viernes, 16 de junio de 2017

LA SEMANA TORISTA

La semana torista cierra la feria de San Isidro desde hace tiempo según una fórmula que trata de mitigar un tanto el quinario que pasa el sufrido abonado con la tabarra del toro bobo que expulsa la casta de las tres semanas previas. Tras la larga travesía del desierto, este fin de fiesta es una bendición que barre de la plaza la mugre de tantas tardes y nos regala a cambio los toros de mirada aviesa y boca cerrada, la lidia azarosa en la que deben ponerse los cinco sentidos, el respeto al animal con el que el matador no puede estar a gusto ni disfrutar sino del que hay que cuidarse. La última semana de feria trae a Madrid la huida de las figuras de los carteles, la ausencia de apreturas en los accesos a la plaza, la piedra desnuda en los tendidos y la costumbre de la crítica oficial de cargar contra las ganaderías que comparecen en estas fechas para justificar su apuesta permanente por las vacadas comerciales. Se trata así de enmascarar la tropelía que se cometerá después en los premios oficiales, en los que la deliberación seguramente dura menos tiempo que lo que tardan los burladeros del callejón en llenarse de advenedizos para ver la corrida de gañote. De esta manera, viene de maravilla cerrar la feria embarcando para Madrid el encierro de Miura más blando y peor presentado que se recuerda y echar dos toros al negociado de Florito sin esperar a que se recuperen como se hace tantas tardes con otros hierros, a fin de otorgar el derecho de alicatado preferente en el patio del desolladero a la corrida de Domingo Hernández, para que su dueño pueda luego blasonar de bravura cuando lidia sus garcichicos por esas plazas de Dios.


El fracaso de la miurada se vio venir desde el principio cuando el público hizo saludar a Eduardo Dávila para agradecerle el gesto de reaparecer con los toros de su familia, de los que al final no mató ninguno. Estas cosas no fallan, ovación anticipada, tarde gafada. También defraudó la corrida de Adolfo Martín que se vino abajo en el último tercio y aún así el segundo regaló a Juan Bautista varias embestidas encastadas para comprometerse y apostar pero el francés tiró de repertorio convencional y ensayó un trasteo sin apreturas. En cambio, Antonio Ferrera anduvo muy serio toda la tarde buscándole las vueltas a su lote hasta que en las postrimerías de su persecución al cuarto por toda la plaza, le enjaretó en el siete varios naturales sueltos de relajada compostura y mucho aguante en el sitio de la verdad. Su prolongado empeño a punto estuvo de costarle el tercer aviso por esa manía que tienen los toreros modernos de plantear faenas interminables. La  tauromaquia actual del toro sin peligro favorece faenas largas de mil pases que el animal admite porque no necesita ser dominado, mientras los toreros se limitan a acompañar su viaje dócil en una danza previsible e incruenta. Pero el toro de estas últimas tardes es otro, no aguanta trasteos superficiales y aprende por momentos en qué consiste el engaño. Los matadores de ahora desconocen por completo que a Madrid siempre le ha bastado una faena sentida, breve y por derecho y una estocada en la yema para encumbrar a un torero, y aunque lo supieran, parecen haber olvidado los fundamentos técnicos del toreo clásico que exigen pisarle el terreno al toro incierto e intentar imponerse en las veinte embestidas que suele ofrecer. Por el contrario, se empeñan en una labor insustancial, vulgar y sin sentido lidiador alguno como la que  desarrollaron los diestros a los que les tocó en suerte o más bien en desgracia la corrida de Rehuelga, un vendaval de casta santacolomeña al que se afanaron en aplicar la filosofía del visitante de estación: cuando llega el tren del toro, en lugar de plantarse en la vía y hacerlo descarrilar, la mayoría se conforma con saludarlo desde el andén.


Quien sí se tiró a la vía fue Paco Ureña y desde allí esperó al toro más encastado de la feria, Pastelero, un Victorino de 520 kilos que desprendía trapío y fiereza en cada acometida. Toro de cara o cruz al que Ureña se impone en el primer envite para perder el segundo en la siguiente serie, un tanto desbordado por la agreste embestida. Se presiente combate nulo pero a partir de ahí, el lorquino vuelve a jugársela y deja en la retina dos series más, mandando mucho con la derecha, la faena convertida en un toma y daca emocionante, las espadas en lo alto a la espera de confirmarlo todo al natural. Por ese lado, el toro vende cara su posición pero Ureña extrae pases con valor sin cuento, aguantando un mundo y luego se ofusca alargando una obra que ya está hecha hasta concluir con un espadazo tendido que no basta. Se demora en tres descabellos que frustran dos orejas que tenía ganadas a ley.


