jueves, 27 de octubre de 2016

LA CIUDAD DE LOS PRODIGIOS

   
 
    Cada vez que he recorrido la Gran Vía barcelonesa durante los años de la prohibición contemplando el cadáver de la Monumental expuesto a los vientos de la intolerancia, me preguntaba impotente cómo era posible que el templo de los azulejos añiles hubiera sido derrotado por los pretextos nacionalistas cuando ni siquiera había sucumbido en su día bajo los bombardeos de la aviación fascista italiana. Tras el saludo al coso clausurado, la sensación de tristeza me acompañaba invariablemente calle de la Marina arriba y al llegar a la Sagrada Familia, aprovechaba para preguntar al espíritu de Gaudí por la desnortada deriva de una ciudad mítica a la que sus regidores habían declarado antitaurina años atrás, empeñados como estaban en proyectar la pugna independentista contra los despojos de una fiesta tan catalana como española, maltratando así la historia de la ciudad que antaño fue la que más corridas daba en España, con tres plazas en plena actividad al mismo tiempo.


          De todo aquello, ya no queda nada. Pasear hoy por la Barceloneta es enfrentarse a una fronda de esteladas en los balcones sin que nadie recuerde el fervor antiguo de los vecinos acudiendo en masa al viejo Torín. En la Plaza de España, la fachada de Las Arenas es lo único que resiste como triste vestigio decorativo tras ser entregada al furor de los mercaderes que profanaron el templo convirtiéndolo en frívolo centro comercial. Aquellos mismos mercaderes que malbarataron la categoría de la Monumental degradando el espectáculo hasta convertirlo en exótico pasatiempo para turistas, se quejaban luego del hostigamiento del enemigo, enarbolando falsas protestas contra la agresión cuando ya era tarde para defender el negocio, cuando el rito ya había sido despojado de las señas de identidad que lo hicieron grande y atractivo para los barceloneses. La clase política nacionalista encontró entonces en la tauromaquia el objetivo perfecto para vestir su huida hacia la independencia con los falsos ropajes del buenismo animalista y se lanzó hacia una víctima en harapos con la determinación que produce enfrentarse a una victoria segura.


          Después todo fueron fuegos de artificio, corridas extraordinarias pródigas en gestos para la galería y multitudes foráneas clamando libertad. Cuando sin embargo llegó la prohibición, casi nadie echó de menos en la ciudad de los prodigios el exiguo bullicio de los domingos de temporada en torno a la Monumental, nadie salió a la calle para exigir a los responsables del atropello un poco de coherencia con el respeto observado hacia los correbous, una tradición protegida porque sin duda el toro embolado no sufre mientras el fuego acaricia su anatomía durante el encierro. 

       Seis años han tenido que pasar desde entonces para que el Tribunal Constitucional adornara con argumentos jurídicos la obviedad del desafuero competencial que cometió el Parlamento Catalán cuando votó a favor de la prohibición. Media docena de temporadas en las que el erial en que entre unos y otros habían convertido a la fiesta en Cataluña se ha ido pudriendo lentamente hasta devenir en terreno yermo para la reconquista,  un territorio propicio para que políticos lamentables ensayen la futura pugna con el Estado, voceando bravatas de desobediencia a sabiendas de que nadie se erigirá en defensor de la causa taurina para hacer cumplir la ley.


         Siempre que me encuentro en Barcelona, termino peregrinando a Montjuich para empaparme de la nostalgia olímpica, intentando encontrar entre las piedras del estadio algún rescoldo de aquel admirable esfuerzo nacional que logró confluir en la organización de los mejores juegos de la historia. Las instalaciones permanecen pero aquel entendimiento se halla en ruinas de la misma manera que la libertad se desvanece tras los embates políticos y la verdad es una entelequia que se resquebraja igual que los frescos del valle de Bohí, conservados en el museo que habita el hermoso palacio de la montaña mágica. Desde su ábside recreado, la imagen del Pantocrátor de Tahull parece reclamarnos un poco de sentido común a pesar de su hieratismo románico y su serenidad aún nos acompaña para mitigar el desencanto que nos invade de nuevo cuando volvemos a encontrarnos con el esqueleto neomudéjar de una plaza de toros, de regreso a la ciudad magnífica.

jueves, 6 de octubre de 2016

FIN DE CICLO

      La Feria de Otoño es la penúltima cita del aficionado venteño con el toro de Madrid, antes de abandonarse al letargo invernal en donde el tauroherido sobrelleva penosamente la abstinencia de su pasión, y por ello siempre ha sido un ciclo especialmente querido para el abonado. La corriente de afecto que surge del reencuentro con los viejos amigos de la andanada hace el resto, y ese aire familiar presente en una plaza sin apreturas, sin las urgencias y el ajetreo de la isidrada, nos instala en esa impagable sensación que el otoño temprano concede, la que nos permite pasar la tarde al abrigo de los atardeceres mágicos de las Ventas, al amor del tibio fulgor que surge del ruedo.

