Resulta incomprensible y lamentable que en las
condiciones de docilidad y falta de fiereza en las que sale el toro en este
época, los toreros del momento desarrollen formas tan ventajistas, tan alejadas
de los cánones clásicos. La peste juliana del cite al hilo del pitón, con la
pierna de salida retrasada y vaciando la embestida en paralelo o directamente
hacia las afueras, podría tener justificación si de los chiqueros saliera por
norma un toro bronco, ante el cual quedarse en el sitio sin rectificar y
cargar la suerte fuera una empresa imposible, un seguro camino hacia el hule
irremediable.
Sin
embargo, en las actuales circunstancias en las que, tarde tras tarde, el toro
llega a la muleta ya vencido y sin pujanza
contra la que defenderse, no pasarse a ese fiel colaborador al menos veinte
veces por la barriga constituye un delito de lesa torería.
Eso fue
más o menos lo que ocurrió en la corrida de Fuente Ymbro, que lidiaron tres toreros apreciados por la afición
venteña, que incluso en sus comienzos los llegó a sacar a hombros por la puerta grande, y que
desde entonces han apuntado sin disparar, convirtiéndose poco a poco en
proyectos frustrados de renovación del escalafón que no molestan en los
carteles pero tampoco dicen gran cosa. Curro
Díaz tuvo la excusa de un mal lote y apenas dejó los sabrosos trincherazos
de rigor. En cambio, Uceda y Tejela
sortearon un toro cada uno que si no llevaban un cortijo en cada pitón, al menos portaban las llaves de un chalet adosado, cuyo salón hubieran podido decorar
con sus cabezas desorejadas de haber conseguido sus matadores compactar algo digno de
llamarse faena. En su lugar, prodigaron la habitual sucesión de pases mediocres
al uso moderno que perpetraron siguiendo los cánones del postespartaquismo de
acompañamiento, vacío y postural. Tras una buena estocada, al de Usera le
dieron la oreja más barata de las que ha cortado en Madrid y al de Alcalá, tal
como estaba la tarde, le hubieran dado otra si no llega a fallar a espadas. Lo
mejor de Tejela es su cuadrilla y
habrá que ir a verle sólo por contemplar el buen aire con el percal que retiene
aquel novillero ilusionante que fue Jesús
Romero y la majeza de Ángel Otero
al salir de la cara del toro sexto al que adornó con los dos mejores pares de la
feria.
Con la
corrida de El Pilar llegó el
escándalo, porque las figuras tuvieron la desvergüenza de comparecer de nuevo
en Madrid con una escalera de toros sin trapío, unos por chicos y otros por
regordíos, una auténtica parada de bueyes por su comportamiento descastado. Frente
a ellos, el toreo desrazado de le Coq
y le Dolz, encimista y aburrido el del francés, más ampuloso el del fino torero
alicantino, que, como su padre en los tiempos de Joaquín Vidal, acaparó todo el
malestar de la corrida, la última de su feria. Manzanares echó la tarde tirando líneas por las afueras, que es lo
que sucede cuando se tiene la temporada hecha antes de Madrid y se gasta una
ambición chiquitita. Por el contrario, Talavante
sigue residiendo en el corazoncito del público, pues siendo cómplice
del desaguisado, recibió siempre el aliento de la gente y todo cuanto intentó
con mayor o menor éxito fue ovacionado, ya fuera un quite por "quieroynopuedosercurrovázquinas" o un remate efectista que no consigue su misión
de dejar al toro colocado para la suerte de varas. Como el sexto embestía con
algo más de empeño que sus hermanos, Talavante le enjaretó sin orden ni
concierto unas cuantas series nada más que compuestitas entre los aplausos del
orejero gentío que finalmente vio frustradas sus expectativas cuando al maestro
se le encogió el brazo a la hora de matar.
Entre
ambas juampedradas salió el toro de la feria, un Ibán encastadísimo que atendía
por Tomillero, de cinco años y medio
y 507 kilos en la tablilla, homenaje a Bastonito veinte años después, de
irreprochable trapío y emocionante comportamiento, lidiado asimismo por un
colombiano, aquél que hace tiempo quiso tomar el testigo de Rincón y fracasó en
su quimérico empeño. También naufragó esta tarde, como quizá lo hubiera hecho
el escalafón en pleno ante tal vendaval de casta. No era fácil aguantar en el
sitio la bravura desatada que Bolívar
sólo acertó a remansar en su muleta en algún que otro pase mandón en el que el
toro respondió obediente hasta el final. Los cronistas oficiales dirían luego
que el toro soltaba mucho la cara o que reponía una barbaridad con el fin de seguir
ensalzando al otro toro sin casta que es la base de su negocio. La verdad fue
que Bolívar no se atrevió a tirar la moneda por si salía cruz, no quiso
traspasar la línea que sí cruzó su compatriota hace veinte años, y eso que aquel
inolvidable maestro ya estaba rico para entonces y llevaba ya cuatro puertas grandes a sus
espaldas.
El
encierro de Baltasar Ibán trajo a
Madrid otros dos toros estimables, sobre todo el primero, con el que Robleño no terminó de acoplarse. Rubén Pinar volvió a plantear su
enésima propuesta de emulación juliana, tanto en la figura forzada como en el
manejo de los trastos. Tan sólo le falta aprender mejor la técnica del julipié
para alcanzar la categoría de clon perfecto del catedrático de Velilla, y estar
preparado para hacerle alguna suplencia en la universidad.
!Qué añoranzas nos trae el artículo del Cesar del toreo!!Cómo necesita la fiesta un torero de ese calibre que ponga las cosas en su sitio!
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