miércoles, 30 de mayo de 2018

EL IMPERIO BLANCO


Ningún imperio se escapa de su correspondiente leyenda negra. A imagen y semejanza de Roma, de la gran Rusia y del imperio español en donde el sol no se ponía, el Real Madrid triunfante de cada época convive con la polémica en torno a la legitimidad de sus triunfos, ese incansable prejuicio que imagina oscuros contubernios, enmarañando la verdad con la mentira. Como dice Elvira Roca en su disección de la imperiofobia, los enemigos de cualquier poder hegemónico suelen atribuir el mérito de su dominio a la sucesión de casualidades afortunadas o a la protección divina, lo que traducido al ámbito deportivo quedaría representado por la flor que crece en el culo de Zinedine Zidane.

Algo ha debido hacer mal Florentino este año para que su habitual manejo de las bolas calientes en los sorteos haya desembocado en una imposible carrera de obstáculos que a punto estuvo de hacer fracasar la conquista del enésimo grial de la cruzada blanca antes de tiempo. El presidente no anduvo fino al mover los hilos porque el Madrid se vio abocado a enfrentarse a los líderes de las ligas francesa, italiana, y alemana, a los que tuvo que derrotar para emular al emperador Carlos V que al frente del sacro imperio romano germánico hace cinco siglos, ya era madridista. Para honrar al sambenito que por entonces empezó a instalarse en los territorios sometidos, la  leyenda blanca tuvo que emplearse a fondo emponzoñando el corazón del árbitro del Madrid-Juve, hasta convertirlo en un "bidone dell'inmmondizia" incapaz de comprender que pitar un penalti claro en el último minuto de la eliminatoria es una canallada inadmisible que a Buffon no se le hace.


Agentes del club de Concha Espina viajaron por toda Europa para conseguir que el jugador clave de cada equipo no jugara los partidos decisivos y así Neymar, Verratti, Dybala, Robben y Vidal se autoexpulsaron o se lesionaron adrede, estrategia que alcanzó su punto culminante en la final con la llave de judo que Sergio Ramos le hizo a Salah. De los porteros del equipo contrario se encargó un comando secreto con el nombre en clave “butter hands” que prometió a Ulreich y Karius un retiro dorado en Alemania y un palco de por vida en la Ópera de Berlín.


Todos los estudios sobre la materia coinciden en que las naciones señaladas por la leyenda negra acaban asumiéndola mediante una autocrítica feroz. Para corroborar esta premisa, habrá que decir que el equipo firmó una temporada lamentable en la liga regular, que tiró la copa como suele y sólo allí donde los focos alumbraban con más fuerza, donde no era necesario un esfuerzo sostenido, brilló a ratos iluminado por la fortuna, como el mal estudiante que se aplica a última hora. Y eso que en el imperio madridista, acostumbrado a la excelencia, el Bernabéu se convierte cada tarde en el cruel anfiteatro donde el deporte favorito es hostigar la indolencia para que los destinatarios de los pitos se conviertan en héroes de la final. En descargo de los jugadores, debe añadirse que el Madrid no sólo juega contra su rival sino contra el odio universal a su grandeza. El reverso de esta historia lo escribe siempre el antimadridismo, ese virus que fagocita la esencia de los enemigos, eternamente obsesionados en demonizar los títulos del imperio blanco, antes que en disfrutar sus propios logros. 


En la noche de Kiev, cuando empató el Liverpool poniendo en duda la consecución de la Champions, Zizou miró al banquillo y en busca de la remontada, sacó a Bale, que casi en el primer balón que tocaba se inventó una chilena para la historia. Por fin quedaba vengada la derrota de París del año 81, cuando el Madrid de los García bastante hizo con aguantar ochenta minutos antes de sucumbir a la pujanza de los diablos rojos de Kenny Dalglish. Aquella defensa la comandaba Sabido, la batuta la llevaba Del Bosque, Stielike era el pulmón en el centro del campo y a Juanito no le salió ni un regate que le permitiera encontrar la cabeza de Santillana. La única ocasión de los ídolos de mi infancia la tuvo Camacho y cuando García Cortés no despejó aquel balón que Alan Kennedy clavó lejos de la estirada de Agustín, Boskov miró al banquillo y en busca de la remontada, sacó a Pineda. Para aquellos hombres que llegaron a esa final después de perder la liga peleándola hasta el último minuto, se esfumaba la última oportunidad de levantar la orejona pero de su ego no brotó ni una palabra que eclipsara la dignidad de su escudo.





