jueves, 9 de junio de 2022

SAN ISIDRO 2022: LA FERIA DEL REENCUENTRO, SEGUNDA PARTE.



La conocida sentencia orteguiana que recomienda conocer el estado de las corridas de toros para comprender mejor a la sociedad española de cada momento histórico, se cumple en esta feria de manera exacta. El hedonismo que domina al público que acude a las Ventas cada tarde es un trasunto del estado de ánimo de la sociedad, que tras las privaciones de la pandemia, persigue el ansia de disfrute por encima de cualquier cosa, y pone en entredicho la exigencia que siempre fue el toque de distinción de esta plaza, arrinconando su condición de faro de referencia del resto de la temporada taurina que ahora parece definitivamente perdida.   

Siendo preocupante el desnortamiento de los tendidos, no es tan grave como lo que pasa en el ruedo. Llevamos toda la feria soportando la disposición anodina de la mayoría de los diestros, matadores sin torería que comparecen cada tarde como si hubieran perdido el alma camino de la plaza, sin conciencia de la importancia del escenario y de su fortuna por estar anunciados en el ciclo más importante del mundo, sin idea de su función en la sucesión de normas y tradiciones que conforman la liturgia de una corrida, de su papel en la lidia, de la importancia de situar al toro en la posición idónea para el tercio de varas y salir de esa suerte por el lado correcto, de la trascendencia de estar siempre bien colocado en el segundo tercio para hacer el quite al banderillero, de la necesidad de ayudar en la plaza al compañero de terna y sin embargo, competir con él en cada envite. 



Morante se pasea por la feria perdido en una sucesión de gestos añejos a los que no siempre acompaña la disposición para hacer el toreo. Ojalá las vueltas pistacho del capote, la llegada a la plaza en la jardinera de la Chata, el botijo para mojar la muleta y la parpusa en la cabeza del mozo de estoques vinieran acompañados del compromiso con la expectación que genera. De momento, iniciar la faena de muleta con la espada de verdad no es un homenaje a los tiempos en que se paseaba por el callejón el cartel con la leyenda “se autoriza el uso del estoque simulado”, sino un indisimulado deseo de tirar por la calle de en medio. Después de cinco toros navegando por la frustración, en la Beneficencia, salta la sorpresa. Cuando su feria ya se iba por la gatera, y nadie daba un duro por un colorao de Alcurrucén de casi seiscientos kilos y a tres meses de cumplir seis años, Morante parece que le ha visto algo y lo pasa entre barreras en ayudados por alto preñados de torería que resuelve sin solución de continuidad en un cambio de mano bellísimo que hace romper la embestida por naturales. A continuación, le enjareta la mejor serie de redondos de la faena, ligada en un palmo de terreno, muy reunido con el toro, con su particular empaque y lentitud que hace presagiar el triunfo de la hondura. Sin embargo, lo que sigue es toreo de menor enjundia, detalles pintureros y remates de su particular personalidad, el molinete arrebujado y el molinete invertido, el pase de la firma garboso y unos naturales de frente más aclamados que logrados. El impacto de la faena anticipa la puerta grande, el émulo de Gallito lo sabe, cierra la faena con el muletazo de castigo de José y se entrega en la rectitud de la suerte suprema pero se queda en la cara del toro, sale trompicado y el defecto de colocación de la espada conduce a dos descabellos que dejan la cosa en una oreja pedida por casi todos y en una vuelta al ruedo de clamor.

Antes de eso, el Juli ofreció una nueva versión de su incapacidad para triunfar en esta plaza pasando de muleta al segundo desde la ventaja en la colocación, la celeridad en el trazo y la estética deplorable que sin embargo gustaron a las masas sobremanera por el modo en que aclamaban los telonazos del poderoso. Todo ese espejismo se diluyó otra vez a la hora de matar y es que Julián anda tan perdido con la técnica de su clásico “julipié” que ni siquiera acierta a repentizar los tiempos de aquel prodigio de la mentira que antes era un salvoconducto seguro para el triunfo. Al quinto, le planteó una faena de parecidas trazas pero ahora las gentes ya no le aclamaban, acaso porque tras contemplar a Morante, el rey de los despachos quedó desnudo y en la comparación de ambas estéticas, la de Julián ya no podía enmascarar más su feísmo.

Ginés Marín anduvo por la tarde a ver si cogía los restos del fervor defraudado de  los públicos que van a la plaza a ver triunfar a otros toreros y acaban entregándose a un tapado. Ginés tiene gusto a la hora de torear y lo demostró en el recibo a la verónica del tercero y en la bonita apertura de faena posterior, pero cuando hay que pasar al toro en redondo, colocarse, mandar y ligar, no llega a pisar el terreno de la verdad, y prefiere interpretar una partitura que no molesta pero no emociona, algo así como si Mozart se hubiera dedicado a componer melodías para el hilo musical.



En el negociado del toreo de arte, Ortega y Aguado, grandes esperanzas blancas antes de la pandemia del estilo que nos gusta, han devenido en toreros vacíos y sin alma. Embarcados en una estrategia comercial que los acartela con Morante y que parece haberse propuesto matar entre los tres toda la camada de Juan Pedro Domecq, salen inevitablemente perdiendo en la comparación con el de la Puebla del Río. Tras los fiascos de Sevilla y Valencia, el problema es venir a Madrid con una ganadería que va a ser recibida con suspicacia por la cátedra, esperando sortear al menos esa clase de toro pastueño que buscan sus mentores para que su poderdante pueda expresarse a gusto, y cuando por fin les sale ese toro deseado, no suceda nada. Es posible que Juan Ortega sea el torero más natural del escalafón, y así lo demuestra cuando firma el toreo de capote más destacado de la feria, quizá el único digno de tal nombre, primero en la verónica pura y encajada y después bordando la chicuelina pletórica de gracia sevillana, pero anda tan corto de empuje y valor para afrontar la ligazón demandada por la faena, que todo se acaba diluyendo en retazos aislados sin vocación de unidad. En cuanto a Pablo Aguado, pasa como una sombra por la feria, ofreciendo la impresión de que ha perdido el sitio, el empaque y la magia que enamoraron a Madrid en la isidrada del 19. Su propuesta actual es despegada y vulgar y aunque quien tiene la moneda, siempre puede cambiarla, la ilusión que generó en el pasado parece tener fecha de caducidad.

Esa ilusión que es el motor de nuestra asistencia a tantas tardes anodinas de las que apenas esperamos un retazo que permanezca en la memoria, se halla agotada en el caso de Manzanares, qué gran torero si tuviera otra ambición. Sus hechuras de número uno se manifiestan en un cambio de mano inmenso de profundidad y compostura pero atraviesa el resto de sus faenas entre muletazos de buen trazo por las afueras, rectificando constantemente cuando se ve mínimamente apretado. Parece estar de vuelta de todo, como el rico heredero que administra con comedimiento su fortuna para vivir de las rentas sin dar un palo al agua el resto de su vida.

