viernes, 30 de abril de 2021

NOMADLAND


La ceremonia de los Óscar aparece cada año reponiendo en nuestra mirada el recuerdo adolescente de la expectación pegada a la pantalla, cuando por fin llegaba el conticinio y la madrugada aún no terminaba abruptamente en la jornada laboral. Por aquel entonces, algunos veíamos la última de las películas nominadas la misma noche del acontecimiento y una vez cumplidas nuestras obligaciones cinéfilas, hacíamos la quiniela sobre las páginas satinadas del Fotogramas, en las que el boli bic cristal resbalaba un poco al marcar la cruz en la casilla del mejor actor secundario. Hoy las plataformas nos facilitan la tarea de alcanzar la ceremonia convenientemente informados, ya sin aquella ilusión mitómana por las películas que nos hacía vibrar de indignación si tras la letanía del “the winner is”, la agraciada era “Gandhi” y no “Veredicto final”.

 

Cuarenta años después de aquella fiebre, preferimos encadenar los capítulos de una serie desde la fila cero del sofá, pero de vez en cuando brotan gemas que provocan la emoción de antaño y sobresalen entre el panorama anodino del cine actual. La de este año es “Nomadland”, película cuya nominación hubiera sido imposible en ese futuro de diversidad en el que la Academia de Hollywood impedirá que opten a los premios las cintas que no cuenten con un protagonista perteneciente a una minoría racial. El desarraigado “casting” de nómadas blancos de la América profunda cuya felicidad reside en una furgoneta, hubiera debido incluir un treinta por ciento de etnias alternativas para ver premiada la labor de su directora Chloé Zhao, de origen chino, la segunda mujer en la historia que gana en esa categoría.

 

“Nomadland” es el arte de reinventar la poesía filmando actividades tan prosaicas como la recogida de la remolacha. Las historias de los desheredados de la crisis económica de 2008 encuentran en la escritura minimalista de Zhao el tono exacto de su propuesta vital, la elusión de lo superfluo, el elogio de la frugalidad, convirtiendo la necesidad de vivir en una economía de subsistencia en una elección compatible con la alegría. En las costuras más injustas del capitalismo también habita la redención del hombre solo, si te acostumbras a dormir sin echar de menos un colchón mullido, un cuerpo al costado y sabes dimitir de la dictadura de la sociedad de consumo.


En este caso, el hombre solo es una mujer, Fern, inolvidable Frances McDormand, cuyo rostro es un lienzo capaz de contarnos las heridas del pasado sin un gesto de más. Frente a las opciones de vida convencional que se le ofrecen en el camino, Fern escoge el estoicismo agreste de la libertad, el sentido telúrico de la existencia y el abrigo de la naturaleza para enfrentar la senda sin miedo, porque no puede haberlo cuando se ha perdido casi todo y tu principal problema es encontrar un sitio en el mundo donde aparcar.

 

Esta “road movie” con hechuras de “western” sin malos, no necesita enfatizar su mensaje contra la explotación laboral que ejercen las grandes corporaciones para hacerse entender. Los nómadas que la protagonizan son en la mayoría de los casos, personajes reales que representan al millón de personas que en Estados Unidos ya no persigue las uvas de la ira y vive en casas rodantes, transitando el reverso del sueño americano, ése en el que la Navidad se celebra cenando una hamburguesa en un camping de Amazon en el que no es probable la aparición de Santa Claus.

 

Como el soneto dieciocho de Shakespeare que recita Fern ante un joven perdido, “Nomadland” está destinada a perdurar y con ella, la historia de estas gentes sin casa pero no sin hogar, cuya vida está llena a despecho del frío y de las ruedas pinchadas, la intemperie cubierta por la amabilidad de los extraños, la soledad buscada esculpida en plano secuencia. Una filosofía especialmente valiosa para estos tiempos pandémicos en el que nadie está exento de salir malherido de las incertidumbres del destino. Nos vemos en el camino.



martes, 20 de abril de 2021

MIGAJAS EN EL PARQUE

Con motivo del bicentenario del Prado, nuestras autoridades inauguraron recientemente una exposición de las obras maestras de la pinacoteca en el Parque de San Julián. A lo largo de su ala norte, se disponen en paneles del mismo tamaño, fotografías a escala real de los cuadros más famosos del museo, casi todos de un gran formato que excede de la medida del panel, de tal manera que sólo se ofrecen los detalles centrales del cuadro y a veces reproducciones mutiladas, convirtiendo el montaje en un quiero y no puedo impropio de uno de los museos más importantes del mundo que en lugar de repartir por la geografía nacional el exceso de obra que tiene almacenada entre sus fondos, se ha inventado estas migajas para distracción del personal.


