martes, 9 de diciembre de 2014

LA PRINCESA ESTÁ TRISTE


La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa casóse con su apuesto plebeyo,
se prendó la infantita del brillante destello
que colgaba del cuello del impar jugador.

Vinieron después mieles, embarazos y halagos.
La pareja perfecta navegaba por lagos
encalmados y plenos de inmensa virtud.
Mas algo incomodaba a los Duques de Palma,
no bastaba la dicha ni la paz en el alma
del vivir regalado hasta la senectud.

Para ir amueblando su palacio de cieno,
nuestro Iñaki trincaba cantidades sin freno
que Cristina gastaba en su humilde rincón,
sin saber, pobrecita, el origen del lodo,
su marido era el amo, se encargaba de todo,
y ella sólo firmaba algún que otro talón.

En la España del pille y el llevárselo muerto
con la triste certeza de que vale ser tuerto
si te llevas al huerto la platita del rey,
el Urdanga medraba persiguiendo el ejemplo
del monarca que fuera mercader en el templo
del país de los ciegos, sin justicia y sin ley.

El yernísimo entraba en las consejerías
como Pedro en la casa de las autonomías,
recibiendo agasajos de salón en salón.
Si comía con Rita, le vendía un proyecto,
si cenaba con Paco, encontraba el afecto
y empalmaba gabelas hasta de Gallardón.
  
Mas el trepa pensaba con fatal desaliño
que a sus torvos manejos los cubría el armiño
del mantón coronado de ignorante altivez.
Cuanto más se enfangaba en sus turbios negocios
y creíase impune con tan célebres socios,
más cercano se hallaba del acecho del juez.
  
No contaba el muchacho con que el sátrapa isleño
que trepaba una mata de habichuelas sin dueño
era un torpe corrupto que le hablaba de vos,
al que el buen justiciero le seguía los pasos
y queriendo cobrarse la verdad y sus atrasos
descubrió el entramado y topóse con Noos.

Ahora todo es desdicha en el cuento de hadas,
proliferan corinas, se suceden trompadas
y hasta los cortesanos hablan de abdicación.
Cambiar quieren la historia con el listo heredero,
borbonean sin tregua amañando el postrero
artificio inventado para su salvación.

Pero el jefe no ceja, su tinglado peligra,
rememora el pasado de un abuelo que emigra
y pronuncia tres frases que devuelven la paz
a su dormido reino, me equivoqué, lo siento,
mientras reprime un gesto, ¿advertirán que miento?,
y al pueblo llano oculta su verdadera faz.

En Zarzuela el ministro de Justicia promete
con Rajoy de testigo y el fiscal de grumete,
navegar a Mallorca para hablar con Horrach.
Entre todos constatan que a una infanta de España,
el banquillo le causa depresión y migraña.
Gallardón vuelve oyendo un concierto de Bach.

El juez Castro resiste al complot de palacio,
manos limpias acusa, el fiscal es reacio,
siempre puede aplicarse la doctrina Botín.
El Estado no quiere reclamar lo que es suyo
si la hija del Rey va a acabar en el trullo,
todos somos hacienda menos Urdangarín.

Con la nena imputada, el final se complica,
Campechano se raja, el emérito abdica,
la hermanita abandona la familia real.
Caminito de Suiza marcha el duque empalmado,
con Cristina del brazo aunque ya sin ducado,
el peligro de fuga no lo advierte el fiscal.

La justicia es igual pero no para todos,
la de los poderosos se oscurece en recodos,
donde a veces se esconde el presunto favor
que el Juez Castro desvela acusando a su amigo
de brindar a la infanta un insólito abrigo,
el fiscal convertido en sutil defensor.

En el juicio su alteza no contesta, no sabe,
no le constan las cuentas, ni siquiera le cabe
un poco de vergüenza en su pobre actuación.
Su letrado protesta, ella está enamorada
y por eso jamás se enteraba de nada,
aunque luego firmara en las juntas de Aizoon.

La sentencia la absuelve, eso estaba cantado,
pero su maridito es por fin condenado,
le han caído seis años de los que hay que cumplir.
El Supremo confirma la opinión de la Audiencia,
la justicia ha llegado siempre que la indulgencia
del gobierno de turno no le ayude a salir.

La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa?
El cuitado cuñado en la cárcel ingresa,
hoy el sexto Felipe goza de inmunidad.
¿Para cuándo el sistema dejará que una infanta
por sus actos responda sin que surja la manta
ignominiosa y lúgubre de la impunidad?

viernes, 10 de octubre de 2014

DOS SERIES DE NATURALES
                               
         El otoño taurino madrileño es el momento definitivo en el que el aficionado se da cuenta de que el tiempo disipado de la vacación ya es historia y que arrastrado el último toro de la feria, comienza el abismo de la rutina invernal, en donde no existirá la excusa taurófila de la corrida para sobrellevar la propia existencia. Y ello a pesar de que los carteles de la feria de otoño de este año estaban diseñados como para que cada tarde se entablara en la mente adormilada del abonado una sórdida pelea entre la incómoda expedición hacia la plaza y la plácida siesta en el sofá. Finalmente se impuso el deseo de respirar otra vez el ambiente mágico de las Ventas para encontrarse de nuevo con los compañeros de abono a fin de comprobar si habían sobrevivido intactos al azaroso verano.

