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jueves, 4 de abril de 2024

LA PROCESIÓN INTERIOR

Foto de Esteban de Dios

Cuando se anunció que la península sería barrida en Semana Santa por la borrasca Nelson, las resonancias históricas que conducían al almirante británico que murió matando en Trafalgar, ya presagiaban la derrota. La nomenclatura moderna de las borrascas que recorren nuestra geografía permite elaborar metáforas sobre la venganza meteorológica que el héroe protestante se ha cobrado este año sobre nuestras queridas procesiones establecidas a partir de Trento.


Como bien ha explicado Pedro Miguel Ibáñez en sus estudios y Julián Recuenco en su pregón magnífico, la Semana Santa de Cuenca tiene su origen probable en el segundo tercio del siglo XVI y va ligada, como en toda España, al culto de la Vera Cruz y la Pasión de Cristo. En torno a esa época, surgen en Cuenca cofradías de disciplina y penitencia que rememoran ese sufrimiento y que empezarán a tener más auge en el último tramo del siglo, estimuladas por la contrarreforma y el Concilio de Trento, cuyas sesiones favorecen la dimensión didáctica de las imágenes religiosas en oposición a la vertiente iconoclasta de la reforma protestante. Inicialmente son los franciscanos, tradicionales guardianes de los Santos Lugares, los que difunden la veneración de la Cruz y la Sangre de Cristo, a través de cofradías con hermanos de luz y hermanos de sangre, que suelen salir en procesión la noche del Jueves Santo detrás del clérigo que porta un crucifijo. Particularmente en Cuenca, el origen de la Semana Santa va ligado al consuelo espiritual de los reos de muerte que se encomienda al antiguo Cabildo de Nuestra Señora de la Misericordia, fundado en 1527, para enterrar a pobres y ajusticiados. He ahí una fecha en torno a la cual, la Junta de Cofradías podría justificar los fastos de un presunto quinto centenario de nuestra pasión más representativa, aunque el momento exacto en que a lo largo del siglo este cabildo se funde con el de la Vera Cruz y unifica su origen asistencial con el cometido penitencial de nuestros días, todavía no haya sido encontrado por las investigaciones sobre la materia.

Desconozco qué pasaría entonces si amenazaba lluvia en la tarde del Jueves Santo, cuando los conquenses se congregaban en torno a la Ermita de San Roque para saludar la salida de los pasos fundadores y qué ocurría si un chaparrón primaveral sorprendía a las imágenes camino del campo de San Francisco, sin que existiera entonces la AEMET para advertir del porcentaje de probabilidades de precipitación. Sospecho que la devoción era esencialmente la misma y que aquel primitivo Jesús con la Caña hubiera sido protegido con la misma intensidad que este año la Archicofradía de Paz y Caridad observó con las hermandades refugiadas en San Antón, donde la riada de fieles reclamados por el amor a su costumbre, no fue menor que la crecida del Júcar ofreciendo su estruendo bajo el puente.


Yo también estuve allí siguiendo la tradición de mis ancestros en torno a la veneración de aquel primer Ecce-Homo con la caña como cetro de escarnio entre las manos atadas, del inicial Huerto en oración, del Jesús Nazareno inaugural que con la Cruz a cuestas atravesó las brumas del siglo XVI como talla referencial de tantos otros nazarenos que se elaboraron en esas fechas por los Cabildos de la Vera Cruz surgidos en varios pueblos de la provincia que incorporaban además la imagen de una Virgen, que en el caso de Cuenca, se denominó Nuestra Señora de la Misericordia y de la Santa Vera Cruz, antecedente directo de la Soledad. La bendita contención con la que exhibimos nuestra fe por estos pagos no hizo surgir lágrimas en los hermanos cobijados bajo el palio de las andas sin destino, reconfortados pese a todo con la sola contemplación del rostro de la madre. 


En el ambiente húmedo de la semana, la ciudad se debatía entre el peregrinaje por los bares de los turistas desnortados sin desfiles que admirar y el aplazamiento de tantos esfuerzos e ilusiones autóctonas derrotadas por los elementos. Los adictos al calor redentor de las tulipas pudieron resarcirse en la noche santa del viernes acompañando al Yacente en la grandilocuencia de la multitud congregada en la Plaza Mayor y en la intimidad de la penumbra de la calle de los Tintes, rindiendo así homenaje al segundo de los cortejos procesionales que conformaron nuestra Semana Santa en sus orígenes a partir del Cabildo de Nuestra Señora de la Soledad, que desde 1565 desfilaba con las imágenes de una Virgen de la Soledad arrodillada ante la cruz y un crucificado sobre una peña, desde la iglesia de el Salvador hasta la Catedral.


