Por fin llegó el otoño y Urdiales volvió a Madrid. Nuestro casero Simón, que
cuida del pedazo de cielo que ocupamos en la andanada, nos expulsó del
paraíso después de San Isidro con el pretexto de la misteriosa reforma de la
plaza, ésa de la que nadie sabe a día de hoy, ni su contenido, ni su alcance,
ni su duración. Lo único que se anunció a ciencia cierta es que debía comenzar
por el saneamiento de las cubiertas y así durante el verano, los abonados
mirábamos los andamios, las redes y las mallas que velaban la visión de nuestro
hábitat con cierto desasosiego, acrecentado por los rumores de disminución de
localidades, modernización de los graderíos y reducción del diámetro del ruedo. Cuando despertamos del sueño estival y volvimos a la plaza, la andanada seguía allí, con un techo a estrenar cubriendo la suciedad de siempre. Quizá para distraer la atención del futuro atentado que se prepara contra la esencia de
nuestro templo, compareció el mago Simón en la canícula y esta vez, el juego
de manos consistió en anular la elección de las ganaderías por los toreros
mediante un sorteo para el que quisiera afrontar el grandísimo riesgo de torear
una de Adolfo en vez del enésimo Victoriano de la temporada. El aficionado no
ceja en el empeño de reclamar más justicia en la fiesta y Producciones Simón
Casas, siempre atenta al runrún de los corrillos, se apresuró a vender como
gran revolución la apuesta de Talavante de meter sus dos bolitas en el bombo,
ahora que necesitaba dar un golpe en la mesa tras su desencuentro con Matilla,
que lo borró de casi todas las grandes ferias de la segunda mitad de la
temporada mientras acariciaba el gato del poder omnímodo que al parecer
detenta. La revolución verdadera hubiera consistido en conseguir que Julián,
José Mari y José Antonio compraran también la lotería de Don Simón, con los
Saltillos, los Miuras o los Ibanes saltando alegres en el bombo de los premios,
pero en seguida salió el Juli en la prensa adicta, a decir que el torero se
gana en el ruedo poder elegir las ganaderías que mata lo que traducido venía a
significar que está dispuesto a permanecer otros veinte años en la fiesta
explicando frente a las sucesivas camadas de Cuvillos y Garcigrandes su lección
cotidiana de ventajismo y vulgaridad. El primer torero contratado en la madre de todos los sorteos fue Diego Urdiales, para la que iba ser su quinta tarde en la temporada, tras ser condenado al ostracismo por el sistema el resto del año.
Como era previsible, el sorteo desembocó en un "deja vu” que nos transportaba
directamente a San Isidro. Las bolas calientes del Gatopardo Simón nos han
organizado un comienzo de otoño con el mismo programa de la primavera, una
nueva ración de los toros que Victoriano
del Río y Lorenzo Fraile manufacturan para la muleta, la peste del toreo
moderno aplicada por igual a las embestidas boyantes y a las complicadas, la
falta de personalidad en los toreros de esta hora y el fervor por Alejandro Talavante, que nunca como en
este momento, tuvo tan a favor a la plaza de Madrid, que le saca a saludar por
el mero hecho de comparecer ante la cátedra en este otoño que todavía era
verano. Que Talavante sea tomado por algunos como un antisistema que viene para
cambiar el estado de cosas y dar un puñetazo en la mesa en la que comen los
muñidores del cotarro es como creerse las proclamas revolucionarias de los
jerifaltes podemitas de discurso postizo y mansión en Galapagar. Como ya
ocurrió en 2013 cuando se saludó su apuesta de encerrarse con seis Victorinos
como el gran acontecimiento de la isidrada, su doble comparecencia en la Feria
de Otoño acaba en fracaso sin paliativos, la ovación de bienvenida transmutada
en pitada final por obra y gracia de las limitaciones del extremeño para poder
con un tipo de toro que no regala las embestidas. Pese a todo, hubo un momento
en su actuación en donde apareció el torero que tantas expectativas despertó en
el inicio de su carrera, cuando de la mano de Antonio Corbacho, pretendía ser
el émulo imposible de José Tomás. Fue en el comienzo de la faena al primero de
sus cuatro toros en la feria, ante el que improvisa una serie maciza de
naturales defendiendo la posición, en los medios y sin probatura alguna, a golpe
de la inspiración que surge a toro arrancado, cuando todavía no hay tiempo para
pensar. Luego la cabeza se va imponiendo a la ambición y la falta de compromiso
