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viernes, 30 de abril de 2021

NOMADLAND


La ceremonia de los Óscar aparece cada año reponiendo en nuestra mirada el recuerdo adolescente de la expectación pegada a la pantalla, cuando por fin llegaba el conticinio y la madrugada aún no terminaba abruptamente en la jornada laboral. Por aquel entonces, algunos veíamos la última de las películas nominadas la misma noche del acontecimiento y una vez cumplidas nuestras obligaciones cinéfilas, hacíamos la quiniela sobre las páginas satinadas del Fotogramas, en las que el boli bic cristal resbalaba un poco al marcar la cruz en la casilla del mejor actor secundario. Hoy las plataformas nos facilitan la tarea de alcanzar la ceremonia convenientemente informados, ya sin aquella ilusión mitómana por las películas que nos hacía vibrar de indignación si tras la letanía del “the winner is”, la agraciada era “Gandhi” y no “Veredicto final”.

 

Cuarenta años después de aquella fiebre, preferimos encadenar los capítulos de una serie desde la fila cero del sofá, pero de vez en cuando brotan gemas que provocan la emoción de antaño y sobresalen entre el panorama anodino del cine actual. La de este año es “Nomadland”, película cuya nominación hubiera sido imposible en ese futuro de diversidad en el que la Academia de Hollywood impedirá que opten a los premios las cintas que no cuenten con un protagonista perteneciente a una minoría racial. El desarraigado “casting” de nómadas blancos de la América profunda cuya felicidad reside en una furgoneta, hubiera debido incluir un treinta por ciento de etnias alternativas para ver premiada la labor de su directora Chloé Zhao, de origen chino, la segunda mujer en la historia que gana en esa categoría.

 

“Nomadland” es el arte de reinventar la poesía filmando actividades tan prosaicas como la recogida de la remolacha. Las historias de los desheredados de la crisis económica de 2008 encuentran en la escritura minimalista de Zhao el tono exacto de su propuesta vital, la elusión de lo superfluo, el elogio de la frugalidad, convirtiendo la necesidad de vivir en una economía de subsistencia en una elección compatible con la alegría. En las costuras más injustas del capitalismo también habita la redención del hombre solo, si te acostumbras a dormir sin echar de menos un colchón mullido, un cuerpo al costado y sabes dimitir de la dictadura de la sociedad de consumo.


En este caso, el hombre solo es una mujer, Fern, inolvidable Frances McDormand, cuyo rostro es un lienzo capaz de contarnos las heridas del pasado sin un gesto de más. Frente a las opciones de vida convencional que se le ofrecen en el camino, Fern escoge el estoicismo agreste de la libertad, el sentido telúrico de la existencia y el abrigo de la naturaleza para enfrentar la senda sin miedo, porque no puede haberlo cuando se ha perdido casi todo y tu principal problema es encontrar un sitio en el mundo donde aparcar.

 

Esta “road movie” con hechuras de “western” sin malos, no necesita enfatizar su mensaje contra la explotación laboral que ejercen las grandes corporaciones para hacerse entender. Los nómadas que la protagonizan son en la mayoría de los casos, personajes reales que representan al millón de personas que en Estados Unidos ya no persigue las uvas de la ira y vive en casas rodantes, transitando el reverso del sueño americano, ése en el que la Navidad se celebra cenando una hamburguesa en un camping de Amazon en el que no es probable la aparición de Santa Claus.

 

Como el soneto dieciocho de Shakespeare que recita Fern ante un joven perdido, “Nomadland” está destinada a perdurar y con ella, la historia de estas gentes sin casa pero no sin hogar, cuya vida está llena a despecho del frío y de las ruedas pinchadas, la intemperie cubierta por la amabilidad de los extraños, la soledad buscada esculpida en plano secuencia. Una filosofía especialmente valiosa para estos tiempos pandémicos en el que nadie está exento de salir malherido de las incertidumbres del destino. Nos vemos en el camino.



jueves, 18 de febrero de 2021

LA ESCOPETA NACIONAL



En “La escopeta nacional”, Berlanga y Azcona retrataron la podredumbre del tardofranquismo a través de la delirante cacería sufragada por Jaume Canivell, el empresario catalán con la cara de Saza que trataba de colocar su negocio de porteros automáticos en medio del aquelarre de los poderes fácticos del régimen, de la misma manera que el candidato Illa se dedicó a medrar en el escenario electoral para conseguir los votos necesarios que le permitieran seguir financiando un proyecto cuya finalidad era la permanencia en el poder central y autonómico de los muñidores de la coalición de gobierno, con la independencia de fondo como negocio imposible. Ahora el Marqués de Leguineche sería Pujol, y su hijo tonto, Puigdemont, esperando en el telefonillo que le abran la puerta de la amnistía.