La oreja de la tarde se la llevó Talavante por una faena en las antípodas de la guerra de Ureña, pues sorteó un Victorino bonancible que comenzó entregándose desde los buenos lances iniciales con que lo recibió y luego hizo el avión a modo cuando lo pasó de muleta en naturales bien rematados y otros con la derecha más ligeritos que culminaron en una arrucina que se dejó pegar el toro sin acordarse en ningún momento de su origen. Con su segundo oponente, Talavante no arriesgó en cambio un alamar, el extremeño quizá pensó que el gesto de anunciarse con una ganadería de verdad ya había concluido con ese triunfo parcial, que la ganancia a obtener no le compensaba el esfuerzo que requería un toro incierto que no iba a permitir arrucinas.

Tampoco admitía pases accesorios la seria corrida de Cuadri que mejoró en casta y movilidad respecto a comparecencias recientes. Sin embargo, José Carlos Venegas no tuvo mejor idea que rematar su faena al sexto encadenando bernadinas, pretendiendo aplicar a un toro poderoso esa práctica frecuente que ha sustituido a la de empalmar molinetes para extraer orejas pueblerinas de presidentes a favor de obra. Naturalmente el toro no se lo permitió y derribó al torero, poniendo a las claras quién mandaba en la plaza.

Al día siguiente, volvían a la feria los toros de Dolores Aguirre y como siempre inundaron la plaza del espectáculo de su encastada mansedumbre. Gómez del Pilar se llevó el lote de la corrida y rascó una orejilla barata por su labor al tercero que incluyó una larga cambiada, un quite por lopecinas y una faena solamente bullidora y efectista que nos llevó a la melancolía de constatar qué pocos toreros son hoy capaces de echar a un toro de comer cuando citan. La muleta retrasada es la norma acogida por la torería andante para mitigar el riesgo que siempre tiene traerse al toro toreado desde el inicio del viaje. Si luego al final no se remata el muletazo detrás de la cadera vaciando la embestida, nos encontramos con una sucesión de medios pases que sólo conduce al vacío.       

La tregua a las ganaderías duras llegó con el segundo pase de Alcurrucén, que en contra de lo que sospechábamos había guardado para esta semana algunos ejemplares de nota para quien quisiera darse cuenta. Lo hizo Juan del Álamo y el Cid desaprovechó una nueva ocasión para retomar el tren de la gloria. El primero abrió por fin la puerta grande aunque su éxito debe atribuirse a su cabeza despejada y atenta a pulsar los resortes de los ánimos de la plaza, no tanto a su voluntad de hacer el toreo cabal. En su haber debe apuntarse la forma en que comenzó la faena al tercero, doblándose con el toro hasta llevarlo con poder a los medios, fijando con torería un comportamiento que hasta entonces había sido abanto, enseñándole a embestir, en definitiva. Después, desgrana varias series por ambos pitones por las afueras del peligro, y el innegable temple y largura con que dota a los pases levanta las ovaciones acostumbradas pero no las enciende de la emoción que sin duda tendrían si además en la obra hubiera hondura. La plaza termina de entregarse con la estocada arriba y la muerte espectacular del toro en los medios. A partir de ahí, los sospechosos habituales comienzan a mover los hilos del triunfalismo desaforado para conseguir las dos orejas, el matador se pega la carrerita reglamentaria pegando saltos como si acabara de marcar gol, los carontes de las mulas demoran su acto de presencia en el ruedo y luego tardan más en arrastrar al toro que si Fernando Alonso lo intentara con su McLaren, pero el presidente Trinidad tira de dignidad, se guarda el segundo pañuelo y deja todavía un resquicio en la puerta grande por si el mirobrigense quiere colarse por él apostándolo todo al sexto de la tarde, un manso pregonao de complicada embestida. Del Álamo le espera en los medios sin probaturas pero va de farol, y se acaba quitando antes de que el toro le quite a él de en medio. Ya en el tercio, hace el esfuerzo y empieza cargando la suerte en el sitio, pero luego la faena se diluye entre medios pases que no someten al toro y algún atragantón donde hay valor pero no dominio, antes de ver claro que a un público a favor deseoso de desagraviar al torero le bastará una estocada desprendida para solicitar la oreja. Así es y así sucede, mientras el Cid, que tuvo un lote para volver a reventar Madrid, que estuvo mal con la corrida pero que pese a todo, dejó en el cuarto una serie de naturales parecidos a los de su época grande, contempla la escena desde el burladero de su frustración.


La Beneficencia fue la coda previsible al espectáculo decadente que representó la feria. Resulta un milagro que veinticuatro mil almas llenaran la plaza a despecho de los cuarenta grados en los termómetros, y del ganado de saldo con el que Victoriano del Río repetía en Madrid. Apenas un cambio de mano del Juli, un galleo de Manzanares y un puyazo arriba de Paco María fue lo que se llevó de la corrida el Rey Felipe para meditar fuera de las cámaras si merece la pena volver a los toros más allá de la obligación protocolaria. Es posible que ni siquiera los vivas a su persona con que a lo largo de la tarde los tendidos recalentados espantaban el tedio, le hagan regresar.


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