prefiere el abrigo del tercio y el sí pero no de la firmeza en el cite y el paso atrás en el embroque.

Si uno estuviera en sus cabales, a la muerte del quinto hubiera seguido la senda de los jubilados que suelen retirarse a sus aposentos a estas alturas de la tarde, tal era el frío glacial reinante en la plaza y el estado doliente de mi anatomía maltrecha, pero el recuerdo de los naturales del tercero me hacen permanecer aferrado a la quimera del toreo puro, que aparece cuando menos te lo esperas. El toro es otra sardina que sin embargo saca pujanza en el caballo y derriba al picador que al retomar la cabalgadura vuelve a homenajear a Longinos dándole más leña al animal en un puyazo que al resto de la corrida entera. Rencoroso. Cuando Fortes lo pasa de muleta, la falta de apreturas en la andanada me permite ver la faena literalmente de pie, sacudiéndome el frío a base de saltitos que el torero remeda allí abajo, carrerita va, carrerita viene, sin pararse de verdad ante un Victorino manejable, pues para qué va a comprometerse con el toro si la afición jalea aquello como a Jesús cuando entraba en Jerusalén, deseosa de cargar en hombros un trono sustentado en una labor simplemente aseada. 

La espada deja el triunfalismo para el Domingo de Resurrección y al espíritu encogido no tanto por el frío como por el descastamiento progresivo de una vacada mítica que el sistema sabrá aprovechar a su favor. Para los demás queda el calvario de soñar con una fiesta que ya no existe, la que se sigue apoyando en esa extraña afición que te lleva a reaparecer antes de tiempo, a pesar de todo, con los puntos aún frescos de una cornada que duele menos si te ha permitido seguir contemplando una vez más, la maravilla del atardecer en la plaza de tus amores.






miércoles, 21 de marzo de 2018

EL CARTEL

Cartel de Jesús Soriano

La impresión que hace cincuenta años debió causar en la ciudad de nuestros padres la instalación dentro de las Casas Colgadas de unas pinturas que casi nadie entendía, permanece intacta en el impacto que el cartel anunciador de la Semana Santa de este año ha provocado en el alma de una tierra que a pesar de su eterna sed de atención, parece varada en la obsesión por encerrarse en sí misma y no avanzar. Lo ocurrido en los días pasados tuvo su primer capítulo hace dos años con la tormenta de críticas que recibió el privilegio de que nuestra semana grande tuviera como emblema un óleo de Zóbel y es la metáfora perpetua de ese espíritu intangible que atenaza la capacidad de progreso de un rincón tan preñado de magia como de olvido.

Cartel de Fernando Zóbel

Quizá el primer paso para salir de ese ostracismo sea que al margen del legítimo debate sobre una obra discutible, logremos aceptar un cartel que se enmarca con naturalidad en la tradición de la Cuenca abstracta que siempre fue refugio de artistas, esos impagables lunáticos que tuvieron la osadía de establecer su arte entre las hoces desafiando las estructuras opresivas de la sociedad de la época, convirtiendo el abandonado interior de aquellas moradas imposibles en el museo más bello del mundo. Aquellos cuadros extraños pusieron a Cuenca en el mapa de la cultura universal, realzaron la maravilla de un lugar que esperaba en letargo más allá de los muros vestidos por la sorpresa de Saura, de Chillida o de Canogar. La ciudad que según Lorca, labró el agua en el centro de los pinos, se integraba en aquel espacio insólito como un lienzo más colgado en cada uno de sus ventanales, como un apunte magnífico del natural fundido ya para siempre con la novísima propuesta del interior.     

Cartel de Antonio Saura

A veces parece que sigamos instalados en la prehistoria del roquedal que nos circunda sin darnos cuenta de que la naturaleza ya se decantó por la abstracción cuando esculpió las formas asombrosas que hacen de nuestro entorno, un territorio único. A imagen y semejanza de los políticos que comprometen el futuro de la ciudad, enfrascados como están en sus peleas partidistas de patio de colegio, el personal que hoy inunda las redes sociales compitiendo en chanzas a propósito del talento del cartelista, es el mismo que quizá en su día, hubiera apedreado las vanguardistas vidrieras de Torner, impidiendo así que la catedral albergara cada atardecer el milagro de la luz del otoño en sus paredes.