Cuando la RAE introdujo el término “berlanguiano” en el diccionario, debiera haber admitido una acepción específica aplicable al guion del “proces”, pues la campaña para conformar el nuevo parlamento se ha desarrollado como un plano secuencia cuya puesta en escena hubiera sido preparada por don Luis. En los papeles estelares del reparto de la farsa, un ministro que recomendaba el confinamiento para Madrid en septiembre y animó a votar en Cataluña en febrero, una candidata en cuyo currículum figuraba una imputación por corrupción y la condición de testaferro de un presidente huido y un vicepresidente de buena familia vicario de un mártir iluminado, ejemplo paradigmático de cómo la burguesía catalana se adapta al medio para seguir controlando todos los resortes del poder.

 

La película de la república nonata llevaba pendiente de estreno desde que Artur Mas fue a pedirle a Rajoy una subvención para empezar a rodarla a la manera vasca y contra todo pronóstico, teniendo tanto en común, el sobrecogedor mayor del reino y el mago del “tres per cent” no se entendieron. Expulsado del cupo de cineastas consentidos y hostigado por los tramoyistas radicales que le afeaban los recortes, el eterno delfín del pujolismo huyó hacia adelante y montó el rodaje de un proyecto inconcluso cuyo título empezó siendo “Espanya ens roba” y acabó en la premier de ocho segundos que el sucesor puso en escena antes de seguir haciendo comedia en Waterloo.

 

Es poco probable que en este momento alguien coja el testigo de Berlanga y Azcona y con su sello de amargura amable, retrate de nuevo el panorama político que se abre tras las elecciones, en el que otra cacería se organiza desde el gobierno para abatir el veredicto de sedición con las armas del indulto. Se trata de convertir en cadáver exquisito el supremo esfuerzo de Marchena por encontrar una condena proporcionada a la reiterada obsesión de los cabecillas de la revolución de las sonrisas por quebrantar la ley. El tercer grado concedido a los condenados para que pudieran hacer campaña con la anuencia de la fiscalía, pasará a la historia de la inveterada querencia hispánica por la autodestrucción, no en vano el pueblo ha hablado finalmente y ha querido premiar por activa o por pasiva al gestor de la pandemia, a un preso y a un fugado.      

 

El presidente Sánchez ya tiene lo que buscaba. Los independentistas vuelven a interpretar como plebiscito unas elecciones en las que sólo ha votado la mitad de los catalanes. La pírrica victoria del efecto Illa debilita al constitucionalismo y fortalece a la ultraderecha para seguir alimentando sin oposición real, la estrategia de apaciguamiento con los separatistas que probablemente conducirá a un referéndum pactado. El activista que actúa de vicepresidente se ha pasado toda la campaña denunciando la existencia de presos políticos en la democracia de cuyo gobierno forma parte y en pago a los servicios prestados, recibirá el Goya a la mejor labor de agente doble que se recuerda al servicio del desprestigio de la nación.

 

Al final de “La escopeta nacional”, el pagano de la cacería no consigue hacer negocio y los protagonistas del esperpento siguen intentando esquilmar a nuevos primos en las sucesivas entregas de la trilogía. Sigan atentos a sus pantallas. 




lunes, 10 de febrero de 2020

Y EL OSCAR ES PARA ...

PARÁSITOS

Y el Oscar es para, para … Parásitos, la magnífica cinta de Bong Joon-ho, que ha conseguido por fin que la industria americana se decida a premiar como mejor película del año a una obra no hablada en inglés, ese paso subversivo al que no se atrevió con la imperecedera Roma. Ya es casualidad que ambos filmes hablen de la lucha de clases a través de las vicisitudes del servicio doméstico, desde una perspectiva diferente pero con un punto de vista común que huye del maniqueísmo, vive de los matices y propone una meticulosa puesta en escena al borde de la perfección.

