martes, 24 de junio de 2025

SAN ISIDRO 2025: LA FERIA DE MORANTE



A las siete y diez de la tarde de un miércoles de mayo, José Antonio Morante Camacho se abrió de capote en el tercio y barrió en cinco verónicas y media todo el toreo espurio que viene sosteniendo el espectáculo del planeta de los toros. Media docena de lances para desmontar todas las tabarras del taurinismo oficial que justifican la impostura de cada tarde como si a pesar del erial en que está confinada la fiesta, nadie recordara el sendero de gloria que la convirtió en un rito único.


En realidad, fueron ocho. Los dos primeros como un presagio de los olés roncos que vendrían después, la seña de la identidad eterna de las Ventas para saludar el acontecimiento del toreo clásico y reunido, en el sitio y sin perder un paso, con la sencillez de quien pasa por allí y se entretiene en explicar al público que habitualmente aplaude lo accesorio, la belleza de la verdad resumida en una media.

Que Morante estaba bendecido aquella tarde se vio cuando improvisó el quite del vasito de plata, genialidad a cuerpo limpio para recortar al toro que apuraba a su peón, sin derramar una gota del cáliz. Se veía al cigarrero con ganas de empezar a torear cuanto antes, el pronto y en la mano de Chenel como antídoto contra el tostón de las faenas sin medida. Si un torero no es capaz de revelar en veinte pases el mensaje que trae a la plaza, es que no tiene nada que decir. Morante dio pocos más y comenzó la lección doblándose en las tablas del nueve, meciendo al toro de Garcigrande en muletazos tersos que buscaban abrir los caminos de una embestida que hasta entonces había sido huidiza y por momentos claudicante, y conducirla hasta la prueba de fuego del trincherazo final. La serie con la derecha que inauguró el toreo fundamental se construyó con la naturalidad de los elegidos, cuatro muletazos que parecieron uno solo, tal fue el encaje y la armonía que guio la obra dibujada en el sitio exacto donde reside la gloria. Morante torea en unos terrenos que ahora mismo nadie pisa y manda a los toros al límite del ceñimiento. Entre el recital de derechazos, cambios de mano y trincherillas, se erigió una serie única de naturales extraordinarios en los que sacrificó la ligazón, como si el estado de gracia que movía la tela necesitara un respiro entre pase y pase para degustar mejor la plenitud y los ayudados por bajo, el pase de la firma y el molinete invertido, fueran el remate necesario y refrescante para sobrevivir a tanta intensidad.


La faena a Seminarista fue la mejor que han visto las Ventas en los veintiocho años de alternativa del sevillano, tantas veces perdido en esta plaza entre retazos inconclusos, obsesiones con las condiciones del ruedo y críticas al toro de Madrid que, al parecer, ahora sí cabe en su muleta. Una labor tan inspirada que en otros tiempos menos reglamentistas, hubiera bastado para que se llevaran a Morante por la puerta grande, al margen de las orejas que pospuso el descabello. La faena obró en la tarde un efecto devastador sobre las víctimas que cometieron la imprudencia de compartir cartel con el toreo puro, sobre Talavante especialmente, convertido en una sombra que paseaba por el ruedo arrastrando la memoria de la faena triunfal que abrió el ciclo, mera bisutería preciosista incapaz de soportar la comparación con la obra maestra que acababa de presenciar. La devastación se extendió al resto de la feria, relegando al olvido a los toreros de su generación que resisten en el escalafón al amparo del medio toro flojo y dócil, a los diestros mecanizados de la generación siguiente fabricados en serie por las escuelas taurinas, a los epígonos del negociado del arte, perdidos en la melancolía inútil de la confrontación con el modelo original. La actuación de Morante en la corrida de la Beneficencia anduvo por debajo del acontecimiento previo y su mayor mérito fue la inteligencia del torero para aprovechar el viento a su favor y reunir los fragmentos de autenticidad de la tarde, hasta conducirlos a la tierra prometida de la calle de Alcalá con el salvoconducto de tres naturales inmensos a un toro impresentable de Juan Pedro que en otro momento solo hubiera merecido la faena de aliño habitual. El triunfalismo de los jóvenes se adueñó del escenario para izar al ídolo sobre su fervor de botellón y “vivaespañas”, y entre los tonos pastel de las camisas de marca emergía una figura azabache como de otro tiempo, un Gallito improbable a lomos de una ficción.


