martes, 5 de septiembre de 2017

LA CONJURA DE LOS BOLARDOS

De todas las manifestaciones de la mezquindad del alma humana, la más inexplicable es la ingratitud. Tratar de comprender el mecanismo mental que lleva a un joven musulmán nacido en Cataluña, a practicar la yihad contra su tierra de adopción es una tarea que conduce al absurdo. Se cría en un entorno amable en el que las manifestaciones hostiles contra su raza son anecdóticas, crece en un ambiente en el que los poderes públicos promueven su integración con todo tipo de medidas de asistencia social, disfruta de oportunidades sanitarias y educacionales inalcanzables en su país de origen y un buen día, es captado por un psicópata disfrazado de líder religioso que le adoctrina en el victimismo y en el arte de la guerra santa contra sus vecinos de escalera. La estupefacción que produce contemplar las secuencias de las horas posteriores al atentado de las ramblas en las que tres de los adolescentes miembros de la célula terrorista compran entre risas la tortilla de patata que será su última cena y luego se procuran hachas y cuchillos con los que después pretenden rebanar el cuello de los viandantes que les salgan al paso, no es superior a la que sentimos cuando nos damos cuenta de que se lanzarán contra ellos porque los consideran cruzados infieles usurpadores de Al-Ándalus.

El origen de esta clase de perversión mental no hay que buscarlo en profundos aparatos ideológicos, sino en técnicas más cercanas al nihilismo sectario que a una sincera fe espiritual. Es cierto que contra esta vuelta de tuerca que activa los cerebros de estos chicos para que conviertan en realidad lo que la mayoría de nuestros hijos se conforma con ensayar de manera virtual en la quimera de un videojuego, es difícil defenderse. Pero la radicalización de estos jóvenes corre pareja con una escasa capacidad logística y operativa que hubiera podido ser prevenida si nuestras medidas de seguridad hubieran sido dispuestas con la profesionalidad y prontitud que demandaba el protagonismo de Barcelona en las soflamas de los fanáticos. Lo prueba el hecho de que la masacre proyectada en Cambrils fue abortada en parte porque los mossos ya se hallaban en alerta. Después hemos sabido que las investigaciones sobre la explosión de la vivienda que alojaba a los asesinos no fueron un ejemplo de lucidez cuando no se ataron cabos tras encontrar en el mismo escenario okupado un número anormal de bombonas de gas, un libro con consignas yihadistas y acetona suficiente para que la madre de satán destruyera los emblemas de la ciudad de los prodigios. Ni siquiera era necesario que servicios de inteligencia foráneos alertaran a los cuerpos de seguridad de una amenaza terrorista sobre las ramblas que ya era de puro sentido común. La endémica descoordinación de nuestras múltiples policías hizo el resto para que se añadiera otro capítulo al libro que se comenzó a escribir a propósito del 11-M.

En todo este tiempo de calma aparente, no parece que hayamos aprendido mucho, y el espectáculo que ya se dio entonces en la explicación de la tragedia se ha vuelto a repetir ahora para bochorno de nuestra credibilidad internacional. El caínismo de nuestro carácter aparece cuando menos hace falta ya sea para buscar culpables en el adversario político o para sacar pecho de nación autosuficiente cuyos líderes no sienten pudor alguno al prodigar baladronadas independentistas en la gestión del atentado. Esos polvos conducen inevitablemente al lodo en el que se convierten las manifestaciones posteriores, manipuladas por actores partidistas más preocupados de mostrar en primer plano su bandera que por honrar la memoria de las víctimas. La espontaneidad de las flores de homenaje y las velas de recuerdo se olvida pronto para dejar paso a la estrategia de las pancartas contra occidente y las esteladas con crespón, de luto por nuestra convivencia.

Si todavía hubiera una brizna de dignidad en aquéllos que para nuestra desgracia lideran las instituciones, suspenderían de inmediato las hostilidades, aplazarían procesos y evitarían desconexiones en un momento como éste en el que nos va la vida en la unidad. La banalidad del mal que se advierte en estos terroristas de última generación corre pareja con las miserias nacionalistas concentradas en hacer creer a la población que la ruptura con España será la panacea contra futuros atentados del mismo modo que antes se identificó a la república catalana independiente con un paraíso improbable exento de corrupción. Ni la certidumbre de la muerte en primer plano es capaz de añadir cordura a un escenario desde el que se siguen realizando grandilocuentes protestas de democracia basadas en el incumplimiento del marco legal que todos nos hemos dado.


Aunque el nacionalismo se cure viajando, los inquilinos de la plaza de San Jaume no necesitan traspasar su deseada frontera para remediar el mal que les aqueja. Les bastaría con atravesar el barrio gótico, alcanzar las ramblas y entregarse al cosmopolitismo que allí se respira, defender la maravilla de ese kilómetro mágico con una trinchera que impida que haya que refugiarse de nuevo en la Boquería, salvo para admirar su belleza. Es más fácil despojarse de la ambición y de las mentiras transitando la alegría que comienza en Canaletas y se asoma al mar en Colón. La conjura de los bolardos se hace más necesaria contra la traición insolidaria que frente a la barbarie indescifrable. Blindar la ley no nos quita libertad si ello nos hace salir indemnes de la violencia y de la demagogia y nos permite seguir disfrutando de la dicha de caminar la rambla despacio y sin medida, sin que dentro de poco tengamos que hacerlo como extranjeros, sin albergar duda alguna de que el bullicio tras la espalda no es más que el murmullo feliz de una tarde de verano. 

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