La muestra es una metáfora involuntaria de la actitud eterna de las administraciones con ciudades desheredadas de la fortuna como la nuestra, quintaesencia de la denominada España vacía por obra y gracia del abandono permanente a la que la someten los gestores de la cosa pública a cualquier nivel que se tenga a bien escoger. No es que no sea agradable darse una vuelta por el parque de nuestra infancia y dejarse acariciar por la brisa primaveral mientras se contempla cómo los Reyes Magos de Rubens adoran a un Niño Dios ausente de la imagen, pero en una ciudad tan bien dotada como la nuestra en cuestión museística, se echan en falta inversiones reales en materia productiva y sobran bombos y platillos para inaugurar una colección de fotos que podemos encontrar en la enciclopedia de arte que adquirimos en su día, para que sus tomos hicieran juego con las cortinas del salón.


Quizá sea un problema mío y me falte aún la perspectiva suficiente para analizar el asunto, del mismo modo que el detalle ofrecido de “Las meninas” mitiga el efecto del punto de fuga creado por Velázquez para que el espectador asombrado pudiera tocar el aire recreado por el maestro. Mediada la legislatura local y autonómica, no se advierte el beneficio que la conjunción astral del mismo partido en la gestión de las tres administraciones que nos desgobiernan, está generando en el futuro de nuestros hijos, la despoblación progresiva de nuestra tierra convertida en horizonte ineludible y origen del desinterés de la política en remediar los males de una provincia con escasa fuerza electoral.    



Pasan los años y la ciudad languidece con la excusa final de la pandemia como pretexto óptimo para la inacción. Los proyectos se anuncian y el ciudadano los ve pasar como el que se para en el parque enfrente de “El descendimiento” de Van der Weyden y contempla el desaguisado que se ha cometido con la mágica estructura de la obra, cuya reproducción comparece decapitada de forma similar a nuestras esperanzas en que las promesas publicitadas se conviertan en realidades tangibles. La memoria conquense es pródiga en el recuerdo de las batallas perdidas de la capitalidad, la universidad, las comunicaciones y el desarrollo industrial y sin embargo, el turnismo eterno se enquista en las instituciones, convirtiendo la deseable alternancia política en un instrumento inútil para alcanzar la necesaria regeneración de este lugar.

Como si nuestro destino vagara por la laguna Estigia sin moneda alguna que entregar a Caronte para llegar al paraíso, la accesibilidad al casco antiguo es el último ejemplo de cómo la desidia y el conformismo pueden prolongarse durante ochenta años asolando el porvenir. Desde 1940 llevan nuestros próceres aplicando a esa cuestión la doctrina marxista de Groucho sobre la política como el arte de generar problemas, encadenar proyectos disparatados y encontrar las soluciones equivocadas, cuya ejecución se dilata en el tiempo sin aparente razón. Varias generaciones después, la ciudad parece estar todavía varada en aquella época en cuanto a la contestación social que merece el tratamiento que recibe.

 

La exposición del parque ha sido muy bien acogida por el público, si hacemos excepción de la cagada de paloma que adornó temporalmente el panel de “La maja desnuda”, hasta que fue parcialmente limpiada por un operario municipal. 



sábado, 3 de abril de 2021

SU LUZ ILUMINA ESTOS TIEMPOS OSCUROS


Tres años sin poder seguirlo en su camino. La lluvia, la enfermedad y la imprudencia nos han hurtado la centenaria maravilla, la dicha incomparable de convertirse cada año en uno de los que lo escoltan en la calle, el privilegio de contemplar desde la penumbra del capuz cómo en la tarde quieta se mece el ala leve de su clámide.