Desde la andanada se asistía al suceso con la alegría que proporciona contemplar el anacronismo de un torero vestido de siglo diecinueve paralizando la vida capitalina de un domingo por la tarde, hasta que la policía montada de Urtasun suspendió la ensoñación para que la calzada recuperara su acostumbrada mediocridad. La imagen de un artista elevado a la categoría de héroe por los veinteañeros de esta época sin más referentes que los “streamers” que los aleccionan, nos trajo el recuerdo del aficionado ignorante que fuimos, representado en la masa que aclamaba a Morante camino de la puerta grande como lo hubiera hecho con Perera, Castella, Rufo o Adrián si hubieran culminado con la espada sus trasteos ayunos de enjundia, como lo hizo siete días después con Borja Jiménez, por una faena efectista a un toro obediente de Victorino. Es difícil que el hedonismo que orienta sus instintos les permita distinguir entre la pureza y el engaño, entre la hondura y la superficialidad pero también es probable que alguno de ellos transite por el camino del tiempo alcanzando la madurez suficiente para dejar de preferir una danza banal ante un animal bobo a las faenas de poder frente al toro de respeto.

Quizá tengan que esperar a que la vida haya dejado en ellos el poso de dolor necesario para apreciar la otra feria, el reverso de la tauromaquia incruenta que atesta los tendidos de un público festivo, las tardes en que la emoción vuelve a la piedra y disuelve el tedio cuando el toro recupera su condición de fiera y su casta exige toreros sin duende que arriesgan la vida apenas por los gastos, romanes que exponen los muslos partidos a las embestidas inciertas, damianes y robleños que no han visto un Domecq ni en las fotografías. Y lidiadores ultramarinos que vienen a la madre patria a reivindicar la fiesta proscrita en su tierra y se abrazan a su oportunidad en la periferia del sistema, tal Diego San Román sorteando gañafones como balaceras de Querétaro o Juan de Castilla conviviendo con las tarascadas de un toro de Dolores como con los sicarios del narco que poblaron su infancia en Medellín. 


El culto al meritoriaje en la fiesta siempre ha permitido que las figuras del toreo escogieran las mejores ganaderías a cambio de la excelencia en su propuesta artística. A José Tomás no se le exigía que matara barrabases. La feria ha sido un desierto de monotonía del que sólo nos redimió Morante. Si haciendo honor a su fama de alunado se hubiera retirado tras otorgar la bendición a sus fieles desde la balconada del Wellington, podría haber dicho, como el Guerra, después de mí, “naide”, y después de “naide”, Uceda Leal, que estando ya de vuelta de todo aún dio una lección de torería ante un toro de la Quinta. Acaso la actuación sentida y asentada de Fortes que contemplé desde el tamiz enaltecedor de las cámaras de teleayuso fuera otro de los sucesos del ciclo, siempre que no se tuviera en cuenta el factor corrector de la perspectiva de los compañeros de abono que desde el altozano de la andanada son capaces de desmontar los mitos televisivos con la misma efectividad que los informes de la UCO arruinan la reputación de los felones. Algo de eso debió pasarle a Roca Rey, que se empeñó en destrozar el aura que lo acompañaba desde su aparición en Tardes de soledad, el documental que al parecer le ha arrebatado el alma, tal fue el derroche de vulgaridad desplegado en su trámite isidril. 