         El maltrato al que ha venido sometiendo la empresa a esta feria era una más de las razones por las que los aficionados esperábamos que el concurso sobre la administración de la plaza se resolviera a favor de cualquier otro que no fuera el responsable de la nefasta gestión que hemos venido soportando durante los últimos años. Ese otro resultó ser finalmente Simón Casas y si su histrionismo le deja llevar a cabo las buenas ideas con las que siempre ha adornado sus proyectos y se olvida de criminalizar a los aficionados que defienden en la primera plaza del mundo la pureza de este rito, inevitablemente saldremos ganando. En realidad, lo haremos con tal de que al menos limpie la plaza y le dé esa mano de pintura que necesita desde hace tiempo.

         Para lo que nos queda en el convento …, debieron pensar los choperitas porque de lo contrario, no se explica la falta de atractivo de su última feria, fabricada con tanta desidia como falta de imaginación, a partir de la habitual combinación de vacadas que ya habían fracasado en su comparecencia precedente. Ni siquiera lograron que alguna de las figuras viniera a dar la cara en una feria que siempre ha sido aprovechada por los toreros como magno colofón a una gran temporada o como plataforma de lanzamiento para la siguiente y prueba de ello fue ese mano a mano contra natura que nadie pedía, diseñado sin más finalidad que la búsqueda del máximo beneficio empresarial a base de ahorrarse los honorarios de un tercer espada. 

         Así las cosas, la cuota novilleril de la feria se estrelló contra el descastamiento progresivo que acusa la ganadería de José Miguel Arroyo y a falta de argumentos en la tarde, el público se entretuvo en dilucidar qué novillos eran más flojos, si los del Tajo o los de la Reina. No mejoraron mucho ese comportamiento los toros de Fuente Ymbro, si bien los que entraron en el lote de Román sacaron las complicaciones que aparecen cuando su matador está ayuno de técnica y presenta la muleta por aquí y por allá, olvidándose de las más elementales normas que aconsejan dominar la embestida para que el toro no te lleve por delante. Si a un animal de incierto viaje se le administra una faena a base de trapazos y telonazos sin propósito alguno, lo más probable es que el matador vaya de cogida en cogida hasta la derrota final, y eso es lo sucedió en los dos trasteos de Román, tan animosos como desnortados, mas con la suerte de cara que le ayudó a no ser herido en cada revolcón y a salir, en cambio, triunfador, sin más mérito que el de no mirarse tras las sucesivas palizas y el de sonreír a las masas sensibles al sufrimiento del torero, cuyo “pretium doloris” indemnizaron con una de esas orejas de saldo cuya concesión sigue desmintiendo tarde a tarde lo difícil que es tocar pelo en Madrid.         

         Juan del Álamo y Morenito de Aranda pasaron como una sombra por la feria, una sombra maltrecha el primero por la cogida que recibió en una voltereta innecesaria, una sombra movida el segundo, incómodo toda la tarde ante un mal lote. En cambio Rafaelillo acaparó los mejores viajes de la corrida de Adolfo pero no acabó de creérselo debido a ese eterno síndrome de los toreros acostumbrados a matar ganaderías duras, incapaces sin embargo de cambiar su mentalidad guerrillera cuando encuentran embestidas bonancibles en lugar de las tarascadas habituales. Al menos dejó en el hoyo de las agujas de su segundo Adolfo una estocada irreprochable cobrada al segundo intento. El Cid compareció en su plaza con el aval de haber indultado varios toros del encaste Albaserrada este verano y se le vio dispuesto y eficaz en la lidia, ante un lote que se movió mejor en la distancia larga que en las cercanías buscadas por el de Salteras para encontrarse más cómodo técnicamente.