crece en cada serie y como a pesar de todo la parroquia a favor sigue jaleando
ese otro toreo de menos enjundia, superficial y despegado, el torero que venía
con la escoba para sanear la parte alta del escalafón se conforma con la
previsible orejilla que acaba frustrando un pinchazo inesperado. A partir de
ahí, Talavante ya no levanta cabeza en toda la feria, quizá consciente de la
oportunidad perdida, y aun así, sigue habiendo gran expectación en su segunda
tarde, con casi lleno en los tendidos, pero una corrida de Adolfo Martín baja de casta y un lote complicado hacen que la
apuesta del extremeño se agote en el vuelo de la larga cambiada con que recibe
al primero de la tarde. Sus carencias técnicas para lidiar con el capote a este
tipo de encaste y su inhibición final con muleta y espada transmiten a la plaza
una imagen de torero vencido, incapaz de soportar el peso de una apuesta que
acaso se hizo buscando colar como gesta el numerito de todas las tardes, a la
espera de que un sorteo favorable en el bombo o en los corrales permitiera
aplicar las recetas revenidas del toreo moderno al toro domesticado al que se
lleva enfrentando toda su carrera. Para el año que viene, se anuncian nuevos
sorteos patrocinados por Don Simón, mientras el imperio Matilla sigue intacto y
a Talavante se le avecina un invierno económico que debería afrontar siguiendo
a pies juntillas el viejo consejo de nuestros abuelos según el cual no hay
mejor lotería que trabajo y economía.
En realidad, el bombo de marras no es sino otro fuego fatuo de Monsieur Casas
para encubrir el estado putrefacto del sistema que, en el fondo, no quiere o no
puede subvertir. En la cabaña brava sigue existiendo la casta suficiente para
que el toreo vuelva a tener la grandeza de siempre. El problema real es la gran
crisis de toreros existente en este siglo, incapaces de desarrollar en la plaza
un planteamiento distinto al que manejan los líderes del escalafón, a quienes
no pretenden desalojar del poder sino a lo sumo aprovechar un resquicio del
sistema e ingresar en él para seguir transigiendo con el montaje del toro bobo
y colaborador. Fortes, por ejemplo,
se dejó ir el Victoriano más encastado de la tarde, al que llegó a embarcar con
templanza en la primera serie, naufragando a continuación en una sucesión de
pases sin mando que conforman una faena que se va diluyendo entre la impotencia
y el paso atrás. Lidió al sobrero con la sombra de la oportunidad perdida
nublándole el entendimiento y bastante tuvo con salir vivo de la feísima cogida
que cobró al entrar a matar. Pablo
Aguado, el toricantano que venía en sustitución del infortunado Ureña, al
menos abrió la tarde con el aroma del verdadero toreo de capote, en donde el
sevillano se duerme en dos verónicas muy caras y un primoroso quite al
delantal, antes de cortar la consabida oreja del sexto que el público más
amable suele regalar para sacudirse el desencanto de cada tarde. Álvaro Lorenzo sorteó un lote a modo
para reeditar aquel triunfo vacío del Domingo de Resurrección del que ya casi
nadie se acuerda pero no se atrevió a dar el paso al frente para recoger los
frutos de la decepción talavantina y se dedicó a plagiar la famosa tesis del
Doctor López que lleva por título “Aproximaciones al toreo moderno: la nueva
manera de cargar la suerte metiendo pico y retrasando la pierna de salida”. En
cambio Luis David, venía a Madrid a
que le convalidaran con los Adolfos los entusiastas trabajos que le han llevado
a torear una veintena de tardes por esas plazas de Dios exponiendo la doctrina
del feísmo al adamesco modo, pero se encontró con el sexto, que se acordaba un
poco de la casta de la ganadería que iluminó las postrimerías de San Isidro, e
inevitablemente quedó al descubierto la mediocridad de una propuesta que
pretendía aplicarle al toro esa ligazón tramposa que se instrumenta al amparo
de la pala del pitón, y que al primer respingo del astado, se resuelve en un
sinfín de carreritas sin sentido con destino a la comodidad del unipase. Por su parte, Román sólo estuvo animoso con el peor
lote de los del Puerto, desdibujado y sin resortes técnicos para resolver sus
complicaciones, vapuleado por el cornalón segundo que le atropella cuando el
torero se equivoca y medio se queda en el sitio, su mayor triunfo fue salir
indemne de este trance.