El toro más bravo de la feria, Brigadier, de Pedraza de Yeltes, que midió su bravura en tres puyazos cobrados arrancándose de largo y recrecido en el castigo, no ha sido mencionado en ninguno de los premios oficiales del establishment taurino, interesado en promover el otro toro que permite el mantenimiento del tinglado, el exclusivamente fabricado para la faena de muleta, el que prodiga embestidas ordenadas, no suelta la cara y en lugar de acometer, ofrece inercias. En cuanto a la ganadería más completa, habiendo asistido a las corridas de la Quinta, Escolar, Pedraza y Fuente Ymbro, los jurados han preferido prevaricar distinguiendo a la ganadería de Jandilla. Vale.




jueves, 1 de mayo de 2025

FELICES PASCUAS


Hay una orfandad especial que se cierne sobre Cuenca cuando desaparecen las tres cruces del Cerro de la Majestad. Indiferentes al hecho de que la Pascua de Resurrección es el tiempo litúrgico más importante de la Iglesia Católica, el nazareno autóctono queda sumido en una cierta depresión tras el parto que supone la escenificación de nuestra religiosidad popular, la exposición del esfuerzo cofrade de todo un año al viento variable de la procesión. Atrás habían quedado los preparativos de la ilusión, las vísperas cuaresmales enriquecidas por las funciones de hermanamiento en torno al santo y al botellín, los conciertos de marchas “sold out” en la Musikverein José Luis Perales, y en fin, las distintas formas de pregonar la conmemoración de la pasión de Cristo que por estos pagos y en estos tiempos, se parece más a un festín pagano que a una ceremonia religiosa.


Y no es malo que sea así. Los que se rasgan las vestiduras por el botellón del Domingo de Ramos o critican la deserción posterior de las iglesias atestadas durante estos días, me recuerdan al desencanto de mi abuelo el año que decidí aparcar la tulipa que hasta entonces había escoltado a Jesús y al rumbo de su caña y anudarme el capuz al cuello para formar parte de la representación que lo escarnecía camino del calvario a golpe de grito y tambor. El ecumenismo católico por estas fechas consiste en acoger a los jóvenes que suben con sus mejores galas para disfrutar de una mañana de primavera, celebrando la vida en una ceremonia laica que incluye ver bailar una borrica por las escaleras de la catedral. La Semana Santa es tantas cosas que admite la peregrinación contrita a las Angustias y la blasfemia dolorida bajo el banzo, el delicado fulgor de Palestrina y el estruendo que ahoga el miserere.

Al amor por nuestra semana grande se puede llegar por muchos de los senderos que caben entre Carretería y la calle del Peso. Ninguno debe ser excluyente del otro, salvo que los creyentes reverenciemos nuestra fe apedreando la emoción de los ateos que lloran con la agonía del Cristo de sus ancestros, o mirando por encima del hombro a quienes se acercan a nuestra costumbre a través de la curiosidad exenta de devoción. En la contradicción que hace de esta ciudad un maravilloso enigma que no cesa, Cuenca sabe recogerse en la intimidad del Huécar cuando pasea una Virgen enlutada por los Tintes y arroparla en el bullicio del tardeo cuando se atreve a desfilar entre los bares.

La primera piedra para edificar el orgullo por una tradición que lleva quinientos años conmoviendo las miradas debe ser la humildad que construye nuestros pasos con la sobriedad que en esta tierra es el camino más corto a la belleza. La soberbia vana tras su estela marida mal con el laconismo de nuestras tallas, tan sencillas en su hornacina como sublimes sobre las andas, cuando ascienden entre las hoces a fuerza de hombro y horquilla y el “cuencalvario” es un marco donde encuentran su sentido. Algo así como el vicario de Cristo diseñando su adiós en una caja a ras de suelo para compensar la grandilocuencia del escenario dispuesto a su alrededor.  

