En
el mes completo en el que se desarrolla la feria de San Isidro, el sufrido
abonado se gasta sus buenos euros para tener el privilegio de examinar el
estado de la fiesta que le tiene sorbido el seso el resto del año. Tras la
cotidiana pelea laboral, en lugar de terminar el día sin sobresaltos, refugiado
al amor de sus cuatro íntimas paredes, recostado dulcemente en el sofá
recibiendo el agasajo de su familia, en torno a las siete de cada tarde el
sufrido abonado aprieta el paso para llegar a tiempo a su cita con la andanada,
donde le espera tras la empinada escalera, el duro banco, la sucia herrumbre,
el frío o el calor, la lluvia no. A este secreto héroe que humildemente
sustenta el anacrónico rito de sus amores contra las múltiples amenazas
externas, le llueven sin embargo, desde dentro del sistema, más palos que
minutos tiene el mes, si acaso se le ocurre expresar su discrepancia frente al
fraude nuestro de cada día, y elevar algo la voz contra el triunfalismo
desmedido que festejo a festejo rebaja un poco más la categoría de la plaza.
Poco ha tardado el gatopardo Simón en olvidar sus promesas, se ve que la
revolución consistía en perseguir al disidente y enviar a sus comisarios
políticos para amedrentar al público que ya ni siquiera puede ensayar palmas de
tango contra el atropello permanente.
En
realidad, el Robespierre de las Ventas no ha hecho sino llevar a la práctica la
perenne salmodia de la crítica oficial, entretenida a menudo en criminalizar al
público que denuncia la mentira y el adocenamiento en que tienen metida a la
fiesta los barandas del negocio. Esta costumbre es especialmente sangrante en
la televisión de pago que detenta la exclusiva de narrar las corridas, cuyos entertainers necesitan acudir a esta
práctica lamentable para tapar la nada que a menudo se ven obligados a contar y
así, en lugar de cuestionar a la empresa responsable del desaguisado habitual,
se pasan la retransmisión acusando de reventador al discrepante, de maleducado
al que protesta, lo cual vendría a ser como si Chicote, en vez de cantarle las
cuarenta al chef del restaurante chapucero, abroncara al comensal. El excesivo
cocinero mediático suele conseguir que el establecimiento progrese y al menos
pueda comerse lo que allí se despacha. En Las Ventas, el menú del día es cada
vez más infumable y respecto a la pasada temporada, la única mejoría
constatable chez Casas es que se imprimen suficientes programas de mano para
todos los asistentes aunque se cuelgue el no hay billetes en la taquilla.
De
cualquier manera y a pesar de todo, el sufrido abonado siempre rescata algo de
cada tarde que le hace regresar al día siguiente para esperar la excelencia con
un candil. Buscando un hombre honesto que mostrara su verdad sin trucos, nos
encontramos antes de encarar el último tramo de la feria con tres faenas, tres,
que no es poco, tres obras compactas y con un sentido, estructuradas en base a
una idea y a las condiciones del toro, con planteamiento, nudo y desenlace, ahí
es nada, un tesoro para la vista en esta tauromaquia moderna en la que la
escasa exigencia del toro provoca trasteos uniformes sin fuste alguno.
Alejandro Talavante diseñó la primera de estas faenas y alumbró la
sorpresa del toreo de siempre la tarde en que se topó con un toro del Conde de
Mayalde cuando ya nadie esperaba que la impresentable corrida del Puerto de San
Lorenzo se resolviera en triunfo. Talavante firmó ante este tercer sobrero de
suave embestida con tendencia a apagarse pronto una obra rotunda basada en la
mano izquierda, trasteo muy medido con los pases justos, reunidos en un mismo
terreno, naturales extraordinarios dando siempre el medio pecho con la suerte
cargada y otros de frente mirando al tendido de gran impacto emocional, entre
los que sobresale un cambio de mano templadísimo en el que se rompe
definitivamente la mediocridad de la feria. El espadazo sin puntilla le otorga
al extremeño la oreja de más peso del ciclo condenando por comparación a la
irrelevancia las orejas concedidas hasta entonces y otras que vendrían después.
