lunes, 4 de junio de 2018

SEGUNDO TERCIO: LA REVOLUCIÓN


Durante la segunda década del siglo pasado, el hijo de la “señá” Gabriela y el pasmo de Triana pusieron el toreo patas arriba. De la fecunda competencia entre Joselito y Belmonte surgió la revolución sobre la que se asienta desde entonces la forma de torear. Se trataba de llevar a la práctica aquella máxima de Juan según la cual todos los terrenos son del torero, que ya no se quita de en medio ante la embestida del animal, sino que la domina desde la firmeza de piernas y el juego de brazos, haciendo descarrilar al toro en torno a su figura inmóvil. En la segunda década de este siglo, en cambio, estamos asistiendo a una nueva revolución que es más bien una involución de aquel planteamiento, un retroceso en el que de la mano de la suerte descargada, la colocación en la pala del pitón y el abuso del pico de la muleta, el torero vuelve a huir de los terrenos del toro, abdicando de la posición dominante que siempre se basó en parar, templar y mandar, los axiomas del toreo clásico. Cien años después, se ha impuesto un nuevo canon, que paradójicamente pretende la justificación del ventajismo frente a un toro cada vez menos agresivo, y es que si perder pasos y torear por las afueras sería comprensible para cuidarse de las agrestes oleadas de toros como los de Dolores Aguirre, resulta inadmisible practicar el destoreo frente al viaje obediente del toro moderno.

Para los que empezamos a frecuentar Las Ventas durante los años ochenta, la pasión por una forma concreta de torear es un concepto que nos empieza a meter en el cuerpo Antoñete, Rincón afianza a principios de los noventa y José Tomás eleva a la máxima expresión en las postrimerías del siglo. Paralelamente, la impugnación de esa idea se va desarrollando entre la degeneración del ojedismo y la dictadura de Espartaco, antecedentes indudables del nuevo canon que desde hace veinte años pretende entronizar El Juli, si no surge nadie para remediarlo. Casi siempre en el toreo han coexistido esas dos líneas, una más pura y otra de menos compromiso, y ambas tenían su público, más exigente la primera, la segunda más festiva, pero cuando un torero practicaba el toreo clásico, ese que ponía a todos de acuerdo, incluso el espectador menos riguroso vibraba con la conmoción que le provocaba aquello que quizá no entendía. No estoy muy seguro de que eso pueda seguir sucediendo si es que llega ese mesías que contra todo y contra todos, recupere la antigua emoción, pues la decadencia con la que convivimos cada tarde es desoladora, la plaza de nuestros amores convertida en triste botellón más atento a imponer un triunfalismo vacío que a valorar lo que ocurre en el ruedo con el sentido crítico que siempre atesoró como símbolo de distinción.

Las figuras para las que venir a Madrid era siempre el obligado quinario que confirmaba su posición de privilegio, ahora torean en Las Ventas como en el patio de su casa. Lo hemos visto con el Juli, al que sólo su deficiente técnica matadora le impidió abrir la puerta grande, con Enrique Ponce, hoy aclamado como maestro, aunque sus argumentos sean los mismos de ayer cuando le negaban el pan y la sal, con Talavante, a quien se obligó a saludar por aceptar la sustitución de Ureña y venir a Madrid por tercera vez. Lo que debiera ser normal, recibido como acontecimiento. Tal vez lo sea, dado que los dos primeros sólo aceptaron anunciarse en el ciclo en una ocasión. Julián López lo hizo en ese engendro que el empresario bautizó como la corrida de la cultura, no se sabe si porque los actuantes iban recitando poemillas para sus adentros o porque la nueva cultura juliana consiste en traerse sus toretes debajo del brazo y rehuir la pelea con las demás figuras para alternar en mano a mano con un principiante, por ver de asegurar mejor la puerta grande que con tanto ahínco quiere repetir desde aquel lejano 2007 en que lo logró por única vez. Pues ni aun así. La verdad es que Julián hace el esfuerzo ante un encastado toro de Alcurrucén, al que empieza toreando por bajo de forma preciosista e incluso logra ceñirse su embestida más de lo habitual aunque al final vuelve a su concepto al comprobar que levanta más clamores en el tendido cuanto más destorea. La pérdida del doble trofeo por el fallo a espadas le afectó tanto que ya no dio pie con bola en toda la tarde y cuando el Garcigrande que hizo quinto, seguramente elegido con la esperanza de repetir el indulto de Sevilla, le salió respondón, su insolvencia técnica para resolver sus problemas fue manifiesta. Por allí anduvo también Ginés Marín haciendo el papel de comparsa que tenía asignado en el evento pero se encontró con un toro bravo de Victoriano del Río, el único que lo fue de entre los catorce que el ganadero ha lidiado en la feria, al que picó de forma extraordinaria Agustín Navarro y que luego no encontró en la muleta del extremeño la cabeza despejada, la distancia y el mando que sus complicaciones requerían.