El tríptico histórico de la primitiva Semana Santa de Cuenca se cierra con la procesión de la madrugada del Viernes Santo que recorrió las calles de la ciudad por vez primera en 1616, organizada por el Cabildo de San Nicolás de Tolentino, y se iniciaba al salir el sol con las imágenes de Nuestro Padre Jesús Nazareno, Nuestra Señora de la Soledad y San Juan Evangelista. A pesar de la cancelación del emblema de nuestra semana grande, tampoco este año callaron los tambores en la amanecida de Cuenca y los clarines hicieron temblar los charcos tan de mañana como San Juan iba buscando a María en el verso de Federico. 


Finalmente el cielo no quiso abrirse a nuestro paso, tal vez para que recuperáramos la procesión interior, la que sucede en el corazón nazareno, tan alejada de los oropeles con los que a menudo mixtificamos nuestro rito. La tradición que durante cinco siglos ha superado las hambrunas y las guerras, la impiedad y las pandemias, permitió al menos que la esperanza hiciera su estación de penitencia entre el esplendor carmesí danzando con las palmas y la gracia verdecida renovando la belleza en San Andrés. Volveremos.

Foto de Jesús Herráiz Chafé


jueves, 7 de abril de 2022

EL REENCUENTRO



Y por fin, el reencuentro. Vuelven los días sagrados, las fechas que unen nuestro ser con la infancia, la ruta por la senda empedrada de recuerdos siguiendo al corazón tras la belleza, la cita con el dolor que conduce a la alegría.

Regresará la pasión del Jueves Santo, la inquietud conspirando entre las nubes y el astro redentor que se abre paso encendiendo la mirada hasta el crepúsculo. La imagen venerada emergerá de las entrañas del pasado para llenar de majestad púrpura la hoz entera. Y volverá el encuentro con los viejos hermanos, con la luz inextinguible en el balcón de Aurelio, con el resolí de Antonio y su dulce bienvenida, con la bonhomía intacta del gran Teófilo, el primero de todos nosotros. Regresará la ansiada intimidad bajo el capuz. El camino templará las urgencias de la tarde cuando atravesando el campo de San Francisco, la campana se funda con el tiempo y rememore el origen de todo. 



Unas horas antes, la noche se habrá conmovido con el silencio que hace vibrar los olivos que convocados en San Esteban, nos hablan de plegarias y traición, de negación y arrepentimiento. Hay una cercanía de latidos que hermana a todas las almas cuando son reclamadas por el trasiego de los pasos en la curva de la Audiencia, el árbol del amor como testigo asombrado de las multitudes varadas en la contemplación del temblor de la llama en las tulipas. Y en la comunión de los espíritus ávidos de nostalgia que se congregan en la bajada de San Pedro, hay una emoción antigua que los requiere al son de los ecos inefables de las horquillas que lastiman nuestro pecho, mientras en las fachadas absortas se proyecta la sombra de los siglos.

Es la hora del rito y la condena. De nuevo el mar de los tambores remontará el Júcar con su danza, la herida sangrando en los clarines rasgará la tiniebla ensimismada, de nuevo el fulgor del plenilunio y el canto apagado de la fragua, de nuevo un bosque de palillos y el clamor anegando ya la plaza, un haz de misereres escondidos aplazando el grito y la venganza y dónde por la serranía, tan de mañana, San Juan, al compás estremecido, ay que se va, que se va, de Jesús que baila y muere, de nuevo la soledad.



Ya están renovando los banceros su ancestral vocación de ser calvario, al mecer las andas que son cruces sobre el hombro morado de martirio. Y están pidiendo a gritos ya la calle después de un trienio de penumbras, guiones, faroles y estandartes, anunciando al porvenir la buena nueva de los pasos encarando el horizonte, desmintiendo su destino de hornacina, en la ciudad pendiente de un milagro. Cuenca actualiza los prodigios cuando ve llegar el Viernes Santo y un madero amarfilado de agonía desciende acompañando nuestra angustia, cuando el dardo gris de la lanzada enhebra el esplendor del mediodía y la piedad comparece estremecida, envuelta en los espejos del camino.