         José Garrido obtuvo un puesto de privilegio en el abono, nadie sabe a estas alturas por qué, pero su peso en los despachos fue notablemente superior a su puesta en escena, casi siempre fuera de sitio, vulgarísimo con las telas, sin resolver técnicamente las dificultades planteadas por sus toros. No dijo nada ante la boyantía del último de su lote, aunque en ese momento de la tarde, quizá se hallaba mermado por la fuerte paliza recibida de un manso del Puerto de San Lorenzo, que le persiguió a favor de querencia sin que un solo capote bien colocado evitara la cogida. Y es que la actuación general de las cuadrillas en la feria ha sido lamentable. Tan sólo José Ney manejó con sentido su cabalgadura y apenas Antonio Chacón se lució en las banderillas. Al menos, el hijo de Montoliú hizo honor a su estirpe bregando con eficacia y valor sin cuento a un manso reservón emplazado en los medios.

         En ausencia de grandes acontecimientos, la feria quedó sujeta por dos pilares, uno de forja toledana y otro de fábrica linarense, dos toreros del gusto de la afición de Madrid. Ambos tomaron la alternativa hace casi veinte años, en 1997, con quince días de diferencia y ya han triunfado en esta plaza en otras ocasiones. Saben lo que es salir a la explanada de las Ventas tras pasar bajo su puerta grande y lo que es comerse el orgullo viendo cómo otros toreros disfrutan de temporadas fecundas en festejos sin haberlo hecho nunca. Ambos cimientan su tauromaquia en los cánones de la tauromaquia de siempre, el de Toledo profesa el clasicismo castellano de la sobriedad, el de Linares practica el clasicismo florido del sur y vinieron a Madrid para impartir dos lecciones de toreo sin necesidad de cortar oreja alguna.

         Eugenio de Mora es sin duda el torero más puro del escalafón actual. Inicia cada serie con tal pulcritud en los cites, la muleta planchada y sin artificio presentada desde la colocación exacta del cuerpo entre los pitones, que el viaje posterior del toro necesariamente transcurre ceñido y emocionante, sometido al poder del temple y rematado como se debe, hacia adentro y detrás de la cadera. Ese planteamiento trae Eugenio a Madrid todas las tardes últimamente y sólo es cuestión de tiempo que el público lo refrende con el gran triunfo mediático que se merece, aunque para los avisados del acontecimiento, el triunfo comparece cada tarde en la que el de Mora ofrece al toro su muleta. En la corrida de Fuente Ymbro, sus dos toros fueron los más parados así que ambas faenas fueron de más a menos y acabaron malbaratadas por un deficiente uso de la espada.




         Curro Díaz ha venido engolosinando a la cátedra casi todas las tardes desde que su figura pinturera desplegaba la muleta en el tercio y se entretenía en engalanar la corrida con ayudados excelsos y trincherazos de orfebre. Después, lo normal era que el toro se acostara un poco por aquí, o se colara un poco por allá, y a la menor complicación, el torero se afligiera sin redondear la obra que tan elevados principios había tenido. Pero de un tiempo a esta parte, algo ha cambiado. Curro ha echado una buena temporada acaparando sustituciones ante ganaderías nada cómodas y ese oficio que da el torear más que otros años o la madurez que proporciona haber llegado a la edad en que no debe dejarse escapar el último tren de la gloria, sin duda le han conferido un fondo de valor que le permitió componer macizas faenas a los de su lote, y sobreponerse a dos cogidas espeluznantes cuando Curro se abandonó al esteticismo de su sello sin tener en cuenta la encastada mansedumbre del tercero. Para el recuerdo dejó una serie de naturales a pies juntos que meció con la parsimonia de los elegidos, un cambio de mano profundísimo en el que por fin aunó estética y poder y ese empaque inolvidable con el que esperaba impávido al toro entre muletazo y muletazo, en el sitio de torear.  



  
         Coincidiendo con la feria, mi hijo de quince años ha empezado a estudiar filosofía en su último curso de secundaria. El primer debate propuesto por la profesora para practicar la mayéutica socrática no ha podido ser otro que la tauromaquia. De los quince alumnos que conforman la clase, sólo uno se manifiesta seguidor de las corridas de toros, a otros cuatro no les gustan pero las toleran, los demás son partidarios de su prohibición y al menos la mitad de ellos practica un animalismo beligerante. Me temo que a la profesora, ante semejante alumnado, le costará bastante extraer la verdad y a nosotros, defender nuestra pasión cuando estas nuevas generaciones dominen el mundo. Me conformo con que mi hijo, que hace tiempo dejó de interesarse por la obsesión de su padre, no se pase al otro bando.