La feria del reencuentro deja demasiados “deja vu” negativos como la decadencia del primer tercio que corre pareja con la cría de un toro concebido casi exclusivamente para la faena de muleta. Ante esta tesitura, los actuantes desprecian el toreo de capote, por su incapacidad para sujetar al toro de salida y agavillar unas cuantas verónicas dignas de tal nombre y por su incompetencia técnica para lidiarlo con eficacia y donosura y conducirlo de manera adecuada para el desarrollo correcto del tercio de varas. La tradicional semana torista, último tramo de la feria en donde solíamos desquitarnos de la “domecquización progresiva” de la cabaña brava, ha quedado prácticamente reducida al triduo de albaserrada que por fortuna aún pervive como resistencia al toro convencional que es el que permite al gerente Abellán disfrutar de sus paseítos por el callejón. 



Con la corrida de José Escolar vuelven los toros irreprochablemente presentados y con las dificultades de la casta, duros de pezuña y de boca cerrada hasta el final, toros con los que no sirve el planteamiento de otras tardes en las que vale con acompañar embestidas dóciles, toros a los que hay que dominar desde el principio y hacer el toreo en quince pases, porque al dieciséis se orientan y buscan lo que hay detrás del engaño. Gómez del Pilar le da muchos más al tercero de la tarde y le puede a base de insistir por ambos pitones hasta extraerle una serie de naturales templados de trazo imposible al principio de la faena. Para asegurar la oreja, sigue insistiendo hasta encontrar un natural extraordinario en el que se conmueven los tendidos y al siguiente, el torero no rectifica y le planta cara para continuar imponiendo su poder pero el toro no le perdona y le coge de lleno por el pecho, encontronazo terrible del que sale indemne de milagro. Cuando el héroe vuelve a la pelea, el toro no quiere más fiesta y definitivamente dominado, se raja. Estocada desprendida y oreja de ley. En el sexto se vuelve a ir a la puerta de chiqueros como ya hizo en el tercero, envite del que salió apurado porque se coloca bastante lejos de las rayas y da tiempo al toro para que se oriente y le busque. En esta ocasión, sucede lo mismo, el torero tiene que recurrir al cuerpo a tierra, pero ahora el toro lo prende y le cornea en el glúteo.

Chacón sortea el lote más convencional con el que brega muy fácil con el capote y no se atreve a dar el paso adelante con la muleta. El que torea por su compañero herido no tiene un pase pero antes de eso, Ángel Otero reaparece en las Ventas para dejar los dos pares de banderillas más emocionantes de la feria, asomándose con las facultades de siempre al balcón de incertidumbre que le presenta un toro que espera en el tercio a cazarlo como hizo con su jefe de filas. Por su parte, Lamelas, muy curtido en batallas de este tipo, aplica todo su oficio a un lote complicado, pero no lo hace sobre la base del dominio, sino del aguante de la embestida incierta, toreo de muleta retrasada y agilidad de piernas para evitar las tarascadas. Tarde muy digna, pese a todo, y una forma de coger la muleta por el centro del estaquillador que no aparece con frecuencia.



Resulta lamentable que se nos robe esta emoción en las Ventas porque la empresa se olvide de las ganaderías más encastadas del momento que como Baltasar Ibán, Cuadri o Saltillo envían sus mejores productos a otras plazas mientras otras vacadas hacen doblete en una feria que año tras año se desliza hacia la uniformidad del monoencaste Domecq. En el último fin de semana del ciclo, la afición se preguntaba qué toros mandaría Adolfo Martín, teniendo en cuenta que había una figura en el cartel. Alejandro Talavante empieza la tarde con ganas que se van diluyendo debido a su incompetencia. Sortea un lote sin grandes complicaciones pero no se atreve a dar el paso adelante en su primero en una faena sin relieve rematada de forma vergonzosa con varios espadazos en los bajos por echarse fuera en el embroque. El sexto es un torete anovillado y flojo que nada más salir ya es candidato a volver a los corrales y el matador y su cuadrilla no ocultan ese deseo, en busca del Garcigrande reseñado como sobrero. Parece un sacrilegio parchear esta corrida con la juampedritis de todos los días y una enorme casualidad que Talavante acabe toreando esta masa de carne de más de 600 kilos, una mole escasamente ofensiva por delante que tras aquerenciarse en el caballo, llega a la muleta desvaída de Talavante sin gas. A la hora de matar, el Camaleón recuerda sus inicios de aspirante al trono estético de José Tomás y parece querer repetir la peor de sus tardes en las Ventas, cuando el monstruo de Galapagar se dejó un toro vivo de Adolfo. Deja una sucesión interminable de pinchazos indolentes, media defectuosa y descabello certero al borde del segundo aviso. La tragedia de aquel momento ha estado a punto de repetirse como farsa.

Rafaelillo y Escribano intentan sostener la dignidad de la tarde, y como sucede a los toreros con las carnes hechas a sobrellevar la dureza del toro agreste, al venir mentalizados para la batalla y sortear uno bueno y uno malo, con el primero no acaban de dar la talla y con el segundo ofrecen una extraordinaria dimensión. Rafaelillo corta una oreja al primero de la tarde que regala embestidas convencionales para el triunfo grande sin que el diestro pase de aseado como si no terminara de creerse el comportamiento bonancible del animal. Algún natural largo destaca en una faena que no acaba de romper hasta el final, con una estocada en el hoyo de las agujas de tremenda verdad por la rectitud en la acometida ante la enorme arboladura de los pitones del toro. El cuarto le propone la guerra de todos los días y a base de exponer ante el medio viaje del toro acaba firmando una faena digna y valiente. Escribano está muy serio con el quinto, un verdadero marrajo con el que se la juega sin trampa, siendo acosado en varias ocasiones y dando una lección de vergüenza torera desde que lo recibe en chiqueros hasta la estocada final.



La corrida de Victorino cierra la feria con un encierro bien presentado con más casta de la que advertimos en sus últimas comparecencias. Román pecha con el peor lote y da la impresión de no estar totalmente recuperado de su percance reciente con la corrida de Algarra, pese a lo cual hace el esfuerzo y remata su tarde con dignidad, recordando al maestro Antoñete cuando decía que los toreros reaparecen tan pronto porque la peor corrida es la que no se cobra. Antonio Ferrera y Sergio Serrano sortean un toro cada uno que les permite una relajación extraña a las complicaciones naturales de la embestida peculiar del encaste. Después de recibirlo a porta gayola con la técnica del cuerpo a tierra, Serrano pasa de muleta a su primero de manera correcta y muy templada, en naturales de tersura irreprochable pero sin el compromiso del ceñimiento que pese a todo, calan en los tendidos anunciando un triunfo que frustra la deficiente técnica estoqueadora. Ferrera está menos histrión que de costumbre si obviamos ese capote en sedas azules que por otro lado mueve con su habitual destreza, especialmente cuando encadena el quite preceptivo sin apenas solución de continuidad con el final del puyazo. Lo intenta de manera sobria y reunida con el cuarto sin que las masas reaccionen de manera receptiva, así que regresa a las andadas de la teatralidad cuando suelta la ayuda en busca del reconocimiento que no acaba de llegar. 