miércoles, 23 de mayo de 2018

PRIMER TERCIO: LA FIESTA EN RUINAS


Transcurrida la primera parte de la segunda feria de San Isidro de Simón Casas Productions, el Gatopardo de Nimes va camino de dejar la fiesta en ruinas para ponerla a tono con el estado de la andanada donde rumiamos nuestro desencanto cada tarde. Y es que la incuria se enseñorea poco a poco de la plaza mientras allí abajo, un joven adocenado tira líneas con un trapo sin comprometerse de verdad ante un animal habitualmente sin pujanza. La herrumbre que acosa nuestro aposento va creciendo como triste metáfora de lo que pasa cotidianamente en el ruedo, donde el toreo moderno va causando estragos en el corazoncito del aficionado, cada vez más aislado y hostigado por las masas triunfalistas del postureo y el gin-tonic. Aunque masas, lo que se dice las masas, no es que hayan atestado los tendidos salvo en la novena de feria, por más que el empresario se empeñe en pregonar lo contrario y en colgar carteles ficticios de no hay billetes en las taquillas. La incontestable verdad es que la piedra vacía crece un poco más cada año, los abonados van desertando de su compromiso con un rito que ya no reconocen, y la dizque plaza de toros más importante del mundo se puebla de un gentío de aluvión que malbarata sus señas de identidad con el beneplácito de un sistema que parece complacido al contemplar su decadencia.


Aquel lugar común según el cual el buen aficionado nunca se aburría porque siempre había algún detalle que anotar hasta en la tarde más plúmbea, va perdiendo su sentido a medida que aumenta la pendiente por la que se despeña un espectáculo planteado sobre los mimbres del toreo ventajista practicado a un toro sin agresividad. Aunque sigue siendo agradable asomarse al cielo de Madrid desde el balcón privilegiado de la andanada del nueve, uno ya no acude a Las Ventas con la pasión con que lo hacía hace unos años, cuando casi todos los carteles del serial te obligaban a comparecer porque tenían algún aliciente escondido en su combinación sabia en la que solían alternarse el viejo maestro de sabor añejo, la figura consolidada que venía a dar la cara a Madrid o el torero emergente que salía al ruedo pegando bocados a todo lo que se moviera. Hoy la cosa se ha acomodado de tal manera que hasta los novilleros se presentan ante la cátedra con la actitud del matador instalado, acaso porque sepan que su carrera futura depende más del poder de su apoderado en los despachos que de un triunfo en la plaza que antaño daba y quitaba.

La heterogeneidad del público de Las Ventas unida a la deserción o la inhibición de los sectores que siempre orientaron al espectador menos entendido han traído a la plaza los usos habituales de las ferias de provincias. La mayor ovación de la tarde se la suele llevar la montera cuando tras el brindis consabido, cae boca abajo, ya casi nadie protesta cuando a gran parte de los toros se les simula la suerte de varas y las faenas que en otro tiempo uno veía premiadas en un pueblo y pensaba que en Madrid no hubieran merecido ni una salida al tercio, son ahora orejeadas sin rubor por la inevitable mayoría encantada de poder contar a los suyos lo bien que lo pasaron en los toros. Cada día se avanza un poco más en la carrera por degradar el valor de los trofeos concedidos y así la orejilla con la que se agasajó al menor de los Adame la tarde de los Juanpedros parecía una verdadera oreja de Madrid en comparación con la regalada a su hermano mayor dos días después, por una faena en persecución de un manso de Alcurrucén, que alcanzó el paroxismo cuando el hidrocálido le empalmó dos series de circulares “fueracacho” en chiqueros y varios pases de pecho encadenados antes de culminar la gesta con un bajonazo en el que además homenajeó a la Benemérita. El presidente Gómez Martín no se debió enterar de que la espada hacía guardia y concedió la oreja sin petición mayoritaria, claro que días antes ya se había ciscado en el reglamento largando el pañuelo verde para devolver un toro que simplemente era manso.