Aún lucen las cruces en la cima del monte. Tal vez la desidia funcionarial ha decidido mitigar así el corte generalizado de energía y el apagón del alma tras la fiesta. 



martes, 1 de abril de 2025

LA FAMILIA POLÍTICA


Entre la justicia y mi madre, elijo a mi madre. La famosa cita de Albert Camus parece inspirar, en otro contexto, la estrategia política reciente en donde el amor a la sagrada familia presidencial anima la acción de los miembros del gobierno, intérpretes disciplinados de la cantinela oficial que trata de socavar, poco a poco, la independencia de los jueces encargados de investigar la probidad de la forma de ganarse la vida de la primera dama y de su cuñado. Para los partidarios de la alternancia política no hay otro remedio que abandonarse a la melancolía al contemplar cómo quienes rigen los destinos de la Comunidad de Madrid se enfangan también para defender al novio de su presidenta, la cual es capaz de llegar a la Moncloa y como Calígula con el caballo, convertir a su consorte en Ministro de Hacienda.

La tensión política entre ambos antagonistas promete hasta las elecciones un duelo por todo lo bajo que de momento, ya ha emponzoñado la imagen de la Fiscalía. Depende, de quién depende, de según como se mire, todo depende, es una canción que el Presidente interpretó ante un periodista de cámara para ponerle banda sonora a un thriller protagonizado por el Fiscal General, encantado de hacer duetos con la voz de su amo para ventilar en público los secretos de un contribuyente. El exceso de celo del defensor de la legalidad por aclararle a la audiencia la verdad sobre la iniciativa de un acuerdo de conformidad, fue un espóiler tan absurdo como revelar a estas alturas que el personaje interpretado por Bruce Willis en realidad está muerto tras la primera secuencia de “El sexto sentido”.

El Fiscal también lo está pero igual que Bruce y Mazón, él no lo sabe.  Como el héroe del Ventorro acogido a la clemencia de Abascal, tal vez espera la absolución de Conde Pumpido, cancerbero de la Constitución, presto y dispuesto a cocinar la futura condena condimentando el trampantojo con un lejano parecido a la separación de poderes. Sería el segundo gol por la escuadra en la desvencijada portería del Estado de Derecho, el primero todavía andan celebrándolo los indultados de los “Eres”. El “hat trick” definitivo llegará cuando toque revisar la amnistía, y el “Var” de los once confirme la derrota del Tribunal Supremo, no en vano quien tira las líneas lo hace desde Waterloo. 

La democracia lo soporta todo, incluso que el partido en el poder pacte las leyes con un prófugo de la justicia española. También que su número dos colocara a sus queridas en empresas públicas y otorgara a su esbirro la categoría de asesor. El edificio constitucional no se resiente aunque se gestionen las cuentas con un presupuesto que no responde a la voluntad popular de las últimas elecciones. La encargada de presentar el proyecto en las Cortes distrae a las masas degradando el principio de presunción de inocencia a la categoría de legalismo prescindible, el franquismo sociológico que habita en su mente no concibe más derecho de defensa que el de su permanencia en el sillón.  

Las excelentes cifras macroeconómicas sirven de coartada a la familia política pero no consuelan a una cuarta parte de la población que sigue en riesgo de pobreza o exclusión social. Algo va mal en el sistema cuando el crecimiento del PIB convive con la falta de futuro de nuestros hijos, que andan buscando vivienda como terraplanistas ilusos persiguiendo el borde del horizonte. Sobrevivir al panorama requiere algo más que unas garrafas de agua, unas latas, la linterna y el transistor. La cosa pública subsiste entre las diatribas de sus gestores a la espera de la próxima catástrofe en la que seremos nuevamente abandonados por su infalible incompetencia para afrontar las pandemias, los volcanes, las riadas o la amenaza de guerra nuclear. 

