En estos tiempos extraños en los que la sociedad se despeña en un
proceso de infantilización que trata de negar la evidencia de la muerte, el
torero sale a la plaza cada tarde para recordarnos que la muerte existe. Frente
a la mentira cotidiana del animalismo obtuso, la tauromaquia nos reconcilia con
la vida a través de la contemplación del rito milenario del combate entre el
hombre y la fiera, nos permite conservar el privilegio de poder asistir a la recreación artística de la pelea
por la existencia en la que inevitablemente se muere de verdad.
Ivan Fandiño lo sabía desde que decidió luchar contra sí mismo para
alcanzar un sueño que persiguió siguiendo la estela de Mazzantini, Martín
Agüero y Cocherito de Bilbao, los toreros vascos que le precedieron en el
camino. Tuvo que viajar a la Alcarria para aprender el oficio, pero sus
primeros triunfos nos seguían haciendo mirar hacia el norte, desde donde
formaba una prometedora terna con Diego Urdiales y Francisco Marco, toreros de
clase de Despeñaperros arriba, para desmentir a Cagancho. Pero su carrera está
marcada por Madrid. Le costó solo dos años ganarse el respeto de la afición
desde su confirmación en mayo de 2009. En 2011, corta cuatro orejas
consecutivas en las Ventas y roza la puerta grande por su gran actuación con
los toros de Cuadri en San Isidro. Es la época de aquellas recordadas corridas
alternando mano a mano con David Mora, que traen a la fiesta un aire fresco de
regeneración basado en el enfrentamiento con el toro íntegro y encastado, haciendo del
toreo fundamental practicado según los cánones clásicos, un imperativo moral.
Son los años de la ansiedad por alcanzar una consagración que no acaba
de llegar a pesar del gran ambiente con que cuenta en la plaza, en donde
comparece varias veces a lo largo de la temporada matando todo tipo de encastes
y casi siempre tocando pelo. En 2013, un toro de Parladé le hiere gravemente y
se lleva por delante su apuesta de tres tardes en la isidrada, pero el de
Orduña envida más y se anuncia otras dos en la feria de Otoño. En 2014, llega
por fin el triunfo completo, un martes y trece de mayo, otra vez con ejemplares
de Parladé, vestido de teja y oro, el traje que sería su mortaja en Air sur
l’Adour. La afición lo entroniza como el nuevo torero de Madrid, en una
corrida marcada por las grandes estocadas que recetó a sus toros, la primera
cobrada en idénticos terrenos a aquélla que un año antes cambió por una
cornada, la segunda retomando la costumbre de sus comienzos de entrar a matar
sin muleta, suerte que ejecutó encunándose limpiamente en medio de la abierta
cornamenta del toro, recibiendo una voltereta de la que salió ileso entre
clamores de gran acontecimiento. Este triunfo le coloca en la cima de la
corrida de la Beneficencia, alternando por fin con las máximas figuras a las
que los mentideros taurinos atribuyen rumores de maniobras contra su trayectoria
emergente y oscuros vetos en los despachos, que Iván enfrenta con
gallardía, siempre dispuesto a discutirle el cetro al poderoso con sus armas y
en el ruedo.
En esta pugna está el origen del gran
gesto de su carrera taurina, cuando se anuncia en solitario el Domingo de Ramos
de 2015 para abrir la temporada venteña y decirle al sistema que no le ha
dejado entrar en los carteles de lujo de las ferias, aquí estoy yo. Y llena la
plaza fuera de abono, algo que no se veía en Las Ventas desde aquellas citas
con la magia de Curro o con el vértigo del José Tomás verdadero. Madrid acoge a
veinticuatro mil almas llegadas al reclamo del toro de respeto del que huyen
habitualmente los que mandan en las cartelerías adocenadas del monopolio. Pablo
Romero, Adolfo Martín, Cebada Gago, José Escolar, Victorino y Palha, ahí es
nada. Fandiño es un torero honesto con un gran fondo de valor, vistoso con el
capote, variado en quites, atento siempre a la lidia, poderoso con la muleta y
desigual con la espada, pero pierde el envite. Iván atraviesa la tarde con el gris
de su vestido nublándole la mente, quizá ofuscado por la tensión del
compromiso, derrotado antes de tiempo cuando es consciente de que no ha sabido
hallar la lucidez ante varios toros de triunfo, y empieza a morir un poco
cuando abandona la plaza entre almohadillas, rumiando el fracaso de su reto
contra el tinglado falso que hace de la tauromaquia un espectáculo banal y sin
sustancia.
A partir de ahí se inicia una cuesta abajo
en la que va despareciendo del circuito de las ferias importantes, excepto en
Madrid, Pamplona y Bilbao, los reductos del toro de verdad, en cuyo ambiente
siguen flotando los restos de la ilusión de aquella apuesta cada vez que se
anuncia, un no sé qué de respeto hacia la actitud del matador vasco, por encima
de la impresión que ofrece de torero vencido. Hasta el final, ha dado la cara.
Inició la temporada matando Victorinos en Madrid en otro Domingo de Palmas sin
eco en los tendidos. En su última tarde en las Ventas, el programa de mano
ilustra su portada con una imagen de Víctor Barrio, que ese día habría cumplido
treinta años y en cuya última corrida en Madrid un año antes se enfrentó a
toros de Baltasar Ibán, como el que le arrebató el futuro a Fandiño, por no
perdonar un quite como solía.
En estos tiempos
extraños de ídolos falsos es preciso reivindicar a los héroes discretos que no
encuentran el debido reconocimiento a su esfuerzo callado. Transcurren sus días
buscando un
lugar en el umbral esquivo del éxito, y a veces llegan a pisarlo apenas un
instante antes de ser expulsados de la dicha del triunfo. Tras la derrota, Fandiño se había reubicado en su rincón de siempre, el de la lucha diaria con el toro agresivo en una plaza
escondida, y cuando intentaba reencontrarse, una lanzada en el costado lo despidió
hacia la gloria de la eternidad de aquellos afortunados para los que
la muerte sí tiene sentido. Que la tierra te sea leve, maestro.
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