
Transcurrida la primera parte de la segunda feria de
San Isidro de Simón Casas Productions, el Gatopardo de Nimes va camino de dejar
la fiesta en ruinas para ponerla a tono con el estado de la andanada donde
rumiamos nuestro desencanto cada tarde. Y es que la incuria se enseñorea poco a
poco de la plaza mientras allí abajo, un joven adocenado tira líneas con un
trapo sin comprometerse de verdad ante un animal habitualmente sin pujanza. La herrumbre
que acosa nuestro aposento va creciendo como triste metáfora de lo que pasa
cotidianamente en el ruedo, donde el toreo moderno va causando estragos en el
corazoncito del aficionado, cada vez más aislado y hostigado por las masas triunfalistas
del postureo y el gin-tonic. Aunque masas, lo que se dice las masas, no es que
hayan atestado los tendidos salvo en la novena de feria, por más que el
empresario se empeñe en pregonar lo contrario y en colgar carteles ficticios de
no hay billetes en las taquillas. La incontestable verdad es que la piedra
vacía crece un poco más cada año, los abonados van desertando de su compromiso
con un rito que ya no reconocen, y la dizque plaza de toros más importante del
mundo se puebla de un gentío de aluvión que malbarata sus señas de identidad con
el beneplácito de un sistema que parece complacido al contemplar su decadencia.

Aquel lugar común según el cual el buen aficionado
nunca se aburría porque siempre había algún detalle que anotar hasta en la
tarde más plúmbea, va perdiendo su sentido a medida que aumenta la pendiente
por la que se despeña un espectáculo planteado sobre los mimbres del toreo
ventajista practicado a un toro sin agresividad. Aunque sigue siendo agradable
asomarse al cielo de Madrid desde el balcón privilegiado de la andanada del
nueve, uno ya no acude a Las Ventas con la pasión con que lo hacía hace unos
años, cuando casi todos los carteles del serial te obligaban a comparecer
porque tenían algún aliciente escondido en su combinación sabia en la que solían
alternarse el viejo maestro de sabor añejo, la figura consolidada que venía a
dar la cara a Madrid o el torero emergente que salía al ruedo pegando bocados a
todo lo que se moviera. Hoy la cosa se ha acomodado de tal manera que hasta los
novilleros se presentan ante la cátedra con la actitud del matador instalado,
acaso porque sepan que su carrera futura depende más del poder de su apoderado
en los despachos que de un triunfo en la plaza que antaño daba y quitaba.
La heterogeneidad del público de Las Ventas unida a la
deserción o la inhibición de los sectores que siempre orientaron al espectador
menos entendido han traído a la plaza los usos habituales de las ferias de
provincias. La mayor ovación de la tarde se la suele llevar la montera cuando
tras el brindis consabido, cae boca abajo, ya casi nadie protesta cuando a gran
parte de los toros se les simula la suerte de varas y las faenas que en otro
tiempo uno veía premiadas en un pueblo y pensaba que en Madrid no hubieran
merecido ni una salida al tercio, son ahora orejeadas sin rubor por la
inevitable mayoría encantada de poder contar a los suyos lo bien que lo
pasaron en los toros. Cada día se avanza un poco más en la carrera por
degradar el valor de los trofeos concedidos y así la orejilla con la que se
agasajó al menor de los Adame la
tarde de los Juanpedros parecía una
verdadera oreja de Madrid en comparación con la regalada a su hermano mayor dos
días después, por una faena en persecución de un manso de Alcurrucén, que alcanzó el paroxismo cuando el hidrocálido le
empalmó dos series de circulares “fueracacho” en chiqueros y varios pases de
pecho encadenados antes de culminar la gesta con un bajonazo en el que además
homenajeó a la Benemérita. El presidente Gómez Martín no se debió enterar de
que la espada hacía guardia y concedió la oreja sin petición mayoritaria, claro
que días antes ya se había ciscado en el reglamento largando el pañuelo verde
para devolver un toro que simplemente era manso.