El caso de Ginés
Marín es distinto porque él es uno de los privilegiados a los que el
sistema ha consentido disfrutar de su parcelita de terreno entre los instalados, a
base de ir vendiendo por las ferias un producto cada vez más huérfano de la
frescura con que ilusionó a Madrid en su apoteosis del San Isidro del año 17. A
punto estuvo de tocar pelo si su habitual faenita fácil, ligerita y superficial
hubiera acabado en un espadazo cabal. La manejable mansedumbre de esa corrida del Puerto de San Lorenzo le cayó en suerte
también a Emilio de Justo, que viene
a Madrid a despecho de la reciente muerte de su padre y de la cornada que la
semana anterior le pegó un toro de Victorino en Francia. Su tarde se resume en
la vergüenza torera del esfuerzo y en dos estocadas en la yema, de perfecta ejecución
la primera y entregándose mucho en la segunda, pero la realidad es que sólo
deja detalles ante el que abría plaza en el que no acaba de dar el paso
adelante para compactar una faena desigual que coge altura definitivamente en
la estocada. En el cuarto, que tiene peligro por el pitón izquierdo, lo pasa de
muleta con corrección pero sin especial lucimiento, y tras naufragar al echarse
la mano a la zurda, acaso porque las carnes todavía abiertas huyen del
compromiso de aguantar los tres y el de pecho en donde estaba la gloria del
triunfo grande, se conforma con arañar otra orejita a la que llega por un par
de series de circulares efectistas en terrenos de sol camino de la ansiada
puerta grande, que quizá sólo por hoy, nadie se atreve a discutir.
Y cuando todo parecía perdido, cuando afrontábamos la
última tarde de la feria con el primer aviso del invierno cambiando la
fisonomía de la plaza, cuando todo estaba preparado para despedir la temporada
con la esperanza quebrantada por tantas tardes de promesas incumplidas, llegó
el acontecimiento. Ricardo Gallardo se saca de la manga un variadísimo encierro
de Fuente Ymbro, de presentación
irreprochable, que nos redime de todos los sinsabores del pasado, para
demostrar que el encaste Domeq puede ser otra cosa que la acostumbrada
docilidad tontorrona al servicio de los que mandan. La encastada boyantía, la
huidiza mansedumbre, la entregada nobleza y la fiereza indómita reunidas en una
sola corrida de toros y tres toreros para su lidia con tres propuestas
distintas, el toreo clásico, el toreo de lidia, el toreo moderno. David Mora se encuentra con el tercero
de la tarde, el toro de la feria, que embiste por abajo portando la
consagración en su astifina cornamenta. Viene el torero vestido de Chenel pero
el planteamiento del añorado maestro se acaba en la distancia larga que David
propone al toro para inmediatamente después desajustarse en cada embroque y hundirse en la sima del quiero y no
puedo, desde la que seguramente se escucha la voz certera de Belmonte, Dios te
libre de que te toque un toro bravo. Cuando Octavio Chacón entró en la rifa de Casas debió pensar que por fin
el azar le permitía alejarse de la dureza que le ha acompañado en su devenir
por los ruedos, pero ni por esas, si naciste para el sufrimiento hasta los
Juanpedros se vuelven Miuras. Octavio es un lidiador de otra época, no
hay un capote más poderoso en todo el escalafón y su forma de manejarlo
hipnotiza a los toros broncos, ensimismados por un momento en el terso percal
antes de volver a la carga. La pelea con el segundo de la tarde pasará a la
historia como la más serena demostración de valor que hemos visto últimamente
en las Ventas ante un toro avisado, que sólo se traga los mandones muletazos
por bajo del comienzo y ya no vuelve a dar tregua a su matador, buscando hacer
presa en cada pase hasta que el gaditano lo manda al averno de un certero
espadazo. Oreja de ley. Si el bueno de Chacón esperaba mayor comodidad con el
quinto, se equivocaba del todo, porque fue agraciado nuevamente con un manso
pregonao que llegó a darle una coz cuando acudió a quitarlo del caballo al que
había derribado en una violenta oleada. Una vez desarmado el torero y desentendido el toro abanto de
los capotes que trataban de cortarle el paso, lo persiguió como un poseso hasta
cogerlo por el pecho sin ahondar por fortuna más allá del chaleco en el que
quedó enhebrado el pitón durante unos segundos que parecieron siglos. Ahí fue
donde Octavio encontró la suerte definitiva y esa certeza pareció dejarlo
conmocionado para el resto de la tarde.
