lunes, 2 de octubre de 2017

EL TOREO EN LA ENCRUCIJADA


En estos últimos tiempos en los que la moda televisiva apuesta por los debates espectáculo en donde lo que menos importa es hallar luz en el conflicto abordado, el tema preferido para la discusión grandilocuente y el griterío sin sentido suele ser la tauromaquia, que exacerba las opiniones de los tertulianos sin que exista posibilidad alguna de entendimiento entre los bandos. Tratar de convencer a un animalista de la excelsitud de las sensaciones que puede provocar una media verónica es un imposible metafísico de igual magnitud que intentar persuadir a un servidor sobre las bondades de los tanatorios para mascotas. El aficionado a los toros nunca empatizará con el sufrimiento animal porque lo considera una parte natural de la existencia como lo es la muerte, telón de fondo sobre el que se construye la representación taurómaca que puede ser cruel, como la vida. Los antitaurinos, en cambio, no soportan ese lenguaje entre el toro y el torero, en el diálogo en el que el taurófilo construye una historia de sacrificio y grandeza sólo ven barbarie. No hay metáforas que puedan anular una sensibilidad basada en el aplazamiento de la muerte, camino de una arcadia feliz en la que la humanización de los animales provoca escenas bufas tales como la del activista iluminado saltando a un ruedo como acción de protesta, que acaba siendo volteado por un Miura que no entiende de derechos. La incomprensión del escenario es tal que quizá el animalista se esté preguntando ahora por qué los toreros presentes esa tarde a los que acusó alguna vez de asesinato, acudieron prestos a socorrerlo.

El desencuentro entre ambos mundos impide cualquier posibilidad de  entendimiento y los derroteros de una sociedad cada vez más infantilizada y hedonista nos conducen a un futuro en el que el proselitismo taurófilo es una quimera. La imagen de los tendidos yermos de las Ventas durante los desafíos ganaderos que han precedido a la Feria de Otoño nos habla de un horizonte complicado para volver a sembrar interés por un espectáculo demasiadas veces malbaratado al servicio del empresario de turno. Los esfuerzos de Simón Casas por cerrar el año apostando por el toro de respeto, no han servido para disfrazar la realidad de una temporada con las ganaderías de siempre hundiendo con su vacío la mayoría de los carteles. La fórmula del tres y tres que ha permitido traer por fin a Madrid las vacadas que más casta han derramado por el albero de las Ventas en los últimos tiempos nos deja con la miel en los labios y con la melancolía de imaginar un mundo perfecto en el que Saltillo, Palha y Escolar lidiaran en la primera plaza del planeta lo mejor de su camada en lugar de comparecer ante nuestros ojos solamente a tiempo parcial.  

Para medir la bravura del ganado en las tres tardes de desafío, Don Simón dibujó en el ruedo un corralito virtual que en homenaje a los triunfos de Gasol y compañía, parecía una zona de baloncesto en la que los lidiadores debían aparcar al toro para que en el primer puyazo entrara a canasta apoyándose en el tablero, en el segundo iniciara el trote desde la posición del tiro libre y en los sucesivos envites, intentara el triple casi desde los medios de la plaza. Si bien es verdad que hubo pocas canastas de larga distancia, debe decirse que el experimento sirvió para que los toreros se esforzaran en llevar a cabo una lidia más ordenada que de costumbre y fue una gloria comprobar cómo las cosas pueden hacerse bien a poco que uno se empeñe y abandone la norma de la carioca y el toro puesto en suerte de cualquier manera. A partir de ahí, destacaron especialmente varios toros que defendieron con su casta, el honor de su divisa. Joaquín Moreno Silva salió triunfador del primer desafío frente a los gracilianos de Juan Luis Fraile y regaló a la afición venteña dos Saltillos de nota, el primero de los cuales, de nombre Gallito para mayor gloria, tomó nada menos que cinco puyazos, cuatro en el corralito de Don Simón y uno donde el picador hacía puerta, y para demostrar al respetable que en materia taurómaca no hay que pontificar, cuando todos ya anotaban su segura mansedumbre, acudió a un quinto puyazo, empujando con fijeza como mandan los cánones de la bravura, recargando de firme, el rabo enhiesto y la cara abajo. Después, en el último tercio, siguió embistiendo como un tren a la muleta que José Carlos Venegas movió con compostura en las dos primeras tandas por la derecha en las que sometió el viaje vibrante del Saltillo, antes de que todo se diluyera al cambiar de mano, lo cual no impidió que cortara una oreja como viene sucediendo últimamente en Madrid, en donde no importa que una faena vaya de más a menos para que los tendidos se pueblen de pañuelos si la estocada es efectiva. El otro buen Saltillo de la tarde atendía por Temeroso y tuvo la mala suerte de que Pérez Mota no se atreviera a dar nunca el paso adelante para hacer de su encastada embestida el acontecimiento de la temporada. En cambio, Octavio Chacón dejó ganas de volver a verle en cuatro detalles de gusto y sabiduría lidiadora con el percal ante el peor lote de la tarde.