         Sobrevivir al saldo ganadero que nos tenía preparada la empresa en los dos primeros festejos de la feria era empeño más complicado, y ésta es la hora en la que aún no sabemos por qué se contrataron dos ganaderías como Fuente Ymbro y Núñez del Cuvillo, que andan en franca decadencia y que han fracasado sin excepción en sus últimas comparecencias en Madrid. Frente a este destartalado género, ni los novilleros punteros acartelados ilusionaron ni las supuestas figuras que Taurodelta consiguió convencer para pasar el trago madrileño del otoño terrible, justificaron su condición de tales, y eso que se trataba de dos matadores que habían descerrajado la puerta grande en San Isidro y otro que había consentido hacerse llamar “the maestro” en la pantomima para novillo y orquesta organizada en Carabanchel días antes. En medio del escándalo en el que se convirtió la tarde de los Cuvillos, en donde a pesar de la resistencia de un presidente inepto vimos desfilar diez toros de cuatro ganaderías distintas, emergió un bravo sobrero de el Torero, de alegre y encastada embestida, que se comió la muleta de Iván Fandiño, sin que éste acertara a imponerle al toro su terreno, lo que desembocó en un trasteo rápido e insustancial que se diluyó entre la indiferencia del público que sí había vibrado de verdad momentos antes con la buena lidia de Pedro Lara y un soberbio tercio de banderillas a cargo de Miguel Martín y Jesús Arruga.

         El cartel estrella de la feria resultó al final un guiso indigesto que tenía como ingredientes el exceso de autoestima de Miguel Abellán y la inconsciencia de la empresa que volvió a cometer con el madrileño el error en que ya incurrió con Luque y Talavante. Quizá no haya ahora mismo en el escalafón un torero que reúna suficiente variedad con el capote, verdadero conocimiento de la lidia y una espada solvente para afrontar con garantías el reto de encerrarse en solitario con seis toros. Sobran en cambio diestros que gustan de adornar su temporada con apuestas de este tipo bien porque sobrevaloran sus cualidades, bien porque tienen a su lado edecanes que jalean en exceso sus bravatas en vez de llevar a sus jefes por el buen camino. Si además se completa la gesta con la enésima comparecencia de la vacada del Puerto de San Lorenzo en la temporada venteña, con su habitual repertorio de elefantiásico tipo, ausencia de casta y mansedumbre, el resultado es bastante previsible. Con semejante material humano y bovino, los primeros tercios transcurrieron de manera anodina, hasta tal punto que Tito Sandoval se tuvo que marchar de la plaza sin dar un solo puyazo, porque no hubo en el ruedo lidiador capaz de evitar que el toro se escapara hacia la jurisdicción del picador que guardaba la puerta. Hubo sin embargo algún ejemplar que llegó a la muleta con la boyantía necesaria para que un torero con la hierba en la boca le hubiera soplado quince o veinte muletazos para poner el orbe taurino a sus pies. Sucedió en el primero, e incluso en el quinto, pero sobre todo en el tercero al que Abellán le recetó la consabida faena ligada y templadita sin comprometerse, toreando hacia afuera y acompañando el noble ir y venir del lisarnasio, pues qué necesidad había de hacer el toreo verdadero si los tendidos estaban vibrando a su manera la mar de satisfechos. Ya se veía Miguelito con las orejas en la mano cuando su deficiente manejo de la espada frustró el triunfo que había soñado, y su desconsuelo fue tal que el torero ya no levantó cabeza en toda la tarde, sabedor de que acababa de llegar a su techo muletero y de que no encontraría ya otro toro que le brindara un éxito tan claro.


         Se iba la feria y la temporada sin toreo para el recuerdo con el que calentarnos en el invierno cuando apareció en el ruedo “Sevillanito”, bien hecho, cárdeno y cornipaso, para reivindicar la casta algo olvidada de los Adolfos, y cruzarse en su destino con Diego Urdiales, que le enjaretó dos extraordinarias series de naturales sin enmendarse, encajadísimo y mandando, el medio pecho airoso, el  muletazo hacia adentro, el cite en la rectitud. Dos series irreprochables de toreo de verdad y una estocada en su sitio entrando muy recto y marcando los tiempos a la perfección, es decir, lo que siempre ha bastado para cortar una oreja de ley en Madrid. Dos series como dos oasis en el desierto del destoreo al que nos tienen acostumbrados, que dejaron conmocionada a la plaza para poner en entredicho la teoría de que las buenas gentes no saben diferenciar el grano de la paja, pues no sonaron igual los olés roncos dedicados a Urdiales que los oles de otras tardes que se prodigan a los triunfadores de pega de los que, una vez diluida la multitud tras el trámite de la puerta grande, no se recuerda pase alguno. Me temo que ese será el destino de la oreja cortada por Serafín Marín para cerrar el ciclo, de la que una parte se debió al cariño con que su estigma de torero proscrito es acogido por estos lares, y otra parte, a un tantarantán que le dio el Adolfo y que resolvió volviendo a la cara del toro sin mirarse pero con más coraje que acierto. En cambio, los naturales de Diego Urdiales permanecerán para siempre esculpidos en el aire de este otoño madrileño, para desmentir que el toreo eterno haya muerto, para repetirnos una vez más que aún debemos esperar otro invierno antes de abandonarnos por completo al desaliento.    

viernes, 3 de octubre de 2014

MACHADIANA

La España del vicio,
del chollo y la pereza,
del vuelva usted mañana,
la que siempre escoge el camino más corto posible
para ser millonario,
trabajando poco y medrando mucho,
la España de la beautiful people,
de la Gurtel y Filesa,
del escándalo en el Palau y el fraude en los Eres,
de las bajas laborales que no son.