Retornará la procesión de los susurros a la vera del Huécar. Una madre solitaria, sostenida por los hombros y las almas, velará el espanto del sepulcro, ese cuerpo que ahora yace, derrotado y final, sobre su llanto. Y una cruz irá meciendo su lamento, desnuda ya de estruendo y madrugada, allí donde el rumor de las horquillas es el único consuelo que nos queda frente a la intemperie.



Y por fin el reencuentro. Demasiado tiempo sin poder contemplar la gracia de la esperanza verdecida proclamando la primavera en San Andrés. La vida nos enfrentó a un memorial de ausencias por el que discurrieron verónicas imaginarias mostrando nuestro rostro desolado y amargas soledades que atravesaron los silencios bajo un palio de abismos insondables. Demasiado tiempo sin sentir la maravilla, el momento del soñado privilegio, caminar a su lado por el Peso, aferrado a la caña que nos guía. 

El manto del dolor caerá un domingo, la resurrección será renacimiento y la dicha un vuelo de palomas.



Imágenes de Joaquín Ruiz Arteaga

sábado, 3 de abril de 2021

SU LUZ ILUMINA ESTOS TIEMPOS OSCUROS


Tres años sin poder seguirlo en su camino. La lluvia, la enfermedad y la imprudencia nos han hurtado la centenaria maravilla, la dicha incomparable de convertirse cada año en uno de los que lo escoltan en la calle, el privilegio de contemplar desde la penumbra del capuz cómo en la tarde quieta se mece el ala leve de su clámide.

Sólo la herida de la guerra entre hermanos había provocado en el pasado una ausencia semejante. Ni siquiera la mal llamada gripe española, aquella otra epidemia cuya tercera oleada se extendió con virulencia por Cuenca durante la primera mitad de 1919, impidió que se desarrollaran con normalidad las procesiones de Semana Santa en el mes de abril. Cien años después, el triduo es íntimo, el fervor, callado. En los peores momentos de encierro no tuvimos el consuelo de visitar su capilla para sentir el amparo de la imagen amada, apenas unos minutos junto a su altar hubieran bastado para mitigar la incertidumbre.


Para el exiliado extramuros de la ciudad de los días azules, no portar su caña el Jueves Santo fue la más lacerante de las renuncias que nos impuso el virus en esta época de ansiedad y lejanías, de luto y soledades. La morada que construimos en otro lugar, quedó convertida en refugio inhóspito cuando llegaron las fechas en las que el alma pedía partir al encuentro de la infancia, en persecución de ese ambiente único que viste de alegría las calles de Cuenca abrigando el regreso del desterrado. Por las plazas empedradas de nostalgia, transcurría entonces la memoria del confinado, repasando cada recodo del recorrido mágico que aún debe conservar nuestra huella en sus entrañas, rememorando la emoción de la impaciencia por divisar la añorada silueta del Padre enmarcada en la puerta del templo, añorando la maravilla del sol filtrándose por las enredaderas de Alfonso VIII cuando el quejido del miserere sobrecogía la tarde. Mientras contemplábamos marcharse el día más querido por un horizonte vacío, un estruendo de horquillas como lanzas latía en los oídos del expatriado y con la oscuridad llegó el recuerdo de las lágrimas que surgen cuando se asiste a la despedida de Jesús, el de la Caña, atravesando la noche sobre el reflejo púrpura del Júcar, acompañado sólo por los más leales, apenas cobijado por la hoz.



Tras aquel silencio, el fin paulatino de las restricciones fue permitiendo trasladar las oraciones desde la casa al templo, la voz interior se hizo plegaria y al corazón nazareno se le permitió mostrarse en la intimidad de su cercanía y encontrar en su mirada, bálsamo para el sufrimiento, fuerzas para seguir aguantando. La Hermandad pudo por fin honrar en su despedida a los hermanos fallecidos y retomar las actividades que le dan sentido más allá del desfile procesional, el rezo de las cinco llagas como símbolo que nos conecta con nuestros orígenes en el Cabildo de la Sangre de Cristo y mensualmente nos ayuda a superar el dolor en comunidad. Porque hermandad es mucho más que cofradía y su calor debe arroparnos todo el año, en este tiempo de distancia y desaliento en el que no está permitido el fuego salvador de los abrazos.  

