jueves, 2 de marzo de 2017

LA CIUDAD DE LAS ESTRELLAS



Las seis de la mañana es una hora tan intempestiva para mis costumbres que sólo me pilla despierto cuando se trata de recibir el año nuevo, o si me empeño en herir la madrugada conquense con un clarín destemplado, o en caso de que el sofá frente a la tele se transforme en butaca de patio para descubrir entre sueños cuál ha sido la película ganadora de los Oscars. La pelea de este año se disputaba entre La la land y Moonlight, dos obras estimables pero menores, películas elevadas a la categoría de obras maestras por obra de la mercadotecnia y la escasa memoria cinéfila de estos tiempos que hace pasar por joyas a lo que destaca un poco de la mediocridad general.          

         Debo decir que muchos días después de ver La la land, todavía me sigue acompañando el tarareo incesante de la contagiosa melodía del número de apertura aunque el deslumbramiento que prometía es algo menor del esperado, lo cual suele ocurrir debido a ese exceso de información previa con el que nuestra cinefilia nos impide acudir al cine con la necesaria virginidad. Y es que tras el excitante inicio, la cinta se remansa en una historia convencional de amor entre una camarera aspirante a actriz y un músico con ínfulas de genio que viven sus vidas en Los Ángeles esperando que alguien descubra en ellos su condición de estrella. Aunque todo ello fluye con buena escritura fílmica de la mano del encanto que transmiten las convincentes interpretaciones de Ryan Gosling y Enma Stone, el guión discurre en una suave cuesta abajo que quebranta aquella máxima de Cecil B. de Mille según la cual las películas debían empezar con un terremoto y a partir de ahí, seguir "in crescendo".

        
Moonlight es también una película correcta venida a más por obra y gracia de la mala conciencia de la academia americana acerca del tratamiento de la negritud en el reparto de los premios. Cualquier capítulo de The wire tiene más complejidad estética y moral que esta historia sencilla que al menos no es maniquea ni pretende manipularnos desde sentimentalismos baratos. Sin embargo, a la cinta le falta el aliento poético que demanda una historia que no merecía ser tratada con tanta frialdad.

La ciudad de las estrellas pretende ser un homenaje al cine musical de siempre realizado en tono menor. Los amantes del musical clásico hubiésemos deseado que el plano secuencia del enamoramiento de los amantes, con esa farola estratégicamente situada en medio de la noche estrellada, se hubiera resuelto en el abrazo de Gosling a su resplandor proclamando exultante su amor con o sin paraguas, pero el director apuesta por sujetar a sus actores dentro de apenas unos tímidos pasos de claqué y comedidas melodías de Hollywood susurradas a media voz.

Pese a todo, en medio de la nostalgia inevitablemente tocada por la manida melancolía que produce asistir una vez más al eterno sacrificio del éxito personal en la búsqueda del triunfo profesional, la película se eleva en el tramo final en donde, ahora sí el director saca oro puro de una cámara que danza sin palabras en torno a la historia de lo que pudo haber sido y no fue y por fin convierte el dulce encantamiento que acompaña al espectador durante todo el metraje en la emoción verdadera que provoca saber expresar la tristeza del desamor tan sólo filmando dos miradas.

El estrambótico final de la ceremonia de los Oscars con Bonnie Dunaway y Clyde Beatty robando un poco de gloria a las dos películas del año fue un coherente colofón para sus propuestas argumentales. Los autores de La la land triunfaron en la noche pero no consiguieron besar a la chica. Los creadores de Moonlight, a imagen y semejanza de su protagonista que encerrado en su mundo acaba sobreponiéndose a la vida y sus espinas, vivieron su éxito casi de incógnito, cuando las luces ya se estaban apagando y las celebridades presentes reservaban sus muecas para la próxima película.           

           

No hay comentarios:

Publicar un comentario