La España del enchufe y el caciquismo,
y el que se mueve no sale en la foto.
La España de Gescartera y Afinsa,
del convoluto y el sobre,
del pelotazo.
La España de las comisiones del Ave y de la Expo,
del saqueo a Marbella,
del lucro con la información privilegiada,
de las preferentes y los testaferros,
del aeropuerto de Castellón.


La España del llevárselo muerto
y el que no tiene padrino no se bautiza,  
del despilfarro y la mordida,
de la Justicia dependiente de los partidos,
de Sor María y los niños robados,
de la vieja y la nueva Rumasa,
de las Cajas de ahorro quebradas,
de las facturas falsas, del dinero negro,
del aceite de colza, del crimen de estado,
del solomillo de Contador.


La España de Bárcenas y Amy Martin,
de Roldán y Juan Guerra,
del agujero de Banesto,
la España de ni Flick ni Flock,
del desvío de los fondos reservados,
de las amnistías y los paraísos fiscales,
de Amedo y Bartolín.
La España del Jaguar en el garaje de Ana Mato,
del manco que tenía la mano larga
al servicio del Borbón.


La España de Pujol y el tres por ciento,
de Urdangarín y la infanta en la inopia,
del no me apliques el iva,
de los trajes de Camps.
La España del estoespalistos,
de los talleres clandestinos de trabajo,
de la mucama sin dar de alta,
de los muertos que cobran la dependencia,
de los ex presidentes del gobierno
con cargo en los consejos de administración.


Españolito que vienes
al mundo te guarde Dios.
La España que tú estercolas
se muere de corrupción.

martes, 8 de julio de 2014

UN POQUITO DE FÚTBOL

     Como en el verso de Vallejo, la Selección española de fútbol podría haber compuesto un poema previo a su participación en el Mundial que comenzara diciendo: Me moriré en Brasil, con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo. Y es que contemplando el diluvio que le cayó a la selección el día de Chile, se podía ya adivinar el discurso airado de los caínes de turno empeñados en lapidar a nuestros héroes futbolísticos con las mismas piedras con que erigieron sus efímeras estatuas, cuatro años atrás.

         Todo el mundo ya sabía que este año España ni siquiera pasaría la primera fase, que Casillas fallaría en cinco de los siete goles que encajó, que Costa no se entendería con sus nuevos compañeros de equipo, que Ramos cambiaría su prestigio de mejorcentraldelmundo por el de espectador impotente de la estela inalcanzable de Robben, que Busquets robaría menos balones que cuando jugaba en 2ª B, que Alonso fallaría más pases que Illarramendi en los partidos clave, que Xavi, en fin, habiendo sido el jugador más determinante de la historia del fútbol español, contemplara impotente el desastre sin armas para remediarlo.

         Y pese a todo, un pase maravilloso de Iniesta que Silva quiso convertir en filigrana a punto estuvo de cambiar la historia de este mundial que los profetas eternos ya habían escrito en términos sombríos. Con Diego López, Carvajal, Gabi, Isco, Herrera, Callejón y Llorente en la alineación sustituyendo a nuestras glorias agotadas, el destino seguro hubiera sido caer en semifinales como mínimo, es lo que tiene ganar durante seis años seguidos, que la prepotencia engorda al tiempo que triunfa la ignorancia.

         Conviene recordar que el éxito en este extraño deporte que genera inversiones millonarias, construido por interminables sesiones de preparación física y táctica y aderezado por los más variopintos comentarios periodísticos, depende finalmente del caprichoso matiz de que la pelotita entre en la portería o se pierda fuera de los palos tras rozar con la bota de un portero con estrella en la final de un mundial.

         En el maravilloso mundo del fútbol, ese reducto impagable en el que la infancia de aquéllos que lo transitan se prolonga hasta la senectud, de manera que hasta los más sensatos próceres se disfrazan de hinchas al comentar las jugadas de su equipo, es preciso defenderse siempre de la caprichosa alternancia entre el fracaso y el éxito, esos dos impostores que se juegan a los dados el destino de una temporada en el mágico instante en que un hombre vestido de blanco se eleva para conectar un imponente cabezazo en el minuto 93 del partido más importante del año. Sin ir más lejos, el Fútbol Club Barcelona, columna vertebral inspiradora de los éxitos de la selección de estos años, va camino de defenestrar a media plantilla porque en la final de copa fue atropellado por una locomotora galesa antes de que su estrella brasileña lanzara un balón al poste. Por eso y porque en el último partido de liga un árbitro honrado anuló un gol que otros trencillas más impresionables habrían concedido sin dudarlo y que hubiera valido el campeonato, o no, quién sabe, porque las huestes de Simeone jugaron los partidos claves del final de temporada con una determinación capaz de superar todas las dificultades. Todas excepto la de jugar la prórroga de una final de Champions con la certeza de estar revisitando la suerte fatal de sus mayores, todos ellos despojados de una copa que ya estaban levantando mentalmente cuando en la última jugada del partido un balón esquivo les birló la gloria.


         Dejemos que el tiempo pase y se asiente la memoria. Dentro de veinte años, los integrantes de esta generación de futbolistas que se marchó de este mundial con la cabeza baja, serán considerados como los mitos que en realidad fueron. Cuando Don Vicente Del Bosque, grande de España sin necesidad de títulos, contemple desde el retiro su época de entrenador, todas estas miserias no serán más que una anécdota en el vasto legado del genio de Old Trafford, aquél que hizo del sentido común la más complicada de las tácticas.  

miércoles, 11 de junio de 2014

LOS MERCADERES DEL TEMPLO

EL TEMPLO PROFANADO

         Definitivamente, la plaza de toros de Madrid ha devenido en patético centro comercial en el que el toro y el toreo son sólo la excusa del tinglado. Antes de que la techen y cierren el círculo de oprobio al que la conducen, la están llenando de bares y tiendas de souvenirs y en el paroxismo del negocio, han montado un chiringuito en el diez, que nos expulsa de la plaza cada tarde entre olores a fritanga y el chunda chunda del desaliento.

