lunes, 5 de junio de 2023

CRÓNICA DE SAN ISIDRO 2023: LA FERIA DEL FRÍO.




La lidia de toros bravos es el acontecimiento más subversivo que aún resiste en el entorno de puritanismo políticamente correcto que nos toca transitar. En una sociedad anestesiada por el conformismo, la mentira y la banalidad, la asistencia a la plaza supone la posibilidad de introducirse todavía en un microcosmos anacrónico que nos reconecta con la emoción del enfrentamiento del hombre con la muerte, un escenario raro por opuesto a la realidad que espera en el exterior, en la que todos los estímulos tratan de alejar al transeúnte de la más ineludible verdad de la existencia.

Me refiero a la tauromaquia clásica, no al toreo moderno, el trampantojo en que la tienen convertida los mercaderes que aspiran a obtener beneficio particular de lo que siempre fue el último reducto de valores eternos como la gallardía y el afán de superación. Como en otros órdenes de la vida, el ser humano trata de buscar siempre el atajo para llegar al triunfo por el camino más cómodo y en ese empeño, sacar tajada sin importar cómo. La lucha entre lo esencial y lo accesorio, la pelea entre la pureza y la mistificación se produce cada tarde de toros en las Ventas, y los participantes en el debate de los tendidos entablan una contienda filosófica que como dijo Ortega, reproduce el escenario social de la nación que asiste extramuros a la crisis de una época varada en la confrontación entre los principios de una generación que se retira y otra que aspira a sustituirla impugnando sus verdades, acaso como sucedió siempre. 

El espíritu fundamentalista de la plaza que tradicionalmente mantuvo la seriedad de las Ventas como cátedra donde exponer la esencia del toreo clásico para enseñanza de los neófitos de aluvión, sigue resistiéndose a quedar sepultado bajo esa nueva tauromaquia “fake”, jaleada por el público menos exigente que expresa su satisfacción en el número de trofeos cosechado en el festejo. En la controversia, la empresa trabaja a favor de la decadencia del rito, convencida de que la menor exigencia del cliente, aumentará sus beneficios con mayor facilidad. En esa estrategia está la clave del planteamiento de la feria de este año, en donde las ganaderías que atesoran las reservas de casta de la cabaña brava han ocupado un lugar testimonial, desplazadas por el toro más bonancible exigido por las figuras y preferido por el público festivo que convive mejor con un espectáculo sin sobresaltos, más cercano a un evento deportivo incruento que a la ceremonia taumatúrgica marcada por el peligro y la incertidumbre. De esta manera, la liturgia de poner en juego la vida sometiendo a una bestia indómita y creando belleza en el envite, va perdiendo grandeza al convertirse en un ballet amanerado interpretado frente a un animal cercano a la domesticidad que no precisa de dominio alguno y ante el que no hay que conjugar el canon ancestral de parar, templar, cargar la suerte y mandar en la embestida, sino que basta con acompañar el viaje de un bicho que ya sale vencido del chiquero. El toro queda desplazado de su significado esencial y totémico y es degradado a mero pretexto de un entretenimiento banal.

En esa deriva se enmarcan episodios como el protagonizado por el eximio Eutimio, el presidente de la corrida de Garcigrande que comenzó aprobando un encierro sin trapío para Madrid, luego concedió dos orejas a Emilio de Justo sin merecerlo y acabó sacándose de la manga por sorpresa el pañuelo azul sin que nadie pidiera la vuelta al ruedo para el toro, que eso sí, satisfizo a su criador con los criterios en base a los cuales fue concebido y seleccionado, esto es, pasar sin pena ni gloria por los dos primeros tercios y embestir con cierta pujanza en la muleta. El triunfalismo que mueve los engranajes de ese nuevo concepto de fiesta alejado del rigor consustancial a la categoría de la plaza, se cobra una puerta grande inmerecida y por mucho que Emilio de Justo tenga un rincón especial en el corazón de la afición después de la espeluznante voltereta que truncó su temporada el año pasado, los goznes de la gloria no pueden activarse si no se ha toreado por derecho al natural y la estocada ha caído baja.