Cartel de Gustavo Torner

Nuestra Semana Santa es tan importante que admite la grandilocuencia y el minimalismo, el fragor de los tambores y el rumor de las horquillas, el exceso del viernes y la intimidad del lunes, la evidencia de una foto y el esbozo de un dibujo, las Turbas de Halffter y el San Juan de Cabañas. Más allá de las preferencias estéticas de cada cual, el garabato de Jesús Soriano encierra en su desnudez la sobriedad de nuestras formas, insinúa más que enseña el ascetismo de nuestro peculiar modo de representar la pasión cada primavera. El fulgor de esa cruz rodeada de capuces integra todas las maneras de sentirse nazareno aunque por desgracia no haya sido capaz de impedir el eterno cainismo que sin duda ha de ceder cuando Cuenca despierte y deje de ser para siempre la que un día Eugenio D’Ors describiera como bella durmiente del bosque. De nosotros depende.

Cartel de Pedro Romero

jueves, 15 de marzo de 2018

BRUNNEN



Brunnen es la historia de un fracaso. El relato de una ambición frustrada por la eterna lucha entre la realidad y el deseo. Brunnen significa pozo en sueco y un pozo de la finca de Antonio Ordóñez es el improbable catafalco donde fueron a parar las cenizas de Orson Welles. Hasta allí peregrina un grupo de cineastas fascinados por la idea de descifrar en Ronda el misterio de Xanadu, pero ni en aquel lugar que hizo escuela en el toreo, ni en el chalet de Aravaca que albergó por unos años la pasión por España del bueno de Orson, hallaron la bola de cristal que en vez de una casita entre la nieve quizá pudo contener un día, una taberna en Triana.



Brunnen habla del perfeccionismo del genio incomprendido, de la dificultad para conciliar las necesidades del talento con las exigencias de la industria del cine. Si a los veinticinco años has hecho de tu opera prima una obra maestra y esa será la última vez que lograrás la absoluta libertad creativa, la nostalgia por recuperar ese momento único te acompañará el resto de tu vida, preñando de insatisfacción cada uno de los proyectos que tu mente diseñe. Nos cuenta Jess Franco que Welles abominaba de maravillas como “Sed de mal”, porque le negaron el derecho al último montaje. Sabemos de la grandeza de “El cuarto mandamiento”, a pesar de los cuarenta minutos que los carniceros de la RKO enviaron al limbo a espaldas de su creador. Lo que hubiera sido de esas películas terminadas tal y como las concibió Orson Welles se esconde entre las sombras de los viejos estudios de Hollywood, que aquel niño prodigio quiso hallar veinte años después  de la mano de Falstaff entre los muros de Calatañazor.

Brunnen es además un documental sobre la obsesión taurófila de Welles que analizaba la fiesta como una tragedia en tres actos, tan indefendible como irresistible. Sorprende la capacidad del cineasta para anticipar debates de absoluta actualidad, cuando en su famosa entrevista con Michael Parkinson, realizada en 1974, se muestra alejado de la mítica fiesta que conoció durante sus largas temporadas en España. En ella reniega del toreo cuando se convierte en un asunto folclórico, en una industria decadente al servicio de un fin falso, y rememora los años en los que la tauromaquia era todavía un encuentro ritual casi místico entre un hombre valiente y un toro bravo capaz de generar grandes enseñanzas para la vida. Tal vez en las andanzas de sus amigos los toreros, el genio incomprendido veía reflejado el ancestral combate contra el rebaño que Don Quijote Welles siguió librando hasta el final.



miércoles, 7 de marzo de 2018

INTOLERANCIA



Cuando Woody Allen proclamó que el cerebro era su segundo órgano favorito, seguramente no imaginaba la tormenta mediática que al final de su vida le iba a convertir en un apestado social. Eran tiempos en los que el genio de Manhattan aún podía decir que la última vez que había estado dentro de una mujer era cuando visitó la estatua de la libertad sin que los “torquemadas” habituales le acusaran sin pruebas de ser un depravado sin escrúpulos.