Sir ir más lejos la que cortaría el propio Talavante a un encastado toro de
Núñez del Cuvillo, ante el que ya desde la primera serie de naturales que
aborda sin probaturas, no encuentra nunca el ánimo necesario para quedarse en
el sitio y llevarlo sometido, pagando por ello después el precio de la cogida.
La cornada que luego resultó superficial otorgó a la faena un vuelo que nunca
tuvo y a pesar de la estocada baja final la emotividad del momento condujo al
trofeo aunque los pases eran igual de vulgares antes y después del percance.
La
segunda faena importante hasta el momento la hizo Ginés Marín el día de su confirmación de alternativa y le otorgó la
puerta grande frustrando así el tinglado que el Juli montó para comparecer ante
la cátedra. El gesto de Julián este año ha consistido en dar la cara sólo una
fecha en San Isidro alternando con dos neófitos a los que alternativa en el mismo
festejo y regresar fuera de feria en el cartel de lujo de la Beneficiencia, lo
cual sería como si el Madrid quisiera llegar a la final de la Champions
disputando las eliminatorias contra equipos de juveniles. El privilegio no
debió parecerle suficiente al poderoso de San Blas, de manera que además de
venir con una corrida chica y mansita de la familia de su apoderado, alteró el
orden de lidia para no tener que matar dos toros seguidos. La corrida de los
niños diseñada para el triunfo del profesor iba por ese camino de la lección magistral
dictada por el Juli, la p con la i,
pi, la c con la o, co, pi-co, y los dos colegiales presentaban la muleta
oblicua para no contrariar las enseñanzas del maestro, se colocaban fuera de
cacho y jugaban a la alcayata, destoreaban con el pase invertido, ensayaban el
cambio de mano por la espalda para ligar con la izquierda, se fijaban en ese
adefesio del julipié. Todo esa cantinela desplegaba Julián desde el estrado y
en las múltiples cesiones y devoluciones de trastos que vinieron después parecía
susurrar ante los ojos atónitos del alumnado, esto es todo lo que debéis hacer
para cortar una oreja en Madrid, veis como no es tan difícil y todo el coro
infantil fue cantando la lección, cien pases, ciento, cien mil, mil veces mil,
un millón. La operación puerta grande se frustra en el cuarto en el que Julián
parece traicionarse a sí mismo para plantear una faena más sosegada de redondos
mandones de mano muy baja y naturales templados casi en el sitio hasta que el
toro se acaba, la cabra tira al monte y ensaya desplantes desde la pala del pitón,
escondido en la oreja que definitivamente se escapa debido a otro horrible
julipie. A partir de ahí se rompe la monotonía y el primer indicio de rebelión
en las aulas lo trae Álvaro Lorenzo con dos estocadas arriba y ejecutando bien
la suerte. La traca final la monta Ginés Marín en el sexto, componiendo una
faena bonita de menos a más, de cabeza despejada, ejecutada en el medio sitio
que casi nos vale, pero con la verticalidad necesaria para no descomponer la
figura y la profundidad suficiente para que el toro pastueño no salga despedido
hacia afuera y la obra se compacte con la necesaria reunión. Unos adornos
finales garbosos y la clarividencia para entrar a matar justo antes de que el
toro cante la gallina de su mansedumbre le conducen a las dos orejas a pesar
del desprendimiento de la espada, mientras el padrino mira al presidente desde
el callejón quizá pensando para sí ¿qué he hecho yo para que me trates con tan
poco respeto?
Poco
tardaría Ginés en devolver las orejas pues cuarenta y ocho horas después estaba
otra vez anunciado para lidiar la enésima entrega del culebrón Domecq. Sin
embargo, tuvo la mala suerte de enlotar un inválido y un manso con genio que le
llevó por el camino de la amargura por culpa de los algodones que han envuelto
una trayectoria en la que seguramente el muchacho no se haya encontrado con un
animal semejante que le haya exigido tener que desplegar la técnica necesaria para
dominar sus dificultades. Cuando la tarde se iba por el despeñadero, Joselito Adame se inventó un número
circense con el fin de rebañar otra orejilla para su colección particular. El
espectáculo consistió en cobrar la estocada sin muleta, sólo que esta vez, en
lugar de perderla en el embroque como suele ser la norma en la tauromaquia
actual, la tiró antes, trocando su condición de torero por la de saltimbanqui.