         Tal es la degeneración de la fiesta y la decadencia del rito, que la gente viene a los toros como el que va a la verbena a echar la tarde y a falta de verdadera emoción procedente del ruedo, se refugia en el espectáculo colorista de los tendidos, cambiando la pasión por el mero entretenimiento sin pretensiones. Sin alimento posible para el espíritu que surja de la lidia, el público se conforma con la merienda pueblerina del entreacto y no se va contento a su casa si no remata la bacanal con la guinda de unas orejitas de regalo que permitan después relatar un triunfo imaginario a los amigos.

         Los que creíamos que este panorama deprimente se iba a quebrar en esta última semana con la llegada del toro, íbamos dados. De lunes a jueves, cuatro ganaderías de prestigio, cuatro encastes diferentes, desmintieron la ilusión de que la alternativa se encontraba más allá del paraíso juampedrero. Fiasco de Cuadri, Adolfos domecquizados, Alcurrucenes infumables y en su línea los del Puerto de San Lorenzo, toros criados para el último tercio, cuya manejabilidad venía pidiendo toreros y solamente halló adocenamiento y formas huecas.

         Los tiempos están cambiando y el público prefiere entronizar ídolos vacíos para darse el gusto de montar un circo camino de la puerta grande en el que complacerse zarandeando como a un pelele al dios que ha creado hace diez minutos para su efímero divertimento. Es lo que ocurrió con el fenómeno Luque, del que nadie recuerda gran cosa días después de su advenimiento, salvo que sorteó dos toros del Puerto para soñar el toreo y les administró una sucesión de mantazos a prudencial distancia, desplegando el velamen de sus trastos desde la ventaja innecesaria, dada la boyantía de su lote. Resulta descorazonador ver el templo convertido en talanquera que vibra con el adefesio de las luquesinas y se enardece ante el trallazo forzado e insustancial.

         También vibró lo suyo la gente con Perera, triunfador máximo de la Feria, cinco orejas en el esportón y pocos pases para el recuerdo en su segunda faena de dos orejas del serial, esta vez frente a un Adolfo que cambió la fiereza por eso que los taurinos llaman calidad. Pronto veremos cómo las figuras se anuncian con este hierro si les sigue permitiendo vender como gesta el paripé de todas las tardes. Parece que ha nacido el pererismo, una decantación más digerible del julianismo, entre cuyos postulados tampoco se haya el de cargar la suerte ni el de meterse en el terreno del toro, restando con ello verdad a faenas que sin embargo calan en el público por su irreprochable temple y la evidente ligazón. Esa tarde, la gente aclamó a Perera e ignoró a Urdiales que sólo recogió tibias palmas para su clasicismo de torero serio, sobrio, castellano. El de Arnedo esculpió naturales de cartel de toros, pero de uno en uno, sin ligar. Le faltó la inteligencia de Perera para dar ese pasito más que permite conectar con las masas y pareció no querer traspasar la peligrosa línea que separa la corrección del compromiso.

         Todo lo contrario que José Carlos Venegas la tarde de los Cuadri, un extraterrestre en las Ventas, uno que se queda en el sitio y no aprieta a correr tras cada pase, y además con un toro, el geniudo sexto, desastrosamente picado por Rosales, que le sirvió a su matador un vendaval de violentas embestidas que Venegas, ayuno de la técnica necesaria para vaciarlas con profundidad, no supo domeñar hasta que fue aparatosamente cogido. Después se levantó el diestro jienense algo conmocionado, volvió a la cara del toro y de nuevo sorteó como pudo los viajes del Cuadri sin rectificar terrenos, con la exigua muletilla en la izquierda ofrecida al viento de la tarde, intentando dar esos cuatro o cinco muletazos limpios que no llegaron y que le hubieran proporcionado un triunfo épico. Momentos únicos en los que saltamos de nuestros asientos imaginando este mundo extraño puesto del revés por un torerillo sin contratos, que tiene la osadía de proponer ante el toro poderoso el planteamiento del que los instalados huyen ante el medio toro de cada tarde.

         Semiescondida en la barahúnda de la feria, nos cayó encima la Beneficencia, la corrida que en otros tiempos brillaba más que el sol, la que acartelaba a los triunfadores del ciclo ante toros de respeto, la más importante del orbe taurino. Ahora la han convertido en un festejo más, manipulado por las figuras y sus veedores, tan sólo realzado este año por la presencia del Rey Juan Carlos a pocas jornadas de su abdicación. En esa clave hay que interpretar la vergonzosa oreja concedida a El Juli en su primer toro tras petición minoritaria, un regalito del presidente para vestir la tarde de triunfalismo, quizá por agradar así al monarca sedente en el palco vecino, y que provocó la más fuerte división de opiniones que se ha escuchado en la plaza en los últimos años. El toro fue impresentable y el toreo aplicado demasiado vulgar excepto en un quite a la verónica muy sentido y en una serie de naturales en la que Julián hizo un esfuerzo por adaptarse a lo que parte del público le pedía y se retorció algo menos de lo habitual. La regeneración duró poco pues el de Velilla echó pronto de menos las formas que ha patentado y siguió dictando sus lecciones mentirosas para el necesario adoctrinamiento de los acólitos que le siguen y pueblan el escalafón. Con todo, a pesar de que tenía una fácil puerta grande a su alcance, desaprovechó al cuarto ante el que no acertó a dar un solo pase bueno suficiente para justificar un nuevo regalo.