Una historia de cinco siglos tras su cetro nos marca la senda por la que discurrieron las generaciones que nunca dejaron de venerar su gloria, a despecho de la agresión de la guerra, de las pestes y revoluciones, sin desfallecer en el servicio de aquellos cometidos que nadie realizaba, la asistencia al desvalido en el momento de su muerte, el acompañamiento del reo abandonado por todos. Con el viento a favor de la bonanza o frente a la dificultad de la escasez, la tradición nos manda continuar representando su mensaje de caridad y redención, en una misión que debe ir más allá de la exposición pública de nuestras mejores galas cuando llega la Pascua. La costumbre de hermanarse sobrevivirá a esta nueva posposición de nuestro anhelo natural de compartir su majestad sobre las andas, de sentirlo más cerca que nunca cuando desciende a nuestra altura en la calle del Peso, de pregonar su belleza cuando descansa ante la Catedral. Volveremos a atesorar la fortuna de renovar el esplendor de su presencia en la calle y en la plaza. Hasta entonces, el Señor espera en el recogimiento y la compañía de los que a diario acuden a cobijarse en el fulgor de su llamada. 

Su luz ilumina estos tiempos oscuros.



miércoles, 8 de abril de 2020

CRÓNICAS DEL CORONAVIRUS IV: EXILIADO EN SEMANA SANTA.



Hay pocas cosas más tristes que quedarse en Madrid por Semana Santa. A la incertidumbre natural de la reclusión se une la pesadumbre de no poder revivir la pasión del sacrificio y la representación del calvario que cada año nos redime de nuestros múltiples pecados cuando volvemos para retomar la senda de la ciudad de la infancia. Desde el exiguo horizonte que se ve desde mi ventana, contemplo marcharse el viernes de dolores por una carretera vacía que no conduce a ninguna parte.

Camino por mi casa extrañando el pasillo íntimo en el que se convierten las calles de Cuenca por estas fechas, la ciudad entera transformada en el cuarto de estar de la alegría por la suerte del reencuentro. El ambiente único que viste de intimidad los lugares más concurridos abrigando el regreso del desterrado, pesa hoy en el recuerdo como un banzo de añoranza que hiere el ánimo del confinado en las cuatro paredes del corazón nazareno. Por las plazas empedradas de nostalgia, transcurre la memoria del exiliado, sus recodos mágicos aún conservan nuestra huella en cada rincón.


En los tiempos de libertad, si alguna vez el destino me situó en otro lugar durante el primer plenilunio de la primavera, ni siquiera el Señor de la madrugada sevillana fue capaz de mitigar la ausencia de su rostro en mi mirada, la orfandad de hallarse en casa ajena cuando sabes que él está en la calle y ese año no encontrarás la dicha de caminar tu ciudad al encuentro de sus pasos, ni la fortuna de divisar su alada compostura hermoseando la tarde. No portar su caña el Jueves Santo es la más lacerante de las renuncias que nos ha impuesto el virus en esta época de ansiedad y lejanías, de luto y soledades.

Apenas la palma en el balcón, la puesta en andas de la fe, y el querido miserere entonado a media voz puertas adentro nos ayudan en estos días aciagos en los que no ha podido reverdecer la Esperanza alfombrando con su manto la tarde santa del martes. En la anochecida del miércoles, tampoco se proyectará la sombra del Ecce Homo en las fachadas de San Pedro ni tendrá lugar la danza estremecida que los olivos absortos entre tinieblas ensayan, allí donde al amparo de San Roque, el culto a la Vera Cruz dio comienzo a todo. La mítica ermita del protector de la peste permanece en nuestra historia como la procesión primigenia en la que Jesús tendió puentes entre pasado y presente. Tampoco este año adivinaremos a lo lejos el leve vuelo de su clámide y habrá que esperar tiempos mejores para contemplar de nuevo cómo se inflama de esplendor púrpura la hoz entera.


Es previsible que la luna llena no comparezca esta vez en la madrugada del viernes al no reconocer su reflejo en el mar de los tambores, es de esperar que alguna herida instalada en un clarín vulnere la tiniebla ensimismada cuando Mangana dé las cinco y media. A la hora del rito y el calvario, un Cristo y su Cirene, tan ansiados, añorarán el baile cegador de multitudes desde la oscuridad de su capilla, mientras la verónica enseña enajenada nuestro rostro desolado en el espejo. La turba confinada ya descuenta los días que restan para volver a sentir el perfil del Nazareno recortado en la puerta salvadora.

