miércoles, 11 de noviembre de 2015

ONCE DE NOVIEMBRE

Mi hijo Andrés llegó a la vida exactamente a las 8:35 del día 11 de noviembre de 2001, en un escueto paritorio de la Clínica Nuestra Señora del Rosario, un modernizado hospital que se encuentra en la calle Príncipe de Vergara, en el corazón del Barrio de Salamanca de un Madrid que a esa hora brillaba especialmente luminoso como sólo sabe hacerlo esta ciudad en los soleados domingos del otoño.

El ritual del alumbramiento había comenzado cinco horas antes, cuando mi mujer pronunció las palabras mágicas cuyo sonido no tenía que llegar hasta dos semanas más tarde, pero que presentíamos y casi deseábamos oír cuanto antes. Tengo contracciones, - me dijo -, al tiempo que yo sentía contraerse mi ánimo con el mismo ritmo que el útero de mi esposa. No es que uno sea de natural cobarde. Lo que me acobardaba era un lumbago terrible que me tenía postrado desde el jueves anterior, cuando decidí acudir a las clases de preparación al parto como un marido políticamente correcto que comparte con su mujer todos los avatares de su embarazo, concretamente unos ejercicios estúpidos que allí llamaban “pujos“, cuya repentización innecesaria – “el marido debe colocarse a la espalda de su mujer y cuando yo lo diga, que la ayude a incorporarse, sujetándola mientras ella mantiene la respiración”-, provocó que mi espalda hiciera crack y que el magnífico puente de la Almudena que esperaba al día siguiente, transcurriera con mi quebrantada anatomía guardando reposo absoluto porque el mínimo movimiento provocaba aullidos en mi cerebro, no en mis cuerdas vocales, que yo soy muy sufrido. Lo curioso fue que luego en el paritorio, nadie requirió mi ayuda para repetir el numerito que originó mi postración, ya que mi santa esposa dio a luz con una destreza sorprendente, como si lo hubiera estado haciendo toda la vida.

Las mujeres poseen un don que les otorga una serenidad especial cuando se presenta el momento de la verdad. La mía, antes de anunciarme la buena nueva, y a pesar de haber sangrado, señal inequívoca de urgente peregrinación al hospital, se entretuvo en limpiar y ordenar la casa, obedeciendo al resorte mental sólo presente en el gineceo que impide a una mujer abandonar su hogar por unos días sin dejarlo en perfecto estado de revista para disfrute de los fantasmas que suelen poblar las casas abandonadas por sus inquilinos habituales. Así es que tras vestirnos dificultosamente porque una barriga de nueve meses y una espalda maltrecha nos situaban en la condición de inválidos, agarramos a duras penas la “maleta del hospital” que esperaba ya dispuesta con previsora antelación, y nos lanzamos al hielo de la madrugada. Me introduje en el coche con calzador y mi primer triunfo de la noche fue que mi anatomía me iba respondiendo para conducir con una mínima solvencia. Mi mente, sin embargo, debía haber encallado en un lumbago más profundo que el de las vértebras, y no se le ocurrió nada mejor que llegar al hospital por la calle Juan Bravo, habitualmente congestionada a esas horas por las dobles filas de los bares de copas. Afortunadamente, el atasco se disipó sin necesidad de pegarme con ningún borracho, y una luna en menguante saludó nuestra entrada por la zona de urgencias de la maternidad, en donde ya nos esperaba una experta y cálida matrona que exploró a mi mujer confirmando que la frecuencia de las contracciones y la dilatación del cuello del útero era la adecuada para justificar nuestro ingreso.

La habitación 224 de la Clínica del Rosario nos acogió con la frialdad habitual de las estancias de hospital, cegando con su iluminación plana nuestra necesidad de calor. Al poco tiempo, mi mujer estaba tendida en la cama con el brazo taladrado por el goteo y el vientre convenientemente monitorizado, y en este estado, aún tenía valor para ordenarme que intentara recomponer mis vértebras sobre la dura horizontalidad del sofá de al lado. Como el reposo era imposible porque cada diez minutos entraba una enfermera mirando agriamente hacia el sofá, decidí levantarme y mandar al carajo la precaución justo cuando reapareció la matrona diciendo que iba a romper la bolsa para que todo el proceso se acelerara. Yo pensé que era una decisión estupenda hasta que la vi maniobrar en los bajos de mi mujer con algo parecido a una aguja de hacer punto que inmediatamente me representé horadando brutalmente el cerebro de mi hijo. Por fortuna la matrona sabía lo que se hacía y tras la riada lógica que sobrevino a la operación, llegó lo peor para mi santa esposa pues la cabeza del niño pedía paso con urgencia y los dolores ya se iban pareciendo a la condena con que el supremo hacedor castigó al género femenino por obra y gracia de nuestra primera madre. Sin embargo, como las maldiciones bíblicas ya no son lo que eran, entre la matrona y mi mujer se cruzó una mirada de complicidad en la que yo leí la palabra salvadora: epidural. Así que nos bajamos todos al quirófano.

