lunes, 30 de septiembre de 2019

FERIA DE OTOÑO I: LA APOTEOSIS DEL FEÍSMO

Paco Ureña

El primer fin de semana de la Feria de Otoño del 19 giraba en torno al plato fuerte del desafío entre dos de los triunfadores de la isidrada anterior, como si la mente diabólica del gatopardo de Nimes se hubiera propuesto enfrentar mano a mano impostura con pureza y modernidad con clasicismo, para que así quedara patente en una misma tarde, sobre la arena de las ventas, la diferencia entre la mentira y la verdad. La propuesta fue respondida con un lleno en la última jornada del veranillo de San Miguel pero el dilema sobre quién había llevado a la gente a la plaza se resolvió pronto cuando al romperse el paseíllo, la afición conspicua sacó a saludar a Paco Ureña en recuerdo de la eclosión de su toreo en la penúltima tarde de San Isidro y sin embargo protestó a Perera cuando el lorquino le obligó a compartir la ovación por aquella puerta grande tan cuestionada en el día del patrón, por la que se llegó a pedir la dimisión del presidente Gonzalo de Villa, que aún sigue en el palco.

El vídeo de la tarde debería ser de proyección obligatoria en las escuelas taurinas para explicar a las figuras en ciernes la diferencia existente entre torear y destorear. Torear es lo que hizo Ureña con el primero de su lote, un Cuvillo bautizado Ricardito, número 200, un cinqueño de marzo del catorce que ya fue sobrero en la tarde de su triunfo grande y que desde entonces si las fichas de ambas corridas no mienten, ha perdido nada menos que 26 kilazos sin necesidad de pasar por Naturhouse. Ureña construye una faena que comienza a cimentarse con los materiales habituales del estatuario ensimismado, el trincherazo hondo, el ayudado de seda y el de pecho triunfal, un preludio maravilloso que logra el efecto de que dejemos de cuestionar al toro y nos abandonemos a la gloria del toreo, como siempre ha pasado. Cuando Paco levanta las paredes del toreo fundamental, el toro se derrumba y el torero tiene que apuntalar la obra empleando el material del temple, a media altura pero siempre en el sitio, encajado y natural. El poso de la gran temporada que lleva a las espaldas le ha llevado a asentarse como torero, a pensar más en la cara del toro, a medir las faenas, a no atropellar la razón. Se suceden los pases cada vez con más ajuste, con más empaque, con más verdad y en un cambio de mano interminable, llega el clamor en el que se instalará la plaza hasta la estocada final, la pureza en la ejecución de la suerte va acompañada de la colocación un punto contraria. Oreja de ley.

Oreja de ley

Antes de la lección de Ureña, Perera explica lo suyo a las buenas gentes pero aunque el primero de Juan Pedro se mueve con nobleza, el diestro no logra poner en marcha el mecanismo de las ovaciones con su propuesta trapacera y despegada. Después con el tercero de Victoriano del Río, tampoco funciona la cosa a pesar de que pareciera que las formas de Ureña han obrado el milagro de conducir a Perera por el camino del gusto y la reunión, sobre todo en las verónicas de recibo que interpreta genuflexo y en un galleo torerísimo por chicuelinas de mano muy baja, pero el toro no colabora en el asunto de la movilidad en el último tercio, elemento imprescindible para encender la mecha de los fuegos de artificio del toreo moderno. Con todo, debemos agradecer a Perera que haya sumado a su extraordinaria cuadrilla de esta tarde, la sabiduría lidiadora de José Chacón, por si la tersura del capote de Curro Javier y la brillantez con los palos de Ambel y Arruga, no resultaran argumentos suficientes para engalanar la tarde.

Ureña no dice gran cosa con el jabonero cuarto de Juan Pedro y la corrida se desliza por la cuesta abajo de la mediocridad cuando sale el quinto de Núnez del Cuvillo, ganadería seleccionada para la docilidad en la muleta, de nuevo muy blandito y justo de presencia, muy protestado en los primeros tercios. Perera apuesta por el toro y lo cita de largo en los medios, y allí acude el Cuvillito alegre, dejando atrás las claudicaciones precedentes, encontrando en la muleta que se mueve allí a lo lejos un señuelo que no le obliga nunca, que jamás lo quebranta, al que el animalejo persigue incansable una y otra vez, sin preguntarse por el hombre que hay detrás del engaño, aquél que fue capaz de aguantarle el paso en Madrid a la apoteosis tomasista de 2008, con otra propuesta de mayor compromiso que le hizo adquirir el prestigio y cobrar lo suyo en cornadas. A partir de ahí nació otro torero que aprendió a basar su poderío en conducir el viaje previsible sin estrecharse nunca en el embroque, en mecanizar tarde tras tarde la técnica innegable de saber hurtar el cuerpo a la embestida con el birlibirloque del pico y la pierna retrasada y para qué volver al terreno donde los toros cogen si el público sigue aplaudiendo la función, incluso en este Madrid que brama con Perera después de haberse entregado a Ureña, debe ser que cuando hay hambre la mortadela sabe igual que el buen jamón. Un pinchazo sin soltar y un metisaca en los bajos desbaratan el triunfalismo que ya tenía preparada una nueva puerta grande para culminar el despropósito.

Perera en la distancia

En el fin de fiesta, restaba por salir el último de Victoriano del Río, que el presidente trató también de aguantar por ver si se obraba de nuevo el milagro del tullido. Un batacazo del toro tras el segundo par de banderillas desengañó al usía y un brevísimo pañuelo verde dio paso a un sobrero de José Vázquez, el de los toros indultados en las plazas de Maximino Pérez, en sus predios de Illescas y Cuenca. Pero si naciste para martillo, del cielo te caen los clavos. Si Ureña creía que iba a acabar la tarde sin sobresaltos no tuvo más remedio que volver a la dureza de antaño y soportar parones y tarascadas de un pregonao que al sentir la disposición del torero, tuvo que claudicar, podido en las tablas donde el triunfador incontestable de la temporada, acabó con sus días de estocada desprendida en la suerte de recibir.     

Para la segunda tarde, el extraño cartel que compuso la empresa sólo tenía sentido si lo que se intentaba era contraponer la plasticidad con el feísmo, la naturalidad con el tremendismo, las finas maneras de Juan Ortega contra las toscas trazas de Juan Leal, con Daniel Luque de testigo absurdo de un duelo imposible. Al final, la enésima moruchada del Puerto de San Lorenzo, atenuó las diferencias entre uno y otro, y ambos comulgaron con parecida escasez de oficio y el mismo empeño en matar a la última.

Lo mejor de Leal es su fondo de valor estoico que acredita en los quites que prodiga y en el impávido comienzo de la faena de muleta al segundo de la tarde, a base de pases de rodillas cambiados por la espalda. Es lástima que al ponerse en pie, su concepto técnico le impida buscar la colocación que admitiría su arrojo y persiga con tanto ahínco la despedida del toro hacia la periferia. En el quinto desperdicia lamentablemente el esfuerzo con que su hermano Marc intenta ahorrar lances en la lidia, para conseguir que el boyancón del Puerto brindara algunas embestidas bonancibles para provecho de la empresa familiar.  Como en la parábola del hijo pródigo, el hermano de oro se gasta la herencia despilfarrando el trabajo del hermano de plata que ya en el segundo se había jugado el pellejo dándole todas las ventajas al toro en un postrer par de banderillas que iba a ser enorme pero concluyó en cogida por fortuna sin consecuencias. Tanta fraternal entrega  para que al final Juanito practicara el toreo al revés, el mismo planteamiento ventajista en la distancia y en las cercanías acabó por aburrir al toro, cansado de aguantar mantazos.

Juan Ortega

Juan Ortega es de aquellos toreros que como ocurría con los curristas, necesitan partidarios que se conformen con verlos hacer el paseíllo, esa forma de venir vestido, esas maneras de andar por la plaza que le separan de aquellos otros que salen de la cara del toro como lo haría el lateral derecho del Atlético de Madrid. Porque después, apenas la compostura. El tercero recibe mil capotazos en la lidia que descomponen su fondo de mansedumbre hasta que acaba aculado en tablas en el tercio de banderillas, situación que resuelve Antonio Chacón con un grandioso par al sesgo. En la muleta sólo apuntes de Ortega insinuando pases que nunca encuentran remate y continuidad. El curso que da Chacón en la lidia del sexto le enseña a su matador que el toreo es posible pero Ortega vuelve a defraudar, medroso en exceso, absolutamente desbordado por un toro que dista mucho de ser un barrabás.

Y Luque. Nadie entiende el ambiente que Luque tiene en Madrid, pero lo tiene. La de veces que hemos venido a verlo en esta plaza y no recordamos alguna tarde en la que nos convenciera, ni siquiera aquélla de hace un lustro en la que abrió la puerta grande también con los del Puerto y de la que no recordamos nada. Seguramente tampoco lo hacen los que le cantan las verónicas lánguidas que acompañan las embestidas mortecinas de su lote, acaso reconociendo la incuestionable hazaña técnica que debe ser manejar el percal sin acabar tropezando con ese pedazo de toldo que gasta por capote, del que saldrían tres de Curro tirando por lo bajo. A pesar de todo, y de que sus dos toros son de diferente procedencia, la que dista del puerto a su ventana, ambos se comportan de manera idéntica al hacerse presentes en el ruedo, barbeando siempre las tablas en busca de la comodidad de la dehesa. Ambos tienen asimismo veinte pases antes de su previsible huida, que digo yo que si ese es el destino seguro que aguarda al trasteo según el vaticinio de los que llevamos contemplando la misma jugada durante décadas en la piedra, resulta inexplicable que los profesionales se empeñen en tirar líneas de manera anodina por las afueras para no atacar a un toro que se va a acabar rajando igual. ¿No sería más aconsejable ponerse en el sitio, meterse en el terreno del toro, ceñir la embestida y vaciarla detrás de la cadera, aunque el toro en lugar de aguantar treinta viajes sólo admitiera diez? ¿Lo sabría hacer Luque? Dicen que en Francia lo hace, pero llegar a las Ventas y apuntarse al carro del ventajismo es todo uno. En fin. 

La feria se abrió con una interesante novillada de Fuente Ymbro que seleccionó un toro nobilisimo en la muleta para poner a funcionar a Tomás Rufo, el triunfador de los festejos nocturnos del verano, que con su primero había dejado la puerta grande entreabierta cortando una orejita fácil por una labor aseada y sin sustancia que solo se elevó en los ayudados por bajo finales. Pero en quinto lugar salió Hechizo, un torito burraco de 534 kg, muy bien banderilleado por Sergio Blasco y Fernando Sánchez que llega al último tercio comiéndose la muleta que le ofrece sin probaturas Rufo en el tercio, en la serie más reunida de su trasteo. Después no hay tanto ajuste en el cuerpo de la faena que tiene momentos brillantes aislados como un cambio de mano monumental flexionando la pierna contraria y otras concesiones más baratas al toreo moderno. La bisoñez del novillero emerge en el amontonamiento lógico de quién sólo lleva apenas una docena de festejos con picadores y al que sin embargo se le apunta el gusto de concluir las faenas a la manera clásica sin recurrir a la peste de las bernardas de moda. Suma otra oreja que permitirá de muevo a un novillero salir a hombros de las Ventas, cuatro años después de que lo hiciera Roca Rey, tal es el erial en que está convertido desde entonces, el escalafón del relevo. También actuaron el Rafi y Fernando Plaza y ambos se fueron de vacío aunque el segundo destaca por su valor estoico en un quite de frente por detrás de pasmosa quietud y en la faena al último de la tarde, un toro complicado ante el que se le apunta el mérito de aguantar entre los pitones mientras escucha como van descorriendo el cerrojo de la puerta grande por la que ha de salir su compañero.