No se izará la cruz al llegar el mediodía, la piedad que soporta nuestra angustia quedará otra vez encarcelada junto al madero amarfilado de agonía. En la curva despoblada hoy, yacente está la soledad. No es posible que el árbol del amor haya vuelto a florecer inútilmente esperando un cortejo que no existe. En el exilio, la evocación del estrépito impar de las horquillas es el único consuelo que nos queda frente a la intemperie, mas después del duelo de esta hora, ya se adivina el encuentro renovado, la resurrección que llegará aunque el próximo domingo no veamos danzar la gloria camino de San Andrés.

2008

2009
2013

2014





viernes, 8 de marzo de 2019

CHRISTUS FACTUS EST

Foto de Juan Antonio Martínez

Christus factus est pro nobis
obediens usque ad mortem
mortem autem crucis.

Cristo se hizo por nosotros, obediente hasta la muerte, una muerte de cruz. La Carta del apóstol San Pablo a los Filipenses escapa por una tarde de la liturgia del Domingo de Ramos para entonar su canto de humildad, encarnado en Nuestro Padre Jesús con la Caña. Un sábado de febrero en la intimidad del templo que cobija al Señor, la Hermandad se reúne para escuchar el estreno del “Christus factus est”, composición de David Hurtado, concebida para honrar la majestad de nuestra imagen sin abandonar la sencillez que nos describe. El tiempo detenido en los cantorales depositados esta tarde en nuestra capilla nos une a los hermanos que hace cinco siglos ya veneraban la caña que aún nos guía.

El autor nos explica la dificultad de su empeño por encerrar la música de Dios en poco más de tres minutos y el reto que para él supuso descifrar la verdad de nuestras formas sin romper la burbuja de su propia pasión sevillana más que a través de lo que transmite nuestra historia, nuestras imágenes y nuestros sueños. Aunque parezca lo contrario, Sevilla y Cuenca no están tan lejos en su universo devocional y no hay más que acercarse a la Iglesia de la Anunciación para encontrar en el Cristo de la coronación de espinas de la Hermandad del Valle, la misma emoción que soportan nuestras andas.  

Pareciera que el templo se recoge en sí mismo cuando Lucie Žáková ataca la primera nota en el órgano de la iglesia y la sostiene en el tiempo hasta que las voces de la Capilla de Música de la Catedral de Cuenca dirigidas por José Antonio Fernández, balbucean las palabras iniciales del cántico como si no se atrevieran a pronunciar la terrible sentencia de la Epístola de San Pablo a los cristianos de Filipos, que nos recuerda la entrega de Jesús cuando afrontó la muerte por nosotros a pesar de su condición divina. El coro entona su lamento a media voz, acaso amedrentado por los acordes del órgano implacable que va desplegando sus escalas hacia el cielo y la tierra proclamando la gloria de Dios padre, hasta que llega el esplendor de los tenores y un fragor de bajos y barítonos inunda el escenario, poniendo de acuerdo a todos los sonidos en la armonía final que pide perdón al Señor por el ultraje, por el dolor, por el escarnio.

La donación anónima que ha hecho posible la incorporación de esta obra maravillosa al patrimonio de la Hermandad, enriquece sin duda nuestros cultos al tiempo que engrandece nuestro espíritu. Su música nos ofrece un mensaje universal de sacrificio para la partitura de nuestras vidas.    

Foto de José Manuel Alarcón


miércoles, 21 de marzo de 2018

EL CARTEL

Cartel de Jesús Soriano

La impresión que hace cincuenta años debió causar en la ciudad de nuestros padres la instalación dentro de las Casas Colgadas de unas pinturas que casi nadie entendía, permanece intacta en el impacto que el cartel anunciador de la Semana Santa de este año ha provocado en el alma de una tierra que a pesar de su eterna sed de atención, parece varada en la obsesión por encerrarse en sí misma y no avanzar. Lo ocurrido en los días pasados tuvo su primer capítulo hace dos años con la tormenta de críticas que recibió el privilegio de que nuestra semana grande tuviera como emblema un óleo de Zóbel y es la metáfora perpetua de ese espíritu intangible que atenaza la capacidad de progreso de un rincón tan preñado de magia como de olvido.