Por su parte, el que se hace llamar Luis David en los carteles expuso ante una cátedra más devaluada que la de la Universidad Rey Juan Carlos la tesis perfecta del destoreo moderno, ése que se basa en aprovechar los viajes del animal colaborador desde las afueras del peligro con un temple innegable pero con nula profundidad. Todo estaba preparado para que otro torero mexicano abriera la puerta grande casi medio siglo después de Eloy Cavazos, pero el fallo a espadas en el sexto impidió que culminara el despropósito triunfalista tras una faena mediocre a base de medios pases y efectismos en la que no supo resolver los problemas que presentó un toro no tan amigable como el precioso albahío en el que tocó pelo. Entre los dos Adame, Castella volvió a cortar su orejita a un Jandillita con el mismo guión de la película que viene proyectando desde hace años en el toreo, de manera que no hizo falta hacer “spoiler”, como dicen mis hijos, para saber que iniciaría su labor por cambiados en los medios, seguiría toreando con la derecha con su habitual vulgaridad y el fin de fiesta llegaría con el acostumbrado arrimón que el francés prodiga con la confianza que da hacerlo ante una embestida descastada. La novedad es que nunca Madrid se había rendido con tanta facilidad a un “remake” tan pobre de lo ya conocido y eso lo palpó en seguida el francés para no variar su repertorio de pases invertidos que bien sabía le conducirían al éxito.

La sinrazón de estos triunfos espurios facilitados por el palco deja tan poca huella en la memoria que es pan para hoy en la satisfacción del pagano y hambre para mañana en el bolsillo del empresario. La prueba de ello es que nadie parecía acordarse de las salidas en hombros de Juan del Álamo y Román la temporada pasada a juzgar por el estado lastimoso de los tendidos en las cuatro tardes que entre ambos han echado ya en Madrid, dejando bien a las claras que el éxito cosechado a base del toreo superficial tiene escaso recorrido. Deberían tomar nota de las tres puertas grandes consecutivas conseguidas por López Simón en 2015 con idéntico planteamiento, que anda el hombre desnortado sin entender por qué ya nadie ovaciona su toreo sin mando al que el asesoramiento de Curro Vázquez no ha añadido un ápice de calidad. Compareció como una sombra la tarde del patrón, eclipsado por las ganas de Paco Ureña, que sorteó un buen lote del Puerto de San Lorenzo con la puerta grande entre ceja y ceja, obsesión que le lleva a hacer muchas cosas buenas y otras no tanto dentro de la misma faena, dejando una impresión de amontonamiento que suele acompañarle hasta la suerte suprema, donde sigue sin saber vaciar adecuadamente la embestida del toro. Interpretó el toreo al natural con buena compostura y en el sitio en ambos toros para luego abrir exageradamente el compás, abandonándose a un antiestético desmayo que algún enemigo le habrá vendido como artístico. Perdida la oreja de su primero, aseguró la del segundo volcándose en el morrillo del toro cambiando el trofeo por la cogida a base del conocido método consistente en quejarse del revolcón, cojear ostensiblemente antes de la petición y dejar de hacerlo inmediatamente después de obtenida la “auriculam doloris”. Qué lejanos aquellos tiempos en que un torero cogido volvía a la cara del toro sin mirarse.


