La
semana torista cierra la feria de San Isidro desde hace tiempo según una
fórmula que trata de mitigar un tanto el quinario que pasa el sufrido abonado
con la tabarra del toro bobo que expulsa la casta de las tres semanas previas. Tras
la larga travesía del desierto, este fin de fiesta es una bendición que barre
de la plaza la mugre de tantas tardes y nos regala a cambio los toros de mirada
aviesa y boca cerrada, la lidia azarosa en la que deben ponerse los cinco
sentidos, el respeto al animal con el que el matador no puede estar a gusto ni
disfrutar sino del que hay que cuidarse. La última semana de feria trae a
Madrid la huida de las figuras de los carteles, la ausencia de apreturas en los
accesos a la plaza, la piedra desnuda en los tendidos y la costumbre de la
crítica oficial de cargar contra las ganaderías que comparecen en estas fechas
para justificar su apuesta permanente por las vacadas comerciales. Se trata así
de enmascarar la tropelía que se cometerá después en los premios oficiales, en
los que la deliberación seguramente dura menos tiempo que lo que tardan los
burladeros del callejón en llenarse de advenedizos para ver la corrida de
gañote. De esta manera, viene de maravilla cerrar la feria embarcando para
Madrid el encierro de Miura más
blando y peor presentado que se recuerda y echar dos toros al negociado de
Florito sin esperar a que se recuperen como se hace tantas tardes con otros
hierros, a fin de otorgar el derecho de alicatado preferente en el patio del
desolladero a la corrida de Domingo Hernández, para que su dueño pueda luego
blasonar de bravura cuando lidia sus garcichicos por esas plazas de Dios.
El
fracaso de la miurada se vio venir desde el principio cuando el público hizo
saludar a Eduardo Dávila para
agradecerle el gesto de reaparecer con los toros de su familia, de los que al
final no mató ninguno. Estas cosas no fallan, ovación anticipada, tarde gafada.
También defraudó la corrida de Adolfo Martín
que se vino abajo en el último tercio y aún así el segundo regaló a Juan Bautista varias embestidas
encastadas para comprometerse y apostar pero el francés tiró de repertorio
convencional y ensayó un trasteo sin apreturas. En cambio, Antonio Ferrera anduvo muy serio toda la tarde buscándole las
vueltas a su lote hasta que en las postrimerías de su persecución al cuarto por
toda la plaza, le enjaretó en el siete varios naturales sueltos de relajada
compostura y mucho aguante en el sitio de la verdad. Su prolongado empeño a
punto estuvo de costarle el tercer aviso por esa manía que tienen los toreros
modernos de plantear faenas interminables. La tauromaquia actual del toro
sin peligro favorece faenas largas de mil pases que el animal admite porque no
necesita ser dominado, mientras los toreros se limitan a acompañar su viaje
dócil en una danza previsible e incruenta. Pero el toro de estas últimas tardes
es otro, no aguanta trasteos superficiales y aprende por momentos en qué
consiste el engaño. Los matadores de ahora desconocen por completo que a Madrid
siempre le ha bastado una faena sentida, breve y por derecho y una estocada en
la yema para encumbrar a un torero, y aunque lo supieran, parecen haber
olvidado los fundamentos técnicos del toreo clásico que exigen pisarle el
terreno al toro incierto e intentar imponerse en las veinte embestidas que
suele ofrecer. Por el contrario, se empeñan en una labor insustancial, vulgar y
sin sentido lidiador alguno como la que desarrollaron los diestros a los
que les tocó en suerte o más bien en desgracia la corrida de Rehuelga, un
vendaval de casta santacolomeña al que se afanaron en aplicar la filosofía del visitante de
estación: cuando llega el tren del toro, en lugar de plantarse en la vía y
hacerlo descarrilar, la mayoría se conforma con saludarlo desde el andén.
Quien
sí se tiró a la vía fue Paco Ureña y
desde allí esperó al toro más encastado de la feria, Pastelero, un Victorino
de 520 kilos que desprendía trapío y fiereza en cada acometida. Toro de cara o
cruz al que Ureña se impone en el primer envite para perder el segundo en la
siguiente serie, un tanto desbordado por la agreste embestida. Se presiente
combate nulo pero a partir de ahí, el lorquino vuelve a jugársela y deja en la
retina dos series más, mandando mucho con la derecha, la faena convertida en un
toma y daca emocionante, las espadas en lo alto a la espera de confirmarlo todo
al natural. Por ese lado, el toro vende cara su posición pero Ureña extrae
pases con valor sin cuento, aguantando un mundo y luego se ofusca alargando una
obra que ya está hecha hasta concluir con un espadazo tendido que no basta. Se
demora en tres descabellos que frustran dos orejas que tenía ganadas a ley.