Esa tarde, como un acto más de la campaña electoral que este año ha contaminado el entorno de la feria, Telemadrid comenzó la emisión de las corridas en abierto que se prolongó hasta la jornada de reflexión. El festejo del 28-M ya no fue necesario televisarlo porque hubiera restado audiencia a las fanfarrias preparadas para pregonar el triunfo de la reina de Madrid, que aprovechó el inicio de las retransmisiones del evento para que su aparato publicitario invadiera el palco real en plena corrida con los preparativos de la emisión del telediario. Además de la discoteca verbenera que nos despide cada tarde y los chiringuitos en el templo por doquier, nos quedaba por ver la prostitución del vacío aposento para la entronización de la propaganda al servicio de Ayuso y mientras Morante pasaba su quinario y Eutimio trabajaba para las fuerzas del mal, las luces que despedía el palco parecía que cegaban a las gentes y contribuían a ocultar el sindiós acontecido en el ruedo.

El sumo sacerdote de todo este tinglado se llama Julián, pero el que llena las plazas es Roca, con Morante de tuerto en el arte de destapar el tarro de las esencias cuando la suerte le es propicia en el reino del toro descastado. Tampoco sucedió esta vez. Morante sigue pagando su infortunio con los sorteos mas en el pecado lleva la penitencia por dejar que su lote lo siga escogiendo alguien con trazas tan patibularias como el Lili y por anunciarse con animales alejados del tipo y comportamiento que podrían sentar las bases de un triunfo definitivo en Madrid. Y a pesar de todo, se le sigue esperando y la plaza luce con otro brillo cuando se anuncia el de la Puebla del Río. Bastaron una media y una serie en redondo para que Morante barriera todo el toreo espurio desarrollado en la feria hasta ese momento. La parte alta del escalafón es un erial en el que el cigarrero gobierna sin oposición, enfrentado al feísmo del poderoso de Velilla y a las maneras populistas del virrey del Perú. Sin fiereza alguna que dominar, y con el público a favor de obra es incomprensible el petardo que ambos pegaron en sus comparecencias de no hay billetes, en donde todo estaba preparado para que el clamor de los isidros se impusiera a la contra de los disconformes y el viento que azotaba las telas amainara para permitirles desplegar su destoreo contumaz. Y así hubiera sido en una plaza que acostumbra a jalear los mantazos infumables como oro molido, si no hubiera mediado su desastre en la suerte suprema que tiene que ver menos con la mala fortuna que con las maneras con las que ambos hacen la cruz, despeñados por la falta de compromiso con la rectitud en la interpretación del volapié.

La estructura de la feria urdida por la empresa en la estrategia de reducir el número de festejos que hasta este año completaban el tradicional mes de toros en Madrid, ha vaciado de contenido el ciclo en un empeño por concentrar lo mollar en las fechas cercanas al fin de semana haciendo del “juernes” el día clave del inicio del botellón en torno a la plaza de las Ventas. La feria de San Isidro se ha convertido así en la feria del gin-tonic y al reclamo del combinado y el “chunda chunda” que se monta apenas se arrastra el último toro, los gestores de la cosa taurina consiguieron agotar los abonos gratuitos para jóvenes en busca del ingreso atípico generado en torno a las barras que anegan el templo. Por eso, tras la bacanal del “finde”, conviene configurar el lunes como fecha de descanso, dejar para el martes la novillada y el miércoles para los toreros modestos, cuya cuota se ha reducido enormemente disminuyendo las posibilidades de que un “outsider” sin padrinos dé la sorpresa y se instale en la mesa de los elegidos, tal y como sucedió siempre, sin ir más lejos, el año pasado. El último intruso que aprovechó la isidrada para revelarse fue Ángel Téllez y la huella que dejó la temporada anterior nos mantuvo en la piedra de la andanada aguantando el frío pelón de este mayo invernizo por ver si después de su terrible voltereta al quitar por gaoneras a despecho del ventarrón que ceñía el capote a su espalda en el toro de Luque, salía de la enfermería para calentar nuestra avidez de pureza con unas gotas del toreo al natural que nos iluminó hace un año. Tuvimos que esperar hasta el cuarto para constatar que aquella revelación se ha convertido en vulgaridad, aunque nuestra magnanimidad prefirió aguardar hasta su segunda tarde para confirmar los malos augurios. 