Por su parte, el que se hace llamar Luis David en los carteles expuso ante
una cátedra más devaluada que la de la Universidad Rey Juan Carlos la tesis
perfecta del destoreo moderno, ése que se basa en aprovechar los viajes del
animal colaborador desde las afueras del peligro con un temple innegable pero
con nula profundidad. Todo estaba preparado para que otro torero mexicano
abriera la puerta grande casi medio siglo después de Eloy Cavazos, pero el
fallo a espadas en el sexto impidió que culminara el despropósito triunfalista
tras una faena mediocre a base de medios pases y efectismos en la que no supo
resolver los problemas que presentó un toro no tan amigable como el precioso
albahío en el que tocó pelo. Entre los dos Adame, Castella volvió a cortar su orejita a un Jandillita con el mismo
guión de la película que viene proyectando desde hace años en el toreo, de
manera que no hizo falta hacer “spoiler”, como dicen mis hijos, para saber que
iniciaría su labor por cambiados en los medios, seguiría toreando con la
derecha con su habitual vulgaridad y el fin de fiesta llegaría con el acostumbrado
arrimón que el francés prodiga con la confianza que da hacerlo ante una
embestida descastada. La novedad es que nunca Madrid se había rendido con tanta
facilidad a un “remake” tan pobre de lo ya conocido y eso lo palpó en seguida el
francés para no variar su repertorio de pases invertidos que bien sabía le
conducirían al éxito.
La sinrazón de estos triunfos espurios facilitados por
el palco deja tan poca huella en la memoria que es pan para hoy en la
satisfacción del pagano y hambre para mañana en el bolsillo del empresario. La
prueba de ello es que nadie parecía acordarse de las salidas en hombros de Juan del Álamo y Román la temporada pasada a juzgar por el estado lastimoso de los
tendidos en las cuatro tardes que entre ambos han echado ya en Madrid, dejando
bien a las claras que el éxito cosechado a base del toreo superficial tiene
escaso recorrido. Deberían tomar nota de las tres puertas grandes consecutivas conseguidas
por López Simón en 2015 con idéntico
planteamiento, que anda el hombre desnortado sin entender por qué ya nadie ovaciona
su toreo sin mando al que el asesoramiento de Curro Vázquez no ha añadido un
ápice de calidad. Compareció como una sombra la tarde del patrón, eclipsado por
las ganas de Paco Ureña, que sorteó
un buen lote del Puerto de San Lorenzo
con la puerta grande entre ceja y ceja, obsesión que le lleva a hacer muchas
cosas buenas y otras no tanto dentro de la misma faena, dejando una impresión
de amontonamiento que suele acompañarle hasta la suerte suprema, donde sigue
sin saber vaciar adecuadamente la embestida del toro. Interpretó el toreo al
natural con buena compostura y en el sitio en ambos toros para luego abrir
exageradamente el compás, abandonándose a un antiestético desmayo que algún
enemigo le habrá vendido como artístico. Perdida la oreja de su primero,
aseguró la del segundo volcándose en el morrillo del toro cambiando el trofeo
por la cogida a base del conocido método consistente en quejarse del revolcón,
cojear ostensiblemente antes de la petición y dejar de hacerlo inmediatamente
después de obtenida la “auriculam doloris”. Qué lejanos aquellos tiempos en que
un torero cogido volvía a la cara del toro sin mirarse.

Las tardes de las figuras se reconocían antaño porque
la localidad de abono se encogía misteriosamente y los neófitos a tu alrededor
te daban la tarde derramando la cerveza sobre tu asiento, llenando de pipas el
pegajoso suelo o clavándote las rodillas en la espalda sin misericordia alguna.
Ahora aunque venga Manzanares, hay
tan pocas apreturas en la andanada como en su toreo elegante y sin compromiso.
Una vez más, el alicantino dio la impresión de no querer echar toda la carne en
el asador como si temiera mostrar todo su talento para no ser exigido en
consonancia con el mismo. La tarde de los Núñez
del Cuvillo fue pródiga en las embestidas candidatas a premio que permiten
a los profesionales estar a gusto en la plaza, esas que en la televisión le
hacen decir al comentarista que el toro coloca bien la cara y es muy formal con
las telas. Sorprende, sin embargo, que ante tan buenas intenciones como tenían las
fieras, los líderes del escalafón se conformaran con una oreja por coleta, como
si no buscaran sobresalir demasiado en una competencia imposible cuando se
tiene el mismo apoderado. Talavante
demostró en su primera tarde de este año que sabe torear, que su mano izquierda
podría conducirle a la cima si quisiera, pero en cambio se ensimisma en alternar
pases extraordinarios como los doblones de apertura con otros más ligeritos,
desconociendo que Madrid se conquista con intensidad y no con cantidad. Sus dos
faenas son claramente de más a menos y acaba cambiando un triunfo grande por
una tarde de tantas. Testigo del duelo imposible fue Antonio Ferrera, aquel torero bullidor que ya no se pasa la tarde
dando saltos por el ruedo, pues su nuevo papel es el de artista veterano admitido
en el reparto de la tarta de los elegidos por su capacidad para abrir carteles.
