lunes, 6 de octubre de 2025

LA VUELTA



Para aquellos adolescentes que ensayábamos el futuro en el mítico friso de los años ochenta, la vuelta ciclista era la agitación de las tardes de mayo, cuando Perico demarraba camino de los Lagos de Covadonga y subyugaba nuestro espíritu aventurero con la imagen efímera del valor, capaz de tocar el cielo en la cumbre asturiana y hundirse al día siguiente atrapado por la pájara de la debilidad. Tan lejos de la perfección francesa de Induráin, la humanidad de Delgado en aquellas tardes primaverales lo acercaba a nuestros esfuerzos por las cuestas de Valdecabras, cabalgando la Orbea de carreras hasta que el tío del mazo nos obligaba a poner el pie en la tierra de nuestra mejorable forma física.


Pero la vuelta ya se había metido en nuestro imaginario infantil mucho antes, cuando en la arcadia de los setenta vestíamos las chapas de Cinzano con los maillots de Lasa o Perurena y las alisábamos contra la piedra para mejorar su aerodinámica en las curvas del circuito que construíamos con la única herramienta de nuestras manos entrelazadas dibujando caminos en el patio arenoso del colegio. Los resúmenes televisivos de la etapa del día se funden en mi recuerdo con las primeras bicis de paseo que los Magos de Oriente habían dejado en nuestros zapatos para convertir las carreras de chapas en competiciones reales camino de Palomera en donde exprimíamos las BH y las GAC de la época, disputando al sprint la meta volante de Molinos de Papel con la canción oficial de la vuelta incrustada en el cerebro, me estoy volviendo loco, me estoy volviendo loco, me estoy volviendo loco, poco a poco, poco a poco.


Tan metida en el corazón, algo se nos rompe dentro cuando la etapa de la vuelta no acaba con la ceremonia del vencedor. Impedir que los esforzados de la ruta llegaran a la meta de manera violenta fue como si alguien nos cortara las alas que crecieron en aquella infancia, como si la justicia que late en la pelea del escalador solitario se encontrara con la pancarta de la frustración convertida en desnivel infranqueable para coronar la cima. Incapaces de atentar contra los intereses israelíes que habitan en entornos más poderosos, los manifestantes de la causa palestina escogieron para su legítima reivindicación asfaltar la fragilidad del corredor de fondo con las chinchetas de la intolerancia e impidiéndole culminar su escapada, desteñían su propio mensaje. Quizá por eso, el presidente del gobierno empatizó tanto con su protesta, cultivando la estrategia del manipulador que aprovecha la tragedia de Gaza para mitinear exultante a bordo de una sonrisa incompatible con la masacre que denuncia, encantado de haber encontrado la trinchera perfecta para esconder sus escándalos.


La verdad es la verdad, la diga Sánchez o sus voceros. Netanyahu es un criminal de guerra aunque sea Bildu quien lo proclame hundido en el lodazal de sus silencios cómplices. Los delitos de lesa humanidad que el gobierno democrático de Israel está cometiendo en la franja no son más justificables por el hecho de que la alternativa sea el terror fundamentalista que supone Hamás para el futuro de la zona. Y no lo serán nunca, aunque el mundo ignore los atentados contra los derechos humanos que se suceden a diario en otros rincones menos visibles del planeta y el clamor de genocidio que se extiende por las calles de las capitales europeas no alcance para alzar la voz también por la persecución religiosa de cristianos en Nigeria o el desplazamiento de musulmanes en Myanmar.


La flotilla de activistas embarcados con rumbo a la utopía ha sido una metáfora perfecta de la naturaleza irresoluble del conflicto de oriente medio si pensamos que en las naves interceptadas convivía la generosidad de las mejores intenciones con el negacionismo de los crímenes del siete de octubre. Junto al activismo sincero de la ayuda humanitaria navegaba la propaganda narcisista del postureo en las redes, tan deleznable como los debates partidistas de nuestros políticos patrios que desde la desfachatez de su bienestar occidental se han atrevido a enarbolar festivamente el sufrimiento envuelto en el pañuelo palestino o en la estrella de David.


Mientras la solución de los dos estados se desvanece sumergida entre el río y el mar, el ciclista esloveno Pogacar surcaba inalcanzable los montes de Ruanda en el reciente campeonato del mundo, dejando tras su estela un rumor de victoria que al menos ese día hizo un poco más soportable el recuerdo del genocidio tutsi, del holocausto nazi, de las limpiezas étnicas perpetradas en el entorno balcánico del héroe, la memoria indeleble de todas las tragedias de la historia convocadas a su paso.  


 


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