viernes, 21 de abril de 2017

EL TOREO MODERNO


Tarde tras tarde, el toro suele hacerse presente en las plazas sin alegría, sin la natural curiosidad que debería demostrar en un escenario novedoso un animal encastado que lleva varias horas encerrado en la oscuridad del chiquero. A menudo, sin embargo, el toro se asoma a la primera raya con un deseo irrefrenable de volver de inmediato a su comodidad anterior y cuando por fin se aventura en el ruedo al reclamo de un capote que un peón mueve a lo lejos desde el burladero, acude al encuentro con displicencia, como quien sale a la calle a dar un garbeo sin rumbo fijo. Tras esta primera experiencia con el hombre vestido de luces, lo habitual es que el toro le coja gusto al trote por el albero y entonces se pegue dos o tres vueltas por la plaza, sin que ninguno de los que se cruzan con él consiga recogerlo adecuadamente, no tanto por su condición de abanto como por la deficiente técnica de los que manejan el percal. Cuando por fin el matador consigue fijar al toro y repetir siquiera media docena de capotazos, lo suele hacer de manera atropellada y trapacera, sin allegar al manejo de la tela gracia alguna, echando normalmente el paso atrás en cada embroque, perdiendo terreno hacia las tablas en lugar de ganarlo hacia los medios y rematando el saludo de forma vulgar o no rematándolo, lo cual contribuye a que el toro recupere su tendencia natural a la dispersión y acabe vagando de nuevo por la plaza sin que el peonaje lo fije, para terminar en bastantes ocasiones recibiendo la primera vara en terrenos opuestos a los adecuados, allí donde los picadores acaban de hacerse presentes tras la orden del usía.   

Cuando el varilarguero de turno logra llegar sin sobresaltos a su terreno natural, el lidiador suministra al astado una nueva sucesión de mantazos con el fin de colocarlo para la suerte de varas, aunque no siempre tiene éxito pues unas veces el animal se le vuelve a escapar camino de las tablas, otras lo despide con un recorte inapropiado tras el cual el toro hace hilo con el torero y con todos aquéllos a los que se encuentra en su huida, y en la mayoría de las ocasiones, lo aparca de cualquier manera en el lugar más cercano posible a la segunda raya, cuando no prescinde de esta exigencia, depositándolo al relance a merced de la acorazada de picar. Es entonces cuando comienzan las torpes maniobras del jinete para llevar a cabo la empresa de ahormar una pujanza que casi nunca es tal, y a pesar de ello, el picador suele ensañarse en el primer puyazo,  dejando al toro para el arrastre tras haber barrenado a modo sobre cualquier región anatómica del animal que no coincida con el morrillo, abrazando por tanto la norma del puyazo trasero, bajo o contrario, suministrado sin medida y haciendo la carioca. Si el toro sale de esta masacre con fondo de bravura suficiente para acudir con bríos a un segundo puyazo, el lidiador suele hacer lo posible para restar protagonismo a ese acontecimiento lo cual consiste en no colocarlo en un lugar más alejado que el del primer envite con el fin de no consentir que el público tome partido por el animal, si es que éste se arranca alegre sin importarle el encuentro con el castigo. A remediar esa circunstancia suele aplicarse el picador que si por un casual se encuentra con un toro al que citar en la distancia, ahora mueve mal el penco, luego no provoca la embestida alzando la vara con contundencia desde el lugar adecuado, después no se viene de lejos con alegría ofreciendo el pecho del jaco al burel para que acuda al encontronazo emocionante, todo ello para que al fin su matador se justifique y acabe acercando al toro hasta el estribo de su esbirro hurtando a la afición un espectáculo que acaso solamente fuera un espejismo.


Como la tónica general del matador de turno en este tercio suele ser la inhibición o la incompetencia técnica, o ambas cosas, la norma es la ausencia de quites artísticos, salvo que consideremos como tales a la chicuelina despegada o a la gaonera zarrapastrosa que instrumentan los matadores de hoy, incluso en insufrible competencia por el mismo palo, lo cual permite al abonado contrastar con su compañero de localidad si le ha gustado más la chicuelina culera de fulano o la chicuelina sobaquillera de zutano.  


En medio de estas disquisiciones, el espectador llega al segundo tercio abrazado a la quimérica esperanza de contemplar una lidia ordenada y algún que otro buen par de banderillas y a veces se cumple ese anhelo si se acartelan ese día alguna de las cuatro o cinco buenas cuadrillas que sobreviven en el escalafón. De lo contrario, asistirá al desorden habitual en el que el peón de turno no tiene más ayuda que sus piernas si es perseguido tras el embroque porque no suele haber un capote bien colocado que le haga el quite. Si es el matador el que toma los palos para lucirse, la excepción es que se aproxime con naturalidad al toro y sin demasiados aspavientos se reúna con él en la cara para asomarse al balcón con pureza y tras clavar en lo alto, salir andando de la suerte sin necesidad de tomar el olivo apresuradamente. La norma es que se convierta el ruedo en pista polideportiva y el banderillero olvide la torería para adoptar la condición de gimnasta o saltimbanqui, a lo cual suele ayudar la afición de las autoridades a cubrir las plazas de toros y convertirlas en pabellones multiusos, más adecuados para las olimpiadas y el circo que para la lidia de reses bravas.