Sin embargo, cuando el toro reaparece, todo es posible y hasta la avidez económica de la empresa deja un resquicio para los tiesos. La corrida de Santiago Domecq fue la más completa del ciclo a despecho de su apellido y de la lidia sin lucimiento en los primeros tercios con la que fue obsequiada por los matadores y su peonaje, con la excepción del otro triunfador de la feria, ese subalterno extraordinario que atiende por Curro Javier, un virtuoso con los palos que encuentra toro en todos los terrenos y con un capote de brega erige catedrales. En cambio, Fernando Adrián deconstruyó el toreo emulando a su homónimo catalán en los fogones, pero con peor aroma. En su descargo debe decirse que sorteó el que los jurados premiarán como el toro de la feria, Contento, número catorce, cinqueño, negro de capa, que parecía ir herrado con la máxima de Belmonte. “Dios te libre de un toro bravo”, podía leerse en cada una de sus embestidas y la dignidad del muchacho era estar por allí, cocinando las opciones de triunfo con los ingredientes del toreo en línea, la voluntad y el trallazo, y su innegable entusiasmo para condimentar la vulgaridad. Los comensales probaban de todo y todo les servía, lo malo y lo menos malo, el mérito y la incapacidad, y conseguida la primera oreja con la inestimable ayuda del lobby de los mulilleros de la propina, todo su afán era alcanzar el placebo de la puerta grande, allá penas si a la estocada final la había precedido un metisaca infame. 

Esto está del revés. Durante mucho tiempo hemos convivido con la degradación de los gustos del público, en la confianza de que reaccionaría cuando surgiera el toreo verdadero, el que pone a todos de acuerdo. Sin embargo, hay indicios que más bien señalan lo contrario, como sucedió la tarde de la corrida mixta, ese engendro que de vez en cuando nos cuelan para que el abonado pueda llegar media hora tarde a su localidad, disfrute de los ascensores vacíos y no tenga necesidad de echar el bofe por las escaleras que conducen al paraíso. Y es que, mientras la propuesta clásica y sin trampa de Ureña pasó inadvertida, el neotoreo superficial de Ginés Marín se premió con la oreja de la frustración del sexto, premio de consolación para faenas sin fuste diseñadas para recabar los aplausos fáciles al abrigo de la solanera, que ésta patrocina para marcharse del tendido con la sensación de haber asistido a un acontecimiento, cuando en realidad se ha aburrido más que viendo un partido del Atleti. Quizá sea por eso que cuando todo se compone y el concierto de trapazos se remata con la coda habitual de manoletinas como salidas de una cadena de montaje y todo culmina en la estocada desprendida habitual, surge un clamor en la plaza similar al griterío que brama tras un gol.

Y es que, poco a poco, la Plaza de toros de las Ventas va adquiriendo la condición de estadio. La última novedad en la mutación es el cruce de improperios que sucede cuando un sector de la afición denuncia el fraude del ruedo y los aguafiestas son tratados con la acritud que se reserva a las galopadas de Vinicius en Mestalla. Creíamos estar todavía lejos de las atrocidades que se escuchan en el fútbol, y valorábamos el costumbrismo con encanto de las querellas de corrala que hasta ahora se sostenían en la plaza, pero por lo visto vamos a tener que convivir con este nuevo público y con la estela de alcohol que dejan sus exabruptos.
 