En la época dizque más democrática de la historia, donde todo el mundo tiene acceso inmediato a la información a golpe de clic, y un altavoz en las redes sociales para expresar su vacío, la hipocresía que nos circunda es tal que la libertad se desvanece aniquilada por la dictadura de lo políticamente correcto, convertida en el supremo tribunal capaz de condenar a la muerte pública a una persona manipulando tres o cuatro lugares comunes que la masa acepta como si fueran dogmas de fe. Un poco por pereza intelectual y otro poco por temor a separarse de eso que los cursis llaman “mainstream”, casi nadie osa cuestionar el dictamen de este nuevo comité de  biempensantes, que te organizan una caza de brujas en menos que se corrompe un concejal, cocinando en su infecta marmita un brebaje a base de medias verdades, viejas insidias y apelaciones al sentimentalismo infantiloide, malbaratando una causa noble al servicio de una moral bastarda que lo mismo que impedirá a Woody dirigir otra película, hoy hubiera enviado al ostracismo a Einstein por maltratador y a Machado por menorero.

Da lo mismo que las acusaciones contra Allen no resistieran el filtro judicial. En nuestra era, es el tribunal de la opinión pública el que se encarga de establecer las condenas y ni siquiera es preciso acudir a juicio, cuando una sucesión de testimonios es capaz de enterrar en vida a una persona sin que pueda apenas defenderse. Quizá parezca evidente la culpabilidad de Kevin Spacey como despreciable abusador de menores pero no es Ridley Scott el que debe ajusticiarlo al modo estalinista, borrando su participación en la última película, sino un jurado que analice los pormenores de su comportamiento y la credibilidad de los denunciantes. Ya puestos, y dado que tampoco tendrán la oportunidad de hablar en su propio favor, eliminemos a Picasso de los museos o a Neruda de las bibliotecas, “time’s up”, se acabó el tiempo en que admirar la obra a pesar del autor era posible. El maniqueísmo es el nuevo dios de una cultura en la que no existen los matices y que permite a la alcaldesa de Madrid, al amparo de un fin justo, declarar que la violencia está incardinada en el ADN de la masculinidad, sin que el edificio de la Justicia del que ayer fue magistrada, se resienta lo más mínimo.

El maravilloso cuento de hadas de Guillermo del Toro al que Hollywood ha otorgado su máximo reconocimiento este año tiene suerte de que al director mexicano no le hayan encontrado algún asunto inconveniente de su pasado capaz de mutar en despreciable la historia de amor de la película. La poesía puede convertirse en pesadilla a poco que se muevan los hilos de la sospecha y la maledicencia de una sociedad que necesita de estos trucos para mantener tranquila su atribulada conciencia. Los dispensadores de ética oficial trabajan sin descanso otorgando certificados de buenismo a los demás, mientras se ocupan de mantener sus sepulcros blanqueados. Nadie se atreve a tirar la primera piedra, pero cuando llueven las consignas y el lacito cuelga de la pechera, la lapidación del elegido no tiene marcha atrás.

Este año se cumplirán cuarenta del óscar a la mejor película concedido a “Annie Hall”. Woody Allen también fue premiado como director y guionista pero no recogió ninguna de las estatuillas pues prefirió tocar el clarinete en su club, como cada lunes. Tal vez estaba anticipando la respuesta a la intolerancia que hoy le acosa, a la irracionalidad del comportamiento humano que ya describía en la última secuencia de aquella cinta en la que Alvy Singer nos cuenta el viejo chiste del tipo que va al psiquiatra y le dice: “doctor, mi hermano está loco, cree que es una gallina”. Y el doctor responde: “¿pero por qué no lo interna en un manicomio?”, y el tipo le contesta: “lo haría, pero necesito los huevos”. Pues eso.