          
La primera ración de Victorianos se corrió en Madrid el día anterior y con ella se hizo presente la trinidad del toro de las figuras, chico flojo y descastado. A pesar de todo, Roca Rey logró tocar pelo en el sexto, aprovechando la predisposición de la plaza en una tarde de expectación que se  despeñaba por el vacío. Por eso se premió una faena inexistente a base de trallazos por fuera y arrimón final, sin que el público respondiera verdaderamente hasta los cambiados “back”, la inevitable arrucina y un traspié en la cara del toro que el descastado animal contempla desentendido. Si Manolo Vázquez puso el toreo de frente, Andresito viene a ponerlo de espaldas. Lo inadmisible es que el limeño también le da la espalda a la lidia durante toda la corrida y se permite ensayar lances en los medios durante el tercio de banderillas, se despista en la colocación adecuada en el tercio a la salida del par, sale por la culata del caballo tras aparcar al toro para picar, y se entretiene hablando con los peones acodado en la barrera, en lugar de estar atento a su turno de quites. Un desastre.

El listón para cortar una oreja en Madrid se ha rebajado tanto que el triunfo siempre llega de la mano de circunstancias ajenas a la enjundia de la faena. De los creadores de la oreja dominguera, la orejita del sexto, la oreja de la lluvia y la oreja del revolcón, llega ahora a nuestras pantallas, la orejita del viernes patrocinada por Simón Casas Productions, el mercader que tiene convertido el templo en un enorme chiringuito donde la profusión de alcohol nubla el juicio de la gente. No tiene otra explicación que dos toreros salieran por la puerta grande la segunda tarde de Núñez del Cuvillo en la feria, sin que la plaza vibrara como antaño cuando se producía semejante acontecimiento. Ahora los triunfos supuestamente grandes se suceden como con sordina, y la gente, una vez conseguido el objetivo perseguido ni siquiera se queda para aplaudir a sus ídolos camino de la efímera gloria y abandona la plaza para seguir la juerga en otro lugar. Esa tarde, la segunda tanda de Cuvillos sacó más interés que la primera, lo cual es garantía de que será ésta la que acapare los principales premios. Talavante hizo una buena faena al segundo, vertical y natural, que cobra vuelo en los doblones y en los cambios de mano, pero por debajo de las condiciones del toro y a la altura de su limitada ambición, por otro lado acorde con la exigencia del público. En el exceso del doble trofeo se halla la explicación de su labor de servicios mínimos en el quinto, ante el que no expone un alamar bajo la lluvia, siempre al hilo para arañar una orejita sin riesgo, que frustra un pinchazo echándose fuera. Por su parte, López Simón vuelve a las andadas y aprovecha el triunfalismo desatado para arañar su quinta puerta grande en las Ventas, se dice pronto. Le aplica una faena aseada al sobrero, más en el sitio que otras veces pero su patológica falta de mando con la muleta le hace ser cogido por partida doble, la última de forma espeluznante entrando a matar. En el último capítulo de la tarde, ejecuta como un autómata un trasteo vulgar ovacionado con tibieza, pero una estocada efectiva y la conjunción de todos los factores reseñados más arriba dan como resultado la orejita del sexto que culmina en triunfo el viernes lluvioso.


