martes, 16 de abril de 2019

CENTENARIO ÍNTIMO



Yo siempre estoy en Cuenca aunque me encuentre lejos. Exiliado de la ciudad de la infancia, el alma sigue viviendo en la misma casa de los días azules, la morada que habitan mis mejores jornadas, aquéllas que me abrigan cuando todo es hostil. En el exilio no hay puentes que conduzcan a la dicha de atravesarlos sabiendo que en la ribera del Júcar, tras los muros de otoño de la iglesia añorada, él descansa esperando tu eterno retorno. Es el exilio la ausencia de su rostro en mi mirada, y es la intemperie insalvable de hallarse en casa ajena cuando el Señor está en la calle. Si el primer plenilunio de la primavera te trae la certeza de que ese año no caminarás tu ciudad al encuentro de sus pasos, tu orfandad será un abismo alojado en tu cuerpo hasta que no divises de nuevo su alada compostura hermoseando la tarde. Por eso al volver a Cuenca, el corazón se ensancha, retomo los senderos que el tiempo borró en vano, abrazo los recuerdos que esperan en la sombra y el mundo me sonríe, resumido en su luz.


Por seguirte en tu calvario
mi corazón te acompaña
la tarde de Jueves Santo.
El niño que fui me llama
camino de San Antón,
donde aguardan tu llegada,
desempolvadas tulipas
y cruces enamoradas.




Cada año esperan su llegada los enamorados del rito ancestral de la pasión de Cristo, los que enarbolan su tulipa en distintas hermandades, o prueban su fortaleza bajo el banzo día sí, día también. Yo, sin embargo, sólo soy de la Caña, de la muy antigua, ilustre y venerable Hermandad penitencial de nuestro Padre Jesús con la Caña, la del orgullo humilde que se hace presente sobre un fragor de bambúes, la que viste a mi ciudad cada Jueves Santo con su esplendor carmesí.


La espera llega a su fin.
Las cuatro y media en Mangana.
Miríadas de nazarenos
inundan la tarde santa,
y al compás de los recuerdos,
caminando con el alma,
se entregan bajo el capuz,
conversan con la mirada.




Y es que no hace falta decirse nada cuando se acude al reclamo de la alegría del reencuentro, y la memoria golpea tus sienes poblando el camino de amor y añoranza, el tiempo abolido en el presente efímero que huye al pasado de un niño que marcha detrás de la estela del primer nazareno, siguiendo el ejemplo de los que antes que él, ya se conmovieron con la representación del dolor en la ciudad hecha calvario, en sus calles empedradas de lamentos. Alegría y dolor, felicidad y angustia, amor y agonía, los sentimientos trenzan su corona de espinas en torno al rito atávico, alrededor de nuestra vida.    


El Júcar refleja púrpura,
las ramas parecen lanzas,
la hoz entera cobija
a Jesús el de la caña.
Cuánto amor en esa herida
cuánta dicha demorada,
cuántas noches de vigilia
van sosteniendo tu marcha.




Cuántas noches de vigilia sostienen nuestra pasión desde hace cinco siglos, ese quinto centenario presentido que está buscando el historiador que lo fije en el tiempo definitivamente, y por fin desentrañe el misterio de aquella primera procesión dedicada al culto de la Vera Cruz. Somos los herederos de los padres franciscanos que difundieron en el origen la veneración de la pasión de Jesús, a través de cofradías con hermanos de luz y hermanos disciplinantes, y de los miembros del antiguo Cabildo de la Sangre de Cristo, que hacia 1525 enterraba a los pobres y a los ajusticiados, a los que además daba consuelo espiritual, para fundirse después con el Cabildo de la Vera Cruz y unir su origen asistencial con el cometido penitencial que mantenemos en nuestros días. No es difícil imaginarlos procesionando en torno a la mítica Ermita de San Roque y al abrigo del Convento de San Francisco, situado en el Campo del mismo nombre, donde tenían lugar las ejecuciones de los reos civiles y de los condenados por el Santo Oficio.


La Vera Cruz se hace paso,
misericordia en su planta.
La campana de los reos
anuncia la madrugada.




La niebla del tiempo no permite distinguir las imágenes precursoras de todas las que después han sido. Un Ecce-Homo con las manos atadas portando esa caña que hoy nos guía, se hizo presente en Cuenca en un momento ignorado del siglo XVI. Le acompañaban un Jesús nazareno con la cruz a cuestas, el primer Huerto de nuestra historia y la primera Soledad, precedidos por el Cristo de las Misericordias portado por una sola persona que somos todos nosotros dándole impulso a la historia bajo la intimidad del capuz. La misma persona que entonces veneraba el primitivo Cristo de la Caña en la capilla de los Grandes Pasos de San Roque, fue después la que se ocupaba de cuidar la integridad de la imagen venerada cuando hizo guardia en la garita frente al invasor francés y la que adecentó la hornacina de su definitiva sede en el templo reconstruido de San Antonio Abad. Nuestro bisabuelo ya desfilaba entonces acompañando al paso decimonónico, sintiendo la plenitud que se instala en el corazón del nazareno en la Pascua de Resurrección, cuando el tiempo se detiene y se renueva el compromiso con la tradición. A él también le emocionaba el temblor del Miserere, y el quejido de las horquillas se iba clavando en su alma hasta que al fin las tinieblas recuperaban la noche y el fulgor de las heridas se apagaba en hermandad. También nuestros abuelos tuvieron que refugiarse en la Catedral como tantas veces hicimos nosotros cuando la tarde morada se resolvía en lluvia sobre nuestros enseres y sobre nuestros pecados. La estación de penitencia al amparo de su bóveda era el cálido consuelo que nos protegía a todos en estos trances no siempre venturosos. La belleza del entorno obnubiló a nuestros hermanos cuando tal vez pendientes de la magia del triforio, vencieron el paso sobre la rejería de la Capilla de los Apóstoles. Los daños del 34 fueron el anticipo de los desastres del 36, la ilusión de la nueva talla de Marco Pérez confinada en el recuerdo junto a la antigua imagen, el fuego de la intolerancia arrasando tanta grandeza en la misma puerta de San Antón.




Cristo cae y en su deriva,
nuestra derrota se ensancha
por ese puente de luto
que Jesús camina en andas.
El silencio se oye apenas
en las horquillas calladas.




El sufrimiento del enfrentamiento entre hermanos dio paso al calvario de la posguerra que, a pesar de todo, se aplazaba un tanto por Jueves Santo con la talla de Bayarri mitigando sólo a medias la majestad perdida. La Hermandad de nuestros ancestros no se detuvo hasta recuperarla en 1947 cuando el arte de Federico Coullaut-Valera restableció el merecido esplendor, el legado orgulloso que desde entonces conservaron nuestros padres en las épocas de escasez, cuidaremos los hermanos hasta el último aliento y heredarán nuestros hijos con la cruz, la tulipa o la horquilla compartiendo la emoción centenaria. Mientras tanto aquí seguimos los nazarenos de la Caña, los que renuevan la huella en la senda de los tiempos, los que escoltan al bancero que va meciendo tu gloria, los del corazón asaltado por el vuelo de tu clámide, los que alumbran tu partida abrigados por tu amor.


Una madre bajo un palio
de soledad y alborada,
va despidiendo a su hijo
que tras la esquina se apaga. 
Por seguirte en el calvario
que paso a paso te amarga,
la tarde de Jueves Santo,
mi corazón te acompaña.


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