Todos estos rifirrafes desaparecen en las contadas ocasiones en las que el toro impone su ley en la arena y se dejan de escuchar en los tendidos los “vivaespañas” del tedio. Sucedió en la tarde en la que la ganadería de José Escolar volvió a dictar su lección de casta y trapío en Madrid y se encontró con tres toreros en sazón para hacer frente a los grises que en estos momentos mejor defienden el honor de Albaserrada en la cabaña brava nacional. López Chaves se despide de las Ventas sin aliviarse, acreditando en su última tarde las mismas señas de identidad que han definido su carrera de profesional avezado en el arte de la lidia del toro íntegro. Gómez del Pilar vuelve a anunciarse con los mismos toros que le dieron gloria y hule en la isidrada anterior y esta vez sortea a Cartelero, un cinqueño premiado con la vuelta al ruedo cuya encastadísima embestida no acierta siempre a descifrar, en una labor general de mérito premiada con la oreja de un toro que hubiera desbordado a las figuras acostumbradas a sacar pecho ante los animales que no generan la incertidumbre en cada pase.

Y Robleño. Fernando Robleño. Veintitrés años de alternativa, anunciado para matar la corrida de Escolar y la de Adolfo, ahí es nada, experto en auscultar las claves del comportamiento del encaste a base de ir sobando a sus toros con el oficio de su muleta sabia que va abriendo los senderos del dominio con pases de uno en uno, como quien enseña a un adolescente a obedecer. Una tarea que se construye con paciencia y firmeza, seguridad en los toques y templanza en las telas, hasta que el toro se entrega en la ligazón postrera que recompensa los esfuerzos anteriores y los eleva a la categoría de proyecto con estructura, unidad y sentido, tan alejado de la mayoría de las faenas que contemplamos cada tarde, planteadas desde la incoherencia y la falta de personalidad. Pareciera que toda esa labor presente en sus tres actuaciones previas era una preparación para el encuentro con Aviador, nombre de resonancias míticas en la ganadería de Adolfo Martín, que rinde honor a su reata haciendo el avión en la muleta de Robleño, al que le bastan ocho o diez naturales para hacer rugir a la plaza con el bramido ronco reservado para el toreo hondo. Uno quiere creer que en todas esas otras faenas superficiales premiadas tras el recuento frío de un sarpullido de pañuelos, el olé surge más agudo, como procedente de gargantas que aún no saben diferenciar el toreo fácil del verdadero, el cual en cambio es saludado con la gravedad que merece su condición de acontecimento. Y atisba la esperanza de ganar para la causa a los espectadores de ese domingo que apenas ocuparon poco más de media plaza y se levantaron de sus asientos como nosotros, urgidos por la necesidad de gritar a los cuatro vientos la verdad del toreo eterno, la que interpretó Robleño en el sitio exacto, inspiradísimo en el cite, el remate y la ligazón, abandonándose por fin después de tanta lucha. Para su desgracia, esa sabiduría desaparece cuando toma el estoque, se esfuma la técnica y el corazón desfallece, y se suceden los pinchazos y las estocadas defectuosas. De lo contrario, hubiera cortado en esta feria no menos de cinco orejas, pero esos despojos de la estadística no pesan tanto en la memoria como la huella que queda tras su lección.     

En cambio, el retorno de Castella con cinco puertas grandes en su esportón ni siquiera es capaz de generar la clásica ovación de bienvenida al reaparecido, tal es el rastro que han dejado esas faenas en nuestro complicado cerebro. Sin embargo, como una manifestación evidente de la teoría del eterno retorno, el francés consigue la sexta puerta grande y el año que viene no guardaremos recuerdo alguno de su receta revenida, esta vez menos encimista, cuyo principal ingrediente es la quietud y la ligazón frente a un jandillita embestidor que el viento obliga a torear en el tercio. Una buena serie de naturales y una gran estocada valen las dos orejas según el listón del eximio Eutimio que esta vez refrenó sus ansias de sacar de nuevo el pañuelo azul. 