Termina la feria inmersa en un ambiente bien distinto del inicial, la imprevisibilidad del toro encastado mantiene alerta a los tendidos, apercibidos de que la vida y la muerte se encuentran en la arena. No es imposible que alguno de los jóvenes que la ha visitado en masa atraído por la fiesta posterior haya podido llegar a conectar con el espectáculo perturbador que a veces emana del ruedo, que haya comprendido la grandeza de una vara de Bernal, que haya vibrado con un par de banderillas de Fernando Sánchez, que entre cerveza y cerveza haya alcanzado a sentir el calambrazo en el alma de los naturales de Téllez, y se haya enamorado para siempre de este rito inigualable.




martes, 7 de junio de 2022

CATORCE


Cuando en las postrimerías del Madrid de los galácticos, un equipo en descomposición quedaba segundo en la liga a las órdenes de López-Caro, asistir a las evoluciones de Zidane era divisar el último estandarte erguido de un ejército decadente. Contemplar su elegancia todavía justificaba el precio de la entrada, aunque uno tuviera que aguantar al pipero de la localidad vecina motejando al mito de abuelo, unos minutos antes de que aplaudiera a rabiar las furiosas arrancadas de Gravesen. Atrás quedaba en la corta memoria del aficionado el brillo de la novena, el fogonazo de la volea mítica de Glasgow de la que ahora se han cumplido veinte años, aquella foto para la historia de la Copa de Europa que sólo el Real Madrid pudo añadir al palmarés de un jugador que hasta entonces ya lo había ganado casi todo. 


El Real Madrid encaró la temporada que ahora agoniza entregado a la incertidumbre. Decía el gran García, al que hace poco machacó injustamente una serie abyecta de televisión, que él se había ido siempre de los sitios cinco minutos antes de que lo echaran y ésa debió ser la máxima de Zizou para marcharse de un equipo en el que un curso sin títulos no te exime del despido a pesar de haber cosechado tres Champions seguidas. Tal vez en esa exigencia, resida el secreto para conseguir la siguiente. Tras el primer gatillazo en el fichaje de Mbappé y el finiquito sorprendente a los centrales, la plantilla era una ruina apuntalada por los brazos de Courtois y la mano vendada de Karim, y entre el amasijo de andamios reapareció Ancelotti para encargar la reconstrucción a tipos tan animosos como Hazard y Bale, y a un Vinicius pasto de los chistes que lo elegían como ejecutor de un pelotón de fusilamiento porque disparaba más veces al córner que a la portería contraria. El antimadridismo se las prometía felices y cuando llegó la derrota ante el Sheriff, salieron a relucir los expertos acreditados en certificar la imposibilidad de que un once dirigido por la decadencia de Casemiro, Kross y Modric pudiera competir contra los grandes trasatlánticos europeos.

A medida que el equipo iba superando eliminatorias, en la opinión publicada se instaló una suerte de alabanza displicente que en realidad minusvaloraba cada remontada, con el argumento según el cual, aunque el contrario jugara mejor, el Madrid acababa ganando por un sortilegio inexplicable que unos atribuían a la suerte, otros a la historia y los demás a la magia del Bernabéu. Casi nadie hablaba de la calidad de los jugadores, de su capacidad para encadenar combinaciones magistrales en los momentos decisivos de los partidos. En el territorio de la verdad, donde sus rivales claudicaban sorprendidos por el vendaval, los chicos de Pintus apuraban una marcha más para colarse entre las rendijas de las defensas más aguerridas de Europa, Vinicius filtraba pases para que Benzema los hermoseara camino de la red contraria y Rodrygo aparecía entre gigantes para tomar el testigo del Buitre, de Raúl y Santillana, de Hugo Sánchez y Cristiano, inventándose remates de homenaje a todos los arietes que en el Madrid han sido.

Llegado el momento de la verdad, el Madrid comparecía ante su decimoséptima final de la Copa de Europa asumiendo su papel de víctima con una sonrisa en los labios. Los que recordamos la derrota de París del año 81, cuando la humildad de los García sucumbió ante los diablos rojos de Kenny Dalglish, rejuvenecimos cuarenta años de golpe contemplando los análisis previos al partido, en los que esta vez sí, el trece veces campeón sucumbiría ante el mejor equipo del momento, y los sucesores de los ídolos de mi adolescencia no aguantarían la pujanza del temible Liverpool de Klopp. 

Como Nadal, presente en el palco, el Madrid ganó la final sublimando el juego defensivo. Como Nadal sobre la arcilla roja de París cuando desentierra pelotas imposibles en todos los rincones de la pista, el Madrid se agarró al verde sostenido por las estiradas increíbles de su portero, mientras Carvajal firmaba su mejor partido de la temporada, Militao celebraba cada corte como un gol y Casemiro volvía a su costumbre de valladar. El equipo se dio cuenta de que el triunfo era posible cuando al borde del descanso, el VAR dictaminó que el gol de Benzema era ilegal y en la segunda parte, la galopada de Valverde resuelta en el gol de la victoria fue como un revés cruzado de Rafa con aroma de “match ball”. Aún tendríamos que soportar los últimos desmarques de Salah, temerosos de que el destino le reservara la revancha en el tiempo de descuento, pero un muro belga se oponía una y otra vez a su sed de venganza y cada mano a mano con el triunfo se convirtió para el egipcio, en un jeroglífico indescifrable.

Y después, la gloria. Catorce copas no son suficientes para que los rapsodas del juego bonito valoren la gesta legendaria de este equipo con la justicia que merece, como si no hubiera belleza en la resistencia, en la fe en la victoria y la determinación. También Nadal tuvo que convivir demasiado tiempo con las críticas que le acusaban de pasabolas luchador sin la clase de sus rivales. Ahora por fin, ya reina sin oposición. En cambio, el Real Madrid tendrá que seguir ganando Champions para poner a todos de acuerdo.



martes, 24 de mayo de 2022

SAN ISIDRO 2022: LA FERIA DEL REENCUENTRO, PRIMERA PARTE.