Avanza la cuaresma pero sigue el carnaval.



viernes, 14 de marzo de 2025

TARDES DE SOLEDAD


Después de su estreno rutilante en el Festival de San Sebastián y los ecos de acontecimiento que desde entonces condujeron a la cinta a la Concha de Oro y a su creador, Albert Serra, a la concesión del Premio Nacional de Tauromaquia, el primer viernes de marzo se puso a mi alcance “Tardes de soledad”, el documental sobre Andrés Roca Rey, que había conmocionado los mentideros taurinos conocedores de su dimensión. A las ocho y media en punto de la tarde lluviosa, la expectación del suceso había sido derrotada quién sabe si por la competencia de los cultos cuaresmales de mi ciudad levítica o por el cañeo habitual de la jornada, el caso es que me vi convertido en espectador único de la sala tres de los Multicines Odeón. El privilegio de la sesión privada convivía con cierto aire de desolación por la decadencia del rito de la pantalla grande y la sala oscura, que se esfumó de inmediato cuando tras los interminables créditos iniciales de las productoras el
toro se hizo presente en la escena.


El toro de la noche reinando en la dehesa, su respiración cortando el aire como la banda sonora de Tiburón. La película es un duelo permanente entre el aliento del toro y el resuello del torero, porque, en realidad, “Tardes de soledad” es una película muda. Es la filmación del silencio de la muerte apenas quebrantado por las interrupciones sonoras que la vida opone a esa certeza, el ruido sordo de la lidia, el aullido estentóreo del peón, el rumor en sordina de la gente, el “Vals triste” de Sibelius en el trayecto de regreso. El siguiente plano tras la apertura nocturna es Roca Rey en su furgoneta después de torear, mostrando su rostro en la cámara fija congestionado tras la pelea, los restos del miedo resbalando por su piel sudorosa, la mención de José Tomás como referencia icónica de la épica reciente. Los ánimos banales que ofrece la cuadrilla contrastan con la seriedad del matador, obsesionado por librarse del objetivo que retrata sin censuras la tensión de la responsabilidad que pesa sobre su espíritu, eres el número uno, has estado cumbre, un figurón del toreo, “mi arma”, le regalan el oído Viruta y Chacón, esos Ray Liotta y Joe Pesci pasados por la tierra de María Santísima. 

La puesta en escena solo tiene tres decorados, la furgoneta, la plaza y el hotel. En la habitación, se representa el ritual del descendimiento a la realidad. Vestido en blanco, sangre y oro, un punto antes de llegar a la desnudez, el hombre solo, a pesar del apoderado en el espejo. Un rosario por todo escudo es la ropa interior del héroe que más adelante embute de nuevo su fortuna en seda negra, mientras cruza silencios con Larita, el mozo de espadas que mantiene en vilo al maestro para enfundar el valor en un traje de luces cuyo color osa llamarse catafalco. 

En la plaza, la decisión artística del director es cerrar el plano y bajar el punto de vista, el tiro de cámara a la altura de la fricción entre toro y torero, aboliendo todas las geometrías que se advierten desde el tendido y con ellas, los debates sobre el temple y las distancias, la estética y la colocación, el arte excluido por una cuestión de perspectiva que elige centrarse en el encuentro entre el hombre y la fiera tan en corto que se siente en la butaca, la mirada en el fragor de la embestida y el trazo fugitivo del lance, en la muerte temblando entre la boca del bicho y el rictus crispado del matador. 

La arena de miga de las Ventas, la tierra negruzca del Norte, el albero maestrante sevillano conforman ante la cámara una piel de toro agreste y berrenda, recorrida en tardes sin espacio para el triunfo porque la ambición por afirmarse en la condición de figura lo arrasa todo. El tratamiento prodigioso del sonido dibuja el latido del público en elipsis, como decorado ausente en el que brilla el susurro de las conversaciones entre barreras pespunteando el diálogo físico entre los contendientes. El respeto del matador por el toro contrasta con la mezquindad de los peones que insultan al tótem, ajenos a la gloria que transporta, como si la obligación del animal no fuera comportarse conforme a su naturaleza salvaje.