De un tiempo a esta parte, pretendiendo publicitar un esplendor que ya no existe, la Academia de Hollywood ha recuperado la costumbre de los años treinta, época en la que se nominaba a una decena de cintas para el Oscar a la mejor película. Hace ochenta años, en la ceremonia de 1940 que premiaba a las películas rodadas en el 39, estaba cantado que la estatuilla la recibiría David O. Selznick, por el enorme esfuerzo de producción llevado a cabo con Lo que el viento se llevó, y el gran éxito de público que refrendó la esperadísima adaptación del “best seller” de Margaret Mitchell. El monumental film que acabó firmando Victor Fleming arrasó a las demás candidatas con otros ocho premios adicionales, pese a que la cosecha de aquel año, como ya venía ocurriendo desde mitad de la década de los treinta y no dejaría de suceder durante las dos décadas siguientes, incluía al menos, otras cinco obras maestras: la primera versión de Tú y yo de Leo McCarey, apoteosis del melodrama romántico que provoca la misma conmoción en 1939 que en el remake de 1957 cuando Deborah Kerr sucede a Irene Dunne en su camino truncado hacia la felicidad que esperaba en el último piso del Empire State; La diligencia, posiblemente el mejor western de la historia; Ninotchka, o la sonrisa de Garbo iluminando la pantalla por cortesía del toque Lubitsch; Caballero sin espada, la enésima fábula política que sólo el idealismo mágico de Capra podía dotar de credibilidad y El mago de Oz, más allá del arco iris sigue brillando Judy Garland sobreviviendo a las muecas con las que este año la ha homenajeado Renée Zellweger.

RENÉE Y JUDY

Si en la actualidad, tenemos que recurrir a las series para encontrar el virtuosismo que el cine ha perdido, el espectador americano de aquel año en el que los españoles andábamos a tiros, podía seguir vibrando cada fin de semana en las salas, porque John Ford se entretenía en añadir a La diligencia, El joven Lincoln y Corazones indomables, Raoul Walsh firmaba la primera entrega de esa trilogía de obras mayores del cine negro conformada por Los violentos años veinte, La pasión ciega y El último refugio y el cine de aventuras en parajes exóticos permitía que los niños de entonces pudieran disfrutar de un programa triple de ensueño formado por Beau Geste, Las cuatro plumas, y Gunga Din. Para hacerse una idea del aluvión de películas notables rodadas en aquel momento, basta decir que todas las anteriores fueron ninguneadas en las nominaciones a los Oscar, como también se olvidaron de la maestría de Howard Hawks que ese año demostró su versátil genialidad en Sólo los ángeles tienen alas, trufando este inolvidable drama de aventuras entre dos cumbres de la comedia como La fiera de mi niña y  Luna nueva, de la misma manera que los aviones de Cary Grant y Thomas Mitchell sorteaban entre la niebla las míticas montañas de Barranca.

RICHARD JEWELL

Algo parecido ha sucedido en esta edición con el último director clásico que nos queda para nuestro disfrute. A punto de cumplir noventa primaveras, Clint Eastwood nos ha regalado con Richard Jewell otra muestra más de su prodigiosa capacidad de narrar, filmando sin artificios la revisitada historia del héroe americano, la odisea del hombre corriente enfrentado a los poderes del Estado y de la sociedad, sin más apoyo que un abogado mediocre, una madre orgullosa y su sentido común. Tanta grandeza solo ha sido reconocida con una nominación a la mejor actriz de reparto.
   
Pese a todo, en la lista de candidatas de este año, había pocos motivos para la decepción, aunque se esperaba más de El irlandés, el colosal friso en el que Scorsese expone su testamento fílmico sobre la mafia de manera correcta pero un tanto ayuna de emoción. Excepto en la violenta traca final que Tarantino resuelve con una elegantísima elipsis que elude los asesinatos latentes en la película, quizá sus seguidores más fanáticos se hayan visto un tanto defraudados con Érase una vez en Hollywood, soberbio poema de amor al cine que los demás contemplamos encantados a través del parabrisas del Cadillac de Brad Pitt, y es que no hubiéramos soportado que el director convirtiera a Margot Robbie en la Uma Thurman de Kill Bill para ensañarse con la memoria de aquella maravilla que fue la inolvidable Sharon Tate.