Las tardes de las figuras se reconocían antaño porque la localidad de abono se encogía misteriosamente y los neófitos a tu alrededor te daban la tarde derramando la cerveza sobre tu asiento, llenando de pipas el pegajoso suelo o clavándote las rodillas en la espalda sin misericordia alguna. Ahora aunque venga Manzanares, hay tan pocas apreturas en la andanada como en su toreo elegante y sin compromiso. Una vez más, el alicantino dio la impresión de no querer echar toda la carne en el asador como si temiera mostrar todo su talento para no ser exigido en consonancia con el mismo. La tarde de los Núñez del Cuvillo fue pródiga en las embestidas candidatas a premio que permiten a los profesionales estar a gusto en la plaza, esas que en la televisión le hacen decir al comentarista que el toro coloca bien la cara y es muy formal con las telas. Sorprende, sin embargo, que ante tan buenas intenciones como tenían las fieras, los líderes del escalafón se conformaran con una oreja por coleta, como si no buscaran sobresalir demasiado en una competencia imposible cuando se tiene el mismo apoderado. Talavante demostró en su primera tarde de este año que sabe torear, que su mano izquierda podría conducirle a la cima si quisiera, pero en cambio se ensimisma en alternar pases extraordinarios como los doblones de apertura con otros más ligeritos, desconociendo que Madrid se conquista con intensidad y no con cantidad. Sus dos faenas son claramente de más a menos y acaba cambiando un triunfo grande por una tarde de tantas. Testigo del duelo imposible fue Antonio Ferrera, aquel torero bullidor que ya no se pasa la tarde dando saltos por el ruedo, pues su nuevo papel es el de artista veterano admitido en el reparto de la tarta de los elegidos por su capacidad para abrir carteles. A tono con su nueva condición, adopta una naturalidad impostada que a veces le sale y a veces se queda en mera afectación.


La tarde de los Jandilla acompañaron a Castella uno que se va y otro que quiere llegar a mandar en esto. Madrid despidió con honores a Padilla y él respondió demostrando en el ruedo la conveniencia de su retirada porque a estas alturas, el que se enfrentó con solvencia a las ganaderías más duras del campo bravo necesita que sus peones actúen de gorrillas aparcatoros a los que ordena echar a correr incluso antes de haber iniciado el cuarteo hacia el animal, para hacerle el quite en cada par de banderillas. Esa tarde Roca Rey, que todavía no ha tenido necesidad de pelear con alguna de las vacadas de respeto acaso porque nunca le permitirían desplegar su toreo de prestidigitación vacía, tampoco encontró en su lote los colaboradores adecuados para lucir su repertorio de pases por la espalda y acabó tundiendo a mantazos a un manso al que no logró sujetar en parte alguna de la plaza poniendo de manifiesto que entre los matadores actuales, dada su incapacidad lidiadora, se ha puesto de moda hacer la faena donde al toro se le antoje.

El mayor escándalo de la feria llegó la tarde en que al presidente Magán se le ocurrió defender el prestigio de la plaza denegando una oreja pedida mayoritariamente para Fortes por una faena simplemente aseada, magnificada una vez más por el impacto de la cogida del torero. El empeño era inútil pues dos días después, su compañero Justo Polo le regaló una oreja de saldo a Francisco José Espada por una faena deslavazada que sólo cobró altura en un extraodinario natural. El presidente completó su tarde de despropósitos dando el primer aviso con dos minutos de adelanto. Sucedió en la tarde en que la casta brava regresó a Madrid en todo su esplendor de la mano de los toros de Baltasar Ibán, ausentes durante toda la temporada pasada quién sabe si en premio por echar el año anterior el toro más bravo que uno ha visto en Las Ventas en mucho tiempo. El recuerdo de Camarín se unió a la despedida de Alberto Aguilar, el matador que bastante hizo con ponerse delante de su vendaval de casta, y que volvió a dar la cara ante los Ibanes a pesar de la maltrecha condición física que le obliga a la retirada. 

La sensación general de falta de conocimiento acompaña las evoluciones de los intervinientes en la lidia. Los matadores no saben estar en la plaza, lo ignoran casi todo sobre la colocación correcta en el ruedo, sobre los terrenos adecuados para sacar más partido al toro y sobre las suertes que mejor convienen a su condición brava o mansa. El erial de torería en que se ha convertido la fiesta es tal, que a pesar de todo, a veces nos basta con un detalle en la tarde desierta, con una trincherilla de Curro Díaz, como una isla entre un mar de enganchones, con un cite en la distancia de El Cid, aunque luego no sea capaz de aguantar el envite en el embroque, con la forma de andarle al toro de Finito de Córdoba, su antiguo esplendor reducido a cuatro medias. En no pocas ocasiones, nos salvan la tarde los subalternos que ponen orden y concierto allí donde su jefe de filas parece desnortado y descompuesto. Sucede cuando el gran Ángel Otero, Juan José Trujillo o Miguel Martín se hacen con los mandos de la lidia, Óscar Bernal o Tito Sandoval agarran un buen puyazo, o Fernando Sánchez y Jesús Arruga convierten la función del tercero en una obra mayor. También a veces, cuando parece que no hay relevo, cuando todo se oscurece y llegan los negros nubarrones, aparece un novillero apodado Toñete, dispuesto a morir en Madrid con aguacero, cuando todos los pronósticos marcados por su condición de protegido, naufragan ante el hambre de la gloria.