La faena de muleta debería ser un proyecto desarrollado a través de un plan concebido en función de las características del animal al que toca enfrentarse, su condición de bravo o manso, su mayor o menor boyantía, la pujanza restante tras las batallas de los tercios precedentes. La uniformidad del comportamiento descastado de la mayoría de los toros que actualmente salen por chiqueros conduce a que ese plan no sea necesario y a su sustitución por una sucesión de pases sin propósito alguno. En este estado de cosas, los trasteos muleteros suelen empezar en el tercio, casi siempre por alto, con el fin de aliviar unas embestidas que no requieren de manos poderosas para ser dominadas. En este prólogo de la faena en el que el toro acomete alternativamente por ambos pitones, el matador todavía no necesita recurrir a la ventaja porque el animal va y viene sin apreturas, sin las exigencias técnicas del toreo en redondo. Por eso son tantas las faenas que tras un comienzo prometedor, naufragan cuando se trata de parar, templar y mandar según los cánones del toreo fundamental. Entonces, la cosa se complica pues en lugar de dar al toro la distancia adecuada para que acuda, citarlo adelantando la muleta plana, cruzarse al pitón contrario y ofrecer en el embroque el medio pecho con naturalidad, rematando el pase hacia adentro y detrás de la cadera, el torero rehúye el terreno del toro, se coloca en la pala del pitón por las afueras del peligro y le acerca una muleta oblicua con el pico por señuelo para que el animal describa en torno al hombre un viaje lo más alejado posible de su jurisdicción, y éste componga una figura retorcida y concentrada en depositar al toro en el lugar más alejado posible de la posición inicial. Cuando se trata de dar el siguiente pase, como el torero sigue descolocado, bien intenta iniciar de nuevo el proceso anterior, y sacrifica la ligazón recolocándose algo más cerca de los pitones pero sin cruzar la línea prohibida del riesgo, bien convierte la ligazón en una mentira en la que el toro describe sin cesar círculos alrededor del diestro sin ir nunca obligado, en una danza incruenta en la que ninguno osa invadir el terreno del otro y que termina con el inevitable pase de pecho, que casi nunca se instrumenta con vertical compostura, señalando la pañosa el hombro contrario y barriendo el lomo del toro de pitón a rabo, sino en la postura esforzada del que procura salirse lo antes posible de la suerte, despidiendo al animal en paralelo y de cualquier manera.


En la mayoría de los trasteos abundan los pases instrumentados con la mano derecha y la muleta montada sobre el estoque de ayuda porque de este modo el diestro se encuentra más protegido tras la mayor superficie de tela conseguida y expone menos que si torea al natural, un pase en el que si la mano escoge el centro del estaquillador para hacer más puro el cite, es más difícil recurrir a los artificios señalados anteriormente. Resulta penoso comprobar cómo incluso en este caso casi nunca se adelanta la pierna contraria en la ejecución del pase, de manera que cargar la suerte ha dejado de ser la norma en la tauromaquia moderna, y lamentablemente parece haber quedado instalado en el gusto de los públicos esa antiestética composición de la figura que trata de obtener ventaja de la combinación de tres trucos técnicos grabados a fuego en las formas de los toreros jóvenes: la colocación al hilo del pitón, el cite oblicuo con el pico de la muleta y la posición ostensiblemente retrasada de la pierna de salida. 


El toreo ventajista aplicado a un toro descastado produce faenas interminables. Los trasteos son ahora más largos que nunca porque el toro de este momento es el más pastueño de la historia y el matador puede permitirse el lujo de estar a gusto con él, dando pases sin contenido hasta que suene el primer aviso e incluso después. En la lidia actual, ha desaparecido la función primitiva de la faena de muleta que era dominar al toro y prepararlo para la muerte, lo cual podía y debía hacerse perfectamente mediante poco más de veinte pases y algún adorno final concebido con el sentido de ahormar al toro para la suerte suprema. En cambio ahora, si el cuerpo de la faena suele desarrollarse sin propósito claro, lo normal es que sus postrimerías discurran sin ton ni son, y el torero ensaye manoletinas, molinetes en cadena y circulares invertidos, para trasladar al público un riesgo ficticio que el toro no trae a la plaza.


Una faena sin intención y alargada artificialmente suele conducir a que el toro llegue al momento supremo sin haber sido verdaderamente toreado y cueste un mundo igualarlo para entrar a matar. En otros casos, sin embargo, el toro junta las manos de puro agotamiento y muestra a su matador la muerte para la que fue concebido, pero éste suele corresponder a tanta bondad haciendo la suerte sin respeto a los cánones. De entrada no se coloca centrado entre ambos pitones sino perfilado sobre el pitón de salida, cantando a la concurrencia que la rectitud no va a ser su máxima de actuación. Si el torero ya está fuera cuando inicia su camino hacia el toro, lo lógico es que culmine la reunión echándose más afuera en el embroque, aunque alguno que otro ha cimentado su fama de gran estoqueador a base de tapar fraudulentamente la cara del animal con la muleta y volcarse en el morrillo solamente cuando los pitones han rebasado su figura. Hay muchos matadores que son diestros en el arte de enterrar la estocada arriba por el hoyo de las agujas a pesar del empleo de estas artimañas pero lo normal es que todo este desaguisado acabe en feo bajonazo perdiendo la muleta y se dan casos en que incluso así, el júbilo es completo y el presidente concede las orejas.


En general, si el toro se mueve y el torero anda por allí prodigando estos y otros desastres sin que el animal tropiece mucho las telas, suele haber triunfo seguro, incluso en las plazas de criterio más asolerado. Sin embargo, cuando en alguna tarde insospechada un hombre cita a un toro bravo en la distancia, con naturalidad y en el sitio, y aparece el milagro del toreo, los que antes aplaudían la vulgaridad reconocen ahora la excelencia y surge el clamor verdadero. No todo está perdido.  











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