JOKER

Aún hay otras tres películas más que rozan la excelencia y sólo el paso del tiempo nos dirá si se convierten en obras maestras similares a las que ochenta años después consideramos como tales, gracias tal vez a la pátina con que nuestra cinefilia mitómana las ha revestido: Historia de un matrimonio, conmovedora disección de una pareja que logra atrapar en cada uno de sus fotogramas, los entresijos del dolor que yacen en la amputación sentimental que acompaña a cada proceso de divorcio; Joker, la deconstrucción genial del mito de Batman a través de la explicación de su némesis a la que uno asiste entre los escalofríos de la herida instalada en la carcajada de Joaquin Phoenix; y 1917, prodigio técnico de planificación del que uno se olvida en el instante en que se sube a la aventura de los dos jóvenes soldados y la asume como propia, acostumbrados como estamos a asistir al espectáculo de nuestra propia vida en un único plano secuencia que creemos dirigir sin conocer en realidad el momento de la llegada del corte final.




lunes, 25 de febrero de 2019

ROMA


Hubo un tiempo en el que los sábados y los domingos por la tarde, en lugar de burdos telefilmes edulcorados, la televisión nos ofrecía películas en las que podías asistir desde la butaca del cuarto de estar a un entretenimiento preferible a las aventuras que esperaban fuera y a una lección magistral con enseñanzas para la vida. Como la historia te la contaba alguno de los maravillosos actores que entonces eran como de la familia, la credibilidad era inmediata aunque en sus aventuras les rondara un ángel de segunda clase intentando ganarse unas alas o un amigo imaginario con forma de conejo.

La maquinaria de Hollywood ya no estrena películas como las de antes y anda haciendo caja entre secuelas de éxito asegurado y cine de superhéroes de cartón piedra, producciones de poco riesgo y mucho efecto digital. La antigua emoción se sirve sólo de vez en cuando, si alguno de los pocos artistas que se atreven todavía a encarar el reto de contar una historia sin artificio, la ruedan en estado de gracia y como Alfonso Cuarón en Roma, son capaces de imaginar el mar sobre un patio de baldosas.

Roma es la película del año y de muchos años. Nos presenta el relato sentido de una ruptura familiar, la eterna crónica de las consecuencias del desamor y el empeño del ser humano por sobreponerse a todo y sanar las heridas con la costumbre del cariño. La cámara de Cuarón acaricia el recuerdo de su infancia en la barriada Roma de la ciudad de México. Lo hace desde los ojos de Cleo, la mucama de una familia acomodada en los años setenta, convirtiendo la sencillez de la vida diaria en un maravilloso espectáculo fotografiado en esplendoroso blanco y negro, el ambiente de la época perfectamente recreado a través de una danza hipnótica de planos secuencia que convierte en magia una cotidianeidad de cuartos desordenados y coladas en las azoteas. 


Roma alcanza esa categoría de películas que es necesario contemplar desde el reclinatorio y abandonarse a su admirable puesta en escena a través de la cual pasa la vida como ese avión que sobrevuela nuestros sueños, nuestras miserias y nuestras proezas. Roma es un cuento sobre la pérdida. La felicidad de la familia reunida en torno al padre se sustenta en una armonía tan delicada como la exactitud de las maniobras de su vehículo para que éste encaje entre las estrecheces del portal, cuando el héroe llega a casa y todo parece estar en su sitio. La derrota del amor no conoce clases sociales, la criada y la señora viven al tiempo su abandono, hermanadas por el desamparo y el desconsuelo de la soledad. La fortaleza de las mujeres ya era la norma antes de que se inventara el “empoderamiento” y la maternidad frustrada también puede ejercerse en hogar ajeno, cuando los hijos de otro que cuidas a diario se convierten en el bálsamo callado del dolor.



Hasta llegar a ese puerto, Cleo apaga los incendios de sus señores, sobrevive a los seísmos y atraviesa las revoluciones con la extraña sabiduría indígena de su origen, que le hace mantener el equilibrio incluso cuando nadie a su alrededor es capaz de hacerlo con los ojos cerrados y sobre un solo pie. Cleo es la clave de bóveda de un universo sorprendentemente cercano al de nuestra propia infancia en la España de los setenta, la mítica patria de los días sin prisa, cuando el futuro era un rumbo aún sin concretarse y las horas no herían si alguien todavía te arropaba en la cama y a la mañana siguiente te despertaba el dulce silbido del afilador.