Las dificultades que sacaron los Garcigrandes de la cultura se reprodujeron el día de San Fernando aunque los lotes se conformaron sabiamente pues cada torero tuvo que apechugar con un toro con posibilidades y otro más informal, como diría el de la tele. Enrique Ponce se mostró ventajista con el bondadoso sobrero de Valdefresno, el típico manso que acaba entregándose en la muleta sabia del valenciano, que tapa con su clase de siempre la versión más superficial de su inconfundible sello, con la poncina como estandarte del toreo por las afueras. El cuarto se le cuela varias veces hasta que nos regala la otra cara de su magisterio, se mete en serio con él en terrenos del diez, se dobla por bajo tocándole los costados y lo descoyunta con el pase clásico de gallito, un muletazo poderoso por alto de pitón a pitón tras el cual el toro queda literalmente rendido. Castella naufraga con el tercero, destemplado y desbordado por sus complicaciones. El quinto lo arrolla de salida con el capote porque acostumbrados como están los toreros de ahora a que el animal no se haga presente en el ruedo con la acometividad típica de la casta, en lugar de sacar los brazos para dominar al toro, se empeña en ensayar el delantal, recibiendo a cambio una soberana paliza de la que sale dañado en un pie. El toro muestra un pitón izquierdo extraordinario en la buena brega de Viotti, pero el francés sólo lo pasa por ese lado de rodillas, siguiendo otra costumbre moderna consistente en torear al natural de forma testimonial para construir la faena casi exclusivamente con la salmodia del derechazo. Como mucho, los toreros del momento se echan la mano a la izquierda para instrumentar un exiguo natural tras el cambio de mano, suerte que empezó a practicar el Juli y que sus acólitos repiten con fervor. Lo hizo también Castella y con ello eleva el tono de la faena que había comenzado con corrección en un par de buenas series de circulares sin dar el paso atrás, pero a partir de ahí, en lugar de hacer crecer el trasteo lo abarata en la distancia corta y el estoconazo final quedándose en la cara desata la desaforada petición de una segunda oreja a todas luces excesiva cuya concesión el tendido recibe como quien estalla ante un gol en el último minuto.


Al día siguiente, el empresario, en otra de sus imaginativas iniciativas, nos propuso la corrida de las seis naciones para revisitar el festival de la Oti, bautizado así en la andanada no tanto por la nacionalidad de los intérpretes como por el trapío de los toros del Pilar, ganadería acaso elegida para que la patrona de la Hispanidad estuviera presente en la tarde, porque de lo contrario no se entiende que semejante vacada fuera anunciada en San Isidro. El experimento sirvió para comprobar que la regeneración del toreo no viene de América y constatar la falta de personalidad que aqueja al actual escalafón de matadores: seis toreros distintos con planteamientos parecidos como triste metáfora del estado de la fiesta. El certamen lo ganaron “ex aequo” México y Venezuela, representados por Luis David Adame y Jesús Enrique Colombo, respectivamente, y sólo faltó que en las vueltas al ruedo que dieron por su cuenta les acompañaran Carlos Mejía Godoy y los de Palacagüina para que el esperpento fuera total. 

Victoriano del Río remató su presencia en Madrid, con una mansada infumable. Manzanares firma otra tarde de las suyas en la que los detalles exquisitos que va dejando por el ruedo te hacen maldecir que el talento y la disposición sólo se reúnan en la mente del torero más dotado de su generación cuando monta la espada, o en exiguos retazos que nos dejan con la miel en los labios como cuando recoge con el capote a un toro abanto con la sutileza de los elegidos. La otra cara de la moneda la acuñó Cayetano, para demostrar contra todo pronóstico que más allá de las carencias técnicas que su formación tardía no acaba de solucionar, en su planteamiento hay un sello de verdad empeñado en intentar el toreo de compromiso no exento de calidad. Por encima de las ovaciones con acento femenino que siempre le acompañan, deja momentos muy buenos como los ayudados por alto sentado en el estribo que remata con una gran trinchera y varias buenas series de circulares muy cruzado, exponiendo con el toro aquerenciado. Una estocada desprendida ejecutada con más corazón que oficio le conduce a la oreja que el siete protesta como una afrenta. El bisnieto del Niño de la Palma se desplanta con los que pitan y hace esperar al alguacil, como si demandara respeto para el orgullo de su estirpe. En el sexto, vuelve a estar muy dispuesto y recupera el esplendor perdido del toreo de capote desde la apretada larga a porta gayola, con un bonito galleo por chicuelinas más tarde, para terminar acordándose de su abuelo intentando el quite de Ronda que remata con garbo insinuando la media. La gran lidia que Iván García le aplica a un toro que se raja por momentos no es suficiente para que Cayetano pueda sujetarlo en su muleta salvo en un arrebatado inicio de rodillas. Otro matador más avezado hubiera tirado de populismo para buscar la puerta grande pero hasta en eso está torero Cayetano, renuncia al artificio, mata con limpieza y por primera vez en esta plaza, deja ganas de volver a verlo.




1 comentario: