martes, 24 de mayo de 2022

SAN ISIDRO 2022: LA FERIA DEL REENCUENTRO, PRIMERA PARTE.


Decíamos ayer. Entonces no sospechábamos que entre el ayer y el hoy mediarían tres años de espera para volver a honrar al patrón a través de la vieja costumbre de correr animales de lidia en la plaza de Madrid. En este trienio de ausencias, los gestores de la cosa se han comportado como los inquilinos que devuelven el piso que ocupan con más mierda que la bombilla de una cuadra, tal es el muladar en el que la tienen convertida por si a final de temporada llega el desahucio. Pese a todo, ahí seguimos, faltando más de lo que uno quisiera a la cita con la piedra en la que hemos vibrado como con pocas cosas en la vida, de la que tendrán que expulsarnos a empujones aunque resulte cada vez más difícil peregrinar a la andanada atravesando el erial de una fiesta desnortada. Los mercaderes van aniquilando poco a poco la solemnidad del templo y nuestra afición comparece acosada por las caras de Bélmez que nos asaltan en las paredes y el “chunda chunda” verbenero que invariablemente nos despide al finalizar el festejo, envolviendo entre aromas a fritanga la tertulia tras la corrida. 


La primera parte de la feria aparece marcada por el suceso acontecido en la corrida de la Quinta, en la que, al parecer y por lo que dicen los amigos, después de veinticinco años de alternativa, el Juli se puso a torear. Algo tendría que ver el expolio acaecido en la columna que acogía el ara juliana, que eso sí se ocuparon de limpiarlo los operarios del gatopardo Simón aprovechando nuestra ausencia, dejando al respetable desprotegido frente a la peste del toreo moderno. Desde la tele, la hazaña traspasó la pantalla y pudo apreciarse el esfuerzo de Julián, que cuando viene a Madrid últimamente trata de mitigar el feísmo habitual de su concepto aplicando al toro dócil una verticalidad mayor, y si uno hacía abstracción de la turra que daban los comentaristas extasiados ante el acontecimiento y aplicaba el filtro de la perspectiva de la andanada y su particular geometría, podía comprender mejor que los "emiliomuñoz" de turno por qué el público frenó en seco la petición una vez concedida la primera oreja. Pero donde el Juli dio la medida de su nueva dimensión fue con el toro menos bueno, y cuando todo parecía indicar que nuestro hombre tiraría por la calle de en medio ante la perspectiva más propicia de la corrida de Garcigrande que le quedaba en el abono, le buscó las vueltas al de gris oscuro y lo acabó dominando haciéndole embestir por donde no quería, muy largo y por abajo, en naturales templadísimos que convocaron las ovaciones sísmicas de las grandes ocasiones. La espada frustró la salida por la puerta grande pero no el reconocimiento de la cátedra que a pesar de sus inquinas y sus predilecciones, siempre se ha rendido a todo aquél que, en cualquier circunstancia, hace el toreo. 


Y es que hacer el toreo, lo que viene siendo de toda la vida hacer el toreo, es decir, ponerse en el sitio cargando la suerte delante de un toro íntegro y encastado, y resolver el riesgo que entraña la embestida en dominio sincero y sin ventajas, creando belleza en el empeño, no lo ha hecho casi nadie hasta la fecha. Tampoco Julián en su segunda tarde, en la que volvió a ofrecer su dimensión solemne sin demasiada enjundia detrás de la estudiada parsimonia. Cómo estará la cosa, que a pesar de todo, la gente le pidió la oreja después de un "julipié" frustrado y otro traserísimo de hasta el rabo todo es toro y dos avisos por no querer descabellar para asegurar la petición increíble de los trofeos.  

Orejas ha habido muchas y ovaciones bastantes, que Madrid parece la plaza de Almería en la que se tiene por costumbre sacar a saludar a la terna al principio de cada tarde. Sólo falta que como en el coso de la Avenida de Vilches, se interrumpa la corrida en el tercero para que la gente meriende sin complejos y despache el cubata sin tener que soltarlo para seguir aplaudiéndolo casi todo. Se aplaude al matador que ha triunfado en la tarde anterior y a lady Ayuso cuando desfila por el callejón, se aplaude a Talavante por su reaparición y al sobresaliente por cumplir con su obligación. En la talanquera en la que se ha convertido las Ventas, se aplaude a los monos cuando levantan al caballo derribado, al toro que busca la muerte barbeando tablas y casi todos los pares de banderillas con tal de que no acaben en el suelo, allá penas si el rehiletero clava a toro pasado o se asoma al balcón como mandan los cánones. Pero cuando más aplauden las buenas gentes hasta llegar al paroxismo es cuando el toro va y viene sin parar y hace la noria sin aspavientos colocando bien la cara en la muleta como le gusta decir a los prebostes de la crítica oficial, y entonces surgen esos olés espurios que son la banda sonora perfecta para los trasteos sin alma en donde el protagonista de la película no pisa el terreno que debe, se esconde fuera del sitio de la rectitud y acompaña la embestida sin mandar, de manera que cuando llegas a casa, no eres capaz de recordar ni uno solo de los pases de las faenas premiadas.


Así me ocurre con Talavante, por ejemplo, que comparece en la plaza reteniendo el título de consentido que detentaba antes de su "espantá" del 2018 y, sin embargo, en lugar de aprovechar el ambiente a favor, aparenta estar metido en un laberinto mental que le impide aplicar un plan coherente a sus faenas, perdido el otrora cantante en una extraña mixtura sin personalidad propia que comienza por el palo genuflexo que vio interpretar a Roca el día anterior, sigue por el desmayo superficial de quien ahora le aconseja y termina con un esbozo de manoletinas tomasistas a años luz del ceñimiento de quien fuera su primer espejo. En la apoteosis del mimetismo, la corrida de Garcigrande nos permitió disfrutar de tres inicios de faena idénticos a base de doblones por bajo con la pierna contraria flexionada y por el mismo pitón, que patentó Julián y copiaron en un alarde de imaginación Talavante y Rufo en homenaje al poderoso de Velilla. 