Alfonso Cuarón firma esta maravilla cinco años después de ser oscarizado por su aventura espacial en Gravity, una cinta emparentada directamente con esta historia tan diferente en la forma y tan similar en la esencia. No incurro en “spoiler” si digo que Sandra Bullock y Yalitza Aparicio interpretan en realidad a la misma persona, la hembra telúrica enfrentada al destino de sostener el mundo. Ambas se aferran a la vida que un momento antes se esfumaba en el agua y al fin sale a flote para adueñarse de la cámara en un increíble "travelling" que se adentra en el mar. Debajo de los adoquines sigue existiendo la playa.


lunes, 30 de julio de 2018

LA HERIDA DEL CINE



La primera imagen que guarda mi memoria cinéfila es la del hoyuelo de Kirk Douglas agonizando en una cruz situada en un paisaje nevado donde a la vez se proyecta la sobrecogedora escena de la muerte de la madre de Bambi. En este tipo de sesiones de terapia que era el cine con el que crecimos nos aparcaban nuestros padres para que nos fuéramos acostumbrando a las asperezas de la vida. Me consta que alguno de mis contemporáneos aún no se ha recuperado de estos golpes de efecto que solía prodigar Disney entre las dosis de almíbar con que componía sus películas y desde entonces vive confundido en su particular libro de la selva desde el que le habla a su perro esperando contestación.

BAMBI

Los efectos secundarios de nuestra cinefilia tienen su origen en las sesiones de tarde de los sábados ante el televisor, cuando todavía no existían videojuegos suficientemente atractivos para competir contra el Dardo prodigando acrobacias mientras enamoraba a Virginia Mayo, ese tiempo magnífico en el que era imposible hallar mayor diversión a lo largo del día que contemplando a Harpo Marx colgando su pierna en el brazo del interlocutor estupefacto. Si alguna de esas tardes era de verano y nuestros padres nos recluían en el cuarto de la siesta, la estancia en la celda no era tan tediosa si podíamos imitar a Steve MacQueen haciendo rebotar su pelota de béisbol contra la pared.

EL HALCÓN Y LA FLECHA

Tampoco es que uno fuera el niño de “Cinema Paradiso” pero no había mejor manera para mitigar la melancolía de una tarde de domingo que acudir al Cine Alegría, donde se ensanchaba el espíritu con sólo pronunciar su nombre, o aferrarse a la dura butaca del Cine Avenida para meterse entre pecho y espalda “Orca, la ballena asesina” y “Pánico en el Transiberiano”, provisto de un arsenal de regalices y gaseosas para poder aguantar semejante programa doble. Aún recuerdo salir del Cine Xúcar en una nube tras el impacto provocado por la contemplación de Olivia Newton-John desde la penumbra de la fila dos, y si entorno los ojos todavía puedo recordarme junto a mis amigos remedando la forma de andar de John Travolta después de ver “Grease” por tercera vez. En el trayecto hacia nuestras casas, íbamos cantando en nuestro absurdo inglés inventado las canciones del musical por Carretería con el cine España de testigo, sin sospechar que su sala nos acogería poco después en veladas menos inocentes no toleradas para menores.  


     
No faltaría mucho desde aquel momento para que las historias de amor dejaran de ser imaginarias y sin embargo algo fallaba en la prosaica realidad porque los besos no venían acompañados de banda sonora e inevitablemente añorabas el vértigo entre Scottie y Madeleine en el abrazo que dabas a tu chica. La herida del cine provoca fenómenos extraños cuando por fin recorres los escenarios que antes sólo habías visto en la tele del cuarto de estar y eres capaz de divisar con nitidez la imagen de Gene Kelly bailando en la orilla del Sena e incluso puedes sentirte Cary Grant por unos minutos, degustando en vano la secreta esperanza de encontrar a Deborah Kerr cuando el ascensor llega por fin al último piso del Empire State. Si cierta inquietud recorre tu anatomía cuando adviertes a tu alrededor una excesiva concentración de pájaros, o desde que viste Tiburón sientes algo de resquemor al adentrarte en el mar más allá de la boya, estás enfermo de cine, un mal que puede llegar a ser preocupante si el impacto de "La invasión de los ladrones de cuerpos" te ha hecho odiar el repollo para siempre.

