Nos gusta el calor de la manada. Nos
sentimos más cómodos siguiendo la opinión dominante que afrontando el vértigo
de la disidencia. El gregarismo se ha instalado en los usos sociales arrojando
al librepensador y su osadía al frío desván de las opiniones singulares, cuando
no al ostracismo del apestado. Lo estamos viendo estos días en las reacciones a
la sentencia del mediático proceso que enjuició la salvajada cometida por cinco
mastuerzos cuya conducta sexual hubiera merecido un lugar entre los cabestros
que guían los encierros de San Fermín. Sin embargo, el movimiento que ha
condenado la resolución pidiendo la inhabilitación de sus autores no busca
tanto el castigo ejemplar de los culpables como la consecución de esa justicia
automática que pretenden implantar los que no admiten otra manera de aplicar la
ley que la dictada por su particular sectarismo. Pero la realidad no es unívoca
y permite el matiz y la discrepancia, la sucesión de los hechos suele admitir
diversas interpretaciones susceptibles todas ellas de un fundamento jurídico
plausible, como por otro lado sabe cualquier aspirante a jurista, que estudia
para entender que la violencia, la intimidación, la resistencia o el
prevalimiento son conceptos jurídicos que define la jurisprudencia antes que el
diccionario.
Yo sí te creo, clama la horda empeñada en
resolver el juicio paralelo en una condena a la altura de su exigencia de
venganza, sin reparar en que el voto mayoritario de la sentencia que frustra su
hambre de triunfo, también creyó a la víctima, y trasladó punto por punto al
relato de hechos probados sus manifestaciones, tras considerarlas
coherentes, persistentes y verosímiles. Más de trescientos folios después, la
frontera entre la violación y el abuso es tan tenue que ambas calificaciones pueden
estar fundadas en derecho siempre que la decantación por una de ellas dependa
del examen directo de la prueba y no del exabrupto de la turba manipulada por
cuatro líderes de opinión.
Detrás
del fragor de la batalla de estos días, late un oscuro intento de
deslegitimación del Estado de Derecho que en último término nos protege, por
parte de los que prefieren la agitación social a cualquier costa, a debatir con
mesura sobre una resolución judicial criticable y esperar el devenir del
prolijo sistema de recursos a disposición de las partes. El populismo invade
los conflictos del momento y lo mismo sirve para conceder una pátina de
dignidad al supremacismo cotidiano del nacionalismo mendaz que para hacer
pasar por creíble el arrepentimiento falso de los herederos del terror. No es
una casualidad que hayan sido Otegi y Puigdemont los primeros que se han subido
al carro de los ataques a estos jueces con la vista puesta en sus asuntos
particulares. Lo sorprendente es que de ese carro tire también el Ministro de
Justicia de un gobierno para el cual el control de los demás poderes del Estado
se ha convertido ya en una cuestión de pura supervivencia con la que
mitigar las consecuencias de su permanente afán de latrocinio.
Odia
el delito y compadece al delincuente. Las palabras de Concepción Arenal se
desvanecen como el agua entre las manos de las buenas gentes que no se dan por
satisfechas con nueve años de prisión para los culpables, uno menos que la pena
mínima señalada por el Código Penal para el homicidio. La presunción de
inocencia es un tótem de nuestras libertades que se desprecia con la misma
facilidad con que se acusa al abogado defensor o al juez discrepante de agentes
del mal, como si el que hoy sobreactúa detrás de la pancarta nunca fuera a
dar un mal paso que precisara una defensa legal y un proceso con todas las
garantías. El letrado sabe por experiencia que quien hoy se erige en su
maniqueo inquisidor mañana puede ser el reo que necesite sus servicios. El juez
que toma el camino más difícil sabe que sufre más la justicia por un inocente
condenado que por cien culpables en libertad.
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