Decíamos ayer. Entonces no sospechábamos que entre el ayer y el hoy mediarían tres años de espera para volver a honrar al patrón a través de la vieja costumbre de correr animales de lidia en la plaza de Madrid. En este trienio de ausencias, los gestores de la cosa se han comportado como los inquilinos que devuelven el piso que ocupan con más mierda que la bombilla de una cuadra, tal es el muladar en el que la tienen convertida por si a final de temporada llega el desahucio. Pese a todo, ahí seguimos, faltando más de lo que uno quisiera a la cita con la piedra en la que hemos vibrado como con pocas cosas en la vida, de la que tendrán que expulsarnos a empujones aunque resulte cada vez más difícil peregrinar a la andanada atravesando el erial de una fiesta desnortada. Los mercaderes van aniquilando poco a poco la solemnidad del templo y nuestra afición comparece acosada por las caras de Bélmez que nos asaltan en las paredes y el “chunda chunda” verbenero que invariablemente nos despide al finalizar el festejo, envolviendo entre aromas a fritanga la tertulia tras la corrida. 


La primera parte de la feria aparece marcada por el suceso acontecido en la corrida de la Quinta, en la que, al parecer y por lo que dicen los amigos, después de veinticinco años de alternativa, el Juli se puso a torear. Algo tendría que ver el expolio acaecido en la columna que acogía el ara juliana, que eso sí se ocuparon de limpiarlo los operarios del gatopardo Simón aprovechando nuestra ausencia, dejando al respetable desprotegido frente a la peste del toreo moderno. Desde la tele, la hazaña traspasó la pantalla y pudo apreciarse el esfuerzo de Julián, que cuando viene a Madrid últimamente trata de mitigar el feísmo habitual de su concepto aplicando al toro dócil una verticalidad mayor, y si uno hacía abstracción de la turra que daban los comentaristas extasiados ante el acontecimiento y aplicaba el filtro de la perspectiva de la andanada y su particular geometría, podía comprender mejor que los "emiliomuñoz" de turno por qué el público frenó en seco la petición una vez concedida la primera oreja. Pero donde el Juli dio la medida de su nueva dimensión fue con el toro menos bueno, y cuando todo parecía indicar que nuestro hombre tiraría por la calle de en medio ante la perspectiva más propicia de la corrida de Garcigrande que le quedaba en el abono, le buscó las vueltas al de gris oscuro y lo acabó dominando haciéndole embestir por donde no quería, muy largo y por abajo, en naturales templadísimos que convocaron las ovaciones sísmicas de las grandes ocasiones. La espada frustró la salida por la puerta grande pero no el reconocimiento de la cátedra que a pesar de sus inquinas y sus predilecciones, siempre se ha rendido a todo aquél que, en cualquier circunstancia, hace el toreo. 


Y es que hacer el toreo, lo que viene siendo de toda la vida hacer el toreo, es decir, ponerse en el sitio cargando la suerte delante de un toro íntegro y encastado, y resolver el riesgo que entraña la embestida en dominio sincero y sin ventajas, creando belleza en el empeño, no lo ha hecho casi nadie hasta la fecha. Tampoco Julián en su segunda tarde, en la que volvió a ofrecer su dimensión solemne sin demasiada enjundia detrás de la estudiada parsimonia. Cómo estará la cosa, que a pesar de todo, la gente le pidió la oreja después de un "julipié" frustrado y otro traserísimo de hasta el rabo todo es toro y dos avisos por no querer descabellar para asegurar la petición increíble de los trofeos.  

Orejas ha habido muchas y ovaciones bastantes, que Madrid parece la plaza de Almería en la que se tiene por costumbre sacar a saludar a la terna al principio de cada tarde. Sólo falta que como en el coso de la Avenida de Vilches, se interrumpa la corrida en el tercero para que la gente meriende sin complejos y despache el cubata sin tener que soltarlo para seguir aplaudiéndolo casi todo. Se aplaude al matador que ha triunfado en la tarde anterior y a lady Ayuso cuando desfila por el callejón, se aplaude a Talavante por su reaparición y al sobresaliente por cumplir con su obligación. En la talanquera en la que se ha convertido las Ventas, se aplaude a los monos cuando levantan al caballo derribado, al toro que busca la muerte barbeando tablas y casi todos los pares de banderillas con tal de que no acaben en el suelo, allá penas si el rehiletero clava a toro pasado o se asoma al balcón como mandan los cánones. Pero cuando más aplauden las buenas gentes hasta llegar al paroxismo es cuando el toro va y viene sin parar y hace la noria sin aspavientos colocando bien la cara en la muleta como le gusta decir a los prebostes de la crítica oficial, y entonces surgen esos olés espurios que son la banda sonora perfecta para los trasteos sin alma en donde el protagonista de la película no pisa el terreno que debe, se esconde fuera del sitio de la rectitud y acompaña la embestida sin mandar, de manera que cuando llegas a casa, no eres capaz de recordar ni uno solo de los pases de las faenas premiadas.


Así me ocurre con Talavante, por ejemplo, que comparece en la plaza reteniendo el título de consentido que detentaba antes de su "espantá" del 2018 y, sin embargo, en lugar de aprovechar el ambiente a favor, aparenta estar metido en un laberinto mental que le impide aplicar un plan coherente a sus faenas, perdido el otrora cantante en una extraña mixtura sin personalidad propia que comienza por el palo genuflexo que vio interpretar a Roca el día anterior, sigue por el desmayo superficial de quien ahora le aconseja y termina con un esbozo de manoletinas tomasistas a años luz del ceñimiento de quien fuera su primer espejo. En la apoteosis del mimetismo, la corrida de Garcigrande nos permitió disfrutar de tres inicios de faena idénticos a base de doblones por bajo con la pierna contraria flexionada y por el mismo pitón, que patentó Julián y copiaron en un alarde de imaginación Talavante y Rufo en homenaje al poderoso de Velilla. 

Cuánto se echa de menos la variedad de estilos de otras épocas en las que se podía reconocer a cada matador con sólo ver su sombra en la lejanía, abriéndose de capote con la impronta de su sello. Ahora lo que se lleva son los toreros adocenados de un rito anodino, fabricados en serie por las escuelas taurinas, a los que les falta el martillazo de la singularidad. Apenas toman la alternativa y ya se aprecia en ellos la querencia por el toreo moderno y en lugar de la hierba en la boca, tienen la mente puesta en emular la estrategia de sus mayores en faenas despegadas de poca exposición y mucha carrerita, trapazos sin sentido y bernardinas para rematar. Tampoco hay mucho que rascar entre los matadores ya no tan jóvenes que ilusionaron en sus inicios, los Garrido, Lorenzo, Marín “et alii” arrasados por la ascendencia juliana del toreo barato y sin compromiso. Al contrario que su “influencer”, son toreros que aplican a todos los toros una faena prefabricada que no tiene en cuenta las condiciones del animal y deviene en consecuencias lamentables como la cogida de Ginés Marín que, sin embargo, nos devolvió el gesto icónico del héroe que afronta el dolor del muslo atravesado sin mirarse. 