La
oreja de la tarde se la llevó Talavante
por una faena en las antípodas de la guerra de Ureña, pues sorteó un Victorino
bonancible que comenzó entregándose desde los buenos lances iniciales con que
lo recibió y luego hizo el avión a modo cuando lo pasó de muleta en naturales
bien rematados y otros con la derecha más ligeritos que culminaron en una
arrucina que se dejó pegar el toro sin acordarse en ningún momento de su origen. Con su segundo oponente, Talavante no arriesgó en cambio un
alamar, el extremeño quizá pensó que
el gesto de anunciarse con una ganadería de verdad ya había concluido con ese triunfo
parcial, que la ganancia a obtener no le compensaba el esfuerzo que requería un
toro incierto que no iba a permitir arrucinas.
Tampoco
admitía pases accesorios la seria corrida de Cuadri que mejoró en casta y movilidad respecto a comparecencias
recientes. Sin embargo, José Carlos
Venegas no tuvo mejor idea que rematar su faena al sexto encadenando bernadinas,
pretendiendo aplicar a un toro poderoso esa práctica frecuente que ha
sustituido a la de empalmar molinetes para extraer orejas pueblerinas de
presidentes a favor de obra. Naturalmente el toro no se lo permitió y derribó
al torero, poniendo a las claras quién mandaba en la plaza.
Al
día siguiente, volvían a la feria los toros de Dolores Aguirre y como siempre inundaron la plaza del espectáculo
de su encastada mansedumbre. Gómez del
Pilar se llevó el lote de la corrida y rascó una orejilla barata por su
labor al tercero que incluyó una larga cambiada, un quite por lopecinas y una
faena solamente bullidora y efectista que nos llevó a la melancolía de
constatar qué pocos toreros son hoy capaces de echar a un toro de
comer cuando citan. La muleta retrasada es la norma acogida por la torería
andante para mitigar el riesgo que siempre tiene traerse al toro toreado desde
el inicio del viaje. Si luego al final no se remata el muletazo detrás de la
cadera vaciando la embestida, nos encontramos con una sucesión de medios pases
que sólo conduce al vacío.
La
tregua a las ganaderías duras llegó con el segundo pase de Alcurrucén, que en contra de lo que
sospechábamos había guardado para esta semana algunos ejemplares de nota para
quien quisiera darse cuenta. Lo hizo Juan
del Álamo y el Cid desaprovechó una nueva ocasión para retomar el tren de
la gloria. El primero abrió por fin la puerta grande aunque su éxito debe
atribuirse a su cabeza despejada y atenta a pulsar los resortes de los ánimos
de la plaza, no tanto a su voluntad de hacer el toreo cabal. En su haber debe
apuntarse la forma en que comenzó la faena al tercero, doblándose con el toro
hasta llevarlo con poder a los medios, fijando con torería un comportamiento
que hasta entonces había sido abanto, enseñándole a embestir, en definitiva.
Después, desgrana varias series por ambos pitones por las afueras del peligro,
y el innegable temple y largura con que dota a los pases levanta las ovaciones acostumbradas pero no las enciende de la emoción que sin duda tendrían si además en
la obra hubiera hondura. La plaza termina de entregarse con la estocada arriba
y la muerte espectacular del toro en los medios. A partir de ahí, los
sospechosos habituales comienzan a mover los hilos del triunfalismo desaforado
para conseguir las dos orejas, el matador se pega la carrerita reglamentaria
pegando saltos como si acabara de marcar gol, los carontes de las mulas demoran
su acto de presencia en el ruedo y luego tardan más en arrastrar al toro que si
Fernando Alonso lo intentara con su McLaren, pero el presidente Trinidad tira
de dignidad, se guarda el segundo pañuelo y deja todavía un resquicio en la
puerta grande por si el mirobrigense quiere colarse por él apostándolo todo al
sexto de la tarde, un manso pregonao de complicada embestida. Del Álamo le
espera en los medios sin probaturas pero va de farol, y se acaba quitando antes
de que el toro le quite a él de en medio. Ya en el tercio, hace el esfuerzo y
empieza cargando la suerte en el sitio, pero luego la faena se diluye entre
medios pases que no someten al toro y algún atragantón donde hay valor pero no
dominio, antes de ver claro que a un público a favor deseoso de desagraviar al
torero le bastará una estocada desprendida para solicitar la oreja. Así es y
así sucede, mientras el Cid, que
tuvo un lote para volver a reventar Madrid, que estuvo mal con la corrida pero que
pese a todo, dejó en el cuarto una serie de naturales parecidos a los de su
época grande, contempla la escena desde el burladero de su frustración.
La Beneficencia fue la coda previsible al
espectáculo decadente que representó la feria. Resulta un milagro que veinticuatro mil almas llenaran la plaza a despecho de los cuarenta grados en los termómetros,
y del ganado de saldo con el que Victoriano del Río repetía en Madrid. Apenas
un cambio de mano del Juli, un galleo de Manzanares y un puyazo arriba de Paco María fue lo que se llevó de la corrida el Rey Felipe para meditar fuera de las cámaras si merece la pena volver a los toros más allá de la obligación
protocolaria. Es posible que ni siquiera los vivas a su persona con que a lo
largo de la tarde los tendidos recalentados espantaban el tedio, le hagan
regresar.
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