Las siete de la mañana llegaron con mi anatomía hecha un cuatro en una inhóspita sala de espera. Lo siguiente fue el numerito de la vestimenta que permitía mi entrada al paritorio: una bata absurda que apenas cubría mi contorno y unos patucos para los zapatos que me costó una enormidad calzarme. Yo esperaba también el gorro y la mascarilla pero afortunadamente las medidas de seguridad estaban algo relajadas, hasta el punto de que mi ingreso en el quirófano coincidió con el de una mosca cojonera que había sobrevivido hasta noviembre para poner en peligro la asepsia deseable en estos trances y que se empeñaba en posarse en el monitor que controlaba los latidos del nasciturus, con una asiduidad desquiciante.

A mi mujer debía haberle hecho ya efecto la anestesia porque encontró ánimo para bromear sobre mi aspecto y preocuparse por mi estado físico que en la tensión del momento había dejado de importarme. El problema era la mosca que revoloteaba incansable entre contracción y contracción sin que el personal médico pareciera darle importancia, hasta que les hice notar su presencia. El ayudante del ginecólogo, un tipo de dos por dos con voz ininteligible por cavernosa, no dio especial importancia al asunto, cogió un periódico, el ABC, y me cedió a mí otro, La Razón, y con estas dos poderosas armas del periodismo conservador nos dispusimos a perseguir al insecto por el paritorio, mientras una enfermera se presentó con un mortífero insecticida muy dispuesta a contaminar el primer ambiente que se iba a encontrar mi hijo instantes después. Al fin, la mosca se posó en un lugar accesible antes de que mi primera idea de arrearle a la enfermera con el periódico se materializara, y le pegué con toda la fuerza que la razón conlleva. Sospecho que finalmente se me escapó pero lo cierto es que la mosca no volvió a aparecer, no así los dolores para mi mujer que requirió la presencia del anestesista. Otro lingotazo de epidural solucionó el sufrimiento y ya sólo se trataba de empujar adecuadamente, acción que mi esposa bordó a la perfección porque con un par de abdominales el niño se hizo visible, la matrona me preguntó si quería atisbar su pelo y la primera imagen de mi hijo fue una espesura negra entre paréntesis que esperaba en la antesala de la vida independiente.

Ya eran casi las ocho de la mañana cuando apareció el ginecólogo, bien maqueado y recién duchadito, para afrontar el momento decisivo al que todos los demás llegamos hechos unos zorros, con el cansancio de la madrugada en las espaldas y la tensión de las horas previas marcando nuestras caras. Llegó, examinó el panorama vaginal, dijo que aquello era cuestión de pocos minutos, encaramó las piernas de mi amada en el potro de tortura y la animó a seguir empujando, lo estás haciendo muy bien, muy bien, muy bien, vamos, vamos, así, hazte caca, hazte caca, y yo pensaba para mis adentros, como se cague ahora el ambiente se va a hacer insoportable, y mi hijo va a nacer hecho una mierda, sin reparar en que al principio de la noche mi esposa había sido convenientemente “enemada”, por lo que lo de hacer caca era sólo una poética metáfora del doctor.

Andaba yo metido en estos pensamientos mientras reconfortaba a mi mujer en la cabecera de la camilla cuando el ayudante del médico me preguntó si podía soportar asistir en primera línea de batalla a la carnicería que se avecinaba. Lo miré de soslayo, puse cara de tipo duro y dejé a mi mujer sola ante el peligro, pues en ese momento el enfermero descargó su voluminosa anatomía sobre su vientre claro y profundo, que diría el poeta. El cuerpo me pedía repeler la agresión pero el resultado hubiera sido similar al que sufren los inconscientes que osan enfrentarse a Bud Spencer en sus películas, así que opté por la prudencia y me situé a las espaldas del ginecólogo para presenciar como éste, ante el creciente empuje del pequeño, iba metiendo los dedos en las paredes de la vagina para que fuera cediendo, aunque lo peor no era la evidencia de haber perdido hacía tiempo la exclusiva en la manipulación genital de mi mujer, sino que además ese médico criminal había cogido unas tijeras con las que se disponía a destrozar el habitáculo que tantas alegrías me había proporcionado en el pasado reciente.