Algo más de personalidad esperábamos en Tomás Rufo, que ya de novillero expuso ante la cátedra su proverbial facilidad no exenta de gusto y vino a refrendarla en confirmación de lujo de la que le sacaron en volandas sin mayor mérito que templar las embestidas por las afueras y dos estocadas de efecto fulminante. El triunfo final fue producto de esa institución de las tardes decepcionantes que es la orejita del sexto, gracia que la solanera convertida en botellón suele otorgar a los matadores que comparecen en sus dominios a desarrollar un toreo populista y sin sustancia, que suele acabar en bajonazo descarado y bramidos etílicos como si el torero hubiera metido un gol en el último minuto.

Una cosa parecida ocurrió con Roca Rey, pero la estrategia no acabó en triunfo por su fallo con los aceros. Pese a todo y sin llegar al nivel arrollador de sus comienzos, se advirtió en el limeño otra forma de estar en el ruedo y la voluntad de triunfar a golpe cantado a despecho de la condición descastada que presentó la corrida de Victoriano del Río. A falta de toreo fundamental, Roca se jugó el tipo en un palmo de terreno encontrando soluciones imaginativas a través de arrucinas y pedresinas que enardecieron al personal.


Y finalmente lo de Ureña. Comparecimos a su única tarde en el abono convencidos de que el ofrecimiento de matar seis toros en solitario no era el trato que merecía el triunfador del último San Isidro al que la empresa le preparó una encerrona en la acepción más cabrona de la palabra. El comportamiento de la corrida fue el propio de una redada en la que los ganaderos de postín hubieran mandado lo que les sobraba en la dehesa después de que los veedores de las figuras escogieran los toros de mejor nota. Por su parte, el torero demostró que no estaba preparado para un reto de estas dimensiones en el que se requiere variedad técnica, fondo físico y clarividencia mental para culminar en triunfo las embestidas más aprovechables que llegaron en los toros corridos en segundo y cuarto lugar. La corrida se despeñaba hacia el limbo de las apuestas perdidas cuando salió un sobrero del Conde de Mayalde que llevaba toda la feria en chiqueros sin sospechar que en su lidia confluirían la tormenta desatada con la frustración de la tarde y la irreverencia de la gente, para elevar una sucesión atropellada de medios pases con el compás grotescamente abierto a la categoría de acontecimiento saludado con entusiasmo por el frenopático del tendido seis. Con las gradas desertizadas, la lluvia esta vez fue de almohadillas y uno ya no sabía si se trataba de la respuesta de los disconformes hacia el disparate del ruedo o era en realidad la instauración de una nueva costumbre en la que los partidarios arrojan la almohadilla como antaño se lanzaba el sombrero ante una faena cumbre. El sainete acabó con una buena estocada que puso en las manos de Ureña una oreja, evitando al menos que tuviera que abandonar la plaza como Antonio Vico en "Mi tío Jacinto", calado hasta los huesos y con la desolación en el porvenir. 

La travesía por la pandemia y su amenaza contra nuestra vida anterior quizá haya motivado una vuelta de tuerca más en el desvarío de la plaza hacia un triunfalismo ignaro que ya existía antes y ahora se acentúa por la reducción del abono entendido y su pérdida de influencia sobre el público de aluvión que acude a los toros con el único objetivo de divertirse sin importarle otra cosa. El palco y la empresa son los cómplices de esta deriva que arrasa el prestigio de las Ventas sin que nadie se atisbe en el horizonte para remediarlo, un Chenel que dictara su lección como en los ochenta, o el Rincón de los noventa que pusiera negro sobre blanco la diferencia entre la verdad y la mentira, o el José Tomás del cambio de siglo que enseñara al público que acude a la plaza sin referentes, el canon eterno capaz de barrer el neotoreo que nos asola. En un momento en que el comportamiento del toro es más bonancible que nunca, resulta un crimen de lesa tauromaquia que los toreros de clase que han pasado por la feria lo hayan hecho perdidos entre las brumas de su indolencia. Quedan dos semanas para remediar este dislate.




jueves, 28 de abril de 2022

JUGADORES DE VENTAJA



La revelación del escándalo de las conversaciones jaqueadas a Luis Rubiales y Gerard Piqué, Rubi y Geri para el siglo, pone en escena esa cultura capitalista consolidada en nuestros usos sociales que invariablemente acude al tráfico de influencias para aumentar el beneficio económico. Es España un país propicio para que la envidia inveterada inscrita en nuestro carácter demonice al triunfador y considere sospechosa la acumulación de montañas de dinero. Piqué lo pone aún más fácil gastando esa imagen de futbolista sobrado y faltón, perdonavidas habitual de las redes sociales y opinador implacable de los vicios ajenos, empresario de éxito capaz de ganar un mundial, emparejarse con una rutilante estrella de la música, cambiar la fórmula de competiciones varias y elevar su cifra de negocio al mismo tiempo.  

Sin necesidad aparente de cultivar sus amistades peligrosas para llegar a fin de mes, la única explicación posible para que Rubiales y Piqué obviaran el evidente conflicto de intereses presente en la operación, no pudo ser otra que la codicia y el regodeo en la desfachatez de considerar que todo lo que no es ilegal es ético. Esa capacidad de autoindulgencia llevó después a ambos personajes a pasearse ante los medios, presumiendo de las ganancias obtenidas para su peculio porque coincidían con el beneficio de toda la federación y del fútbol modesto cuyos jefecillos garantizan casualmente la permanencia en el poder del gerifalte mayor. El bochorno fue completo cuando el heredero de Pablete Porta y Pedrusquito Roca, el sucesor del “villarato” que siendo el jefe de los árbitros, cobra más si Real Madrid y Barcelona se clasifican para la Supercopa, se permitió alabar las virtudes catárticas del contrato alcanzado con la satrapía saudí. Sobre la carga de tener que convivir con esta laya de inmorales, hemos de soportar además que se proclamen adalides de un feminismo reducido al hito de que a la mujer árabe se le conceda acudir a un partido, para seguir siendo ninguneada cuando el show de Rubiales eche el cierre a la función.

El fútbol no es más que el espejo de la sociedad y Piqué, un trasunto de esa casta de instalados por la que transitan el hermano de Ayuso, el primo de Almeida, el marido de Calviño, los padres de Sánchez. El mundo de los negocios es amplio y multifacético y es difícil creer en el azar como guía para que la trayectoria profesional del pariente que pasaba por allí y las necesidades administrativas coincidan con tanta frecuencia, sobre todo en un momento histórico de emergencia pandémica en el que la adjudicación directa era la norma, y la urgencia, el pretexto inmejorable para la falta de control. Los nepotes de esta época se asoman demasiadas veces al tráfico mercantil, en donde la confusión entre lo público y lo privado genera una meritocracia de contactos en la que estar bien relacionado equivale a la mejor oferta.

