miércoles, 21 de junio de 2017

IVÁN FANDIÑO, EL HÉROE DISCRETO


En estos tiempos extraños en los que la sociedad se despeña en un proceso de infantilización que trata de negar la evidencia de la muerte, el torero sale a la plaza cada tarde para recordarnos que la muerte existe. Frente a la mentira cotidiana del animalismo obtuso, la tauromaquia nos reconcilia con la vida a través de la contemplación del rito milenario del combate entre el hombre y la fiera, nos permite conservar el privilegio de poder asistir a la recreación artística de la pelea por la existencia en la que inevitablemente se muere de verdad.

Ivan Fandiño lo sabía desde que decidió luchar contra sí mismo para alcanzar un sueño que persiguió siguiendo la estela de Mazzantini, Martín Agüero y Cocherito de Bilbao, los toreros vascos que le precedieron en el camino. Tuvo que viajar a la Alcarria para aprender el oficio, pero sus primeros triunfos nos seguían haciendo mirar hacia el norte, desde donde formaba una prometedora terna con Diego Urdiales y Francisco Marco, toreros de clase de Despeñaperros arriba, para desmentir a Cagancho. Pero su carrera está marcada por Madrid. Le costó solo dos años ganarse el respeto de la afición desde su confirmación en mayo de 2009. En 2011, corta cuatro orejas consecutivas en las Ventas y roza la puerta grande por su gran actuación con los toros de Cuadri en San Isidro. Es la época de aquellas recordadas corridas alternando mano a mano con David Mora, que traen a la fiesta un aire fresco de regeneración basado en el enfrentamiento con el toro íntegro y encastado, haciendo del toreo fundamental practicado según los cánones clásicos, un imperativo moral.

Son los años de la ansiedad por alcanzar una consagración que no acaba de llegar a pesar del gran ambiente con que cuenta en la plaza, en donde comparece varias veces a lo largo de la temporada matando todo tipo de encastes y casi siempre tocando pelo. En 2013, un toro de Parladé le hiere gravemente y se lleva por delante su apuesta de tres tardes en la isidrada, pero el de Orduña envida más y se anuncia otras dos en la feria de Otoño. En 2014, llega por fin el triunfo completo, un martes y trece de mayo, otra vez con ejemplares de Parladé, vestido de teja y oro, el traje que sería su mortaja en Air sur l’Adour. La afición lo entroniza como el nuevo torero de Madrid, en una corrida marcada por las grandes estocadas que recetó a sus toros, la primera cobrada en idénticos terrenos a aquélla que un año antes cambió por una cornada, la segunda retomando la costumbre de sus comienzos de entrar a matar sin muleta, suerte que ejecutó encunándose limpiamente en medio de la abierta cornamenta del toro, recibiendo una voltereta de la que salió ileso entre clamores de gran acontecimiento. Este triunfo le coloca en la cima de la corrida de la Beneficencia, alternando por fin con las máximas figuras a las que los mentideros taurinos atribuyen rumores de maniobras contra su trayectoria emergente y oscuros vetos en los despachos, que Iván enfrenta con gallardía, siempre dispuesto a discutirle el cetro al poderoso con sus armas y en el ruedo.


En esta pugna está el origen del gran gesto de su carrera taurina, cuando se anuncia en solitario el Domingo de Ramos de 2015 para abrir la temporada venteña y decirle al sistema que no le ha dejado entrar en los carteles de lujo de las ferias, aquí estoy yo. Y llena la plaza fuera de abono, algo que no se veía en Las Ventas desde aquellas citas con la magia de Curro o con el vértigo del José Tomás verdadero. Madrid acoge a veinticuatro mil almas llegadas al reclamo del toro de respeto del que huyen habitualmente los que mandan en las cartelerías adocenadas del monopolio. Pablo Romero, Adolfo Martín, Cebada Gago, José Escolar, Victorino y Palha, ahí es nada. Fandiño es un torero honesto con un gran fondo de valor, vistoso con el capote, variado en quites, atento siempre a la lidia, poderoso con la muleta y desigual con la espada, pero pierde el envite. Iván atraviesa la tarde con el gris de su vestido nublándole la mente, quizá ofuscado por la tensión del compromiso, derrotado antes de tiempo cuando es consciente de que no ha sabido hallar la lucidez ante varios toros de triunfo, y empieza a morir un poco cuando abandona la plaza entre almohadillas, rumiando el fracaso de su reto contra el tinglado falso que hace de la tauromaquia un espectáculo banal y sin sustancia.

A partir de ahí se inicia una cuesta abajo en la que va despareciendo del circuito de las ferias importantes, excepto en Madrid, Pamplona y Bilbao, los reductos del toro de verdad, en cuyo ambiente siguen flotando los restos de la ilusión de aquella apuesta cada vez que se anuncia, un no sé qué de respeto hacia la actitud del matador vasco, por encima de la impresión que ofrece de torero vencido. Hasta el final, ha dado la cara. Inició la temporada matando Victorinos en Madrid en otro Domingo de Palmas sin eco en los tendidos. En su última tarde en las Ventas, el programa de mano ilustra su portada con una imagen de Víctor Barrio, que ese día habría cumplido treinta años y en cuya última corrida en Madrid un año antes se enfrentó a toros de Baltasar Ibán, como el que le arrebató el futuro a Fandiño, por no perdonar un quite como solía.


En estos tiempos extraños de ídolos falsos es preciso reivindicar a los héroes discretos que no encuentran el debido reconocimiento a su esfuerzo callado. Transcurren sus días buscando un lugar en el umbral esquivo del éxito, y a veces llegan a pisarlo apenas un instante antes de ser expulsados de la dicha del triunfo. Tras la derrota, Fandiño se había reubicado en su rincón de siempre, el de la lucha diaria con el toro agresivo en una plaza escondida, y cuando intentaba reencontrarse, una lanzada en el costado lo despidió hacia la gloria de la eternidad de aquellos afortunados para los que la muerte sí tiene sentido. Que la tierra te sea leve, maestro. 

   

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