         Y frente al capo, Fandiño, que venía a esta corrida para vengar el veto al que le sometió el mandón la temporada pasada, dispuesto a discutirle al poderoso el cetro. Yo creo que al final se conformó con puntuar, como diría más tarde empleando esa terminología deportiva absurda. El punto obtenido fue una oreja arrancada en el último tramo de una faena iniciada por el camino del toreo moderno que cambió cuando un aficionado le afeó esta circunstancia y el de Orduña recompuso la figura, citó con rectitud y rescató dos serie de naturales toreando para adentro. Una gran estocada haciendo muy bien la suerte justificó el premio, con Talavante asistiendo a la pugna desde la barrera de su indolencia.

         Tan sólo un año después del gran espectáculo que brindó a la afición la cuadrilla de Castaño, asistimos con agrado a la reposición de la película aun que esta vez la copia no brilló con tanta fuerza, excepto en los capotazos infinitos de Marco Galán y el garbo incomparable de Fernando Sánchez. Aunque luego su matador rematara el trabajo de su equipo con dos trasteos fríos y superficiales, hay que agradecerle una vez más la generosidad con que cede a su cuadrilla el protagonismo, detalles que justifican por sí solos el precio de la entrada.

EL TEMPLO RECOBRADO

         Cuando todo parecía perdido, llegó Victorino para salvar el honor del toro bravo con una corrida dura, seria, enteriza, de las que acaparan la atención desde que el animal aparece en el ruedo hasta que se marcha camino del desolladero. Una de esas corridas que meten miedo al aficionado y sustentan de vez en cuando toda la pasión encerrada en este mundo, la emoción que proporciona tener la dicha de poder asistir todavía en el siglo XXI a un rito en el que se pone en juego la vida a través del trance supremo que supone burlar a la muerte creando belleza. Esa pasión antigua que se nos hurta cada tarde en el afán suicida de dulcificar la pelea entre el hombre y la bestia volvió con los astados de la A coronada, los de la boca cerrada, la mirada torva y la embestida fiera, frente a la cual no se atisba en el actual plantel de toreros héroe alguno capaz de salir triunfador y subirse al carro de la gloria. Toros que no permiten un descuido ni en el momento postrero de la puntilla, a los que sólo fue capaz de lidiar correctamente un peón, Rafael González, de la cuadrilla de Aguilar, que dio un curso de cómo capotear a un toro encastado con exactitud y sabiduría. Ferrera no pudo con la corrida aunque debe apreciársele el gesto de matar en la feria Adolfos y Victorinos. A partir de ahí vendió su mercancía como buenamente pudo, tapando sus carencias con esa lidia nerviosa que si bien aporta diligencia en su transcurso, se pierde luego en un exceso de aspavientos de cara a la galería. Frenético en la suerte de banderillas, parece haber adoptado la técnica del julipié en el embroque, pues sólo se vuelca en el morrillo cuando el balcón de los pitones hace tiempo que ha pasado. Tuvo un primer toro que mereció más firmeza de pies e intentó colar su movido trasteo al quinto como una lidia a la antigua sobre las piernas que no hizo sino empeorar la difícil condición del toro, sin conseguir con ello encubrir sus enormes ganas de tirar por la calle de en medio. Uceda Leal se dejó marchar el Victorino más manejable haciendo como el que hace pero sin hacer nada y nunca cruzó la línea que hubiera permitido el dominio de la embestida de su oponente aunque sigue demostrando que conserva una técnica irreprochable al marcar los tiempos de la suerte suprema. Alberto Aguilar sorteó el toro de la corrida, Vengativo, un excelentemente bien presentado cárdeno de 526 kilos, con el que sostuvo una pelea desigual que se resolvió a favor del toro, y aunque por momentos intentó quedarse en el sitio que lleva a la gloria o a la enfermería, pronto empezó a correr como último refugio para salir indemne de la tormenta de casta que se le venía encima.

         Y para postre la Miurada, corrida de no hay billetes para presenciar el retorno de la legendaria ganadería, ausente de las Ventas desde 2005. Don Eduardo mandó a Madrid un encierro de lujo, con tres toros de nota, completísimos en todos los tercios, que regalaron embestidas para que alguno de los tres valientes que aceptaron el reto se consagraran, si bien el único que lo hizo fue Marco Galán, el mejor peor de brega que soñar pudo un matador de corridas duras. El toro más importante de la tarde fue el segundo, Zahonero, un cárdeno bragao de 611 kilos que no le pesaron en el galope alegre que prodigó durante toda su pelea, desde el saludo capotero hasta la faena de muleta que le enjaretó Javier Castaño, una vez más por debajo de las expectativas creadas por la lidia de su cuadrilla en la que David Adalid es cada vez más vistoso y menos puro y Fernando Sánchez se supera poco a poco en cada par.