El clientelismo que nos anega está concebido para funcionar en ambas direcciones, y el fin de fiesta suele conducir a una puerta giratoria donde el agraciado se enreda sin pudor en espera del cobro de los servicios prestados a través de la pingüe poltrona de un consejo de administración. Es una querencia al atajo que se manifiesta en todos los ámbitos de esta españita nuestra del enchufe y el sobre, del convoluto y la mordida, en donde quien no tiene padrino no se bautiza y llevárselo muerto es el deporte nacional. “Siglo veinte, cambalache problemático y febril, el que no llora no mama y el que no afana es un gil”, decía el tango de Santos Discépolo, que hoy sigue vigente casi cien años después de su creación, pues para qué estrujarse el caletre y laborar de sol a sol si con una llamada a la persona indicada, se puede triunfar jugando con ventaja.

Decía Cicerón que la victoria es arrogante por naturaleza, pero tenía más razón Séneca cuando sentenció que vencer sin peligro es ganar sin gloria. 



jueves, 7 de abril de 2022

EL REENCUENTRO



Y por fin, el reencuentro. Vuelven los días sagrados, las fechas que unen nuestro ser con la infancia, la ruta por la senda empedrada de recuerdos siguiendo al corazón tras la belleza, la cita con el dolor que conduce a la alegría.

Regresará la pasión del Jueves Santo, la inquietud conspirando entre las nubes y el astro redentor que se abre paso encendiendo la mirada hasta el crepúsculo. La imagen venerada emergerá de las entrañas del pasado para llenar de majestad púrpura la hoz entera. Y volverá el encuentro con los viejos hermanos, con la luz inextinguible en el balcón de Aurelio, con el resolí de Antonio y su dulce bienvenida, con la bonhomía intacta del gran Teófilo, el primero de todos nosotros. Regresará la ansiada intimidad bajo el capuz. El camino templará las urgencias de la tarde cuando atravesando el campo de San Francisco, la campana se funda con el tiempo y rememore el origen de todo. 



Unas horas antes, la noche se habrá conmovido con el silencio que hace vibrar los olivos que convocados en San Esteban, nos hablan de plegarias y traición, de negación y arrepentimiento. Hay una cercanía de latidos que hermana a todas las almas cuando son reclamadas por el trasiego de los pasos en la curva de la Audiencia, el árbol del amor como testigo asombrado de las multitudes varadas en la contemplación del temblor de la llama en las tulipas. Y en la comunión de los espíritus ávidos de nostalgia que se congregan en la bajada de San Pedro, hay una emoción antigua que los requiere al son de los ecos inefables de las horquillas que lastiman nuestro pecho, mientras en las fachadas absortas se proyecta la sombra de los siglos.

Es la hora del rito y la condena. De nuevo el mar de los tambores remontará el Júcar con su danza, la herida sangrando en los clarines rasgará la tiniebla ensimismada, de nuevo el fulgor del plenilunio y el canto apagado de la fragua, de nuevo un bosque de palillos y el clamor anegando ya la plaza, un haz de misereres escondidos aplazando el grito y la venganza y dónde por la serranía, tan de mañana, San Juan, al compás estremecido, ay que se va, que se va, de Jesús que baila y muere, de nuevo la soledad.



Ya están renovando los banceros su ancestral vocación de ser calvario, al mecer las andas que son cruces sobre el hombro morado de martirio. Y están pidiendo a gritos ya la calle después de un trienio de penumbras, guiones, faroles y estandartes, anunciando al porvenir la buena nueva de los pasos encarando el horizonte, desmintiendo su destino de hornacina, en la ciudad pendiente de un milagro. Cuenca actualiza los prodigios cuando ve llegar el Viernes Santo y un madero amarfilado de agonía desciende acompañando nuestra angustia, cuando el dardo gris de la lanzada enhebra el esplendor del mediodía y la piedad comparece estremecida, envuelta en los espejos del camino.

Retornará la procesión de los susurros a la vera del Huécar. Una madre solitaria, sostenida por los hombros y las almas, velará el espanto del sepulcro, ese cuerpo que ahora yace, derrotado y final, sobre su llanto. Y una cruz irá meciendo su lamento, desnuda ya de estruendo y madrugada, allí donde el rumor de las horquillas es el único consuelo que nos queda frente a la intemperie.



Y por fin el reencuentro. Demasiado tiempo sin poder contemplar la gracia de la esperanza verdecida proclamando la primavera en San Andrés. La vida nos enfrentó a un memorial de ausencias por el que discurrieron verónicas imaginarias mostrando nuestro rostro desolado y amargas soledades que atravesaron los silencios bajo un palio de abismos insondables. Demasiado tiempo sin sentir la maravilla, el momento del soñado privilegio, caminar a su lado por el Peso, aferrado a la caña que nos guía. 

El manto del dolor caerá un domingo, la resurrección será renacimiento y la dicha un vuelo de palomas.



Imágenes de Joaquín Ruiz Arteaga

viernes, 25 de marzo de 2022

HACE CIEN AÑOS



La mal llamada gripe española llegó a nuestro país en el mes de mayo de 1918 y pese a que su origen parece situarse en los contagios que los soldados estadounidenses trajeron a Europa al participar en la primera guerra mundial, la España neutral de aquel entonces asumió el apellido de una enfermedad que los gobiernos de coalición en el poder no ocultaron en un afán de transparencia que no guardaron las potencias intervinientes en el conflicto bélico. En su magnífica tesis doctoral “La epidemia de gripe de 1918-1919 en la provincia de Cuenca”, publicada en 2012, Alberto González García señala que los primeros casos alcanzan el territorio nacional a través del tráfico ferroviario de trabajadores de la vendimia francesa que regresaban por la frontera de Irún y se extienden rápidamente a partir de los centros urbanos, en el caso de Cuenca, a través del tren procedente de Madrid. Oficialmente, esta primera oleada de la epidemia se declara por la Junta Provincial el 6 de junio y finaliza el 8 de julio, diluyéndose sus efectos con la plenitud del verano. Su carácter episódico y su mortalidad mínima en la ciudad dieron lugar a que no hubiera gran motivo de alarma entre las autoridades sanitarias, siendo objeto de burlas y chascarrillos por parte de la opinión pública, y de referencias jocosas en la prensa local que bautizó a la epidemia como “La canción del olvido”, la zarzuela del maestro Serrano de moda por aquel entonces, debido a su reestreno madrileño en el mes de marzo, cuya serenata “Soldado de Nápoles” también sirvió como denominación del virus, por ser tan pegadiza como la propia enfermedad.

En la provincia de Cuenca, la segunda oleada de gripe se prolongó entre los meses de septiembre y diciembre, pero en la capital tuvo una incidencia muy leve. La tercera oleada se extendió por España durante los meses de enero y julio de 1919, pero en Cuenca capital, la situación de estado epidémico no se declaró hasta el 26 de febrero, aunque desde un mes antes era “vox populi” la existencia de casos graves por toda la ciudad de la “gripe mata gentes”, como ahora la llamaba el Día de Cuenca, entre los cuales destacó la muerte a los 48 años del célebre periodista y escritor Emilio Sánchez Vera, tras una postración de casi un mes.