VÉRTIGO

A cambio, el cine te regala definiciones perfectas de la hipocresía en “Plácido”, del desamor en “El apartamento”, del desamparo en “Ladrón de bicicletas”, de la ingratitud en “Luces de la ciudad”, obras maestras que te abrigan bastante cuando se trata de entender el mundo y su intemperie. Si la depresión inunda tu vida, no hay mejor tratamiento que abandonarse a la alegría de “Cantando bajo la lluvia”, si tienes dudas sobre qué es la lealtad es preciso pasar la tarde revisitando “El hombre que mató a Liberty Valance”.

LADRÓN DE BICICLETAS

Siempre nos quedará París, y la posibilidad de ver “Casablanca” una vez más, ese clásico inmortal que te lleva a un café de ensueño en donde un perdedor rumia su cinismo entre los actores de la segunda guerra mundial hasta que el pasado le visita en forma de mujer y le recuerda que con ella fue feliz aunque el mundo se desmoronara. Su blanco y negro resplandeciente te coge por las solapas en cada revisión y no te suelta hasta que Bogart descubre sus cartas y pone sus ideales por encima del amor de su vida. Pero lo que hace de esta película una obra casi milagrosa es que aunque la veamos cien veces, siempre guardaremos la íntima esperanza de que poco antes de la última secuencia, Ilsa regrese de entre la bruma y se acabe quedando con Rick.     

CASABLANCA
ESPARTACO

UNA NOCHE EN LA ÓPERA

LA GRAN EVASIÓN

GREASE

UN AMERICANO EN PARÍS

TÚ Y YO

LOS PÁJAROS

TIBURÓN

LA INVASIÓN DE LOS LADRONES DE CUERPOS

PLÁCIDO

EL APARTAMENTO

LUCES DE LA CIUDAD

CANTANDO BAJO LA LLUVIA

EL HOMBRE QUE MATÓ A LIBERTY VALANCE

jueves, 15 de marzo de 2018

BRUNNEN



Brunnen es la historia de un fracaso. El relato de una ambición frustrada por la eterna lucha entre la realidad y el deseo. Brunnen significa pozo en sueco y un pozo de la finca de Antonio Ordóñez es el improbable catafalco donde fueron a parar las cenizas de Orson Welles. Hasta allí peregrina un grupo de cineastas fascinados por la idea de descifrar en Ronda el misterio de Xanadu, pero ni en aquel lugar que hizo escuela en el toreo, ni en el chalet de Aravaca que albergó por unos años la pasión por España del bueno de Orson, hallaron la bola de cristal que en vez de una casita entre la nieve quizá pudo contener un día, una taberna en Triana.



Brunnen habla del perfeccionismo del genio incomprendido, de la dificultad para conciliar las necesidades del talento con las exigencias de la industria del cine. Si a los veinticinco años has hecho de tu opera prima una obra maestra y esa será la última vez que lograrás la absoluta libertad creativa, la nostalgia por recuperar ese momento único te acompañará el resto de tu vida, preñando de insatisfacción cada uno de los proyectos que tu mente diseñe. Nos cuenta Jess Franco que Welles abominaba de maravillas como “Sed de mal”, porque le negaron el derecho al último montaje. Sabemos de la grandeza de “El cuarto mandamiento”, a pesar de los cuarenta minutos que los carniceros de la RKO enviaron al limbo a espaldas de su creador. Lo que hubiera sido de esas películas terminadas tal y como las concibió Orson Welles se esconde entre las sombras de los viejos estudios de Hollywood, que aquel niño prodigio quiso hallar veinte años después  de la mano de Falstaff entre los muros de Calatañazor.

