jueves, 23 de diciembre de 2021

LAS LUCES



Como no podía ser de otra manera, la Navidad llegó antes de tiempo a la ciudad en penumbra, y como primer indicio de tan esperada noticia, la iluminación dispuesta sobre las cuatro calles de su depauperado corazón comercial no hace honor a la tradicional devoción por la luz de sus gentes, una querencia tan antigua que hasta tenemos dedicado un templo a su advocación mariana, allí donde se cruzan los caminos al abrigo del Cerro de la Majestad. 

No se trata de que nuestro alcalde emule el desaforado histrionismo del regidor de Vigo ni se pide una profusión de luminarias que nos iguale a Sisante, pero en fin, ¿era necesario el paupérrimo espectáculo que cada noche se despliega sobre nuestras cabezas? ¿Es compatible la austeridad impuesta por el presupuesto de la cosa con la dignidad lumínica asociada a los fastos del solsticio? ¿Se ha convocado acaso un concurso sobre el tramo más hortera de los que hieren la vista cada noche a lo largo de la ciudad? El premio sería para las luces de Fermín Caballero, cuyo inenarrable feísmo hace recomendable ponerse a salvo circulando por recorridos alternativos para evitar su contemplación.

Tampoco son mancas las que remedan las olas del mar en Hurtado de Mendoza, instaladas sin duda para compensar la supresión del tren convencional que antaño permitía al conquense menos pudiente plantarse en Valencia para disfrutar de la playa sin contaminar demasiado. Cuando el atribulado transeúnte supera la cuesta y se le ocurre desviar la mirada hacia Diego Jiménez, se acuerda inevitablemente de las desvaídas luces que alumbraban los recintos feriales de los años setenta, lo cual es un bonito gesto por parte de su diseñador que así pretende acercarnos al recuerdo de nuestra infancia en estas fechas tan entrañables. El desasosiego que producen obliga al peatón a torcer el cuello hacia la calle Cervantes, en donde le espera la sublimación del laicismo en forma de hirientes líneas que se entrecruzan formando equis extrañas que nos remiten a las múltiples incógnitas que atenazan el futuro de nuestra tierra.

Las emociones fuertes llegan si nos atrevemos a pasear por Carretería. En la Plaza de la Hispanidad, la estrella de guardarropía que han colocado para guiar a los Reyes camino del Nacimiento, parece estar a punto de precipitarse cual rayo exterminador sobre el portal en el que depositábamos los deseos de nuestra niñez, como si el tiempo no se hubiera encargado ya por sí solo de aniquilarlos. Al abeto que uno recuerda decorado con gusto, le han tirado encima las luces que sobraron de la última verbena imitando cuatro cintas de apolillado espumillón y ahora parece el arbolito de saldo de un negocio en liquidación, a tono con los comercios que agonizan en su entorno. 

Cuando tras cumplimentar al niño Dios levantamos la mirada y divisamos el horizonte de nuestra calle mayor, uno no sabe si las luces que allí se suceden son las uvas de la suerte de un cotillón patético, las notas musicales de una partitura sin gracia o las lágrimas de todos nosotros por el esplendor perdido de lo que un día fue el lugar de encuentro alegre de la ciudad nueva. El odiador de la Navidad que ha perpetrado el espectáculo no ha tenido piedad de nosotros y en Alonso Chirino se ha permitido evocar al coronavirus que sigue amenazando nuestro futuro, ya sin Casa de Socorro a la que acudir. 