         Mientras Rafaelillo no tuvo opciones frente a un lote que desarrolló sentido demasiado pronto, el toro más bonancible lo sorteó Serafín Marín, tan lejos ya de aquellos tiempos en los que su hecho diferencial le permitía ser acogido en Madrid como a una especie protegida en peligro de extinción. El toro le permitió relajarse con gusto al natural en lo que fueron los mejores muletazos de la tarde, pero no consiguió salir del pozo en que se encuentra, pues, administrados de uno en uno, rehuyó quedarse en el sitio impidiendo la ligazón que da paso a que el público pueda entrar en la faena. Hubo también falta de fuerza en algún toro, circunstancia que aprovechó el presidente de turno para blasonar de haber devuelto un Miura a los corrales, cuando tarde tras tarde hemos visto cómo se aguantaba en el ruedo a toros que no merecían ese respeto.


         Y así terminó la feria, con el ánimo en alza tras asistir a este díptico torista final, en el que dos vacadas legendarias han redimido en cierto modo a la feria de toda la ignominia anterior. Sus espléndidas láminas nos han acompañado en la mente en el camino de vuelta a casa, que hemos recorrido como año tras año, demorándonos en el recuerdo de los momentos vividos en el templo finalmente recobrado y preguntándonos a cada paso, a pesar de todo, y ahora, ¿qué haremos por las tardes?   

lunes, 2 de junio de 2014

REZA PARA QUE NO TE SALGA NUNCA UN TORO BRAVO

        Resulta incomprensible y lamentable que en las condiciones de docilidad y falta de fiereza en las que sale el toro en este época, los toreros del momento desarrollen formas tan ventajistas, tan alejadas de los cánones clásicos. La peste juliana del cite al hilo del pitón, con la pierna de salida retrasada y vaciando la embestida en paralelo o directamente hacia las afueras, podría tener justificación si de los chiqueros saliera por norma un toro bronco, ante el cual quedarse en el sitio sin rectificar y cargar la suerte fuera una empresa imposible, un seguro camino hacia el hule irremediable.

         Sin embargo, en las actuales circunstancias en las que, tarde tras tarde, el toro llega a la muleta ya vencido y sin pujanza contra la que defenderse, no pasarse a ese fiel colaborador al menos veinte veces por la barriga constituye un delito de lesa torería.

         Eso fue más o menos lo que ocurrió en la corrida de Fuente Ymbro, que lidiaron tres toreros apreciados por la afición venteña, que incluso en sus comienzos los llegó a sacar a hombros por la puerta grande, y que desde entonces han apuntado sin disparar, convirtiéndose poco a poco en proyectos frustrados de renovación del escalafón que no molestan en los carteles pero tampoco dicen gran cosa. Curro Díaz tuvo la excusa de un mal lote y apenas dejó los sabrosos trincherazos de rigor. En cambio, Uceda y Tejela sortearon un toro cada uno que si no llevaban un cortijo en cada pitón, al menos portaban las llaves de un chalet adosado, cuyo salón hubieran podido decorar con sus cabezas desorejadas de haber conseguido sus matadores compactar algo digno de llamarse faena. En su lugar, prodigaron la habitual sucesión de pases mediocres al uso moderno que perpetraron siguiendo los cánones del postespartaquismo de acompañamiento, vacío y postural. Tras una buena estocada, al de Usera le dieron la oreja más barata de las que ha cortado en Madrid y al de Alcalá, tal como estaba la tarde, le hubieran dado otra si no llega a fallar a espadas. Lo mejor de Tejela es su cuadrilla y habrá que ir a verle sólo por contemplar el buen aire con el percal que retiene aquel novillero ilusionante que fue Jesús Romero y la majeza de Ángel Otero al salir de la cara del toro sexto al que adornó con los dos mejores pares de la feria.

         Con la corrida de El Pilar llegó el escándalo, porque las figuras tuvieron la desvergüenza de comparecer de nuevo en Madrid con una escalera de toros sin trapío, unos por chicos y otros por regordíos, una auténtica parada de bueyes por su comportamiento descastado. Frente a ellos, el toreo desrazado de le Coq y le Dolz, encimista y aburrido el del francés, más ampuloso el del fino torero alicantino, que, como su padre en los tiempos de Joaquín Vidal, acaparó todo el malestar de la corrida, la última de su feria. Manzanares echó la tarde tirando líneas por las afueras, que es lo que sucede cuando se tiene la temporada hecha antes de Madrid y se gasta una ambición chiquitita. Por el contrario, Talavante sigue residiendo en el corazoncito del público, pues siendo cómplice del desaguisado, recibió siempre el aliento de la gente y todo cuanto intentó con mayor o menor éxito fue ovacionado, ya fuera un quite por "quieroynopuedosercurrovázquinas" o un remate efectista que no consigue su misión de dejar al toro colocado para la suerte de varas. Como el sexto embestía con algo más de empeño que sus hermanos, Talavante le enjaretó sin orden ni concierto unas cuantas series nada más que compuestitas entre los aplausos del orejero gentío que finalmente vio frustradas sus expectativas cuando al maestro se le encogió el brazo a la hora de matar.      

         Entre ambas juampedradas salió el toro de la feria, un Ibán encastadísimo que atendía por Tomillero, de cinco años y medio y 507 kilos en la tablilla, homenaje a Bastonito veinte años después, de irreprochable trapío y emocionante comportamiento, lidiado asimismo por un colombiano, aquél que hace tiempo quiso tomar el testigo de Rincón y fracasó en su quimérico empeño. También naufragó esta tarde, como quizá lo hubiera hecho el escalafón en pleno ante tal vendaval de casta. No era fácil aguantar en el sitio la bravura desatada que Bolívar sólo acertó a remansar en su muleta en algún que otro pase mandón en el que el toro respondió obediente hasta el final. Los cronistas oficiales dirían luego que el toro soltaba mucho la cara o que reponía una barbaridad con el fin de seguir ensalzando al otro toro sin casta que es la base de su negocio. La verdad fue que Bolívar no se atrevió a tirar la moneda por si salía cruz, no quiso traspasar la línea que sí cruzó su compatriota hace veinte años, y eso que aquel inolvidable maestro ya estaba rico para entonces y llevaba ya cuatro puertas grandes a sus espaldas.