Brunnen es además un documental sobre la obsesión taurófila de Welles que analizaba la fiesta como una tragedia en tres actos, tan indefendible como irresistible. Sorprende la capacidad del cineasta para anticipar debates de absoluta actualidad, cuando en su famosa entrevista con Michael Parkinson, realizada en 1974, se muestra alejado de la mítica fiesta que conoció durante sus largas temporadas en España. En ella reniega del toreo cuando se convierte en un asunto folclórico, en una industria decadente al servicio de un fin falso, y rememora los años en los que la tauromaquia era todavía un encuentro ritual casi místico entre un hombre valiente y un toro bravo capaz de generar grandes enseñanzas para la vida. Tal vez en las andanzas de sus amigos los toreros, el genio incomprendido veía reflejado el ancestral combate contra el rebaño que Don Quijote Welles siguió librando hasta el final.



miércoles, 7 de marzo de 2018

INTOLERANCIA



Cuando Woody Allen proclamó que el cerebro era su segundo órgano favorito, seguramente no imaginaba la tormenta mediática que al final de su vida le iba a convertir en un apestado social. Eran tiempos en los que el genio de Manhattan aún podía decir que la última vez que había estado dentro de una mujer era cuando visitó la estatua de la libertad sin que los “torquemadas” habituales le acusaran sin pruebas de ser un depravado sin escrúpulos.

En la época dizque más democrática de la historia, donde todo el mundo tiene acceso inmediato a la información a golpe de clic, y un altavoz en las redes sociales para expresar su vacío, la hipocresía que nos circunda es tal que la libertad se desvanece aniquilada por la dictadura de lo políticamente correcto, convertida en el supremo tribunal capaz de condenar a la muerte pública a una persona manipulando tres o cuatro lugares comunes que la masa acepta como si fueran dogmas de fe. Un poco por pereza intelectual y otro poco por temor a separarse de eso que los cursis llaman “mainstream”, casi nadie osa cuestionar el dictamen de este nuevo comité de  biempensantes, que te organizan una caza de brujas en menos que se corrompe un concejal, cocinando en su infecta marmita un brebaje a base de medias verdades, viejas insidias y apelaciones al sentimentalismo infantiloide, malbaratando una causa noble al servicio de una moral bastarda que lo mismo que impedirá a Woody dirigir otra película, hoy hubiera enviado al ostracismo a Einstein por maltratador y a Machado por menorero.

Da lo mismo que las acusaciones contra Allen no resistieran el filtro judicial. En nuestra era, es el tribunal de la opinión pública el que se encarga de establecer las condenas y ni siquiera es preciso acudir a juicio, cuando una sucesión de testimonios es capaz de enterrar en vida a una persona sin que pueda apenas defenderse. Quizá parezca evidente la culpabilidad de Kevin Spacey como despreciable abusador de menores pero no es Ridley Scott el que debe ajusticiarlo al modo estalinista, borrando su participación en la última película, sino un jurado que analice los pormenores de su comportamiento y la credibilidad de los denunciantes. Ya puestos, y dado que tampoco tendrán la oportunidad de hablar en su propio favor, eliminemos a Picasso de los museos o a Neruda de las bibliotecas, “time’s up”, se acabó el tiempo en que admirar la obra a pesar del autor era posible. El maniqueísmo es el nuevo dios de una cultura en la que no existen los matices y que permite a la alcaldesa de Madrid, al amparo de un fin justo, declarar que la violencia está incardinada en el ADN de la masculinidad, sin que el edificio de la Justicia del que ayer fue magistrada, se resienta lo más mínimo.

El maravilloso cuento de hadas de Guillermo del Toro al que Hollywood ha otorgado su máximo reconocimiento este año tiene suerte de que al director mexicano no le hayan encontrado algún asunto inconveniente de su pasado capaz de mutar en despreciable la historia de amor de la película. La poesía puede convertirse en pesadilla a poco que se muevan los hilos de la sospecha y la maledicencia de una sociedad que necesita de estos trucos para mantener tranquila su atribulada conciencia. Los dispensadores de ética oficial trabajan sin descanso otorgando certificados de buenismo a los demás, mientras se ocupan de mantener sus sepulcros blanqueados. Nadie se atreve a tirar la primera piedra, pero cuando llueven las consignas y el lacito cuelga de la pechera, la lapidación del elegido no tiene marcha atrás.