Castella es el mejor parado en esta feria de una generación que se mueve en torno a los veinte años de alternativa y aunque ha triunfado reiteradamente en las Ventas, sus representantes no han conseguido alcanzar la condición de toreros de Madrid que el foro sólo reserva a los elegidos. Comparecen cada año ante nosotros como si se les debiera algo y aún pretenden que se les abra cartel para lo cual hay que meterlos con calzador en las alternativas de San Isidro, y ahí es donde al toricantano se le pone cara de equino, porque viene a desempeñar la misma función que el caballito del rejoneador en las corridas mixtas. Su innegable técnica no es capaz de poner a favor de obra su pretensión de recuperar el sitio perdido, porque cumplen sus contratos con el ánimo de un funcionario, aunque a veces, por un momento, el viejo clamor vuelve a la plaza cuando Manzanares pone su exquisito empaque al servicio del ceñimiento, Perera consigue revisitar su temple extraordinario sin refugiarse en la ventaja o Talavante se centra en el toreo fundamental que le hizo grande y deja de emular causas ajenas. Alejandro llegó a adquirir la condición de consentido de Madrid y los rescoldos de ese privilegio aún encienden los tendidos a poco que el extremeño los alienta con sus morisquetas, pero la esperanza de que su toreo se amalgame de nuevo en una obra con enjundia tiene la misma credibilidad que una promesa de Sánchez.

Y quién toma el relevo, si Rufo muestra ya síntomas de adocenamiento tan sólo un año después de su confirmación de alternativa, Francisco de Manuel no consigue ir más allá de sus maneras novilleriles y Pablo Aguado, nos hipnotiza con el ritmo irreal de su capote y nos devuelve a la realidad del quiero y no puedo con la muleta. Apenas podemos engancharnos a la frescura de Leo Valadez, al valor sonriente de Román, o al estoicismo sin cuento de Adrián de Torres, para entretenernos en espera de que alguien tome de nuevo el cetro y recupere la excelencia para el toreo clásico.

Pese a todo, la feria termina bajo el signo de la grandeza. En la última tarde cedió la lluvia y se abrieron los cielos para que la leyenda de Victorino se renovara desmintiendo el horizonte de comercialidad al que se encaminaba en los últimos tiempos, tan ajeno al honor de la divisa. El hierro de la A coronada restituye en el abono el estatus del toro de Madrid, reventando la cantinela de la ausencia de toros en el campo que se usaba para justificar el desastre ganadero circundante. Seis tíos de irreprochable presentación cuyo comportamiento en los caballos hubiera sido más lucido de no ser por el desierto en que se ha convertido el tercio de varas durante toda la feria, debido a la ausencia de lidiadores que sepan poner a los toros en suerte como es debido y a la falta de afición de los picadores por torear a caballo y dejar la puya en el sitio adecuado. Seis galanes astifinos hasta decir basta, de los que piden el carnet a los que se ponen delante y saben en todo momento lo que se dejan detrás, toros que devuelven la emoción a la plaza, el ingrediente mágico que acaba con los silencios impostados en los tendidos y derrama los cubatas sin compasión. Y dos toreros del gusto de Madrid, Paco Ureña y Emilio de Justo, desbordados por el torrente de casta de sus respectivos lotes de cárdenos cinqueños que ofrecieron posibilidades de triunfo cuando sus matadores oponían poder y mando a su fiereza y evidenciaban su impotencia muletera cuando éstos se limitaban a acompañar sus embestidas. Bastante hicieron con no eludir el compromiso y allegar valor cuando no hallaban la técnica precisa para reunir en veinte pases los buenos momentos aislados que su torería encontró en la pelea. 

La corrida de la Prensa cierra el ciclo como estrambote extraño a un conjunto descorazonador. La empresa confunde el superávit en sus arcas con el éxito artístico de la feria y es que la vida nos parece maravillosa cuando las penas se digieren con pan. La elevación de los precios de las localidades fuera de abono ha sido acogida con suficientes carteles de no hay billetes para justificar que se consolide la traición al espíritu de José Gómez Ortega, el rey de los toreros que concibió la monumentalidad de la plaza para permitir el acceso a la misma de todos los bolsillos. Quizá por ello, este año no se programó festejo alguno el día 16 de mayo para que en el tradicional minuto de silencio por Joselito que se guardaba esa tarde, la plaza no se hundiera de vergüenza sobre sus cimientos gallistas.