jueves, 13 de diciembre de 2018

JUGANDO A LA GUERRA



Son nuestros amigos más íntimos, nuestros hermanos, son las primas lejanas que nos llenan el móvil de propaganda, el compañero de trabajo que te aturde con su verborrea cada mañana, la cuñada que da el mitin en cada reunión familiar. Es la gente que puebla tu vida haciéndote favores, soportando tus carencias, alegrándose de tu suerte o aliviando tu derrota, acompañándote mejor o peor. Los hay con fuerte conciencia política, los hay desideologizados por completo, están los que simplemente aspiran a ser gobernados por alguien que no les perjudique mucho y aquéllos para los que la acción de gobierno es un asunto capital en su existencia, los que no votan nunca y los que votan siempre a los mismos aunque arrasen el país.

Son nuestros rojillos de salón, nuestros fachillas de sobremesa, esos tipos entrañables en la distancia corta que en contadas ocasiones nos enseñan su versión más extremista, la que enardece un himno, la que exacerba un vídeo millares de veces tuiteado, la que exalta la sobreexposición a las tertulias televisivas de ambiente bélico y espíritu faltón. Son los herederos de la España eterna cuya pulsión cainita resiste al paso de las generaciones, los que habiendo crecido alrededor de la restauración de la democracia te recuerdan la ignominia de su abuelo enterrado en la cuneta y cargan sobre tus espaldas la memoria de su tío masacrada en el paredón.

Toda esa obsesión guerracivilista yace por fortuna anestesiada bajo el tupido manto del estado del bienestar. Todavía es el momento en que podemos limar nuestras diferencias acodados con displicencia en la barra del bar, sin que el eco de la trifulca política traspase el fielato del sentido común hasta hacer peligrar la conquistada placidez de nuestra convivencia. Por más que los iluminados de turno proclamen la alerta antifascista provocando en Cádiz la algarada artificial de tres mil jóvenes más preocupados por el ascenso de su némesis en las urnas que por su desempleo endémico, el futuro será incruento si no se les aboca a la imposibilidad de construir un proyecto de vida propio, si no se les niega la fortuna de disfrutar de un atardecer soleado en La Caleta,  sin nubarrones de precariedad en el horizonte. Aunque los muecines del nacionalismo solivianten a las hordas independentistas para que corten las autopistas y tapen su corrupción, la concordia aún será posible mientras el barcelonés pueda recorrer el Paseo de Gracia sin que los recortes de los que priorizan la sinrazón amarilla a los servicios sociales, le amarguen definitivamente la contemplación de su esplendor.


El fortalecimiento de las clases medias es el antídoto perfecto contra el riesgo de conflicto. Es hora de que los sucesivos gobiernos se preocupen más de que el crecimiento económico siga llegando a todos los estratos de la sociedad y menos de jugar a la guerra favoreciendo las opciones más extremas para dividir a sus adversarios políticos. En la medida en que el resultado electoral no sea el único norte de su actuación, y no se criminalice al ciudadano que para huir de la vacuidad circundante se echa en brazos de los líderes mesiánicos, los abascales acabarán bajándose del caballo y los iglesias saldrán de una vez de la barricada.       

El año pasado se cumplieron ochenta años de la publicación de “A sangre y fuego” en plena guerra civil, esa obra maestra de Chaves Nogales en cuyo prólogo el periodista que afirmaba  poseer méritos bastantes para haber sido fusilado por ambos bandos, dejaba testimonio de la existencia de la tercera España, la que renegaba de la estupidez y de la crueldad generalizada, la que se diluyó entre la radicalización de los que un día se acostaron en su casa y al día siguiente se despertaron en una trinchera. No es probable que mañana como entonces, mi vecino me termine reprochando fusil en mano que nunca vio la bandera colgada de mi balcón.