Este año se cumplirán cuarenta del óscar a la mejor película concedido a “Annie Hall”. Woody Allen también fue premiado como director y guionista pero no recogió ninguna de las estatuillas pues prefirió tocar el clarinete en su club, como cada lunes. Tal vez estaba anticipando la respuesta a la intolerancia que hoy le acosa, a la irracionalidad del comportamiento humano que ya describía en la última secuencia de aquella cinta en la que Alvy Singer nos cuenta el viejo chiste del tipo que va al psiquiatra y le dice: “doctor, mi hermano está loco, cree que es una gallina”. Y el doctor responde: “¿pero por qué no lo interna en un manicomio?”, y el tipo le contesta: “lo haría, pero necesito los huevos”. Pues eso.



jueves, 2 de marzo de 2017

LA CIUDAD DE LAS ESTRELLAS



Las seis de la mañana es una hora tan intempestiva para mis costumbres que sólo me pilla despierto cuando se trata de recibir el año nuevo, o si me empeño en herir la madrugada conquense con un clarín destemplado, o en caso de que el sofá frente a la tele se transforme en butaca de patio para descubrir entre sueños cuál ha sido la película ganadora de los Oscars. La pelea de este año se disputaba entre La la land y Moonlight, dos obras estimables pero menores, películas elevadas a la categoría de obras maestras por obra de la mercadotecnia y la escasa memoria cinéfila de estos tiempos que hace pasar por joyas a lo que destaca un poco de la mediocridad general.          

         Debo decir que muchos días después de ver La la land, todavía me sigue acompañando el tarareo incesante de la contagiosa melodía del número de apertura aunque el deslumbramiento que prometía es algo menor del esperado, lo cual suele ocurrir debido a ese exceso de información previa con el que nuestra cinefilia nos impide acudir al cine con la necesaria virginidad. Y es que tras el excitante inicio, la cinta se remansa en una historia convencional de amor entre una camarera aspirante a actriz y un músico con ínfulas de genio que viven sus vidas en Los Ángeles esperando que alguien descubra en ellos su condición de estrella. Aunque todo ello fluye con buena escritura fílmica de la mano del encanto que transmiten las convincentes interpretaciones de Ryan Gosling y Enma Stone, el guión discurre en una suave cuesta abajo que quebranta aquella máxima de Cecil B. de Mille según la cual las películas debían empezar con un terremoto y a partir de ahí, seguir "in crescendo".

        
Moonlight es también una película correcta venida a más por obra y gracia de la mala conciencia de la academia americana acerca del tratamiento de la negritud en el reparto de los premios. Cualquier capítulo de The wire tiene más complejidad estética y moral que esta historia sencilla que al menos no es maniquea ni pretende manipularnos desde sentimentalismos baratos. Sin embargo, a la cinta le falta el aliento poético que demanda una historia que no merecía ser tratada con tanta frialdad.

La ciudad de las estrellas pretende ser un homenaje al cine musical de siempre realizado en tono menor. Los amantes del musical clásico hubiésemos deseado que el plano secuencia del enamoramiento de los amantes, con esa farola estratégicamente situada en medio de la noche estrellada, se hubiera resuelto en el abrazo de Gosling a su resplandor proclamando exultante su amor con o sin paraguas, pero el director apuesta por sujetar a sus actores dentro de apenas unos tímidos pasos de claqué y comedidas melodías de Hollywood susurradas a media voz.

Pese a todo, en medio de la nostalgia inevitablemente tocada por la manida melancolía que produce asistir una vez más al eterno sacrificio del éxito personal en la búsqueda del triunfo profesional, la película se eleva en el tramo final en donde, ahora sí el director saca oro puro de una cámara que danza sin palabras en torno a la historia de lo que pudo haber sido y no fue y por fin convierte el dulce encantamiento que acompaña al espectador durante todo el metraje en la emoción verdadera que provoca saber expresar la tristeza del desamor tan sólo filmando dos miradas.

El estrambótico final de la ceremonia de los Oscars con Bonnie Dunaway y Clyde Beatty robando un poco de gloria a las dos películas del año fue un coherente colofón para sus propuestas argumentales. Los autores de La la land triunfaron en la noche pero no consiguieron besar a la chica. Los creadores de Moonlight, a imagen y semejanza de su protagonista que encerrado en su mundo acaba sobreponiéndose a la vida y sus espinas, vivieron su éxito casi de incógnito, cuando las luces ya se estaban apagando y las celebridades presentes reservaban sus muecas para la próxima película.