viernes, 4 de mayo de 2018

EL CALOR DE LA MANADA



Nos gusta el calor de la manada. Nos sentimos más cómodos siguiendo la opinión dominante que afrontando el vértigo de la disidencia. El gregarismo se ha instalado en los usos sociales arrojando al librepensador y su osadía al frío desván de las opiniones singulares, cuando no al ostracismo del apestado. Lo estamos viendo estos días en las reacciones a la sentencia del mediático proceso que enjuició la salvajada cometida por cinco mastuerzos cuya conducta sexual hubiera merecido un lugar entre los cabestros que guían los encierros de San Fermín. Sin embargo, el movimiento que ha condenado la resolución pidiendo la inhabilitación de sus autores no busca tanto el castigo ejemplar de los culpables como la consecución de esa justicia automática que pretenden implantar los que no admiten otra manera de aplicar la ley que la dictada por su particular sectarismo. Pero la realidad no es unívoca y permite el matiz y la discrepancia, la sucesión de los hechos suele admitir diversas interpretaciones susceptibles todas ellas de un fundamento jurídico plausible, como por otro lado sabe cualquier aspirante a jurista, que estudia para entender que la violencia, la intimidación, la resistencia o el prevalimiento son conceptos jurídicos que define la jurisprudencia antes que el diccionario.

Yo sí te creo, clama la horda empeñada en resolver el juicio paralelo en una condena a la altura de su exigencia de venganza, sin reparar en que el voto mayoritario de la sentencia que frustra su hambre de triunfo, también creyó a la víctima, y trasladó punto por punto al relato de hechos probados sus manifestaciones,  tras considerarlas coherentes, persistentes y verosímiles. Más de trescientos folios después, la frontera entre la violación y el abuso es tan tenue que ambas calificaciones pueden estar fundadas en derecho siempre que la decantación por una de ellas dependa del examen directo de la prueba y no del exabrupto de la turba manipulada por cuatro líderes de opinión.

Detrás del fragor de la batalla de estos días, late un oscuro intento de deslegitimación del Estado de Derecho que en último término nos protege, por parte de los que prefieren la agitación social a cualquier costa, a debatir con mesura sobre una resolución judicial criticable y esperar el devenir del prolijo sistema de recursos a disposición de las partes. El populismo invade los conflictos del momento y lo mismo sirve para conceder una pátina de dignidad al supremacismo cotidiano del nacionalismo mendaz que para hacer pasar por creíble el arrepentimiento falso de los herederos del terror. No es una casualidad que hayan sido Otegi y Puigdemont los primeros que se han subido al carro de los ataques a estos jueces con la vista puesta en sus asuntos particulares. Lo sorprendente es que de ese carro tire también el Ministro de Justicia de un gobierno para el cual el control de los demás poderes del Estado se ha convertido ya  en una cuestión de pura supervivencia con la que mitigar las consecuencias de su permanente afán de latrocinio.

Odia el delito y compadece al delincuente. Las palabras de Concepción Arenal se desvanecen como el agua entre las manos de las buenas gentes que no se dan por satisfechas con nueve años de prisión para los culpables, uno menos que la pena mínima señalada por el Código Penal para el homicidio. La presunción de inocencia es un tótem de nuestras libertades que se desprecia con la misma facilidad con que se acusa al abogado defensor o al juez discrepante de agentes del mal, como si el que hoy sobreactúa detrás de la pancarta nunca fuera a dar un mal paso que precisara una defensa legal y un proceso con todas las garantías. El letrado sabe por experiencia que quien hoy se erige en su maniqueo inquisidor mañana puede ser el reo que necesite sus servicios. El juez que toma el camino más difícil sabe que sufre más la justicia por un inocente condenado que por cien culpables en libertad.