         El encierro de Baltasar Ibán trajo a Madrid otros dos toros estimables, sobre todo el primero, con el que Robleño no terminó de acoplarse. Rubén Pinar volvió a plantear su enésima propuesta de emulación juliana, tanto en la figura forzada como en el manejo de los trastos. Tan sólo le falta aprender mejor la técnica del julipié para alcanzar la categoría de clon perfecto del catedrático de Velilla, y estar preparado para hacerle alguna suplencia en la universidad.

         La semana se había iniciado con la última de las novilladas programadas por la empresa que acertó acartelando a los novilleros punteros del momento sin que se hayan apreciado en ellos grandes esperanzas de regeneración del estado de cosas propuesto por sus mayores. Garrido, Diéguez, Posada y Lama parecen ser más de lo mismo y sólo Gonzalo Caballero aparentó ser un chaval con un concepto cuya evolución apetece seguir. Tocaron pelo Román, por un toreo poco más que bullicioso  y Francisco Espada, algo más estilista con un novillo de dulce embestida que hubiera merecido formas más comprometidas.

miércoles, 28 de mayo de 2014

EL ADVENIMIENTO DE LOS FABULOSOS Y EL ESPEJISMO DE TRES NATURALES

          Cuando el toro es concebido casi como un animal doméstico, cuando el toro es definido como colaborador de un espectáculo incruento, cuando el toro deambula por la plaza sin que aparezca rescoldo alguno de ese fuego que es la casta brava, la fiesta se convierte en un ballet absurdo en el cual el artista interpreta la obra prevista función tras función. Desaparecido el riesgo, anulada la muerte como telón de fondo de cada tarde, la emoción que siempre animó internamente la esencia de la  tauromaquia, tan sólo aparece en algún que otro recodo de la ceremonia, si es que surge algún destello de inspiración en el intérprete que nos permite olvidar por un momento que es mentira todo lo que en el ruedo ocurre.

         Esa verdad que distinguía antaño este espectáculo haciéndolo único, apareció por fin la tarde en que a David Mora se le ocurrió gastar su último cartucho en Madrid recibiendo al primero de su lote en la puerta de chiqueros, y el animal se le vino encima como un tren, sin darle tiempo a vaciar la embestida con la larga cambiada. El toro le cogió por el pecho y le zarandeó de manera tremenda como a un pobre muñeco que salió del envite con la femoral partida. La sensación de tragedia inundó la corrida que desde ese momento quedó en un mano a mano extraño del que pronto se cayó Nazaré al que el toro segundo volteó en el remate de un quite rompiéndole los ligamentos. Cinco por delante para Jiménez Fortes componían una cuesta arriba demasiado empinada para el bagaje técnico del diestro malagueño. Si además todo ello se combina con un enemigo complicado para empezar la subida, una torpeza de movimientos evidente ante las agrestes embestidas y un arrojo que ignora todas las circunstancias anteriores, el resultado es dos cornadas en tres cogidas de las que el chaval se levanta sin mirarse, y una enorme dignidad camino de una enfermería atestada lo cual obligó a suspender el festejo con cuatro animales dentro de chiqueros esperando mejor ocasión para ser lidiados.

         Las tres tardes siguientes han transcurrido en ese tono mentiroso que aparece cuando llegan las figuras a la feria y con ellas, la imposición de sus ganaderías predilectas que garantizan ese toro amigo que va y viene para colaborar con el “show”. Con ese medio toro ni siquiera supo confiarse el Cid, definitivamente fuera de sitio, sombrío de ánimo como si el luto eterno de Alcalareño hubiera contagiado ya para siempre al matador y a su cuadrilla entera y todo ello a pesar de un quite por delantales en el que pareció mecerse la luz del otoño pasado. El Fandi nos trajo una nueva demostración atlética de su envidiable forma física y aunque intentó ajustarse algo más con el toro al poner banderillas, lo consiguió sólo a veces, mas al llegar la hora de quedarse quieto, cesaron las ovaciones, prodigó mantazos, requirió la espada, se perfiló fuera de cacho, fuese y no hubo nada. Del Álamo cortó su enésima oreja consecutiva en las Ventas cuya concesión denigró hasta extremos hasta hace poco inconcebibles eso que antiguamente se llamaba una oreja de Madrid, de las que dejan poso en el aficionado. La de esta tarde fue uno de tantos trasteos en paralelo en los que si el toro repite, el torero templa y mata a la primera, el público saca los pañuelos hasta conseguir el ansiado trofeo sin que al día siguiente sea capaz de recordar pase alguno de la aclamada faena.