La prensa conquense de aquel momento atribuyó la epidemia a razones climáticas relacionadas con la crudeza de las temperaturas y la ausencia de lluvias como factores que acrecentaban la virulencia de los gérmenes habituales. Las medidas de higiene pública inmediata consistieron en el riego de calles, blanqueo de patios, aislamiento en domicilio del enfermo y desinfección individual de las vías respiratorias. Se prohibieron la cría de animales dentro de la ciudad, la circulación de trapo y el lavado de ropa en los ríos. Se instalaron estaciones sanitarias de reconocimiento y desinfección en la Ventilla y en los puentes de San Antón y del Castillo, llegando a ubicarse un lazareto para reconocimiento de viajeros en la estación de ferrocarril. Sin embargo, no se creyó necesario aplicar medidas coercitivas para restringir la movilidad de las personas por considerarse que el brote era benigno, aunque se establecieron recomendaciones individuales para los enfermos, como el hervido de sus ropas y la ventilación de sus habitaciones, y se restringió su cuidado a una sola persona que debía evitar el contacto con sus secreciones nasales y bucales, previniendo a los individuos sanos para que desinfectaran estas vías con frecuencia por medio de gargarismos y soluciones de agua caliente con bicarbonato. Los tratamientos de entonces consistían en purgantes y sangrías sin mayor eficacia, aspirina para los síntomas así como la ingesta de leche y sueros antidiftéricos, y por todos lados florecieron los anuncios de remedios contra el mal que la medicina de entonces no conseguía conjurar.


Durante esta tercera ola de gripe, la costumbre de velar a los muertos y los traslados del ataúd a la iglesia y de allí el cementerio, quedaron prohibidos, realizándose los enterramientos sólo en presencia de los técnicos municipales, y con este pretexto, dada la creencia generalizada acerca de la potencialidad infecciosa de los cadáveres, trató de abolirse para siempre la costumbre conquense de acudir a la capilla mortuoria para dar la cabezada ante los deudos del finado. Se intentó mantener la Iglesia de San Antón, como único templo de la ciudad en el que podía realizarse un pequeño responso al muerto camino del cementerio, pero finalmente esa posibilidad tampoco se llevó a cabo. Aunque no se tienen datos específicos sobre las inhumaciones atribuibles a la epidemia de gripe, sí se tiene constancia de que en el mes de marzo de 1919, se alcanzó el pico máximo de enterramientos, que alcanzó el número de 122, cuando lo normal era que no se superara la cifra de cuarenta, incluso en los peores meses de las oleadas anteriores.


A partir de la segunda oleada de la epidemia, se suspendió el curso escolar y no se decretó su reapertura hasta el inicio del año 1919, después de las navidades, aunque la tercera ola motivó un nuevo cierre durante el mes de marzo, lo cual obligó a que se suprimieran las vacaciones de Semana Santa y se prolongaran las clases hasta el 30 de junio. No ocurrió lo mismo con las fiestas populares cuya celebración no se prohibió con carácter general durante las dos primeras oleadas, si bien la autoridad gubernativa recomendó su retraso. Se vinculan con la incidencia de la primera ola las fiestas que tuvieron lugar en mayo de 1918 con motivo de la apertura de los jardines de la Diputación Provincial o la Fiesta de la Flor organizada en junio por el Ateneo conquense en el teatro Liceo. También se mantuvieron la procesión del Corpus el 30 de mayo, la Feria de San Julián en septiembre y en octubre, la celebración de la festividad de Nuestra Señora del Rosario en la explanada de los Paules. Está asimismo aceptado que la romería de San Antón desarrollada en enero de 1919 contribuyó en gran medida a que la tercera oleada en Cuenca tuviera mayor gravedad que las anteriores, pese a lo cual, las autoridades no volvieron a suspender fiesta alguna, y así, se desarrollaron con normalidad las procesiones de Semana Santa en el mes de abril. Se trataban de evitabar las misas en el interior de las iglesias, pero se favorecía la celebración de procesiones al aire libre y así, tuvo lugar a finales de marzo con presencia de las autoridades y de numerosísimos fieles, un triduo de rogativa para implorar la pronta desaparición de la epidemia, quedando expuestos en la Catedral, la Virgen del Rosario y el cuerpo de San Julián sin descubrir, y se programó una procesión por las calles de la ciudad con las imágenes de San Roque, Jesús del Puente y la Virgen de la Luz, aplazada finalmente hasta el domingo seis de abril, con salida desde la iglesia de El Salvador y llegada hasta el templo de San Antón, la cual tuvo que acelerarse porque a la altura de la calle Mariano Catalina, cayó una gran tormenta que deslució el desfile.


Funcionaron con normalidad en todo momento, los teatros, los cines, los casinos y la hostelería en general, aunque se procedía a la renovación del aire entre función y función y a la desinfección frecuente de hoteles, fondas, tabernas, estancos, tiendas, oficinas públicas y casas de lenocinio, en lo que se interpretó como la evitación de las autoridades de nuevos focos de conflicto con los comerciantes de la ciudad, ya soliviantados por las políticas de fijación de precios que había llevado a cabo la Junta Municipal de Subsistencias, con el fin de evitar la subida desmesurada de los productos de primera necesidad. En general, las ayudas económicas públicas para subvenir a los gastos extraordinarios ocasionados por la epidemia fueron escasas y su insuficiencia hizo necesaria la creación de Juntas de Socorro benéficas en los municipios, acudiéndose en numerosas ocasiones a las aportaciones de los propietarios más acaudalados para socorrer a los enfermos pobres y a las necesidades de material desinfectante. Se organizaron comités recaudatorios en cada uno de los cuatro distritos conquenses, rifas y funciones benéficas con proyecciones en el cine Ideal, llegándose a conseguir la suma de 11.368 pesetas, cuyo reparto quedó a cargo de una comisión formada por un médico, un coadjutor de la parroquia y un miembro de la Junta benéfica, en base a criterios de incidencia de la enfermedad, necesidad económica y religiosidad de la familia. En la provincia, el criterio de distribución de las ayudas fue más político y no obedeció tanto a cuestiones de necesidad pública, como a la influencia de las redes caciquiles y al menor o mayor peso de cada alcalde en la organización provincial. 

La historia se repite cíclicamente, en un continuo y eterno retorno.



jueves, 10 de marzo de 2022

ES LA GUERRA



Todo comenzó con la votación de la reforma laboral, la suerte de los derechos de los trabajadores en manos de la revolución de las consignas, la voluntad popular sometida al mercadeo partidista, la democracia convertida en un aprendizaje de botones. Cuando nos quisimos dar cuenta, el parlamento era una barra de bar en la que los parroquianos celebraban por turnos sus respectivas conquistas, del mismo modo en que los hinchas de un equipo festejan un gol en fuera de juego antes de que el árbitro lo anule. 