La película se contempla en continua tensión dramática por la inminencia de la cogida que finalmente llega junto a la perplejidad del diestro por haberse salvado. Tras el paso por la enfermería se nos muestra al torero sin chaquetilla, cubierto por una bata quirúrgica que envuelve el secreto de la suerte que lo ha librado de perecer en la crucifixión que un toro de Bañuelos intenta con su cuerpo, atropellado al fin contra las tablas de la plaza de Santander. Frente a la impostura del sesgo de las retransmisiones televisivas, la película de Serra es puro cine, y logra atrapar la verdad de la muerte mostrada en primer plano, sin hurtar al espectador el estertor que va desde que dobla el toro hasta el postrero espasmo de la puntilla, sin miedo a eludir la crudeza implícita en el último rito de masas que se atreve a transgredir el infantilismo hedonista de la sociedad actual, enfrentándola con la representación de su destino. 

Quizá sea la película de toros más importante de la historia. Ni la ficción ni el documental habían conseguido hasta ahora transmitir la profundidad de esta liturgia con la emoción esencial que viene convocándonos desde hace siglos en torno a su misterio. “El cisne” de Saint Saens culmina musicalmente el viaje, ilustrando el último plano de los toreros despidiéndose indemnes tras la batalla, y nos traslada a esa sensación de plenitud que hemos sentido en la plaza tantas tardes, cuando después de haber asistido a la revelación del toreo puro, emprendemos el camino de vuelta a nuestra propia soledad.




martes, 26 de noviembre de 2024

EL ÚLTIMO BAILE



El otoño es la estación de las despedidas. Antes de la elipsis invernal, los últimos restos de buen tiempo aún nos permiten gozar con el fulgor estético del sol diseminando brillos magníficos sobre un paisaje azafrán. Rafa Nadal se nos apareció en la Copa Davis para permitirnos una última cita con la alegría de saber que el mejor deportista español de todos los tiempos estaba de nuevo en la pista, iluminando un martes anodino de noviembre como si de repente hubiera mutado en domingo primaveral. Y otra vez las botellas alineadas, el ajuste maniático del calzoncillo y los tics que eternizaban la espera antes de cada saque, comparecían en escena como los rituales de la victoria que asomaba sin fundamento por entre los resquicios que dejaba el juego perfecto de un holandés sin piedad, que pareció pedir perdón a Rafa cuando estrechó su mano en la red.  

Nadal llevaba todo el año buscando un adiós a la altura de su leyenda. En Roland Garros, Zverev fue un muro demasiado en forma para que las nadaladas minaran de nuevo su tobillo. En la Olimpiada, Djokovic no se dejó cegar por el resplandor de la antorcha que el Rey de París había enarbolado días antes, surcando el Sena como un dragón vikingo. El madridismo confeso del tenista futbolero no pudo consolidar los amagos de remontada que su cabeza diseñaba por encima de las posibilidades de un cuerpo agotado. Cual titán vencido por el dios del tiempo, Nadal levantaba el puño sin argumentos cuando la vieja pujanza comparecía fugazmente para desmentir la realidad, aplazando el debate interno que librábamos ante la tele entre esperar el milagro o desear el fin de la agonía.

Después del naufragio, comenzaron las diatribas de los odiadores de guardia sobre la conveniencia de tirar la Copa Davis alineando a un jugador acabado, como si la competición siguiera conservando su antigua mística tras el simulacro en el que ha quedado convertida y fuera más importante el título que la oportunidad de rendir tributo al héroe por última vez. Ningún homenaje hubiera logrado estar a la altura de nuestra fortuna de haber sido contemporáneos de tanta grandeza, de las cinco ensaladeras cosechadas bajo su mandato, de aquel atardecer londinense de 2008 volando con Federer sobre la hierba pálida de Wimbledon, de las noches neoyorquinas de emociones compartidas hasta la madrugada, de las catorce tardes de junio sublimando la arcilla de París.
 