         Para rematar la semana se hicieron presentes en las Ventas the fab five, los cinco airados faros del toreo que se exiliaron de Sevilla y se acogieron al refugio de Madrid, cuyo público los recibió como a hijos pródigos, dispuesto a perdonar sus renuncios, sus manejos y triquiñuelas, atento al mínimo detalle para saltar del asiento ante cualquier atisbo de cante grande, el romero enhiesto en la solapa del traje de las grandes ocasiones, el cubata tintineando en la mano nerviosa y el caro veguero incensando los alrededores de su localidad. Por delante de los fabulosos, Finito de Córdoba, cuya actuación fue la del telonero que ofrece un breve apunte de su arte y enseguida deja paso a la estrella sin ánimo de robarle lucimiento, qué decadente la imagen del eterno aspirante a sexto califa, tan lejos de aquella efímera gloria como de la rectitud del toro a la hora de entrar a matar, pues se perfilaba desde Manuel Becerra para tomar raudo el camino hacia la Guindalera tras el embroque. Morante y el Juli, los popes del invento este que llaman el G-5, fueron recibidos con expectación extraordinaria, que a falta de grandes triunfos obtenidos en el coso venteño, uno piensa que se debía al gran aparato publicitario que arrastran estos toreros, con profusión de apariciones en los medios diseñadas por los gabinetes de comunicación a su servicio. Los dos venían a la primera plaza del mundo con toros escogidos ad hoc, seleccionados por sus veedores tras exhaustivas jornadas de búsqueda entre lo mejor de la cabaña brava. A tenor del resultado, cerca estamos de que también en esta plaza se acabe eliminando el sorteo para así evitar que los jefes del cotarro acaben enlotando lo peor del encierro y así quede al descubierto su incapacidad para hacer frente a sus toros. Porque a Morante le tocó un manso que no pasaba, al que masacró en varas, antes de dar el mitin de costumbre y al Juli, dos Victorianos impresentables, que hubieran justificado la retirada inmediata del azulejo que el ganadero triunfador del ciclo del año pasado había inaugurado en el desolladero esa misma mañana. Además, al catedrático de Velilla le salieron respondones los dos toretes, el primero, por desentendido y aburrido de la ramplona lidia, al que no fue capaz de fijar en momento alguno, y el segundo, por violentito a su manera, con el que Julián del Gran Poder aplicó un trasteo corajudo que no llegó a domeñar sus dificultades antes del horroroso julipié. En su primer toro, Morante de la Puebla entreabrió un poquito el tarro de las esencias en un capotazo aislado por aquí, un par de trincherazos por allá y en dos o tres derechazos que encadenó cuando medio se quedó en el sitio, pero de pronto volvió a las andadas del unipase y a rehuir los riesgos que comporta la ligazón frustrando las ilusiones de un público entregado que había acogido estos destellos con clamores inusitados.

         El espécimen taurómaco Alejandro Talavante ha dado un paso más en su sorprendente evolución y abandonado el período que podríamos llamar de inspiración mexicana, ha mutado ahora en criatura currovazqueña que pretende retomar el toreo clásico que dejó olvidado tras su época tomasista. Sólo lo consiguió por momentos en el primero de su lote, al que enjaretó los naturales más caros de la feria, aquéllos que se construyen adelantando la muleta, ofreciendo el medio pecho de la figura erguida y cargando la suerte en la rectitud del toro, mientras el animal traza esa mágica curva en la que persigue con codicia una muleta templada de mano baja que quiebra la embestida detrás de la cadera. El por qué combinó esos muletazos irreprochables con otros más al uso del toreo moderno es un misterio insondable que quizá tenga que ver con la falta de concepto claro de una faena que no tuvo unidad porque transcurrió en distintos terrenos, allí donde el torete marchaba llevado por su boyante mansedumbre, y como los naturales buenos eran jaleados con el mismo entusiasmo que los malos, quizá se dijo el extremeño que para qué insistir por el camino correcto si el otro es menos escarpado y todo aquello terminó en una sensación amarga a la búsqueda del eslabón perdido en la evolución de la especie taurómaca talavantina que acabó de consumar el mal uso de la espada.

         Manzanares pasó de puntillas por la tarde de los Victorianos practicando el toreo más despegado que se ha visto hasta la fecha, que ya apenas tapa con su proverbial plasticidad. Su abulia va siendo cada vez más preocupante para un diestro que ha podido ser tan grande y ha quedado en un desubicado maniquí de alta costura que tira líneas en la distancia, no vaya a ser que se le estropee el traje.

         En contraste con sus cuatro compañeros de espantada, Miguel Ángel Perera ha sorprendido en su primera comparecencia en la feria por su cabeza clara, unas formas más que correctas y una gran entrega a la hora de matar que confluyeron en un triunfo legítimo. Dejando a un lado si fueron excesivas las tres orejas cosechadas, Perera aprovechó con clarividencia el fiasco de sus compañeros desde el momento en que se abrió de capote por chicuelinas en un quite muy sentido rematado por airosas cordobinas. A su primero le hizo una buena faena cuya principal cualidad fue la quietud, y los defectos de colocación habituales en este torero quedaron tapados por el ceñimiento general del trasteo y por un temple exquisito en el manejo exacto de las telas. La misma tónica siguió en el sexto de la tarde, más parado que el anterior, al que aplicó el habitual acortamiento de distancias en el que tan cómodo se ha encontrado siempre Perera, que en esta ocasión aderezó con verdad y torería, con el público unánimemente a favor. La gran estocada haciendo estupendamente bien la suerte coronó una actitud muy seria del extremeño toda la tarde al que se llevaron con justicia camino de la puerta grande.


         Brillaron con los palos Juan José Trujillo y Juan Sierra, al que salvó del percance Fernando Pérez, tercero de la cuadrilla de el Juli, cuya buena colocación le permitió hacer un extraordinario quite evitando la cogida de su compañero. Deberían tomar ejemplo de la actitud de este torero de plata, los numerosos matadores que ajenos a sus deberes en la lidia, suelen contemplar ausentes los apuros que pasan sus peones en el tercio de banderillas.