En el segundo de los desafíos, se destacó sobre la tarde un gran toro de Palha de imponente trapío, Asustado de nombre y negro de capa, que Gómez del Pilar lució con generosidad en el caballo de su buen picador. Pese a haber sido derribado en el primer encuentro, “El Patillas” no se ensañó en los otros dos puyazos y el animal llegó con pujanza a la muleta que el madrileño no se atrevió a dejarle en la cara para no tener que afrontar esa complicada apuesta que significar ligarle cuatro pases seguidos a un toro encastado a cambio de un posible triunfo pero a despecho de la propia integridad física. La faena transcurrió anodina pero como la estocada fue fácil, sus partidarios pidieron una oreja que el presidente con buen criterio, no concedió. La sorpresa de la tarde la trajo Javier Cortés, al que no veíamos desde su etapa de novillero. Aquel muchacho pundonoroso se ha convertido hoy en un matador a seguir, ortodoxo en las formas y poderoso con la muleta, que maneja desde el sitio de la verdad. Antes de que su segundo toro se parara, le enjaretó dos series de naturales plenos de majeza y citando desde la distancia que llenaron de frescura el maltratado ruedo de las Ventas.

Para el tercer desafío, la empresa propuso un homenaje al encaste Albaserrada enfrentando a los victorinos de José Escolar con los buendías de Ana Romero y aquello fue una fiesta de toros guapos de irreprochable trapío. El lote de la tarde lo sorteó Luis Bolívar que por momentos se acordó de aquel joven ilusionante al que le acabó pesando demasiado la responsabilidad de ser designado heredero del cetro de Rincón. No se comprometió con el dije cárdeno de Ana Romero al que pasó de muleta sin apreturas y lo intentó de verdad con Matajacos II, el toro de la tarde, un Escolar hondo, bravo y encastado al que lució en los medios con generosidad, creyendo quizá que estaría a la altura de su embestida vibrante, lo cual sólo ocurrió en un par de naturales instrumentados como mandan los cánones del toreo clásico, antes de cambiar de mano para aliviarse de la tensión que para un torero poco placeado debe suponer permanecer en el sitio donde los toros cogen. Un sitio que ni Iván Vicente ni Alberto Aguilar siquiera osaron pisar, el primero tapando con sus elegantes maneras su falta de predisposición para estas batallas y el segundo, dejando claro que su tosquedad en el manejo de las telas no es la mejor herramienta para enfrentarse a este tipo de compromisos. 