Cartel de Fernando Zóbel

Quizá el primer paso para salir de ese ostracismo sea que al margen del legítimo debate sobre una obra discutible, logremos aceptar un cartel que se enmarca con naturalidad en la tradición de la Cuenca abstracta que siempre fue refugio de artistas, esos impagables lunáticos que tuvieron la osadía de establecer su arte entre las hoces desafiando las estructuras opresivas de la sociedad de la época, convirtiendo el abandonado interior de aquellas moradas imposibles en el museo más bello del mundo. Aquellos cuadros extraños pusieron a Cuenca en el mapa de la cultura universal, realzaron la maravilla de un lugar que esperaba en letargo más allá de los muros vestidos por la sorpresa de Saura, de Chillida o de Canogar. La ciudad que según Lorca, labró el agua en el centro de los pinos, se integraba en aquel espacio insólito como un lienzo más colgado en cada uno de sus ventanales, como un apunte magnífico del natural fundido ya para siempre con la novísima propuesta del interior.     

Cartel de Antonio Saura

A veces parece que sigamos instalados en la prehistoria del roquedal que nos circunda sin darnos cuenta de que la naturaleza ya se decantó por la abstracción cuando esculpió las formas asombrosas que hacen de nuestro entorno, un territorio único. A imagen y semejanza de los políticos que comprometen el futuro de la ciudad, enfrascados como están en sus peleas partidistas de patio de colegio, el personal que hoy inunda las redes sociales compitiendo en chanzas a propósito del talento del cartelista, es el mismo que quizá en su día, hubiera apedreado las vanguardistas vidrieras de Torner, impidiendo así que la catedral albergara cada atardecer el milagro de la luz del otoño en sus paredes.

Cartel de Gustavo Torner

Nuestra Semana Santa es tan importante que admite la grandilocuencia y el minimalismo, el fragor de los tambores y el rumor de las horquillas, el exceso del viernes y la intimidad del lunes, la evidencia de una foto y el esbozo de un dibujo, las Turbas de Halffter y el San Juan de Cabañas. Más allá de las preferencias estéticas de cada cual, el garabato de Jesús Soriano encierra en su desnudez la sobriedad de nuestras formas, insinúa más que enseña el ascetismo de nuestro peculiar modo de representar la pasión cada primavera. El fulgor de esa cruz rodeada de capuces integra todas las maneras de sentirse nazareno aunque por desgracia no haya sido capaz de impedir el eterno cainismo que sin duda ha de ceder cuando Cuenca despierte y deje de ser para siempre la que un día Eugenio D’Ors describiera como bella durmiente del bosque. De nosotros depende.

Cartel de Pedro Romero

viernes, 31 de marzo de 2017

NAZARENO DE LA CAÑA


Mi infancia son recuerdos de una túnica de paño planchada por mi madre en la mañana de Jueves Santo. Con ese gesto, daban comienzo un sinfín de preparativos marcados por el nerviosismo, demasiadas cosas por hacer y poco tiempo para tanto, levántate ya de una vez, limpia los zapatos mientras saco el dobladillo, revisa las tulipas que yo frío las torrijas, todos los años lo mismo, hay que madrugar más, la procesión de anoche que se encerró muy tarde, no hay guantes para todos, ese cinturón no es tuyo, con razón no te vale, te estás probando el de tu hermano, esas nubes no me gustan, saca los capuces que aún le tengo que dar unas puntadas a ese escudo, parece que se abre el día, échame una mano y mueve el atascaburras que hoy no comemos.


Milagrosamente todo acababa componiéndose para que poco antes de las cuatro, la familia entera se encaminara a la cita con la imagen venerada que mi abuelo había instalado en nuestro corazón desde que nos inscribiera en la hermandad de sus ancestros, y nos encargara aquellas extrañas vestimentas, el capuz de terciopelo granate que nunca nos cansábamos de acariciar, la túnica roja rematada en cola orgullosa con la que durante unos años alfombraríamos las calles de Cuenca y aún puede verse recogida en el curtido cinturón de los hermanos que no han querido sucumbir a las exigencias de la comodidad. 


Por aquel entonces, aún no éramos conscientes de que la tradición que representábamos se había iniciado cinco siglos atrás, allí donde nuestros tatarabuelos comenzaron a rendir culto a la Vera Cruz y a la Pasión y Sangre de Cristo, a la vez que consolaban y daban tierra a los condenados a muerte ajusticiados en el Campo de San Francisco. El rito que nos precede procesionaba en torno a la Ermita de San Roque, donde el resto del año se custodiaban las cuatro imágenes primitivas perdidas en el tiempo, el mítico Jesús Nazareno con la Cruz a cuestas que presidía el Cabildo de la Vera Cruz, el paso inaugural de todas las Oraciones en el Huerto que después han sido, la primera Soledad nacida bajo el nombre de Nuestra Señora de la Misericordia, y un Ecce-Homo con las manos atadas, entre las cuales se erguía la caña que desde entonces ha guiado la devoción de cientos de nazarenos tras su mágico y único fulgor.