Tomás Rufo



jueves, 5 de septiembre de 2019

BUSCANDO A CHUPAGRIFOS


Cuenca no existe. La ciudad que me vio nacer se desvanece poco a poco, desaparece de la mirada para quedar confinada en el solar del recuerdo. Las paredes del Sanatorio de San Julián que alumbraron a mi generación, su estructura deshabitada expuesta a la intemperie desde hacía diecisiete años, están a punto de dejar de ser el esqueleto donde comparecían los fantasmas del pasado para que se erija un geriátrico en su lugar, triste metáfora del destino de una ciudad moribunda.



El viejo sanatorio formaba una extraña trilogía de la incuria con otros dos lugares asimismo abandonados durante una década por la dejadez de las administraciones. El edificio de la Normal en cuyas aulas recibíamos clase los alumnos de la Aneja, se esfumó hace tiempo víctima de la piqueta. En el espacio mítico donde soñábamos el futuro, se construirá un hotel. El Instituto Alfonso VIII que albergó nuestros primeros pasos de bachilleres, todavía yace clausurado por la demora de las obras de un aparcamiento recientemente terminado. Si la patria del hombre es la infancia, alguien anda por ahí empeñado en derribar sus muros, si un tiempo fuertes, hoy desmoronados. En el recorrido por los escenarios de la niñez, ya no hay tráfico en el circuito del Vivero, los billares del Sastre son un espectro atrapado tras un muro de ladrillo y ni siquiera subsiste el Choco para que podamos comentar la jugada, acodados en su barra de metal. Si aún estuviera abierto el Kiosko del niño para endulzar la herida y el chocolate del Colón todavía pudiera calentar el paladar, aquéllos que regresamos de vez en cuando del exilio para abrigarnos con el amparo de la senda conocida, no andaríamos por ahí desnortados, buscando a Chupagrifos.



Al menos podemos seguir echando un trago en las fuentes del Parque de San Julián, pero el agua ya no sale tan fresca como entonces, cuando teníamos que encaramarnos a su pedestal y abrazarnos al querube para engañar a la sed. Hoy nos persigue otra sed, la que el agua no sacia, la que agudiza la ausencia y convierte a Carretería en un paseo inhóspito a pesar de su bullicio, esa sed a la que nunca dará satisfacción la inútil peatonalización de la nada. Sólo unos pocos nos entenderán cuando les digamos que nunca fuimos tan felices como cuando devorábamos un paquete de patatas de la Clementina ensimismados por el fulgor de la fuente de colores. Menos aún recordarán la magia que serpenteaba temblando en blanco y negro, vainilla y chocolate magníficos, por encima del humilde cucurucho del helado de máquina de Ruiz. Los que imaginábamos el Corte Inglés en Galerías Cuenca, continuamos echando de menos que alguien nos regale un globito cada vez que compramos un par de zapatos. Será difícil explicar a las nuevas generaciones que jugar en las máquinas del Picadilly no era incompatible con echar una carrera de chapas en el Carrero y que crecimos sin traumas a pesar de que el As de Bastos era nuestro Leroy Merlin.



Quizá todo deba ser así o quizá no. El cambio del entorno que nutría nuestra nostalgia es tan natural como el paso del tiempo y tal vez los árboles que daban sombra a nuestro llanto iniciático deban ser derribados como pronto sucederá con la marquesina del sanatorio. De todos modos, sería conveniente pedir a los enterradores del pasado más celeridad en la ejecución de las paletadas, porque nuestro espíritu sensible no puede seguir caminando eternamente entre ruinas.