A tono con su nueva condición, adopta una naturalidad impostada que a veces le
sale y a veces se queda en mera afectación.

La tarde de los Jandilla
acompañaron a Castella uno que se va y otro que quiere llegar a mandar en esto.
Madrid despidió con honores a Padilla
y él respondió demostrando en el ruedo la conveniencia de su retirada porque a
estas alturas, el que se enfrentó con solvencia a las ganaderías más duras del
campo bravo necesita que sus peones actúen de gorrillas aparcatoros a los que
ordena echar a correr incluso antes de haber iniciado el cuarteo hacia el animal, para hacerle el quite en cada par de banderillas. Esa tarde Roca Rey, que todavía no ha tenido necesidad
de pelear con alguna de las vacadas de respeto acaso porque nunca le permitirían
desplegar su toreo de prestidigitación vacía, tampoco encontró en su lote los colaboradores
adecuados para lucir su repertorio de pases por la espalda y acabó tundiendo a
mantazos a un manso al que no logró sujetar en parte alguna de la plaza poniendo de
manifiesto que entre los matadores actuales, dada su incapacidad lidiadora, se ha puesto de moda hacer la
faena donde al toro se le antoje.
El mayor escándalo de la feria llegó la tarde en que al
presidente Magán se le ocurrió defender el prestigio de la plaza denegando una
oreja pedida mayoritariamente para Fortes
por una faena simplemente aseada, magnificada una vez más por el impacto de la
cogida del torero. El empeño era inútil pues dos días después, su compañero Justo
Polo le regaló una oreja de saldo a Francisco
José Espada por una faena deslavazada que sólo cobró altura en un extraodinario
natural. El presidente completó su tarde de despropósitos dando el primer aviso
con dos minutos de adelanto. Sucedió en la tarde en que la casta brava regresó
a Madrid en todo su esplendor de la mano de los toros de Baltasar Ibán, ausentes durante toda la temporada pasada quién sabe
si en premio por echar el año anterior el toro más bravo que uno ha visto en
Las Ventas en mucho tiempo. El recuerdo de Camarín se unió a la despedida de Alberto Aguilar, el matador que
bastante hizo con ponerse delante de su vendaval de casta, y que volvió a dar
la cara ante los Ibanes a pesar de la maltrecha condición física que le obliga
a la retirada.
La sensación general de falta de conocimiento acompaña las evoluciones de los intervinientes en la lidia. Los matadores no saben estar en la plaza, lo ignoran casi todo sobre la colocación correcta en el ruedo, sobre los terrenos adecuados para sacar más partido al toro y sobre las suertes que mejor convienen a su condición brava o mansa. El erial de torería en que se ha convertido la fiesta es tal, que a pesar de todo, a veces nos basta con un detalle en la tarde desierta, con una trincherilla de Curro Díaz, como una isla entre un mar de enganchones, con un cite en la distancia de El Cid, aunque luego no sea capaz de aguantar el envite en el embroque, con la forma de andarle al toro de Finito de Córdoba, su antiguo esplendor reducido a cuatro medias. En no pocas ocasiones, nos salvan la tarde los subalternos que ponen orden y concierto allí donde su jefe de filas parece desnortado y descompuesto. Sucede cuando el gran Ángel Otero, Juan José Trujillo o Miguel Martín se hacen con los mandos de la lidia, Óscar Bernal o Tito Sandoval agarran un buen puyazo, o Fernando Sánchez y Jesús Arruga convierten la función del tercero en una obra mayor. También a veces, cuando parece que no hay relevo, cuando todo se oscurece y llegan los negros nubarrones, aparece un novillero apodado Toñete, dispuesto a morir en Madrid con aguacero, cuando todos los pronósticos marcados por su condición de protegido, naufragan ante el hambre de la gloria.