Como el toro salió del lance rodado sin puntilla y atropelló al diestro
entrampillándolo contra el albero con los cuartos traseros, las buenas gentes
quedaron harto impresionadas y pidieron el trofeo a pesar de que antes de
aquello la faena había transcurrido anodina, excepto en un pasaje muy
ovacionado en el que Adame improvisó otro numerito, esta vez de malabares, al
resolver un desarme recuperando la muleta al vuelo.
La
travesía del desierto del monoencaste culminó con un triduo a las figuras del
que casi nadie salió bien parado. Don Victoriano del Río, para honrar su
condición de ganadero acaparador de los premios del año pasado, mandó a Madrid
una mansada que se dejó torear excepto el lote de Roca Rey que ha pasado por la feria como una sombra del novillero
rutilante que fue hace dos años. De aquel torero mandón, variado y valiente, ha
quedado un prestidigitador más preocupado por el triunfo a toda costa que por
hacer el toreo. Se le vio perdido en la lidia, hasta el punto de que la afición
tuvo que recordarle sus obligaciones de colocación en banderillas y ya en los
medios no tuvo mejor idea que ponerse a torear de salón con el capote, completamente desentendido del peón cuya integridad debía vigilar. Se empeñó en
prodigar sus consabidos quites efectistas sin tener en cuenta que agravaban la
condición abanta de sus toros, y a la salida de varios de ellos como se quedaba
a favor de querencia, se vio seriamente apretado hacia la barrera, hacia donde
tuvo que huir sin decoro por no allegar la técnica capotera necesaria para
salir airoso del trance. En su primer victoriano no fue capaz de parar al toro
en ningún momento y ya en toriles por fin consiguió ligarle varias tandas de
naturales muy jaleadas, que acabaron en la previsible oreja para una labor sólo
valiente, tan lejos de la emoción y el concepto de aquellas faenas vibrantes que
el maestro Rincón enjaretaba a toros entablerados.
De
Miguel Ángel Perera, lo mejor que
puede decirse es que da gusto verle en los carteles por la cuadrilla que lleva.
En sus dos actuaciones, Javier Ambel
y Curro Javier dieron un curso de
majeza en banderillas y eficacia en la brega, y el primero enceló a un
Victoriano a punta de capote y se lo llevó con temple al burladero como hace
tiempo que no se veía. El jefe cumplió cortando otra orejilla de saldo por una
faena fría, superficial y limpia, rematada con una buena estocada.
López Simón sale tocado de la feria y lo mismo que las cuatro
puertas grandes de los últimos dos años en esta plaza le lanzaron hacia la
condición de líder del escalafón del año 16, mucho me temo que su actuación en
sus tres tardes isidriles le condenarán más pronto que tarde al rincón de la
irrelevancia. Acaparó el mejor lote de la corrida de Victoriano del Río, en
especial un quinto toro cuya pujanza no fue capaz de domeñar pues el animal le
ganaba siempre la acción y el de Barajas sólo acertaba a acompañar el viaje con
una profusión de muletazos deslavazados y fuera de sitio. La faena había tenido
un prólogo extraordinario debido a la intervención de Tito Sandoval que recuperó por primera vez en la feria, el
esplendor del tercio de varas sobre todo en un segundo puyazo emocionante en el
que se olvidó de su derribo en el primero, para agarrarse arriba con poder y medir
con justeza el castigo.
La
corrida de Juan Pedro Domecq fue el vergonzoso corolario del desastre ganadero
que el encaste del que es máximo exponente ha propuesto en Madrid este año. Con
la juampedritis llegó también el baile de corrales y los camiones yendo y
viniendo de las dehesas para que al final sólo pudieran lidiarse cinco birrias febles
y descastadas, animales impresentables que pudieran justificar la ausencia de
compromiso con que comparece a la feria Manzanares
hijo, el triunfador del año pasado, y la presencia de Cayetano, que tras cinco años huyendo de Las ventas, no ha querido
dar la cara hasta que su apoderado pudiera tener la ocasión de manejar el
cotarro desde su puesto de mando en la empresa. En el ruedo, la nada absoluta y
un toro de Criado que medio se sostuvo para que el coro de voces femeninas que
acompaña al de Ronda por las ferias, pudiera jalear sus maneras de
aficionado práctico.