Dejados atrás los desafíos, la Feria de Otoño nos hizo regresar abruptamente a la cruda realidad de las vacadas de siempre y a la fiesta inane del toro descastado, la lidia sin contenido y el triunfo de cartón piedra. Sólo Fuente Ymbro se contagió un tanto del vendaval de casta de las corridas precedentes y volvió por sus fueros con tres toros interesantes que ofrecieron el triunfo a Joselito Adame y sobre todo, a Román. El mexicano ofreció una versión algo menos retorcida de su repertorio y hasta se llegó a relajar con gusto corriendo bien la mano en un par de tandas muy reunidas pero terminó pasándose al lado oscuro del cite en la pala y el escondite tras la oreja del toro. Román volvía a Madrid tras su último triunfo en esta plaza en el que abrió la puerta grande el día de la Paloma y a punto estuvo de lograrlo de nuevo con dos faenas vulgares salpicadas sin embargo de momentos de toreo caro. En su primer toro, se dobló con gusto en la apertura para desplegar después un toreo deslavazado y por las afueras que empezó a calar en el público cuando en un cambio de mano para seguir toreando con la izquierda, se quedó en el sitio y cobró la voltereta. El torero vendió su mercancía y tras el consabido final por bernardinas y un espadazo defectuoso del que salió trompicado y perseguido, arrancó una orejilla de la que nadie recordará nada el mes que viene. Al segundo le enjaretó sin probaturas dos tandas de naturales estimables, dos de ellos de cartel de toros de los de antes, modelo de naturalidad vertical ejecutados con irreprochable ceñimiento en el sitio de torear. Cuando todo parecía embalado hacia el triunfo grande y unánime, siguió con la derecha por la senda de la vulgaridad de todos los días, dejando la sensación de que o no se enteró de que esos pases de oro molido eran el camino correcto hacia la gloria o se enteró perfectamente y optó por un camino más cómodo sin tanta exposición, pues a pesar de todo, si no llega a fallar con la espada le corta otra oreja y abre de nuevo la puerta grande.

Demasiados toros del Ventorillo y del Puerto de San Lorenzo a mis espaldas a lo largo de las últimas temporadas en Madrid, consiguen el efecto de poder ver las corridas de las que uno tiene que ausentarse. Leyendo las crónicas de esas tardes en los medios triunfalistas al servicio de la decadencia de la fiesta y escuchando a los compañeros de abono sobre lo realmente ocurrido en el ruedo, uno se hace una perfecta idea de que sigue sin haber un solo novillero en el escalafón que enarbole la bandera de la regeneración del toreo y de que en la tarde triunfal de Perera el único momento verdaderamente emocionante fue su imagen en hombros alzando la bandera española.

La incomparecencia por cogida de Antonio Ferrera, anunciado dos tardes como base de la feria, fue resuelta por la empresa depositando esa responsabilidad sobre los hombros de Paco Ureña, que lleva las últimas temporadas pidiendo matar seis toros de Victorino en Madrid por ver si consigue abrir su ansiada puerta grande. La verdad es que la coyuntura puso en sus manos cinco toros y sólo dio la talla por momentos, ofreciendo una imagen de torero confuso sin personalidad definida. El destino le deparó en primer lugar un torete feo y flojo de Núñez del Cuvillo que iba y venía sin malicia y sólo le hizo el toreo al final de una faena sin fuste que terminó con ayudados por alto de sabor añejo y un lentísimo pase de la firma de remate que le bastaron para conseguir la oreja. Cuando todo parecía embalado hacia el triunfo le salió uno de esos Cuvillos revirados, que no se comen a nadie pero piden muleta firme y temple de acero pero Ureña se amontonó con él y no supo resolver los problemas de una embestida que a cada enganchón hacía más complicada la empresa del triunfo. El lorquino acabó la tarde desnortado y volteado, y un día tendrá un disgusto serio por su costumbre de quedarse en la cara del toro al entrar a matar para asegurar la estocada, casi dejándose coger como aquella vez que desesperado tras una tarde aciaga, Belmonte se arrojó a los pitones de un novillo y luego se metió a albañil. Con la de Adolfo Martín, que volvió a Madrid para dejar patente el descastamiento progresivo de su ganadería, estuvo sin ideas toda la tarde, sin decir nada con el fácil y exponiendo mucho ante el difícil, transparentando en el ruedo que su proyecto de toreo no termina de afianzarse, y corre el riesgo de caer en el precipicio de los toreros estimables que se perdieron dejando un rastro triste de promesas incumplidas.

Otros matadores anduvieron por la feria dejando para las crónicas sucesivos capítulos del toreo moderno, esa lacra que tiene más peligro que el animalismo y amenaza con demoler hasta las cenizas los fundamentos del rito que hizo de esa fiesta una pasión. Cómo estará la cosa que en el transcurso de la temporada nadie ha sido capaz de superar los dos naturales y el cambio de mano con que Pepe Luis Vázquez perfumó la tarde en que reapareció en Illescas, allá por marzo. Dicen que el año que viene seguirá toreando. Ya tenemos clavo ardiendo al que agarrarnos para transitar la invernada.


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