La llegada de la madurez que da el paso de los años no ha logrado que todos los Jueves Santos, cuando el nazareno enfila Calderón de la Barca camino de San Antón al corazón le falte poco para salirse del pecho y así sería de no mediar a la llegada el abrazo cálido con los viejos amigos y el resolí de Antonio que reconforta tanto como su sonrisa acogedora. La mancha carmesí que se arracima frente al parque de la Trinidad compartiendo sueños, se destaca como una primavera florecida antes de tiempo en las ilusiones de los hermanos que contienen como pueden su impaciencia por divisar la querida silueta del Padre enmarcada en la puerta del templo. 


Sale el paso y el nazareno se oculta en la intimidad de las filas. El ánimo se serena cuando llega la penumbra bajo el capuz, y Cuenca ofrece su empedrado calvario para que lo camine el sentimiento, la emoción que todavía permanece en ese recodo de la senda que tantas veces acogió tu huella en la ciudad de la infancia. El estremecimiento del alma al doblarse el paso para recordar a ese hermano que se fue sin despedirse traslada la mente al itinerario original tan añorado, cuando aún no se nos había hurtado la maravilla del sol filtrándose por las enredaderas de Alfonso VIII, mientras el quejido del miserere sobrecogía la tarde. 


Los banceros van meciendo nuestra alegría y uno quisiera estar siempre a su lado, vigilar eternamente su marcha acompañando su esfuerzo, sentir el ritmo de las horquillas tan cercano como si mi espalda maltrecha hubiera podido alguna vez merecer la dicha del hombro herido bajo el banzo. No habiendo podido ser bancero, al fin me correspondió ser Hermano Mayor y el orgullo de portar el cetro representando a la Hermandad mientras mis hijos me escoltaban en las filas está conmigo todavía.


Y es que por seguirte en el calvario mi corazón te acompaña la tarde de Jueves Santo, y aunque no siempre pueda desempolvar la tulipa para alumbrar tu llegada, sigo tus pasos desde que Mangana da las cuatro y media, y sé de ti cuando tu airosa figura aparece tras la esquina, cuando el vuelo de tu clámide se adivina allá a lo lejos, cuando al caer la tarde en la calle del Peso, mientras la llama poco a poco va inundando tu rostro, te contemplo frente a frente y he de bajar la mirada. Luego te espero en la curva y después aguardo en la plaza a que un rumor de bambúes se haga presente bajo los arcos y el compás de la gloria que allí se recrea, inaugure la noche enamorando multitudes. 


Mientras el Padre encuentra un trono hasta en la humilde borriqueta, y los hermanos se entregan a la comunión del refrigerio, la fraternidad se ensancha y recupera fuerzas para encarar la cuesta abajo de la despedida última. Cuando el Cristillo al fin reanuda el paso, la campana de los reos traslada su temblor al plenilunio, anunciando la madrugada. La turba acecha en los callejones y la sordina de algún ronco tambor irrumpe a destiempo anticipando el clamor del Jesús de la mañana. Todavía entre las sombras de la anochecida, Jesús orando en el huerto se estremece en esa danza que los olivos absortos entre tinieblas ensayan y un poco más tarde, amarrado a la condena que precede a la esperanza, Jesús ofrece al sayón la promesa de su espalda.


Volviendo al inicio se acerca el final. El Júcar refleja púrpura, las ramas parecen lanzas, la hoz entera cobija a Jesús, el de la caña. Cuánto amor en esa herida, cuánta dicha demorada, cuántas noches de vigilia van sosteniendo su marcha. Cristo cae y en su deriva, nuestra derrota se ensancha por ese puente de luto que Jesús camina en andas. El silencio se oye apenas en las horquillas calladas. Una madre bajo un palio de soledad y alborada, va despidiendo a su hijo que tras la esquina se apaga. Por seguirte en el calvario que paso a paso te amarga, la tarde de Jueves Santo mi corazón te acompaña.