Cuánto se echa de menos la variedad de estilos de otras épocas en las que se podía reconocer a cada matador con sólo ver su sombra en la lejanía, abriéndose de capote con la impronta de su sello. Ahora lo que se lleva son los toreros adocenados de un rito anodino, fabricados en serie por las escuelas taurinas, a los que les falta el martillazo de la singularidad. Apenas toman la alternativa y ya se aprecia en ellos la querencia por el toreo moderno y en lugar de la hierba en la boca, tienen la mente puesta en emular la estrategia de sus mayores en faenas despegadas de poca exposición y mucha carrerita, trapazos sin sentido y bernardinas para rematar. Tampoco hay mucho que rascar entre los matadores ya no tan jóvenes que ilusionaron en sus inicios, los Garrido, Lorenzo, Marín “et alii” arrasados por la ascendencia juliana del toreo barato y sin compromiso. Al contrario que su “influencer”, son toreros que aplican a todos los toros una faena prefabricada que no tiene en cuenta las condiciones del animal y deviene en consecuencias lamentables como la cogida de Ginés Marín que, sin embargo, nos devolvió el gesto icónico del héroe que afronta el dolor del muslo atravesado sin mirarse. 


Algo más de personalidad esperábamos en Tomás Rufo, que ya de novillero expuso ante la cátedra su proverbial facilidad no exenta de gusto y vino a refrendarla en confirmación de lujo de la que le sacaron en volandas sin mayor mérito que templar las embestidas por las afueras y dos estocadas de efecto fulminante. El triunfo final fue producto de esa institución de las tardes decepcionantes que es la orejita del sexto, gracia que la solanera convertida en botellón suele otorgar a los matadores que comparecen en sus dominios a desarrollar un toreo populista y sin sustancia, que suele acabar en bajonazo descarado y bramidos etílicos como si el torero hubiera metido un gol en el último minuto.

Una cosa parecida ocurrió con Roca Rey, pero la estrategia no acabó en triunfo por su fallo con los aceros. Pese a todo y sin llegar al nivel arrollador de sus comienzos, se advirtió en el limeño otra forma de estar en el ruedo y la voluntad de triunfar a golpe cantado a despecho de la condición descastada que presentó la corrida de Victoriano del Río. A falta de toreo fundamental, Roca se jugó el tipo en un palmo de terreno encontrando soluciones imaginativas a través de arrucinas y pedresinas que enardecieron al personal.


Y finalmente lo de Ureña. Comparecimos a su única tarde en el abono convencidos de que el ofrecimiento de matar seis toros en solitario no era el trato que merecía el triunfador del último San Isidro al que la empresa le preparó una encerrona en la acepción más cabrona de la palabra. El comportamiento de la corrida fue el propio de una redada en la que los ganaderos de postín hubieran mandado lo que les sobraba en la dehesa después de que los veedores de las figuras escogieran los toros de mejor nota. Por su parte, el torero demostró que no estaba preparado para un reto de estas dimensiones en el que se requiere variedad técnica, fondo físico y clarividencia mental para culminar en triunfo las embestidas más aprovechables que llegaron en los toros corridos en segundo y cuarto lugar. La corrida se despeñaba hacia el limbo de las apuestas perdidas cuando salió un sobrero del Conde de Mayalde que llevaba toda la feria en chiqueros sin sospechar que en su lidia confluirían la tormenta desatada con la frustración de la tarde y la irreverencia de la gente, para elevar una sucesión atropellada de medios pases con el compás grotescamente abierto a la categoría de acontecimiento saludado con entusiasmo por el frenopático del tendido seis. Con las gradas desertizadas, la lluvia esta vez fue de almohadillas y uno ya no sabía si se trataba de la respuesta de los disconformes hacia el disparate del ruedo o era en realidad la instauración de una nueva costumbre en la que los partidarios arrojan la almohadilla como antaño se lanzaba el sombrero ante una faena cumbre. El sainete acabó con una buena estocada que puso en las manos de Ureña una oreja, evitando al menos que tuviera que abandonar la plaza como Antonio Vico en "Mi tío Jacinto", calado hasta los huesos y con la desolación en el porvenir. 

La travesía por la pandemia y su amenaza contra nuestra vida anterior quizá haya motivado una vuelta de tuerca más en el desvarío de la plaza hacia un triunfalismo ignaro que ya existía antes y ahora se acentúa por la reducción del abono entendido y su pérdida de influencia sobre el público de aluvión que acude a los toros con el único objetivo de divertirse sin importarle otra cosa. El palco y la empresa son los cómplices de esta deriva que arrasa el prestigio de las Ventas sin que nadie se atisbe en el horizonte para remediarlo, un Chenel que dictara su lección como en los ochenta, o el Rincón de los noventa que pusiera negro sobre blanco la diferencia entre la verdad y la mentira, o el José Tomás del cambio de siglo que enseñara al público que acude a la plaza sin referentes, el canon eterno capaz de barrer el neotoreo que nos asola. En un momento en que el comportamiento del toro es más bonancible que nunca, resulta un crimen de lesa tauromaquia que los toreros de clase que han pasado por la feria lo hayan hecho perdidos entre las brumas de su indolencia. Quedan dos semanas para remediar este dislate.




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