Lo siguiente fue el enésimo adelanto electoral perpetrado por los estrategas de la demoscopia, especialistas en aumentar la porción del partido en el pastel de las instituciones y vender esa codicia con los múltiples disfraces con los que suele invocarse el interés general. La política real es un arte que convierte el telediario en una serie de ficción donde los barones negros que medran en nuestras administraciones, hacen brillar los puñales en la persecución del control de la lista. Son los yonquis del poder, aspirantes al carguito desde que ingresan en las juventudes del organigrama y van engordando el currículum con títulos regalados o tesis de corta y pega, expertos en acumular trienios a costa de la mamandurria del sistema mientras en sus alrededores pululan los familiares a ver qué cae. 

En la pugna por el dominio del aparato que maneja la colocación en los mejores lugares de la dorada papeleta, vuelan dosieres, aparecen grabaciones antiguas, y los espías dobles dan cuenta del historial oscuro de los rivales dentro de la organización, para que sus camaradas puedan defenestrarlos cuando la ocasión se presente propicia. La entelequia que llamamos separación de poderes en España, nos condena a no poder desprendernos de esa corrupción anclada en el diseño de un estado en el que el ejecutivo es quien nombra al legislativo y entre ambos manipulan el poder judicial. Lo demás son fuegos de artificio para mantener satisfecho al personal en su comparecencia periódica ante la urna, en donde las ambiciones partidistas y las esperanzas del elector se pelean en el mismo sobre. 

Es la guerra que se libra en las sociedades de occidente, ese precario equilibrio donde, pese a todo, aún quedan mecanismos de refugio frente a la arbitrariedad y la libertad para denunciar la podredumbre permanece intacta. A tres mil kilómetros de distancia de nuestras cuitas, se suceden las batallas reales, las que entrañan muerte y autocracia, desinformación y amenaza, allí donde hasta hace quince días, la gente que ahora yace víctima de los bombardeos, creyó sentirse tan a salvo como nosotros, protegida por la pertenencia a un mundo moderno y globalizado. Bajo los misiles de Putin, las corruptelas de la endeble democracia ucraniana han parido un héroe que abandonó la comedia humana para resistir a la barbarie.

En nuestro entorno, de momento, sin disparos que esquivar y enterrado el carnaval, continúa la farsa. Ni siquiera las masacres lejanas conmueven las posiciones políticas de los independentistas que buscaron en la madre Rusia amparo para su proyecto. Los populismos patrios de signo opuesto que coquetearon con el tirano asumiendo su objetivo por desestabilizar el continente, hoy se ponen de perfil como extremos que se tocan en sus falsos deseos de paz. El gobierno ya tiene excusa para añadir otro factor externo a la justificación de su incompetencia, y el primer partido de la oposición una cortina de humo tras la que esconder su incapacidad para ofrecer una alternativa mejor para la gestión de la catástrofe. 

La Europa que nos iba a vacunar contra el virus de la recesión carece de armas para enfrentar la violencia y la pobreza energética. Su alto representante para asuntos exteriores nos recomienda bajar un grado el termostato, como si no lleváramos ya todo el invierno con la calefacción apagada y pegados a la estufa. 





viernes, 21 de enero de 2022

EL CASO DJOKOVIC



El caso Djokovic nos permite actualizar la certeza sobre la posibilidad de que en una misma persona puedan convivir la excelencia y la estupidez. Los aficionados al tenis lo sabemos porque admiramos desde hace tiempo el virtuosismo técnico y la fortaleza mental del serbio, pero hemos tenido que asistir a lo largo de su trayectoria a infantiles accesos de ira cuando fallaba un punto y a lamentables espectáculos de fingimiento de lesiones que, con el fin de debilitar al rival, ya nos confirmaron entonces que se puede ser el mejor del mundo en una disciplina deportiva y un cantamañanas a la vez. Frente a los patéticos intentos de sus osados grupis de erigir en torno a su figura una épica falsa que lo ha llegado a comparar con Jesucristo, nosotros seguimos en el equipo de Nadal, el campeón del sentido común, cuya mejor amueblada cabeza le permite criticar los atajos empleados por el balcánico para jugar en Australia y admitir el fallo de la justicia que anulaba su deportación para después confirmarla, con la misma naturalidad con la que siempre ha celebrado la victoria y ha aceptado la derrota.

Hasta aquí el comentario de una anécdota que no debería trascender en su importancia a los avatares de las pelotitas de tenis que van a ser golpeadas en nuestras antípodas durante las próximas semanas. El problema es que en este otro lado del globo, cada cual ha aprovechado el asunto para establecer categorías absolutas sobre el bien y el mal, la sumisión y la disidencia, como si el ponerse o no una inyección le convirtiera a uno en héroe o villano por obra y gracia de la corrección política. Sólo un ignorante puede negar el beneficio que la vacunación masiva ha ocasionado sobre la convivencia con las sucesivas olas de la pandemia, pero esa evidencia no puede conducir a la criminalización constante de los que en uso de su autonomía optan por no vacunarse en un país como España que ha entronizado la autodeterminación de la propia salud a través de sus leyes. Y es que pareciera que ese exiguo siete por ciento de la población adulta que todavía se resiste a citarse con las agujas, tuviera la culpa exclusiva del aumento exponencial de los contagios, de la inhibición de las administraciones, del crecimiento de la pobreza, de la subida de la luz, la proliferación de las macrogranjas y la omnipresencia del reguetón.

Nada nos gusta más que señalar chivos expiatorios a los que lapidar desde la barra del bar, la mascarilla que nos protegía de la nada al aire libre convenientemente anudada en la muñeca, el pasaporte sanitario disponible en el celular y la lengua desatada por una prepotencia que exige poco menos que la exclusión social y hasta la suspensión del derecho constitucional a la asistencia médica para los cuatro gatos que quedan sin vacunar, en un momento en el que la salud pública ya no se ve gravemente amenazada por su incapacidad para abandonar la linde de la estulticia.

Quizá sea eso lo que nos distraiga de admitir que tras dos años de experiencia pandémica gestionada por el desconcierto de nuestros gobernantes, no nos queda otra que aprender a convivir con un virus que gracias al progreso científico tiene una incidencia asumible por el sistema sanitario, y cuya virulencia más leve en este último eslabón del alfabeto griego, se cura al mismo ritmo en las comunidades que han vuelto a las restricciones y en las que no. Mientras tanto, acostumbrémonos a la autogestión de nuestra propia circunstancia y a esgrimir la libertad para causas más nobles que apoyar a un Espartaco de cartón piedra y sus triquiñuelas para jugar un Grand Slam.