El corte fue rápido y limpio y al instante surgió de entre aquellas fauces desgarradas el rostro congestionado de mi hijo. Sus facciones hinchadas y amoratadas como las de un boxeador noqueado - vaya, ha salido a la familia materna, pensé – daban una idea del duro combate que supone venir a este mundo en el que luego sigues recibiendo tortas a cada paso que das. Pero la pelea no había acabado ahí. Me di cuenta cuando noté cierta crispación en el médico y el resto de la anatomía de mi hijo no aparecía por lugar alguno ya que el cordón umbilical se había entretenido a última hora en serpentear por su cuello. Mientras el ginecólogo manejaba con afortunada destreza aquella dificultad, desenredando la madeja que durante casi nueve meses había sido el conducto que mantenía incólume una vida en ciernes, mi esperanza pendía ahora de ese hilo que amenazaba con asfixiar tantas ilusiones generadas en torno a este momento. Tres vueltas, tres, de cordón que no estaban muy apretadas según me comentó luego el médico, tres siglos que me pareció el tiempo que tardó en deshacerse aquel lío, tres aleluyas que salieron de mi alma cuando por fin el niño comenzó a respirar sobre el pecho de su madre.

Inmediatamente comenzaron las rutinas habituales en estos casos. El personal se llevó al niño a una sala contigua desde donde nos llegó el primer sonido de su voz en forma de llanto desconsolado que se prolongaría durante quince o veinte minutos, hasta que nuevamente el pequeño encontró el abrigo del olor materno. Entretanto, y tras las primeras noticias de la pediatra que nos tranquilizó sobre la salud de nuestro hijo, tenían lugar en el paritorio las labores de limpieza y costura que tampoco me quise perder, ya que uno no es asqueroso y está acostumbrado a comer todo tipo de vísceras sanguinolentas bastante parecidas a la voluminosa placenta que mi mujer expulsaba al tiempo que su vientre fecundo se desinflaba poco a poco como por encanto. El cosido fue laborioso y mientras el médico ponderaba el comportamiento de mi santa esposa durante el parto, alabando su flexibilidad y el buen estado de forma que había demostrado, un servidor, llevado por la euforia del momento, bromeaba asegurando que todo había sido tan fácil que íbamos a tener cuatro más. El ginecólogo se sonrió ante mi baladronada y como el llanto de mi hijo no cesaba, pasé el resto del tiempo en un continuo ir y venir entre la sala de neonatología y el paritorio, y así, mientras el marido vigilaba las últimas puntadas del médico, el padre controlaba que los berridos del niño no se debían a alguna perrería de las enfermeras que manipulaban a mi hijo con soltura no exenta de afecto. Cuando el personal desapareció, me quedé a solas con Andrés, que reposaba al amor de una lámpara cuya luz rojiza intentaba reproducir el calor del seno materno inútilmente, porque mi hijo seguía quejándose de haber sido expulsado a este mundo hostil sin su consentimiento. En ese momento de soledad padre-hijo, he de reconocer que se me humedecieron los ojos al verlo sano. El niño tenía de todo, orejas, ojos, un ombligo negruzco prensado por una pinza verde y unos atributos masculinos bien puestos que ya conocía por las ecografías, y el primer mensaje telepático que lancé a su intelecto incipiente fue que me sentía orgulloso de él y que estaba seguro de que iba a superar en todo a su padre, cosa que, por otro lado, no es empresa demasiado complicada.

Eran las nueve y media de la mañana del día once de noviembre de dos mil uno (11-11-01, cifras mágicas que demuestran que mi hijo va a ser el número uno, ¿o escogerá el cero en su expediente académico?), y la familia Rodríguez Zaragoza caminaba agotada y exultante por los pasillos del hospital con destino a la felicidad, contemplando el cielo limpio, vestido para la ocasión de azul purísima y oro rutilante por el sol de la mañana que nunca hasta entonces nos había parecido tan hermoso. Un padre exhausto flotaba al lado de la camilla sobre la que sonreía una madre que ya sólo tenía miradas para un niño precioso, al fin tranquilo, dormido en un regazo de amor y de futuro.