No todos podemos ser Michael Jordan, tampoco lo fue Nadal en su adiós. Pero en el último baile, la decadencia también puede ser hermosa como un western crepuscular, como el testamento de Coppola en su última película o la gira postrera de Sabina arrastrando la voz por la calle melancolía, como la última faena de José Tomás. El coloso que nunca pagó sus fracasos rompiendo raquetas, fue de nuevo el mejor en los discursos del desvaído fin de fiesta que le dedicó la organización en donde dio las gracias a su tío por educarlo contra la tentación de la arrogancia y volvió a vencer en la costumbre de tratar al triunfo y a la derrota como los impostores que son. 



miércoles, 6 de noviembre de 2024

RÉQUIEM POR VALENCIA



El primer día de noviembre, el Ensemble Vocal de la Ópera de Cámara de Cuenca volvió a interpretar el Réquiem de Mozart, esta vez en la Fundación Antonio Pérez como ya hizo hace tres años en la Iglesia de San Pedro, creando acaso, tal y como sucede con el Tenorio en el ámbito teatral, la inesperada tradición de interpretar por estas fechas la más bella misa de difuntos compuesta en la historia de la música. Las riadas otoñales son también tradición en nuestra sufrida geografía para desgracia de la gente que pone los muertos y vergüenza de unos gobernantes incapaces de prever el peligro y allegar después los medios necesarios para mitigar la catástrofe.


El empaste perfecto del coro de Carlos Lozano parecía clamar por la coordinación deseable de las administraciones en estos casos en los que el pueblo perece víctima de la incuria y después es desamparado por sus representantes políticos, entregados a la ceremonia de la huida y la elusión de responsabilidades. De nada nos sirven los lutos impostados si al duelo por las pérdidas le acompaña el abandono de ahora mismo y la inacción de décadas asistiendo al mismo panorama de la naturaleza eterna estrellándose contra un urbanismo idiota.


Atacaba la coral el “Lacrimosa” como si todo el dolor de Valencia se hubiera filtrado por las paredes del antiguo templo carmelita hasta llegar a las gargantas vicarias de nuestra tristeza. El estremecimiento del “Dies Irae” parecía ilustrar el sentir de los damnificados voceando su desvalimiento en las ventanas desde las que habían contemplado a la muerte pasar buscando candidatos. Amarrados pese a todo a la fortuna de estar vivos, conteniendo la rabia con vistas al barro, desmenuzaban las horas a la espera de ser atendidos por el Estado, una vez que sus múltiples terminales se pusieron de acuerdo sobre quién asumía las competencias y el coste político de contar a los cadáveres. Junto a los coches amontonados en las aceras y los electrodomésticos varados en las esquinas, el agua se ha llevado por delante la confianza en las instituciones, el concepto de servidor público suplantado por el pueblo que compareció en el puente festivo como un ejército cuya movilización no dependía de estrategia política alguna.


Como la pieza maestra de Mozart, España es un país inacabado más preparado para afrontar la desdicha que para prevenirla, experto en solidaridades y amnésico para exigir justicia, el fracaso frente a la pandemia no nos ha enseñado nada. La estructura administrativa cuya descentralización fue diseñada para ser garantía de eficacia se ha convertido en una maquinaria apta para la colocación de los afines pero incapaz de gestionar las situaciones de crisis, por donde medran sin cesar los aprovechados. Allí donde aparece la tragedia, se hace presente el trepa, el fraude de entonces con las mascarillas es el pillaje de ahora sobre un fondo de lodo que todo lo cubre. 


La máquina del fango era en realidad esta querencia de nuestras autoridades por culpar al adversario y esgrimir la cogobernanza como coartada de las negligencias propias y ajenas conformando un panorama de absoluta inoperancia política, en el que los jerifaltes del sistema se pasean por el escenario del cieno como si el sufrimiento del pueblo fuera también el suyo. Su única preocupación en este tiempo de infortunios es ocultar su falta de aptitud para la gestión del desastre y seguir en el poder hasta que la indignación escampe. El limo que quedará cuando todo haya pasado fertilizará de nuevo la codicia cuando se apague el hedor, antes de la próxima riada.