Aprovechemos el regreso del sinsentido de la mascarilla en exteriores para subirla un poco más y taparnos también los ojos. Feliz Navidad.



viernes, 10 de diciembre de 2021

CUENCULTURA



Cuenca. Festividad de todos los Santos. En los alrededores de la Iglesia de San Pedro, a la luz del crepúsculo, se arraciman varias docenas de conocedores del secreto. La asociación “Cuenca, ciudad de música” ofrece la interpretación del Réquiem de Mozart, a través de la versión de Czerny para piano a cuatro manos dirigida por Ignacio Yepes. El ambiente creado a partir de la distribución circular del público en la sala, la intimidad de la escenografía lumínica dispuesta y la maravillosa música de Mozart, esculpen momentos inolvidables por medio de las dieciséis voces del coro que brillan especialmente en el fragor del “Dies irae”, elevan al cielo de la cúpula de Martín de Aldehuela el estremecimiento del “Confutatis” y entonan el “Lacrimosa”, con delicadeza de orfebre.

Acontecimientos como éste se suceden en Cuenca casi de incógnito, sin apenas promoción oficial ni repercusión posterior más allá de las redes sociales, sin la adecuada reflexión crítica que debería acompañar a cada uno de los eventos que proliferan en nuestra ciudad, con el fin de convertirla de una vez para siempre en una verdadera potencia cultural. En el último año han pasado por el Auditorio tres de los más importantes montajes teatrales del panorama nacional y los ecos de tanta grandeza no trascendieron más allá de los afortunados que asistimos a la belleza de las Divinas Palabras de Valle pasadas por el talento escénico de José Carlos Plaza, al atrevimiento transgresor de Miguel del Arco poniendo patas arriba el Ricardo III shakespeariano y a la divertidísima propuesta de Sergio Peris-Mencheta que convirtió los Castelvines y Monteses de Lope en una fastuosa comedia musical.

A pesar de tropiezos incomprensibles como la cancelación de la Semana de Música Religiosa de 2021, cuya ausencia convivió sin embargo con el concierto de las terrazas de los bares, la vida cultural de Cuenca goza de buena salud y de vez en cuando surge el milagro de la belleza en una exposición cualquiera como la de Alberto Corazón que todavía puede disfrutarse en la Fundación Antonio Saura, o en el quejido de Juan Perro, derramando su cantar filosófico sobre la hoz asombrada, o en la posibilidad de contemplar de madrugada un insólito programa doble compuesto por Barry Lindon y Muerte en Venecia en la maratón cinematográfica que ofreció el Cine Club Chaplin, con motivo de su cincuentenario.  

Los lunes culturales de la Catedral, las conferencias de los martes en la RACAL, las sesiones cinematográficas de los miércoles en el Chaplin, son abrigos espirituales que nos ayudan a pasar la travesía del invierno con la certidumbre del calor que el arte es capaz de proporcionar cuando a través de sus ficciones, nos permite llegar a la verdad.
 
Recientemente, se concedió por la UNESCO la condición de Patrimonio de la humanidad, al Paisaje de la Luz madrileño establecido entre el Parque del Retiro, el Jardín Botánico y el Triángulo del Arte configurado por el Prado, el Thyssen, y el Reina Sofía. Nuestro casco histórico ha cumplido ahora sus bodas de plata en el exclusivo club de las ciudades patrimonio y por fin la ciudad parece haber escapado de la sensación de ser siempre el pariente pobre en los actos anuales de conmemoración de la pertenencia a este G-15 de la excelencia patrimonial. Debemos pregonar sin complejos la fortuna de poder convivir en unos centenares de metros no ya con un triángulo sino con un pentágono de cumbres del arte moderno nacional, la mayor concentración de espacios dedicados a la vanguardia escultórica y pictórica que imaginarse pueda en España, en glorioso contraste con la posibilidad de disfrutar en el centro de la figura de los vestigios del gótico más antiguo de Castilla en la Catedral de Santa María y San Julián. El Museo de Arte Abstracto, la Fundación Antonio Pérez, la colección Roberto Polo, la casa Zavala y el Espacio Torner, llevan a cabo su labor con la sordina que les imponen unas autoridades demasiado tibias a la hora de destacar para el mundo, su importancia y su singularidad. 

Nos cuesta transmitir nuestra grandeza. La humildad de nuestra dimensión es compatible con el realce del tesoro que albergamos, aunque sea Resines el que lo propague. Vale.