Pero
no se preocupen, no hay cuidado. El honor de Domecq ya había quedado a salvo
cuando el presidente Gonzalo de Villa tiró de pañuelo azul y sin que nadie lo
pidiera premió con una vuelta al ruedo a Hebrea de Jandilla, prototipo de toro
moderno del que no se tiene noticia en los primeros tercios, criado para la
muleta en donde coloca bien la cara sin una sola informalidad, da vueltas sin
cesar persiguiendo el señuelo igual que tu perro persigue la pelotita y
confunde a los públicos que creen ver bravura donde sólo hay docilidad. A ese
toro destinado a los premios oficiales de la feria, Castella le plantea una faena prefabricada de muchos pases por las
afueras, preñada de técnica y ayuna de alma, premiada con una oreja de las que
apenas quedará recuerdo en la memoria cuando el fragor de la isidrada haya
cesado.
La
tercera de las faenas de las que hablábamos al principio la urdió Enrique Ponce a medias con nuestra
cabeza en la que quedará para siempre la lección de torería y conocimiento que
nos dejó el maestro de Chiva la tarde en la que abrió la puerta grande, un
curso de toreo del que ya no se ve, del que parece haber quedado proscrito en
la tauromaquia actual. Por primera vez en la feria, un matador fija a un toro
de salida con el capote y le gana terreno a la verónica hasta el remate airoso
en los medios. Por fin, un torero en las Ventas. Un torero que no trae la faena
hecha de casa, que piensa en la cara del toro, que plantea una lidia ordenada
mandando en sus subalternos, al que no se le escapa el manso camino del picador
que guarda la puerta, que sabe aplicar la técnica cuando es necesario y lucirse
cuando es menester, que hasta para saludar al público, lo hace con torería. Sus
dos faenas las planteó en un mismo terreno, en el dos, la del más boyante, en
el seis, la del más complicado. En la primera, practicó el toreo fácil marca de
la casa, con esa manera de enganchar a los toros con los vuelos de la muleta en
donde la profundidad se sacrifica en pos de la ligazón. Varias series de
derechazos sin solución de continuidad traen el clamor a la plaza, hechizada
por la naturalidad del torero, encantada de asistir por fin a una danza que no
es la misma de todas las tardes, quién nos iba a decir que un torero con
veintisiete años de alternativa inundaría de aire fresco el ambiente viciado de
la fiesta. La faena crece en sus postrimerías cuando Ponce se dobla con el toro
y ahora sí es profundo al cargar la suerte con la pierna flexionada, alcanzando
la cumbre en un sublime cambio de mano ligado a un gran pase de pecho. El
pinchazo que precede a la estocada no impide que caiga la primera oreja
enarbolada por el torero como un tesoro pedido con unanimidad. El público está
entregado y se nota en cómo le espera cuando el maestro se dirige a pasar de
muleta al segundo de su lote, que le aguarda engallado al pie de la puerta
grande a la que todos miran de reojo. El Garcigrande veleto y salpicado,
embiste con complicaciones pero Ponce no pierde la paciencia y plantea su
clásica faena de ir sobando al toro poco a poco, desengañándolo por los dos
pitones y consintiéndole las tarascadas que otro torero en su posición no admitiría,
hasta que el animal queda sometido y se traga los muletazos que no tenía,
administrados de uno en uno desde el sitio de la verdad, al final de cada uno
de los cuales, Enrique parece decir la plaza es mía. No se equivoca el
maestro pues a pesar del pinchazo y de la media tendida, se pide y se concede
la oreja y la controversia sobre la justicia del triunfo enciende de nuevo a
los tendidos mortecinos de todas las tardes.
Hubo
otra faena en las Ventas la tarde en que el Madrid fue campeón de liga, pero no
la vi. Me cuentan que Ferrera estuvo
menos afectado de lo habitual frente a un buey de Las ramblas, que el público
dominguero pidió las dos orejas pero se le concedió sólo una. Las crónicas
cantaron la faena como si hubiera sido la de Gallito al toro de Guadalest, pero
yo no me fío. Seguiremos informando.
una vez mas el blogger nos obsequia con un artículo bien construido y escrito. Con el fondo estoy totalmente de acuerdo
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