Antes, en el toro anterior, había sucedido lo de Urdiales. Quizá sea la del cuarto, una
de las tres faenas más importantes que hemos vivido en los últimos diez años de
toros en las Ventas, en lo que va de siglo si no me traiciona la memoria. José
Tomás y Comunero, 5-6-2008, Manuel Jesús “el Cid” y Verbenero, 4-10-2013, Diego
Urdiales y Hurón, 7-10-2018. Ya en el que abrió la tarde, había estado Diego
muy dispuesto, perfumando el viciado ambiente del toreo actual, con los postulados
del toreo de siempre, el cite en el sitio, el medio pecho irreprochable, el
mecido natural, la estocada sin aliviarse. Pero la conmoción llegó en el sexto.
Nadie había visto nada especial en un toro cuya lidia transcurría anodina, con
el aficionado perdiendo la fe en que el de Arnedo pudiera redondear lo que
tantas tardes había apuntado en sus veinte años de alternativa. El primer aviso
de que algo grande podía pasar llegó en la primera serie por la derecha, en un
muletazo aislado en el que el toro va muy toreado hasta detrás de la cadera,
pero la explosión llega al natural, cuando un animal aparentemente sin mayor
clase no tiene más remedio que entregarse a una muleta que se desplaza desde el
sitio que sólo pisan los elegidos, allí donde se cruzan los caminos de la
bravura y de la verdad. Dos series de naturales catedralicias, clásicas,
perfectas. No se puede torear mejor que Urdiales en ese manojo de muletazos
eternos, definitivamente abandonado el
torero a la pureza que surge de la colocación adecuada, el temple mágico y la
profundidad sin límite, el tiempo detenido en un clamor que todavía dura. El
toreo ya estaba hecho pero Diego todavía sigue prolongando nuestra alegría en una serie final por naturales de frente, en la alada trincherilla, en el
molinete airoso, en el insospechado kikirikí, todo ello sin perder un ápice de terreno, todo ello interpretado con la privilegiada
naturalidad que borra de un plumazo la impostura de tantas tardes. Cuando
Urdiales revienta al toro con otra estocada casi en su sitio, los tendidos son
un hervidero de pañuelos blancos y la gente se abraza con el compañero de localidad en la comunión íntima que sólo proporciona este arte raro, misterioso, indescifrable, mientras el riojano es obligado a
dar una segunda vuelta al ruedo con las orejas como estandarte de una tarde
histórica. Allí estábamos nosotros para presenciar el milagro, para revivir la
antigua pasión que nos hacía saltar del asiento cuando Curro o Antoñete nos dieron a probar el sagrado veneno por primera vez, ése cuyo sabor aún nos tiene
aguantando estoicamente en la piedra, por ver si entre la fronda plúmbea del
toreo barato que nos agrede cada día, vuelve a surgir un hombre que
al menos una vez cada lustro nos permita seguir explicando a nuestras familias,
de vuelta a casa, con la voz ronca y el cuerpo molido, por qué, a pesar de
todo y frente a todos los que pretenden hurtarnos esa bendita libertad, seguimos acudiendo a una plaza de toros.
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