miércoles, 11 de septiembre de 2024

LA BUENA EDUCACIÓN





Mi infancia son recuerdos de un patio de colegio donde los maestros daban palmas para llamar a formar. De esta manera, aquéllos que nos libraríamos de la mili por inútiles, adquiríamos una mínima instrucción cuartelaria que culminaba cantando la letra franquista del himno nacional, mientras el profesor de turno izaba bandera en el largo pasillo de la derribada Normal. Eran los tiempos en los que convivíamos en las aulas con los pósteres gemelos del último mensaje de Franco y el primer mensaje del Rey, y con su caligrafía ambigua. El ambiente de libertad de la transición llegaba a los chicos de entonces sólo a ráfagas, en una época en la que pegaban hasta los maestros de prácticas y las familias hacían la vista gorda sobre tales excesos, cuando no animaban directamente al profesor a emplear la mano dura sobre los chicos a los que en casa ya no podían sujetar. La clase del colegio público reunía a más de cuarenta proyectos de “boomer” de todas las capas sociales, conviviendo sin traumas aparentes, sin acosos excesivos, el universo femenino separado en otro edificio del mismo recinto, apenas accesible para las miradas furtivas a la salida de la jornada escolar, por donde asomaba el rostro perfecto de Clara Nuria, la niña más guapa de la ciudad.

Esos locos bajitos disfrutábamos sin saberlo de la mejor educación que íbamos a recibir a lo largo de nuestra trayectoria académica. La desmontada “egebé” nos otorgaba una base que ahora permite a un electricista de mi generación tener más cultura general que la de un graduado actual con varios másteres en su haber. Los maestros responsables de esta fortuna aplicaban la pedagogía del sentido común a manadas de alumnos por encima de todas las ratios que hoy son consideradas adecuadas para que un docente pueda lidiar con sus educandos sin pedir la baja psicológica. En esas condiciones, Don Ignacio nos aficionaba a la historia rimándola en un cómic que memorizábamos en los murales con los que empapelaba el aula, Don Eduardo impartía un nivel de inglés capaz de perdurar hasta las brumas del bachillerato y Don Mariano hacía de las matemáticas una asignatura inteligible hasta para un zote de letras como un servidor.  

La ausencia de pantallas convertía la pizarra en un tótem temible ante el que comparecíamos para rendir cuentas a Don Francisco, en la tarima desde la que después dictaba su lección magistral, intentando sacarnos de Babia, país de los tontos, donde hacían los pucheros sin culo. Mientras Doña Mari Luz encendía la luz de mi primera vocación literaria, la catequesis de Don Gerardo extendía un barniz de tolerancia sobre el catolicismo obligatorio y el deporte ocupaba todo lo demás, la competición oficial en los juegos escolares permitía que la gimnasia fuera un divertimento vestido de chándal verde, desde el que eludíamos instrumentos de tortura tan sofisticados como el plinto.

El colegio vertebraba nuestra existencia y en torno a su influencia organizábamos la vida cuando las actividades extraescolares consistían en volar el trompo con la destreza de un malabarista, forrar las chapas de Cinzano con maillots de ciclista y atesorar canicas triunfando en el gua. Alrededor de la escuela esperábamos al futuro leyendo tebeos en la Casa de la Cultura y gastando la paga en las máquinas de los recreativos, pero la plenitud llegaba imaginando porterías entre las carteras, cuando nos abandonábamos al fútbol de descampado y rodillas peladas hasta que la oscuridad tocaba el silbato y los más osados continuaban la fiesta jugando a ser funámbulos bajo la pasarela del “poli”, con la red del Júcar a nuestros pies.

Montados en los bocatas de mortadela del colmado de Pablo y abrigados por las tortas recién hechas del horno de los Moralejos, atravesamos la pubertad con la inconsciencia de la niñez vibrando en nuestras mejillas que aún no presentían las dudas de la adolescencia. Ahora que el fragor de la muchachada vuelve a musicar la hora del recreo, el comienzo del nuevo curso trae a mi memoria la nostalgia de lo perdido, la añoranza de aquel tiempo en el que todo era posible todavía.