martes, 26 de noviembre de 2024

EL ÚLTIMO BAILE



El otoño es la estación de las despedidas. Antes de la elipsis invernal, los últimos restos de buen tiempo aún nos permiten gozar con el fulgor estético del sol diseminando brillos magníficos sobre un paisaje azafrán. Rafa Nadal se nos apareció en la Copa Davis para permitirnos una última cita con la alegría de saber que el mejor deportista español de todos los tiempos estaba de nuevo en la pista, iluminando un martes anodino de noviembre como si de repente hubiera mutado en domingo primaveral. Y otra vez las botellas alineadas, el ajuste maniático del calzoncillo y los tics que eternizaban la espera antes de cada saque, comparecían en escena como los rituales de la victoria que asomaba sin fundamento por entre los resquicios que dejaba el juego perfecto de un holandés sin piedad, que pareció pedir perdón a Rafa cuando estrechó su mano en la red.  

Nadal llevaba todo el año buscando un adiós a la altura de su leyenda. En Roland Garros, Zverev fue un muro demasiado en forma para que las nadaladas minaran de nuevo su tobillo. En la Olimpiada, Djokovic no se dejó cegar por el resplandor de la antorcha que el Rey de París había enarbolado días antes, surcando el Sena como un dragón vikingo. El madridismo confeso del tenista futbolero no pudo consolidar los amagos de remontada que su cabeza diseñaba por encima de las posibilidades de un cuerpo agotado. Cual titán vencido por el dios del tiempo, Nadal levantaba el puño sin argumentos cuando la vieja pujanza comparecía fugazmente para desmentir la realidad, aplazando el debate interno que librábamos ante la tele entre esperar el milagro o desear el fin de la agonía.

Después del naufragio, comenzaron las diatribas de los odiadores de guardia sobre la conveniencia de tirar la Copa Davis alineando a un jugador acabado, como si la competición siguiera conservando su antigua mística tras el simulacro en el que ha quedado convertida y fuera más importante el título que la oportunidad de rendir tributo al héroe por última vez. Ningún homenaje hubiera logrado estar a la altura de nuestra fortuna de haber sido contemporáneos de tanta grandeza, de las cinco ensaladeras cosechadas bajo su mandato, de aquel atardecer londinense de 2008 volando con Federer sobre la hierba pálida de Wimbledon, de las noches neoyorquinas de emociones compartidas hasta la madrugada, de las catorce tardes de junio sublimando la arcilla de París.
 
No todos podemos ser Michael Jordan, tampoco lo fue Nadal en su adiós. Pero en el último baile, la decadencia también puede ser hermosa como un western crepuscular, como el testamento de Coppola en su última película o la gira postrera de Sabina arrastrando la voz por la calle melancolía, como la última faena de José Tomás. El coloso que nunca pagó sus fracasos rompiendo raquetas, fue de nuevo el mejor en los discursos del desvaído fin de fiesta que le dedicó la organización en donde dio las gracias a su tío por educarlo contra la tentación de la arrogancia y volvió a vencer en la costumbre de tratar al triunfo y a la derrota como los impostores que son. 



miércoles, 6 de noviembre de 2024

RÉQUIEM POR VALENCIA



El primer día de noviembre, el Ensemble Vocal de la Ópera de Cámara de Cuenca volvió a interpretar el Réquiem de Mozart, esta vez en la Fundación Antonio Pérez como ya hizo hace tres años en la Iglesia de San Pedro, creando acaso, tal y como sucede con el Tenorio en el ámbito teatral, la inesperada tradición de interpretar por estas fechas la más bella misa de difuntos compuesta en la historia de la música. Las riadas otoñales son también tradición en nuestra sufrida geografía para desgracia de la gente que pone los muertos y vergüenza de unos gobernantes incapaces de prever el peligro y allegar después los medios necesarios para mitigar la catástrofe.


El empaste perfecto del coro de Carlos Lozano parecía clamar por la coordinación deseable de las administraciones en estos casos en los que el pueblo perece víctima de la incuria y después es desamparado por sus representantes políticos, entregados a la ceremonia de la huida y la elusión de responsabilidades. De nada nos sirven los lutos impostados si al duelo por las pérdidas le acompaña el abandono de ahora mismo y la inacción de décadas asistiendo al mismo panorama de la naturaleza eterna estrellándose contra un urbanismo idiota.


Atacaba la coral el “Lacrimosa” como si todo el dolor de Valencia se hubiera filtrado por las paredes del antiguo templo carmelita hasta llegar a las gargantas vicarias de nuestra tristeza. El estremecimiento del “Dies Irae” parecía ilustrar el sentir de los damnificados voceando su desvalimiento en las ventanas desde las que habían contemplado a la muerte pasar buscando candidatos. Amarrados pese a todo a la fortuna de estar vivos, conteniendo la rabia con vistas al barro, desmenuzaban las horas a la espera de ser atendidos por el Estado, una vez que sus múltiples terminales se pusieron de acuerdo sobre quién asumía las competencias y el coste político de contar a los cadáveres. Junto a los coches amontonados en las aceras y los electrodomésticos varados en las esquinas, el agua se ha llevado por delante la confianza en las instituciones, el concepto de servidor público suplantado por el pueblo que compareció en el puente festivo como un ejército cuya movilización no dependía de estrategia política alguna.


Como la pieza maestra de Mozart, España es un país inacabado más preparado para afrontar la desdicha que para prevenirla, experto en solidaridades y amnésico para exigir justicia, el fracaso frente a la pandemia no nos ha enseñado nada. La estructura administrativa cuya descentralización fue diseñada para ser garantía de eficacia se ha convertido en una maquinaria apta para la colocación de los afines pero incapaz de gestionar las situaciones de crisis, por donde medran sin cesar los aprovechados. Allí donde aparece la tragedia, se hace presente el trepa, el fraude de entonces con las mascarillas es el pillaje de ahora sobre un fondo de lodo que todo lo cubre. 


La máquina del fango era en realidad esta querencia de nuestras autoridades por culpar al adversario y esgrimir la cogobernanza como coartada de las negligencias propias y ajenas conformando un panorama de absoluta inoperancia política, en el que los jerifaltes del sistema se pasean por el escenario del cieno como si el sufrimiento del pueblo fuera también el suyo. Su única preocupación en este tiempo de infortunios es ocultar su falta de aptitud para la gestión del desastre y seguir en el poder hasta que la indignación escampe. El limo que quedará cuando todo haya pasado fertilizará de nuevo la codicia cuando se apague el hedor, antes de la próxima riada.