Sólo la herida de la guerra entre hermanos había provocado en el pasado una ausencia semejante. Ni siquiera la mal llamada gripe española, aquella otra epidemia cuya tercera oleada se extendió con virulencia por Cuenca durante la primera mitad de 1919, impidió que se desarrollaran con normalidad las procesiones de Semana Santa en el mes de abril. Cien años después, el triduo es íntimo, el fervor, callado. En los peores momentos de encierro no tuvimos el consuelo de visitar su capilla para sentir el amparo de la imagen amada, apenas unos minutos junto a su altar hubieran bastado para mitigar la incertidumbre.


Para el exiliado extramuros de la ciudad de los días azules, no portar su caña el Jueves Santo fue la más lacerante de las renuncias que nos impuso el virus en esta época de ansiedad y lejanías, de luto y soledades. La morada que construimos en otro lugar, quedó convertida en refugio inhóspito cuando llegaron las fechas en las que el alma pedía partir al encuentro de la infancia, en persecución de ese ambiente único que viste de alegría las calles de Cuenca abrigando el regreso del desterrado. Por las plazas empedradas de nostalgia, transcurría entonces la memoria del confinado, repasando cada recodo del recorrido mágico que aún debe conservar nuestra huella en sus entrañas, rememorando la emoción de la impaciencia por divisar la añorada silueta del Padre enmarcada en la puerta del templo, añorando la maravilla del sol filtrándose por las enredaderas de Alfonso VIII cuando el quejido del miserere sobrecogía la tarde. Mientras contemplábamos marcharse el día más querido por un horizonte vacío, un estruendo de horquillas como lanzas latía en los oídos del expatriado y con la oscuridad llegó el recuerdo de las lágrimas que surgen cuando se asiste a la despedida de Jesús, el de la Caña, atravesando la noche sobre el reflejo púrpura del Júcar, acompañado sólo por los más leales, apenas cobijado por la hoz.



Tras aquel silencio, el fin paulatino de las restricciones fue permitiendo trasladar las oraciones desde la casa al templo, la voz interior se hizo plegaria y al corazón nazareno se le permitió mostrarse en la intimidad de su cercanía y encontrar en su mirada, bálsamo para el sufrimiento, fuerzas para seguir aguantando. La Hermandad pudo por fin honrar en su despedida a los hermanos fallecidos y retomar las actividades que le dan sentido más allá del desfile procesional, el rezo de las cinco llagas como símbolo que nos conecta con nuestros orígenes en el Cabildo de la Sangre de Cristo y mensualmente nos ayuda a superar el dolor en comunidad. Porque hermandad es mucho más que cofradía y su calor debe arroparnos todo el año, en este tiempo de distancia y desaliento en el que no está permitido el fuego salvador de los abrazos.  

Una historia de cinco siglos tras su cetro nos marca la senda por la que discurrieron las generaciones que nunca dejaron de venerar su gloria, a despecho de la agresión de la guerra, de las pestes y revoluciones, sin desfallecer en el servicio de aquellos cometidos que nadie realizaba, la asistencia al desvalido en el momento de su muerte, el acompañamiento del reo abandonado por todos. Con el viento a favor de la bonanza o frente a la dificultad de la escasez, la tradición nos manda continuar representando su mensaje de caridad y redención, en una misión que debe ir más allá de la exposición pública de nuestras mejores galas cuando llega la Pascua. La costumbre de hermanarse sobrevivirá a esta nueva posposición de nuestro anhelo natural de compartir su majestad sobre las andas, de sentirlo más cerca que nunca cuando desciende a nuestra altura en la calle del Peso, de pregonar su belleza cuando descansa ante la Catedral. Volveremos a atesorar la fortuna de renovar el esplendor de su presencia en la calle y en la plaza. Hasta entonces, el Señor espera en el recogimiento y la compañía de los que a diario acuden a cobijarse en el fulgor de su llamada. 

Su luz ilumina estos tiempos oscuros.